Miguel de Cervantes Saavedra

 


NOVELA DEL LICENCIADO VIDRIERA



Paseándose dos caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en
ellas, debajo de un árbol durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años,
vestido como labrador. Mandaron a un criado que le despertase; despertó y
preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual
el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba
a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por sólo que le diese
estudio. Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también.
-Desa manera -dijo uno de los caballeros-, no es por falta de memoria habérsete
olvidado el nombre de tu patria.
-Sea por lo que fuere -respondió el muchacho-; que ni el della ni del de mis
padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.
-Pues, ¿de qué suerte los piensas honrar? -preguntó el otro caballero.
-Con mis estudios -respondió el muchacho-, siendo famoso por ellos; porque yo he
oído decir que de los hombres se hacen los obispos.
Esta respuesta movió a los dos caballeros a que le recibiesen y llevasen
consigo, como lo hicieron, dándole estudio de la manera que se usa dar en
aquella universidad a los criados que sirven. Dijo el muchacho que se llamaba
Tomás Rodaja, de donde infirieron sus amos, por el nombre y por el vestido, que
debía de ser hijo de algún labrador pobre. A pocos días le vistieron de negro, y
a pocas semanas dio Tomás muestras de tener raro ingenio, sirviendo a sus amos
con tanta fidelidad, puntualidad y diligencia que, con no faltar un punto a sus
estudios, parecía que sólo se ocupaba en servirlos. Y, como el buen servir del
siervo mueve la voluntad del señor a tratarle bien, ya Tomás Rodaja no era
criado de sus amos, sino su compañero.
Finalmente, en ocho años que estuvo con ellos, se hizo tan famoso en la
universidad, por su buen ingenio y notable habilidad, que de todo género de
gentes era estimado y querido. Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que
más se mostraba era en letras humanas; y tenía tan felice memoria que era cosa
de espanto, e ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos
famoso por él que por ella.
Sucedió que se llegó el tiempo que sus amos acabaron sus estudios y se fueron a
su lugar, que era una de las mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse
consigo a Tomás, y estuvo con ellos algunos días; pero, como le fatigasen los
deseos de volver a sus estudios y a Salamanca (que enhechiza la voluntad de
volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado),
pidió a sus amos licencia para volverse. Ellos, corteses y liberales, se la
dieron, acomodándole de suerte que con lo que le dieron se pudiera sustentar
tres años.
Despidióse dellos, mostrando en sus palabras su agradecimiento, y salió de
Málaga (que ésta era la patria de sus señores); y, al bajar de la cuesta de la
Zambra, camino de Antequera, se topó con un gentilhombre a caballo, vestido
bizarramente de camino, con dos criados también a caballo. Juntóse con él y supo
cómo llevaba su mismo viaje. Hicieron camarada, departieron de diversas cosas, y
a pocos lances dio Tomás muestras de su raro ingenio, y el caballero las dio de
su bizarría y cortesano trato, y dijo que era capitán de infantería por Su
Majestad, y que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra de Salamanca.
Alabó la vida de la soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de
Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de
Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías; dibujóle dulce y
puntualmente el aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macarela, li
polastri e li macarroni. Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del
soldado y de la libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las
centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la
hambre de los cercos, de la ruina de la minas, con otras cosas deste jaez, que
algunos las toman y tienen por añadiduras del peso de la soldadesca, y son la
carga principal della. En resolución, tantas cosas le dijo, y tan bien dichas,
que la discreción de nuestro Tomás Rodaja comenzó a titubear y la voluntad a
aficionarse a aquella vida, que tan cerca tiene la muerte.
El capitán, que don Diego de Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena
presencia, ingenio y desenvoltura de Tomás, le rogó que se fuese con él a
Italia, si quería, por curiosidad de verla; que él le ofrecía su mesa y aun, si
fuese necesario, su bandera, porque su alférez la había de dejar presto.
Poco fue menester para que Tomás tuviese el envite, haciendo consigo en un
instante un breve discurso de que sería bueno ver a Italia y Flandes y otras
diversas tierras y países, pues las luengas peregrinaciones hacen a los hombres
discretos; y que en esto, a lo más largo, podía gastar tres o cuatro años, que,
añadidos a los pocos que él tenía, no serían tantos que impidiesen volver a sus
estudios. Y, como si todo hubiera de suceder a la medida de su gusto, dijo al
capitán que era contento de irse con él a Italia; pero había de ser condición
que no se había de sentar debajo de bandera, ni poner en lista de soldado, por
no obligarse a seguir su bandera; y, aunque el capitán le dijo que no importaba
ponerse en lista, que ansí gozaría de los socorros y pagas que a la compañía se
diesen, porque él le daría licencia todas las veces que se la pidiese.
-Eso sería -dijo Tomás- ir contra mi conciencia y contra la del señor capitán; y
así, más quiero ir suelto que obligado.
-Conciencia tan escrupulosa -dijo don Diego-, más es de religioso que de
soldado; pero, comoquiera que sea, ya somos camaradas.
Llegaron aquella noche a Antequera, y en pocos días y grandes jornadas se
pusieron donde estaba la compañía, ya acabada de hacer, y que comenzaba a
marchar la vuelta de Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los lugares
que le venían a mano. Allí notó Tomás la autoridad de los comisarios, la
incomodidad de algunos capitanes, la solicitud de los aposentadores, la
industria y cuenta de los pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de
las boletas, las insolencias de los bisoños, las pendencias de los huéspedes, el
pedir bagajes más de los necesarios, y, finalmente, la necesidad casi precisa de
hacer todo aquello que notaba y mal le parecía.
Habíase vestido Tomás de papagayo, renunciando los hábitos de estudiante, y
púsose a lo de Dios es Cristo, como se suele decir. Los muchos libros que tenía
los redujo a unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento, que en las
dos faldriqueras llevaba. Llegaron más presto de lo que quisieran a Cartagena,
porque la vida de los alojamientos es ancha y varia, y cada día se topan cosas
nuevas y gustosas.
