La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

Bibliotecas Rurales Argentinas

Cuentos de Horacio Quiroga

A la deriva

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie.
Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que
arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre
engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio
la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero
el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y
durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos
violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el
tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de
pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos
habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la
pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed
quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche.
Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del
pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso
llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta
reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos.
Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno
tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con
lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba
como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban
ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía
caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un
fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda
de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su
canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná.
Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis
millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio
del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y
tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya
trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo
que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con
su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas
y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él
solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque
hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el
hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba,
pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la
cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El
hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente,
cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas
de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas
de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante,
a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río
arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El
paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin
embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la
canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó
pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed
disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque
no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para
reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No
sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre
Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y
al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro,
y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya
entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular,
en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de
guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a
ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en
ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que
había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no
tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí,
seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la
respiración también...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había
conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . .
.

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

—Un jueves...

Y cesó de respirar.

El almohadón de plumas

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el
carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería
mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo
de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura
de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba
profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor,
más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido
la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura
del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una
otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del
estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella
sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos
hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida
en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se
arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una
tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a
uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por
la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al
cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la
menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún
quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente
amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención,
ordenándole calma y descanso absolutos.

—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—.
Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si
mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos,
pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con
las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor
ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la
luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable
obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su
mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al
principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro
lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando
fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la
alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de
horror.

—¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después
de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre
las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que
se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente
cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la
pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo
rato en silencio y siguieron al comedor.

—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio...
poco hay que hacer...

—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la
mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero
que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que
únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía
siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un
millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó
más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún
que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban
dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media
voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la
sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio
monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de
Jordán.

Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola
ya, miró un rato extrañada el almohadón.

—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la
funda, a ambos lados dél hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se
veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a
aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los
cabellos se le erizaban.

—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la
mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas
superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca
abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: —sobre el fondo,
entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal
monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se
le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción
diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que
la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en
cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a
adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana
parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los
almohadones de pluma.

El hijo

Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la
calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se
siente satisfecha de sí.

Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón
a la naturaleza.

—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las
observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de
cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.

—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.

—Sí, papá —repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y
parte.

Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día,
feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la
precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué.
Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener
menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa
infantil.

No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la
mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del
abra de espartillo.

Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que
su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo
costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes
o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días
anteriores.

Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética
de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos
aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve
milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran
escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.

Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una
escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...

No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que
la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio
de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años,
consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus
propias fuerzas.

Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su
egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el
vacío y se pierde un hijo!

El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su
amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus
propias fuerzas.

De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido
resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese
padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de
alucinaciones.

Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad
que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su
propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar
envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala
de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su
cinturón de caza.

Horrible caso .. Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor
a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y
seguro del porvenir.

En ese instante, no muy lejos suena un estampido.

—La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos
palomas de menos en el monte...

Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de
nuevo en su tarea.

El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire
—piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con
el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito
hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.

El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al
monte.

Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el
uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—,
no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice.
Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo
partir.

Y no ha vuelto.

El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su
tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del
monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil..?

El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al
apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el
estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en
las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no
ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su
hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque,
esperándolo.

¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la
educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un
padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción,
olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden
retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.

Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído
un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a
anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...

La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo,
entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de
su hijo.

Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las
sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la
seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e
inexorablemente, al cadáver de su hijo.

Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y
consumada: ha muerto su hijo al cruzar un...

¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio
el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los
hilos con la escopeta en la mano...

El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su
hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...

Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese
hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a
gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su
nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.

—¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter
es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia
que clama en aquella voz.

Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en
diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.

—¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del
fondo de sus entrañas.

Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su
hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en
cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un
poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...

—¡Chiquito..! ¡Mi hijo!

Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz
pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le
escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.

A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de
su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos
húmedos.

—Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la
arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.

La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su
padre, le acaricia despacio la cabeza:

—Pobre papá...

En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres..

Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.

—¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el
primero.

—Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las
seguí...

—¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!

—Piapiá... —murmura también el chico.