Allí se embarcaron en cuatro galeras de Nápoles, y allí notó también Tomás
Rodaja la estraña vida de aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo
maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los
ratones y fatigan las maretas. Pusiéronle temor las grandes borrascas y
tormentas, especialmente en el golfo de León, que tuvieron dos; que la una los
echó en Córcega y la otra los volvió a Tolón, en Francia. En fin, trasnochados,
mojados y con ojeras, llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova; y,
desembarcándose en su recogido mandrache, después de haber visitado una iglesia,
dio el capitán con todas sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido
todas las borrascas pasadas con el presente gaudeamus.
Allí conocieron la suavidad del Treviano, el valor del Montefrascón, la fuerza
del Asperino, la generosidad de los dos griegos Candia y Soma, la grandeza del
de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Guarnacha, la
rusticidad de la Chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer la
bajeza del Romanesco. Y, habiendo hecho el huésped la reseña de tantos y tan
diferentes vinos, se ofreció de hacer parecer allí, sin usar de tropelía, ni
como pintados en mapa, sino real y verdaderamente, a Madrigal, Coca, Alaejos, y
a la imperial más que Real Ciudad, recámara del dios de la risa; ofreció a
Esquivias, a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, sin que se le
olvidase de Ribadavia y de Descargamaría. Finalmente, más vinos nombró el
huésped, y más les dio, que pudo tener en sus bodegas el mismo Baco.
Admiráronle también al buen Tomás los rubios cabellos de las ginovesas, y la
gentileza y gallarda disposición de los hombres; la admirable belleza de la
ciudad, que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas como
diamantes en oro. Otro día se desembarcaron todas las compañías que habían de ir
al Piamonte; pero no quiso Tomás hacer este viaje, sino irse desde allí por
tierra a Roma y a Nápoles, como lo hizo, quedando de volver por la gran Venecia
y por Loreto a Milán y al Piamonte, donde dijo don Diego de Valdivia que le
hallaría si ya no los hubiesen llevado a Flandes, según se decía.
Despidióse Tomás del capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia,
habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que,
mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles.
Contentóle Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su
limpieza, sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella
cuatro días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo.
Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y, así como por
las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él
sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por
sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros
grandes; por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las
beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas
tuvieron sepultura; por sus puentes, que parece que se están mirando unas a
otras, que con sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras
ciudades del mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste jaez.
Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el
Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres
manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio
de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de
gentes y naciones. Todo lo miró, y notó y puso en su punto. Y, habiendo andado
la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado
el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles; y,
por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o
salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a
la admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le causó ver a
Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de
Europa y aun de todo el mundo.
Desde allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Micina; de Palermo le
pareció bien el asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la
abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia.
Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo
santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de
muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de
medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de
las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios, por
intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso
engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la
devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los
muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta
embajada y de más importancia que vieron y no entendieron todos los cielos, y
todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas.
Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido
Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran
Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese
en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en
las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo;
la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita,
su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos
alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de
su valor por todas las partes del orbe se estiende, dando causa de acreditar más
esta verdad la máquina de su famoso Arsenal, que es el lugar donde se fabrican
las galeras, con otros bajeles que no tienen número.
Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro
curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero,
habiendo estado un mes en ella, por Ferrara, Parma y Plasencia volvió a Milán,
oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia; ciudad, en fin, de quien se
dice que puede decir y hacer, haciéndola magnífica la grandeza suya y de su
templo y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana
necesarias. Desde allí se fue a Aste, y llegó a tiempo que otro día marchaba el
tercio a Flandes.
Fue muy bien recebido de su amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a
Flandes, y llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había
visto en Italia. Vio a Gante, y a Bruselas, y vio que todo el país se disponía a
tomar las armas, para salir en campaña el verano siguiente.
Y, habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que había visto,
determinó volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios; y como lo pensó
lo puso luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al
tiempo del despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo
ansí como lo pedía, y, por Francia, volvió a España, sin haber visto a París,
por estar puesta en armas. En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de
sus amigos, y, con la comodidad que ellos le hicieron, prosiguió sus estudios
hasta graduarse de licenciado en leyes.
Sucedió que en este tiempo llegó a aquella ciudad una dama de todo rumbo y
manejo. Acudieron luego a la añagaza y reclamo todos los pájaros del lugar, sin
quedar vademécum que no la visitase. Dijéronle a Tomás que aquella dama decía
que había estado en Italia y en Flandes, y, por ver si la conocía, fue a
visitarla, de cuya visita y vista quedó ella enamorada de Tomás. Y él, sin echar
de ver en ello, si no era por fuerza y llevado de otros, no quería entrar en su
casa. Finalmente, ella le descubrió su voluntad y le ofreció su hacienda. Pero,
como él atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera
respondía al gusto de la señora; la cual, viéndose desdeñada y, a su parecer,
aborrecida y que por medios ordinarios y comunes no podía conquistar la roca de
la voluntad de Tomás, acordó de buscar otros modos, a su parecer más eficaces y
bastantes para salir con el cumplimiento de sus deseos. Y así, aconsejada de una
morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás unos destos que llaman hechizos,
creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla: como si hubiese
en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el libre albedrío;
y así, las que dan estas bebidas o comidas amatorias se llaman veneficios;
porque no es otra cosa lo que hacen sino dar veneno a quien las toma, como lo
tiene mostrado la experiencia en muchas y diversas ocasiones.
Comió en tan mal punto Tomás el membrillo, que al momento comenzó a herir de pie
y de mano como si tuviera alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al
cabo de las cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda
que un membrillo que había comido le había muerto, y declaró quién se le había
dado. La justicia, que tuvo noticia del caso, fue a buscar la malhechora; pero
ya ella, viendo el mal suceso, se había puesto en cobro y no pareció jamás.
Seis meses estuvo en la cama Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele
decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos. Y, aunque
le hicieron los remedios posibles, sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo,
pero no de lo del entendimiento, porque quedó sano, y loco de la más estraña
locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginóse el
desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno
se llegaba a él, daba terribles voces pidiendo y suplicando con palabras y
razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que real y
verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio de pies
a cabeza.