Después de un largo silencio:

—Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.

—No.

Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la
descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su
hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su
feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de
cuerpo y alma, sonríe de felicidad.

***

Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.

A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al
pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa,
su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.

El hombre muerto

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal.
Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y
malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El
hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados
y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.

Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló
sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se
le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión
sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como
él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa
también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas
dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e
inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la
mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la
empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció
mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre,
y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de
llegar al término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un
día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro
turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto,
que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese
momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.

Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños,
trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos
reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del
escenario humano!

Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones
mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos
vivir aún!

¿Aún...? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma
altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de
resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está
muriendo.

Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura.

Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo
ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el
horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.

El hambre resiste —¡es tan imprevisto ese horror! y piensa: Es una
pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese
bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él?
Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al
sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se
mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el
techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de
canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está
el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo,
yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo
exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario,
los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que
pronto tendrá que cambiar...

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha
salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí
mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de
él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino;
mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho
que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y
siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas,
hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince
metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el
alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en
Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada!
Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo...

Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su
persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero,
que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el
bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado
bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en
el vientre. Hace dos minutos: Se muere.

El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho,
se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el
aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y
media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su machote (pronto
deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente
oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de
bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente
muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de
costumbre.

¿La prueba..? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca
la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya
ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas
del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina
del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue
muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del
anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los
bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.

...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios
minutos... Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de
techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a
buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su
chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡ Piapiá!

¿No es eso... ? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su
hijo...

¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos,
claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno
sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal
prohibido.

...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como
ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él
llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado
también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un
instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial
paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal
y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda
hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y
al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las
piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo,
como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla —descansando, porque está
muy cansado.

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del
alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el
bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!—
vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado
al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha
descansado.

El perro rabioso

El 20 de marzo de este año, los vecinos de un pueblo del Chaco santafecino
persiguieron a un hombre rabioso que en pos de descargar su escopeta contra
su mujer, mató de un tiro a un peón que cruzaba delante de él. Los vecinos,
armados, lo rastrearon en el monte como una fiera, hallándolo por fin
trepado en un árbol, con su escopeta aún, y aullando de un modo horrible.
Viéronse en la necesidad de matarlo de un tiro.

Marzo 9.—

Hoy hace treinta y nueve días, hora por hora, que el perro rabioso entró de
noche en nuestro cuarto. Si un recuerdo ha de perdurar en mi memoria, es el
de las dos horas que siguieron a aquel momento.

La casa no tenía puertas sino en la pieza que habitaba mamá, pues como
había dado desde el principio en tener miedo, no hice otra cosa, en los
primeros días de urgente instalación, que aserrar tablas para las puertas y
ventanas de su cuarto. En el nuestro, y a la espera de mayor desahogo de
trabajo, mi mujer se había contentado —verdad que bajo un poco de presión
por mi parte— con magníficas puertas de arpillera. Como estábamos en
verano, este detalle de riguroso ornamento no dañaba nuestra salud ni
nuestro miedo. Por una de estas arpilleras, la que da al corredor central,
fue por donde entró y me mordió el perro rabioso.

Yo no sé si el alarido de un epiléptico da a los demás la sensación de
clamor bestial y fuera de toda humanidad que me produce a mí. Pero estoy
seguro de que el aullido de un perro rabioso, que se obstina de noche
alrededor de nuestra casa, provocará en todos la misma fúnebre angustia. Es
un grito corto, estrangulado, de agonía, como si el animal boqueara ya, y
todo él empapado en cuanto de lúgubre sugiere un animal rabioso.

Era un perro negro, grande, con las orejas cortadas. Y para mayor
contrariedad, desde que llegáramos no había hecho más que llover. El monte
cerrado por el agua, las tardes rápidas y tristísimas; apenas salíamos de
casa, mientras la desolación del campo, en un temporal sin tregua, había
ensombrecido al exceso el espíritu de mamá.