Para sacarle desta estraña imaginación, muchos, sin atender a sus voces y
rogativas, arremetieron a él y le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase
cómo no se quebraba. Pero lo que se granjeaba en esto era que el pobre se echaba
en el suelo dando mil gritos, y luego le tomaba un desmayo del cual no volvía en
sí en cuatro horas; y cuando volvía, era renovando las plegarias y rogativas de
que otra vez no le llegasen. Decía que le hablasen desde lejos y le preguntasen
lo que quisiesen, porque a todo les respondería con más entendimiento, por ser
hombre de vidrio y no de carne: que el vidrio, por ser de materia sutil y
delicada, obraba por ella el alma con más promptitud y eficacia que no por la
del cuerpo, pesada y terrestre.
Quisieron algunos experimentar si era verdad lo que decía; y así, le preguntaron
muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima
agudeza de ingenio: cosa que causó admiración a los más letrados de la
Universidad y a los profesores de la medicina y filosofía, viendo que en un
sujeto donde se contenía tan extraordinaria locura como era el pensar que fuese
de vidrio, se encerrase tan grande entendimiento que respondiese a toda pregunta
con propiedad y agudeza.
Pidió Tomás le diesen alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su
cuerpo, porque al vestirse algún vestido estrecho no se quebrase; y así, le
dieron una ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento
y se ciñó con una cuerda de algodón. No quiso calzarse zapatos en ninguna
manera, y el orden que tuvo para que le diesen de comer, sin que a él llegasen,
fue poner en la punta de una vara una vasera de orinal, en la cual le ponían
alguna cosa de fruta de las que la sazón del tiempo ofrecía. Carne ni pescado,
no lo quería; no bebía sino en fuente o en río, y esto con las manos; cuando
andaba por las calles iba por la mitad dellas, mirando a los tejados, temeroso
no le cayese alguna teja encima y le quebrase. Los veranos dormía en el campo al
cielo abierto, y los inviernos se metía en algún mesón, y en el pajar se
enterraba hasta la garganta, diciendo que aquélla era la más propia y más segura
cama que podían tener los hombres de vidrio. Cuando tronaba, temblaba como un
azogado, y se salía al campo y no entraba en poblado hasta haber pasado la
tempestad.
Tuviéronle encerrado sus amigos mucho tiempo; pero, viendo que su desgracia
pasaba adelante, determinaron de condecender con lo que él les pedía, que era le
dejasen andar libre; y así, le dejaron, y él salió por la ciudad, causando
admiración y lástima a todos los que le conocían.
Cercáronle luego los muchachos; pero él con la vara los detenía, y les rogaba le
hablasen apartados, porque no se quebrase; que, por ser hombre de vidrio, era
muy tierno y quebradizo. Los muchachos, que son la más traviesa generación del
mundo, a despecho de sus ruegos y voces, le comenzaron a tirar trapos, y aun
piedras, por ver si era de vidrio, como él decía. Pero él daba tantas voces y
hacía tales estremos, que movía a los hombres a que riñesen y castigasen a los
muchachos porque no le tirasen.
Mas un día que le fatigaron mucho se volvió a ellos, diciendo:
-¿Qué me queréis, muchachos, porfiados como moscas, sucios como chinches,
atrevidos como pulgas? ¿Soy yo, por ventura, el monte Testacho de Roma, para que
me tiréis tantos tiestos y tejas?
Por oírle reñir y responder a todos, le seguían siempre muchos, y los muchachos
tomaron y tuvieron por mejor partido antes oílle que tiralle.
Pasando, pues, una vez por la ropería de Salamanca, le dijo una ropera:
-En mi ánima, señor Licenciado, que me pesa de su desgracia; pero, ¿qué haré,
que no puedo llorar?
Él se volvió a ella, y muy mesurado le dijo:
-Filiae Hierusalem, plorate super vos et super filios vestros.
Entendió el marido de la ropera la malicia del dicho y díjole:
-Hermano licenciado Vidriera (que así decía él que se llamaba), más tenéis de
bellaco que de loco.
-No se me da un ardite -respondió él-, como no tenga nada de necio.
Pasando un día por la casa llana y venta común, vio que estaban a la puerta
della muchas de sus moradoras, y dijo que eran bagajes del ejército de Satanás
que estaban alojados en el mesón del infierno.
Preguntóle uno que qué consejo o consuelo daría a un amigo suyo que estaba muy
triste porque su mujer se le había ido con otro.
A lo cual respondió:
-Dile que dé gracias a Dios por haber permitido le llevasen de casa a su
enemigo.
-Luego, ¿no irá a buscarla? -dijo el otro.
-¡Ni por pienso! -replicó Vidriera-; porque sería el hallarla hallar un perpetuo
y verdadero testigo de su deshonra.
-Ya que eso sea así -dijo el mismo-, ¿qué haré yo para tener paz con mi mujer?
Respondióle:
-Dale lo que hubiere menester; déjala que mande a todos los de su casa, pero no
sufras que ella te mande a ti.
Díjole un muchacho:
-Señor licenciado Vidriera, yo me quiero desgarrar de mi padre porque me azota
muchas veces.
Y respondióle:
-Advierte, niño, que los azotes que los padres dan a los hijos honran, y los del
verdugo afrentan.
Estando a la puerta de una iglesia, vio que entraba en ella un labrador de los
que siempre blasonan de cristianos viejos, y detrás dél venía uno que no estaba
en tan buena opinión como el primero; y el Licenciado dio grandes voces al
labrador, diciendo:
-Esperad, Domingo, a que pase el Sábado.
De los maestros de escuela decía que eran dichosos, pues trataban siempre con
ángeles; y que fueran dichosísimos si los angelitos no fueran mocosos.
Otro le preguntó que qué le parecía de las alcahuetas. Respondió que no lo eran
las apartadas, sino las vecinas.
Las nuevas de su locura y de sus respuestas y dichos se estendió por toda
Castilla; y, llegando a noticia de un príncipe, o señor, que estaba en la Corte,
quiso enviar por él, y encargóselo a un caballero amigo suyo, que estaba en
Salamanca, que se lo enviase; y, topándole el caballero un día, le dijo:
-Sepa el señor licenciado Vidriera que un gran personaje de la Corte le quiere
ver y envía por él.
A lo cual respondió:
-Vuesa merced me escuse con ese señor, que yo no soy bueno para palacio, porque
tengo vergüenza y no sé lisonjear.
Con todo esto, el caballero le envió a la Corte, y para traerle usaron con él
desta invención: pusiéronle en unas árg[u]enas de paja, como aquéllas donde
llevan el vidrio, igualando los tercios con piedras, y entre paja puestos
algunos vidrios, porque se diese a entender que como vaso de vidrio le llevaban.
Llegó a Valladolid; entró de noche y desembanastáronle en la casa del señor que
había enviado por él, de quien fue muy bien recebido, diciéndole:
-Sea muy bien venido el señor licenciado Vidriera. ¿Cómo ha ido en el camino?
¿Cómo va de salud?
A lo cual respondió:
-Ningún camino hay malo, como se acabe, si no es el que va a la horca. De salud
estoy neutral, porque están encontrados mis pulsos con mi celebro.
Otro día, habiendo visto en muchas alcándaras muchos neblíes y azores y otros
pájaros de volatería, dijo que la caza de altanería era digna de príncipes y de
grandes señores; pero que advirtiesen que con ella echaba el gusto censo sobre
el provecho a más de dos mil por uno. La caza de liebres dijo que era muy
gustosa, y más cuando se cazaba con galgos prestados.
El caballero gustó de su locura y dejóle salir por la ciudad, debajo del amparo
y guarda de un hombre que tuviese cuenta que los muchachos no le hiciesen mal;
de los cuales y de toda la Corte fue conocido en seis días, y a cada paso, en
cada calle y en cualquiera esquina, respondía a todas las preguntas que le
hacían; entre las cuales le preguntó un estudiante si era poeta, porque le
parecía que tenía ingenio para todo.
A lo cual respondió:
-Hasta ahora no he sido tan necio ni tan venturoso.
-No entiendo eso de necio y venturoso -dijo el estudiante.
Y respondió Vidriera:
-No he sido tan necio que diese en poeta malo, ni tan venturoso que haya
merecido serlo bueno.
Preguntóle otro estudiante que en qué estimación tenía a los poetas. Respondió
que a la ciencia, en mucha; pero que a los poetas, en ninguna. Replicáronle que
por qué decía aquello. Respondió que del infinito número de poetas que había,
eran tan pocos los buenos, que casi no hacían número; y así, como si no hubiese
poetas, no los estimaba; pero que admiraba y reverenciaba la ciencia de la
poesía porque encerraba en sí todas las demás ciencias: porque de todas se
sirve, de todas se adorna, y pule y saca a luz sus maravillosas obras, con que
llena el mundo de provecho, de deleite y de maravilla.
Añadió más:
-Yo bien sé en lo que se debe estimar un buen poeta, porque se me acuerda de
aquellos versos de Ovidio que dicen:
Cum ducum fuerant olim Regnumque poeta:
premiaque antiqui magna tulere chori.
Sanctaque maiestas, et erat venerabile nomen
vatibus; et large sape dabantur opes.
»Y menos se me olvida la alta calidad de los poetas, pues los llama Platón
intérpretes de los dioses, y dellos dice Ovidio:
Est Deus in nobis, agitante calescimus illo.
»Y también dice:
At sacri vates, et Divum cura vocamus.
»Esto se dice de los buenos poetas; que de los malos, de los churrulleros, ¿qué
se ha de decir, sino que son la idiotez y la arrogancia del mundo?
Y añadió más:
-¡Qué es ver a un poeta destos de la primera impresión cuando quiere decir un
soneto a otros que le rodean, las salvas que les hace diciendo: ''Vuesas
mercedes escuchen un sonetillo que anoche a cierta ocasión hice, que, a mi
parecer, aunque no vale nada, tiene un no sé qué de bonito!'' Y en esto tuerce
los labios, pone en arco las cejas y se rasca la faldriquera, y de entre otros
mil papeles mugrientos y medio rotos, donde queda otro millar de sonetos, saca
el que quiere relatar, y al fin le dice con tono melifluo y alfenicado. Y si
acaso los que le escuchan, de socarrones o de ignorantes, no se le alaban, dice:
''O vuesas mercedes no han entendido el soneto, o yo no le he sabido decir; y
así, será bien recitarle otra vez y que vuesas mercedes le presten más atención,
porque en verdad en verdad que el soneto lo merece''. Y vuelve como primero a
recitarle con nuevos ademanes y nuevas pausas. Pues, ¿qué es verlos censurar los
unos a los otros? ¿Qué diré del ladrar que hacen los cachorros y modernos a los
mastinazos antiguos y graves? ¿Y qué de los que murmuran de algunos ilustres y
excelentes sujetos, donde resplandece la verdadera luz de la poesía; que,
tomándola por alivio y entretenimiento de sus muchas y graves ocupaciones,
muestran la divinidad de sus ingenios y la alteza de sus conceptos, a despecho y
pesar del circunspecto ignorante que juzga de lo que no sabe y aborrece lo que
no entiende, y del que quiere que se estime y tenga en precio la necedad que se
sienta debajo de doseles y la ignorancia que se arrima a los sitiales?
Otra vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte,
eran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser
ricos, si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las
manos, que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en estremo, pues
tenían los cabellos de oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes
esmeraldas, los dientes de marfil, los labios de coral y la garganta de cristal
transparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas; y más, que lo que sus
plantas pisaban, por dura y estéril tierra que fuese, al momento producía
jazmines y rosas; y que su aliento era de puro ámbar, almizcle y algalia; y que
todas estas cosas eran señales y muestras de su mucha riqueza. Estas y otras
cosas decía de los malos poetas, que de los buenos siempre dijo bien y los
levantó sobre el cuerno de la luna.
Vio un día en la acera de San Francisco unas figuras pintadas de mala mano, y
dijo que los buenos pintores imitaban a naturaleza, pero que los malos la
vomitaban.
Arrimóse un día con grandísimo tiento, porque no se quebrase, a la tienda de un
librero, y díjole:
-Este oficio me contentara mucho si no fuera por una falta que tiene.