Con esto, los perros rabiosos. Una mañana el peón nos dijo que por su casa
había andado uno la noche anterior, y que había mordido al suyo. Dos noches
antes, un perro barcino había aullado feo en el monte. Había muchos, según
él. Mi mujer y yo no dimos mayor importancia al asunto, pero no así mamá,
que comenzó a hallar terriblemente desamparada nuestra casa a medio hacer.
A cada momento salía al corredor para mirar el camino.

Sin embargo, cuando nuestro chico volvió esa mañana del pueblo, confirmó
aquello. Había explotado una fulminante epidemia de rabia. Una hora antes
acababan de perseguir a un perro en el pueblo. Un peón había tenido tiempo
de asestarle un machetazo en la oreja, y el animal, al trote, el hocico en
tierra y el rabo entre las patas delanteras, había cruzado por nuestro
camino, mordiendo a un potrillo y a un chancho que halló en el trayecto.

Más noticias aún. En la chacra vecina a la nuestra, y esa misma madrugada,
otro perro había tratado inútilmente de saltar el corral de las vacas. Un
inmenso perro flaco había corrido a un muchacho a caballo, por la picada
del puerto viejo. Todavía de tarde se sentía dentro del monte el aullido
agónico del perro. Como dato final, a las nueve llegaron al galope dos
agentes a darnos la filiación de los perros rabiosos vistos, y a
recomendarnos sumo cuidado.

Había de sobra para que mamá perdiera el resto de valor que le quedaba.
Aunque de una serenidad a toda prueba, tiene terror a los perros rabiosos,
a causa de cierta cosa horrible que presenció en su niñez. Sus nervios, ya
enfermos por el cielo constantemente encapotado y lluvioso, provocáronle
verdaderas alucinaciones de perros que entraban al trote por la portera.

Había un motivo real para este temor. Aquí, como en todas partes donde la
gente pobre tiene muchos más perros de los que puede mantener, las casas
son todas las noches merodeadas por perros hambrientos, a que los peligros
del oficio —un tiro o una mala pedrada— han dado verdadero proceder de
fieras. Avanzan al paso, agachados, los músculos flojos. No se siente jamás
su marcha. Roban —si la palabra tiene sentido aquí— cuanto le exige su
atroz hambre. Al menor rumor, no huyen porque esto haría ruido, sino se
alejan al paso, doblando las patas. Al llegar al pasto se agazapan, y
esperan así tranquilamente media o una hora, para avanzar de nuevo.

De aquí la ansiedad de mamá, pues siendo nuestra casa una de las tantas
merodeadas, estábamos desde luego amenazados por la visita de los perros
rabiosos, que recordarían el camino nocturno.

En efecto, esa misma tarde, mientras mamá, un poco olvidada, iba caminando
despacio hacia la portera, oí su grito:

—¡Federico! ¡Un perro rabioso!

Un perro barcino, con el lomo arqueado, avanzaba al trote en ciega línea
recta. Al verme llegar se detuvo, erizando el lomo. Retrocedí sin volver el
cuerpo para ir a buscar la escopeta, pero el animal se fue. Recorrí
inútilmente el camino, sin volverlo a hallar.

Pasaron dos días. El campo continuaba desolado de lluvia y tristeza,
mientras el número de perros rabiosos aumentaba. Como no se podía exponer a
los chicos a un terrible tropiezo en los caminos infestados, la escuela se
cerró; y la carretera, ya sin tráfico, privada de este modo de la bulla
escolar que animaba su soledad a las siete y a las doce, adquirió lúgubre
silencio.

Mamá no se atrevía a dar un paso fuera del patio. Al menor ladrido miraba
sobresaltada hacia la portera, y apenas anochecía, veía avanzar por entre
el pasto ojos fosforescentes. Concluida la cena se encerraba en su cuarto,
el oído atento al más hipotético aullido.

Hasta que la tercera noche me desperté, muy tarde ya: tenía la impresión de
haber oído un grito, pero no podía precisar la sensación. Esperé un rato. Y
de pronto un aullido corto, metálico, de atroz sufrimiento, tembló bajo el
corredor.

—¡Federico! —oí la voz traspasada de emoción de mamá— ¿sentiste?

—Sí —respondí, deslizándome de la cama. Pero ella oyó el ruido.

—¡Por Dios, es un perro rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana!
¡pile a tu marido que no salga! —clamó desesperada, dirigiéndose a mi
mujer.