Preguntóle el librero se la dijese. Respondióle:
-Los melindres que hacen cuando compran un privilegio de un libro, y de la burla
que hacen a su autor si acaso le imprime a su costa; pues, en lugar de mil y
quinientos, imprimen tres mil libros, y, cuando el autor piensa que se venden
los suyos, se despachan los ajenos.
Acaeció este mismo día que pasaron por la plaza seis azotados; y, diciendo el
pregón: "Al primero, por ladrón", dio grandes voces a los que estaban delante
dél, diciéndoles:
-¡Apartaos, hermanos, no comience aquella cuenta por alguno de vosotros!
Y cuando el pregonero llegó a decir: "Al trasero...", dijo:
-Aquel debe de ser el fiador de los muchachos.
Un muchacho le dijo:
-Hermano Vidriera, mañana sacan a azotar a una alcagüeta.
Respondióle:
-Si dijeras que sacaban a azotar a un alcagüete, entendiera que sacaban a azotar
un coche.
Hallóse allí uno destos que llevan sillas de manos, y díjole:
-De nosotros, Licenciado, ¿no tenéis qué decir?
-No -respondió Vidriera-, sino que sabe cada uno de vosotros más pecados que un
confesor; más es con esta diferencia: que el confesor los sabe para tenerlos
secretos, y vosotros para publicarlos por las tabernas.
Oyó esto un mozo de mulas, porque de todo género de gente le estaba escuchando
contino, y díjole:
-De nosotros, señor Redoma, poco o nada hay que decir, porque somos gente de
bien y necesaria en la república.
A lo cual respondió Vidriera:
-La honra del amo descubre la del criado. Según esto, mira a quién sirves y
verás cuán honrado eres: mozos sois vosotros de la más ruin canalla que sustenta
la tierra. Una vez, cuando no era de vidrio, caminé una jornada en una mula de
alquiler tal, que le conté ciento y veinte y una tachas, todas capitales y
enemigas del género humano. Todos los mozos de mulas tienen su punta de
rufianes, su punta de cacos, y su es no es de truhanes. Si sus amos (que así
llaman ellos a los que llevan en sus mulas) son boquimuelles, hacen más suertes
en ellos que las que echaron en esta ciudad los años pasados: si son
estranjeros, los roban; si estudiantes, los maldicen; y si religiosos, los
reniegan; y si soldados, los tiemblan. Estos, y los marineros y carreteros y
arrieros, tienen un modo de vivir extraordinario y sólo para ellos: el carretero
pasa lo más de la vida en espacio de vara y media de lugar, que poco más debe de
haber del yugo de las mulas a la boca del carro; canta la mitad del tiempo y la
otra mitad reniega; y en decir: "Háganse a zaga" se les pasa otra parte; y si
acaso les queda por sacar alguna rueda de algún atolladero, más se ayudan de dos
pésetes que de tres mulas. Los marineros son gente gentil, inurbana, que no sabe
otro lenguaje que el que se usa en los navíos; en la bonanza son diligentes y en
la borrasca perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen pocos; su Dios es
su arca y su rancho, y su pasatiempo ver mareados a los pasajeros. Los arrieros
son gente que ha hecho divorcio con las sábanas y se ha casado con las enjalmas;
son tan diligentes y presurosos que, a trueco de no perder la jornada, perderán
el alma; su música es la del mortero; su salsa, la hambre; sus maitines,
levantarse a dar sus piensos; y sus misas, no oír ninguna.
Cuando esto decía, estaba a la puerta de un boticario, y, volviéndose al dueño,
le dijo:
-Vuesa merced tiene un saludable oficio, si no fuese tan enemigo de sus
candiles.
-¿En qué modo soy enemigo de mis candiles? -preguntó el boticario.
Y respondió Vidriera:
-Esto digo porque, en faltando cualquiera aceite, la suple la del candil que
está más a mano; y aún tiene otra cosa este oficio bastante a quitar el crédito
al más acertado médico del mundo.
Preguntándole por qué, respondió que había boticario que, por no decir que
faltaba en su botica lo que recetaba el médico, por las cosas que le faltaban
ponía otras que a su parecer tenían la misma virtud y calidad, no siendo así; y
con esto, la medicina mal compuesta obraba al revés de lo que había de obrar la
bien ordenada.
Preguntóle entonces uno que qué sentía de los médicos, y respondió esto:
-Honora medicum propter necessitatem, etenim creavit eum Altissimus. A Deo enim
est omnis medela, et a rege accipiet donationem. Disciplina medici exaltavit
caput illius, et in conspectu magnatum collaudabitur. Altissimus de terra
creavit medicinam, et vir prudens non ab[h]orre-bit illam. Esto dice -dijo- el
Eclesiástico de la medicina y de los buenos médicos, y de los malos se podría
decir todo al revés, porque no hay gente más dañosa a la república que ellos. El
juez nos puede torcer o dilatar la justicia; el letrado, sustentar por su
interés nuestra injusta demanda; el mercader, chuparnos la hacienda; finalmente,
todas las personas con quien de necesidad tratamos nos pueden hacer algún daño;
pero quitarnos la vida, sin quedar sujetos al temor del castigo, ninguno. Sólo
los médicos nos pueden matar y nos matan sin temor y a pie quedo, sin
desenvainar otra espada que la de un récipe. Y no hay descubrirse sus delictos,
porque al momento los meten debajo de la tierra. Acuérdaseme que cuando yo era
hombre de carne, y no de vidrio como agora soy, que a un médico destos de
segunda clase le despidió un enfermo por curarse con otro, y el primero, de allí
a cuatro días, acertó a pasar por la botica donde receptaba el segundo, y
preguntó al boticario que cómo le iba al enfermo que él había dejado, y que si
le había receptado alguna purga el otro médico. El boticario le respondió que
allí tenía una recepta de purga que el día siguiente había de tomar el enfermo.
Dijo que se la mostrase, y vio que al fin della estaba escrito: Sumat dilúculo;
y dijo: ''Todo lo que lleva esta purga me contenta, si no es este dilúculo,
porque es húmido demasiadamente''.
Por estas y otras cosas que decía de todos los oficios, se andaban tras él, sin
hacerle mal y sin dejarle sosegar; pero, con todo esto, no se pudiera defender
de los muchachos si su guardián no le defendiera. Preguntóle uno qué haría para
no tener envidia a nadie. Respondióle:
-Duerme; que todo el tiempo que durmieres serás igual al que envidias.
Otro le preguntó qué remedio tendría para salir con una comisión que había dos
años que la pretendía. Y díjole:
-Parte a caballo y a la mira de quien la lleva, y acompáñale hasta salir de la
ciudad, y así saldrás con ella.
Pasó acaso una vez por delante donde él estaba un juez de comisión que iba de
camino a una causa criminal, y llevaba mucha gente consigo y dos alguaciles;
preguntó quién era, y, como se lo dijeron, dijo:
-Yo apostaré que lleva aquel juez víboras en el seno, pistoletes en la cinta y
rayos en las manos, para destruir todo lo que alcanzare su comisión. Yo me
acuerdo haber tenido un amigo que, en una comisión criminal que tuvo, dio una
sentencia tan exorbitante, que excedía en muchos quilates a la culpa de los
delincuentes. Preguntéle que por qué había dado aquella tan cruel sentencia y
hecho tan manifiesta injusticia. Respondióme que pensaba otorgar la apelación, y
que con esto dejaba campo abierto a los señores del Consejo para mostrar su
misericordia, moderando y poniendo aquella su rigurosa sentencia en su punto y
debida proporción. Yo le respondí que mejor fuera haberla dado de manera que les
quitara de aquel trabajo, pues con esto le tuvieran a él por juez recto y
acertado.
En la rueda de la mucha gente que, como se ha dicho, siempre le estaba oyendo,
estaba un conocido suyo en hábito de letrado, al cual otro le llamó Señor
Licenciado; y, sabiendo Vidriera que el tal a quien llamaron licenciado no tenía
ni aun título de bachiller, le dijo:
-Guardaos, compadre, no encuentren con vuestro título los frailes de la
redempción de cautivos, que os le llevarán por mostrenco.
A lo cual dijo el amigo:
-Tratémonos bien, señor Vidriera, pues ya sabéis vos que soy hombre de altas y
de profundas letras.
Respondióle Vidriera:
-Ya yo sé que sois un Tántalo en ellas, porque se os van por altas y no las
alcanzáis de profundas.
Estando una vez arrimado a la tienda de un sastre, viole que estaba mano sobre
mano, y díjole:
-Sin duda, señor maeso, que estáis en camino de salvación.
-¿En qué lo veis? -preguntó el sastre.
-¿En qué lo veo? -respondió Vidriera-. Véolo en que, pues no tenéis qué hacer,
no tendréis ocasión de mentir.
Y añadió:
-Desdichado del sastre que no miente y cose las fiestas; cosa maravillosa es que
casi en todos los deste oficio apenas se hallará uno que haga un vestido justo,
habiendo tantos que los hagan pecadores.
De los zapateros decía que jamás hacían, conforme a su parecer, zapato malo;
porque si al que se le calzaban venía estrecho y apretado, le decían que así
había de ser, por ser de galanes calzar justo, y que en trayéndolos dos horas
vendrían más anchos que alpargates; y si le venían anchos, decían que así habían
de venir, por amor de la gota.
Un muchacho agudo que escribía en un oficio de Provincia le apretaba mucho con
preguntas y demandas, y le traía nuevas de lo que en la ciudad pasaba, porque
sobre todo discantaba y a todo respondía. Éste le dijo una vez:
-Vidriera, esta noche se murió en la cárcel un banco que estaba condenado
ahorcar.
A lo cual respondió:
-Él hizo bien a darse priesa a morir antes que el verdugo se sentara sobre él.
En la acera de San Francisco estaba un corro de ginoveses; y, pasando por allí,
uno dellos le llamó, diciéndole:
-Lléguese acá el señor Vidriera y cuéntenos un cuento.
Él respondió:
-No quiero, porque no me le paséis a Génova.
Topó una vez a una tendera que llevaba delante de sí una hija suya muy fea, pero
muy llena de dijes, de galas y de perlas; y díjole a la madre:
-Muy bien habéis hecho en empedralla, porque se pueda pasear.
De los pasteleros dijo que había muchos años que jugaban a la dobladilla, sin
que les llevasen [a] la pena, porque habían hecho el pastel de a dos de a
cuatro, el de a cuatro de a ocho, y el de a ocho de a medio real, por sólo su
albedrío y beneplácito.
De los titereros decía mil males: decía que era gente vagamunda y que trataba
con indecencia de las cosas divinas, porque con las figuras que mostraban en sus
retratos volvían la devoción en risa, y que les acontecía envasar en un costal
todas o las más figuras del Testamento Viejo y Nuevo y sentarse sobre él a comer
y beber en los bodegones y tabernas. En resolución, decía que se maravillaba de
cómo quien podía no les ponía perpetuo silencio en sus retablos, o los
desterraba del reino.
Acertó a pasar una vez por donde él estaba un comediante vestido como un
príncipe, y, en viéndole, dijo:
-Yo me acuerdo haber visto a éste salir al teatro enharinado el rostro y vestido
un zamarro del revés; y, con todo esto, a cada paso fuera del tablado, jura a fe
de hijodalgo.
-Débelo de ser -respondió uno-, porque hay muchos comediantes que son muy bien
nacidos y hijosdalgo.
-Así será verdad -replicó Vidriera-, pero lo que menos ha menester la farsa es
personas bien nacidas; galanes sí, gentileshombres y de espeditas lenguas.
También sé decir dellos que en el sudor de su cara ganan su pan con inllevable
trabajo, tomando contino de memoria, hechos perpetuos gitanos, de lugar en lugar
y de mesón en venta, desvelándose en contentar a otros, porque en el gusto ajeno
consiste su bien propio. Tienen más, que con su oficio no engañan a nadie, pues
por momentos sacan su mercaduría a pública plaza, al juicio y a la vista de
todos. El trabajo de los autores es increíble, y su cuidado, extraordinario, y
han de ganar mucho para que al cabo del año no salgan tan empeñados, que les sea
forzoso hacer pleito de acreedores. Y, con todo esto, son necesarios en la
república, como lo son las florestas, las alamedas y las vistas de recreación, y
como lo son las cosas que honestamente recrean.