Otro aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la
puerta. Una finísima lluvia de escalofríos me bañó la médula hasta la
cintura. No creo que haya nada más profundamente lúgubre que un aullido de
perro rabioso a esa hora. Subía tras él la voz desesperada de mamá.

—¡Federico! ¡Va a entrar en tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas!
¡Juana! ¡dile a tu marido!...

—¡Federico! —se cogió mi mujer a mi brazo.

Pero la situación podía tornarse muy crítica si esperaba a que el animal
entrara, y encendiendo la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la
arpillera de la puerta, y no vi más que el negro triángulo de la profunda
niebla de afuera. Tuve apenas tiempo de avanzar una pierna, cuando sentía
que alga firma y tibio me rozaba el muslo: el perro rabioso se entraba en
nuestro cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza de un golpe de
rodilla, y súbitamente me lanzó un mordisco, que falló, en un claro golpe
de dientes. Pero un instante después sentía un dolor agudo.

Ni mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido.

—¡Federico! ¿Qué fue eso?—gritó mamá que había oído mi detención ante la
dentellada al aire.

—Nada: quería entrar.

—¡Oh!...

De nuevo, y esta vez detrás del cuarto de mamá, el fatídico aullido
explotó.

—¡Federico! ¡Está rabioso! ¡No salgas! —clamó enloquecida, sintiendo al
animal tras la pared de madera, a un metro de ella.

Hay cosas absurdas que tienen toda la apariencia de un legítimo
razonamiento: Salí afuera con la lámpara en una mano y la escopeta en la
otra, exactamente como para buscar a una rata aterrorizada, que me daba
perfecta holgura para colocar la luz en el suelo y matarla en el extremo de
un horcón.

Recorrí los corredores. No se oía un rumor, pero de dentro de las piezas me
seguía la tremenda angustia de mamá y mi mujer que esperaban el estampido.

El perro se había ido.

—¡Federico! exclamó mamá al sentirme volver por fin. ¿Se fue el perro?

—Creo que sí; no lo veo. Me parece haber oído un trote cuando salí.

—Sí, yo también sentí... Federico: ¿no estará en tu cuarto?... ¡No tiene
puerta, mi Dios! ¡Quédate adentro! ¡Puede volver!

En efecto, podía volver. Eran las dos y veinte de la mañana. Y juro que
fueron fuertes las dos horas que pasamos mi mujer y yo, con la luz prendida
hasta que amaneció, ella acostada, yo sentado en la cama, vigilando sin
cesar la arpillera flotante.

Antes me había curado. La mordedura era nítida: dos agujeros violetas, que
oprimí con todas mis fuerzas, y lavé con permanganato.

Yo creía muy restrictivamente en la rabia del animal. Desde el día anterior
se había empezado a envenenar perros, y algo en la actitud abrumada del
nuestro me prevenía en pro de la estricnina. Quedaban el fúnebre aullido y
el mordisco; pero de todos modos me inclinaba a lo primero. De aquí,
seguramente, mi relativo descuido con la herida.

Llegó por fin el día. A las ocho, y a cuatro cuadras de casa, un transeúnte
mató de un tiro de revólver al perro negro que trotaba en inequívoco estado
de rabia. En seguida lo supimos, teniendo de mi parte que librar una
verdadera batalla contra mamá y mi mujer para no bajar a Buenos Aires a
darme inyecciones. La herida, franca, había sido bien oprimida, y lavada
con mordiente lujo de permanganato. Todo esto, a los cinco minutos de la
mordedura. ¿Qué demonios podía temer tras esa corrección higiénica? En casa
concluyeron por tranquilizarse, y como la epidemia —provocada por una
crisis de llover sin tregua como jamás se viera aquí había cesado casi de
golpe, la vida recobró su línea habitual.

Pero no por ello mamá y mi mujer dejaron ni dejan de llevar cuenta exacta
del tiempo. Los clásicos cuarenta días pesan fuertemente, sobre todo en
mamá, y aún hoy, con treinta y nueve transcurridos sin el más leve
trastorno, ella espera el día de mañana para echar de su espíritu, en un
inmenso suspiro, el terror siempre vivo que guarda de aquella noche.

El único fastidio acaso que para mí ha tenido esto, es recordar, punto por
punto, lo que ha pasado. Confío en que mañana de noche concluya, con la
cuarentena, esta historia que mantiene fijos en mí los ojos de mi mujer y
de mi madre, como si buscaran en mi expresión el primer indicio de
enfermedad.

Marzo 10.—

¡Por fin! Espero que de aquí en adelante podré vivir como un hombre
cualquiera, que no tiene suspendida sobre su cabeza coronas de muerte. Ya
han pasado los famosos cuarenta días, y la ansiedad, la manía de
persecuciones y los horribles gritos que esperaban de mí pasaron también
para siempre.

Mi mujer y mi madre han festejado el fausto acontecimiento de un modo
particular: contándome, punto por punto, todos los terrores que han sufrido
sin hacérmelo ver. El más insignificante desgano mío las sumía en mortal
angustia: ¡Es la rabia que comienza! —gemían. Si alguna mañana me levanté
tarde, durante horas no vivieron, esperando otro síntoma. La fastidiosa
infección en un dedo que me tuvo tres días febril e impaciente, fue para
ellas una absoluta prueba de la rabia que comenzaba, de donde su
consternación, más angustiosa por furtiva.

Y así, el menor cambio de humor, el más leve abatimiento, provocáronles,
durante cuarenta días, otras tantas horas de inquietud.

No obstante esas confesiones retrospectivas, desagradables siempre para el
que ha vivido engañado , aun con la más arcangélica buena voluntad, con
todo me he reído buenamente. —¡Ah, mi hijo! ¡No puedes figurarte lo
horrible que es para una madre el pensamiento de que su hijo pueda estar
rabioso! Cualquier otra cosa... ¡pero rabioso, rabioso! ...

Mi mujer, aunque más sensata, ha divagado también bastante más de lo que
confiesa. ¡Pero ya se acabó, por suerte! Esta situación de mártir, de bebé
vigilado segundo a segundo contra tal disparatada amenaza de muerte, no es
seductora, a pesar de todo. ¡Por fin, de nuevo! Viviremos en paz, y ojalá
que mañana o pasado no amanezca con dolor de cabeza, para resurrección de
las locuras.

Hubiera querido estar absolutamente tranquilo, pero es imposible. No hay ya
más, creo, posibilidad de que esto concluya. Miradas de soslayo todo el
día, cuchicheos incesantes, que cesan de golpe en cuanto oyen mis pasos, un
crispante espionaje de mi expresión cuando estamos en la mesa, todo esto se
va haciendo intolerable. —¡Pero qué tienen, por favor! —acabo de decirles.
—¿Me hallan algo anormal, no estoy exactamente como siempre? ¡Ya es un poco
cansadora esta historia del perro rabioso! —¡Pero Federico! —me han
respondido, mirándome con sorpresa. ¡Si no te decimos nada, ni nos hemos
acordado de eso!

¡Y no hacen, sin embargo, otra cosa, otra que espiarme noche y día, día y
noche, a ver si la estúpida rabia de su perro se ha infiltrado en mí!

Marzo 18.—

Hace tres días que vivo como debería y desearía hacerlo toda la vida. ¡Me
han dejado en paz, por fin, por fin, por fin!

Marzo 19.—

¡Otra vez! ¡Otra vez han comenzado! Ya no me quitan los ojos de encima,
como si sucediera lo que parecen desear: que esté rabioso. ¡Cómo es posible
tanta estupidez en dos personas sensatas! Ahora no disimulan más, y hablan
precipitadamente en voz alta de mí; pero, no sé por qué, no puedo entender
una palabra. En cuanto llego cesan de golpe, y apenas me alejo un paso
recomienza el vertiginoso parloteo. No he podido contenerme y me he vuelto
con rabia: —¡Pero hablen, hablen delante, que es menos cobarde!

No he querido oír lo que han dicho y me he ido. ¡Ya no es vida la que
llevo!

8 p.m.

¡Quieren irse! ¡Quieren que nos vayamos!

¡Ah, yo sé por qué quieren dejarme!...