Decía que había sido opinión de un amigo suyo que el que servía a una
comedianta, en sola una servía a muchas damas juntas, como era a una reina, a
una ninfa, a una diosa, a una fregona, a una pastora, y muchas veces caía la
suerte en que serviese en ella a un paje y a un lacayo: que todas estas y más
figuras suele hacer una farsanta.
Preguntóle uno que cuál había sido el más dichoso del mundo. Respondió que Nemo;
porque Nemo novit Patrem, Nemo sine crimine vivit, Nemo sua sorte contentus,
Nemo ascendit in coelum.
De los diestros dijo una vez que eran maestros de una ciencia o arte que cuando
la habían menester no la sabían, y que tocaban algo en presumptuosos, pues
querían reducir a demostraciones matemáticas, que son infalibles, los
movimientos y pensamientos coléricos de sus contrarios. Con los que se teñían
las barbas tenía particular enemistad; y, riñendo una vez delante dél dos
hombres, que el uno era portugués, éste dijo al castellano, asiéndose de las
barbas, que tenía muy teñidas:
-¡Por istas barbas que teño no rostro...!
A lo cual acudió Vidriera:
-¡Ollay, home, naon digáis teño, sino tiño!
Otro traía las barbas jaspeadas y de muchas colores, culpa de la mala tinta; a
quien dijo Vidriera que tenía las barbas de muladar overo. A otro, que traía las
barbas por mitad blancas y negras, por haberse descuidado, y los cañones
crecidos, le dijo que procurase de no porfiar ni reñir con nadie, porque estaba
aparejado a que le dijesen que mentía por la mitad de la barba.
Una vez contó que una doncella discreta y bien entendida, por acudir a la
voluntad de sus padres, dio el sí de casarse con un viejo todo cano, el cual la
noche antes del día del desposorio se fue, no al río Jordán, como dicen las
viejas, sino a la redomilla del agua fuerte y plata, con que renovó de manera su
barba, que la acostó de nieve y la levantó de pez. Llegóse la hora de darse las
manos, y la doncella conoció por la pinta y por la tinta la figura, y dijo a sus
padres que le diesen el mismo esposo que ellos le habían mostrado, que no quería
otro. Ellos le dijeron que aquel que tenía delante era el mismo que le habían
mostrado y dado por esposo. Ella replicó que no era, y trujo testigos cómo el
que sus padres le dieron era un hombre grave y lleno de canas; y que, pues el
presente no las tenía, no era él, y se llamaba a engaño. Atúvose a esto,
corrióse el teñido y deshízose el casamiento.
Con las dueñas tenía la misma ojeriza que con los escabecha-dos: decía
maravillas de su permafoy, de las mortajas de sus tocas, de sus muchos
melindres, de sus escrúpulos y de su extraordinaria miseria. Amohinábanle sus
flaquezas de estómago, su vaguidos de cabeza, su modo de hablar, con más
repulgos que sus tocas; y, finalmente, su inutilidad y sus vainillas.
Uno le dijo:
-¿Qué es esto, señor licenciado, que os he oído decir mal de muchos oficios y
jamás lo habéis dicho de los escribanos, habiendo tanto que decir?
A lo cual respondió:
-Aunque de vidrio, no soy tan frágil que me deje ir con la corriente del vulgo,
las más veces engañado. Paréceme a mí que la gramática de los murmuradores y el
la, la, la de los que cantan son los escribanos; porque, así como no se puede
pasar a otras ciencias, si no es por la puerta de la gramática, y como el músico
primero murmura que canta, así, los maldicientes, por donde comienzan a mostrar
la malignidad de sus lenguas es por decir mal de los escribanos y alguaciles y
de los otros ministros de la justicia, siendo un oficio el del escribano sin el
cual andaría la verdad por el mundo a sombra de tejados, corrida y maltratada; y
así, dice el Eclesiástico: In manu Dei potestas hominis est, et super faciem
scribe imponet honorem. Es el escribano persona pública, y el oficio del juez no
se puede ejercitar cómodamente sin el suyo. Los escribanos han de ser libres, y
no esclavos, ni hijos de esclavos: legítimos, no bastardos ni de ninguna mala
raza nacidos. Juran de secreto fidelidad y que no harán escritura usuraria; que
ni amistad ni enemistad, provecho o daño les moverá a no hacer su oficio con
buena y cristiana conciencia. Pues si este oficio tantas buenas partes requiere,
¿por qué se ha de pensar que de más de veinte mil escribanos que hay en España
se lleve el diablo la cosecha, como si fuesen cepas de su majuelo? No lo quiero
creer, ni es bien que ninguno lo crea; porque, finalmente, digo que es la gente
más necesaria que había en las repúblicas bien ordenadas, y que si llevaban
demasiados derechos, también hacían demasiados tuertos, y que destos dos
estremos podía resultar un medio que les hiciese mirar por el virote.
De los alguaciles dijo que no era mucho que tuviesen algunos enemigos, siendo su
oficio, o prenderte, o sacarte la hacienda de casa, o tenerte en la suya en
guarda y comer a tu costa. Tachaba la negligencia e ignorancia de los
procuradores y solicitadores, comparándolos a los médicos, los cuales, que sane
o no sane el enfermo, ellos llevan su propina, y los procuradores y
solicitadores, lo mismo, salgan o no salgan con el pleito que ayudan.
Preguntóle uno cuál era la mejor tierra. Respondió que la temprana y agradecida.
Replicó el otro:
-No pregunto eso, sino que cuál es mejor lugar: ¿Valladolid o Madrid?
Y respondió:
-De Madrid, los estremos; de Valladolid, los medios.
-No lo entiendo -repitió el que se lo preguntaba.
Y dijo:
-De Madrid, cielo y suelo; de Valladolid, los entresuelos.
Oyó Vidriera que dijo un hombre a otro que, así como había entrado en
Valladolid, había caído su mujer muy enferma, porque la había probado la tierra.

A lo cual dijo Vidriera:
-Mejor fuera que se la hubiera comido, si acaso es celosa.
De los músicos y de los correos de a pie decía que tenían las esperanzas y las
suertes limitadas, porque los unos la acababan con llegar a serlo de a caballo,
y los otros con alcanzar a ser músicos del rey. De las damas que llaman
cortesanas decía que todas, o las más, tenían más de corteses que de sanas.
Estando un día en una iglesia vio que traían a enterrar a un viejo, a bautizar a
un niño y a velar una mujer, todo a un mismo tiempo, y dijo que los templos eran
campos de batalla, donde los viejos acaban, los niños vencen y las mujeres
triunfan.
Picábale una vez una avispa en el cuello, y no se la osaba sacudir por no
quebrarse; pero, con todo eso, se quejaba. Preguntóle uno que cómo sentía
aquella avispa, si era su cuerpo de vidrio. Y respondió que aquella avispa debía
de ser murmuradora, y que las lenguas y picos de los murmuradores eran bastantes
a desmoronar cuerpos de bronce, no que de vidrio.
Pasando acaso un religioso muy gordo por donde él estaba, dijo uno de sus
oyentes:
-De hético no se puede mover el padre.
Enojóse Vidriera, y dijo:
-Nadie se olvide de lo que dice el Espíritu Santo: Nolite tangere christos meos.

Y, subiéndose más en cólera, dijo que mirasen en ello, y verían que de muchos
santos que de pocos años a esta parte había canonizado la Iglesia y puesto en el
número de los bienaventurados, ninguno se llamaba el capitán don Fulano, ni el
secretario don Tal de don Tales, ni el Conde, Marqués o Duque de tal parte, sino
fray Diego, fray Jacinto, fray Raimundo, todos frailes y religiosos; porque las
religiones son los Aranjueces del cielo, cuyos frutos, de ordinario, se ponen en
la mesa de Dios.
Decía que las lenguas de los murmuradores eran como las plumas del águila: que
roen y menoscaban todas las de las otras aves que a ellas se juntan. De los
gariteros y tahúres decía milagros: decía que los gariteros eran públicos
prevaricadores, porque, en sacando el barato del que iba haciendo suertes,
deseaban que perdiese y pasase el naipe adelante, porque el contrario las
hiciese y él cobrase sus derechos. Alababa mucho la paciencia de un tahúr, que
estaba toda una noche jugando y perdiendo, y con ser de condición colérico y
endemoniado, a trueco de que su contrario no se alzase, no descosía la boca, y
sufría lo que un mártir de Barrabás. Alababa también las conciencias de algunos
honrados gariteros que ni por imaginación consentían que en su casa se jugase
otros juegos que polla y cientos; y con esto, a fuego lento, sin temor y nota de
malsines, sacaban al cabo del mes más barato que los que consentían los juegos
de estocada, del reparolo, siete y llevar, y pinta en la del pu[n]to.
En resolución, él decía tales cosas que, si no fuera por los grandes gritos que
daba cuando le tocaban o a él se arrimaban, por el hábito que traía, por la
estrecheza de su comida, por el modo con que bebía, por el no querer dormir sino
al cielo abierto en el verano y el invierno en los pajares, como queda dicho,
con que daba tan claras señales de su locura, ninguno pudiera creer sino que era
uno de los más cuerdos del mundo.
Dos años o poco más duró en esta enfermedad, porque un religioso de la Orden de
San Jerónimo, que tenía gracia y ciencia particular en hacer que los mudos
entendiesen y en cierta manera hablasen, y en curar locos, tomó a su cargo de
curar a Vidriera, movido de caridad; y le curó y sanó, y volvió a su primer
juicio, entendimiento y discurso. Y, así como le vio sano, le vistió como
letrado y le hizo volver a la Corte, adonde, con dar tantas muestras de cuerdo
como las había dado de loco, podía usar su oficio y hacerse famoso por él.
Hízolo así; y, llamándose el licenciado Rueda, y no Rodaja, volvió a la Corte,
donde, apenas hubo entrado, cuando fue conocido de los muchachos; mas, como le
vieron en tan diferente hábito del que solía, no le osaron dar grita ni hacer
preguntas; pero seguíanle y decían unos a otros:
-¿Éste no es el loco Vidriera? ¡A fe que es él! Ya viene cuerdo. Pero tan bien
puede ser loco bien vestido como mal vestido; preguntémosle algo, y salgamos
desta confusión.
Todo esto oía el licenciado y callaba, y iba más confuso y más corrido que
cuando estaba sin juicio.
Pasó el conocimiento de los muchachos a los hombres; y, antes que el licenciado
llegase al patio de los Consejos, llevaba tras de sí más de docientas personas
de todas suertes. Con este acompañamiento, que era más que de un catedrático,
llegó al patio, donde le acabaron de circundar cuantos en él estaban. Él,
viéndose con tanta turba a la redonda, alzó la voz y dijo:
-Señores, yo soy el licenciado Vidriera, pero no el que solía: soy ahora el
licenciado Rueda; sucesos y desgracias que acontecen en el mundo, por permisión
del cielo, me quitaron el juicio, y las misericordias de Dios me le han vuelto.
Por las cosas que dicen que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y
haré cuando cuerdo. Yo soy graduado en leyes por Salamanca, adonde estudié con
pobreza y adonde llevé segundo en licencias: de do se puede inferir que más la
virtud que el favor me dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar de
la Corte para abogar y ganar la vida; pero si no me dejáis, habré venido a bogar
y granjear la muerte. Por amor de Dios que no hagáis que el seguirme sea
perseguirme, y que lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por
cuerdo. Lo que solíades preguntarme en las plazas, preguntádmelo ahora en mi
casa, y veréis que el que os respon-día bien, según dicen, de improviso, os
responderá mejor de pensado.
Escucháronle todos y dejáronle algunos. Volvióse a su posada con poco menos
acompañamiento que había llevado.
Salió otro día y fue lo mismo; hizo otro sermón y no sirvió de nada. Perdía
mucho y no ganaba cosa; y, viéndose morir de hambre, determinó de dejar la Corte
y volverse a Flandes, donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no
se podía valer de las de su ingenio.
Y, poniéndolo en efeto, dijo al salir de la Corte:
-¡Oh Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas
las de los virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes
desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!
Esto dijo y se fue a Flandes, donde la vida que había comenzado a eternizar por
las letras la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el
capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado.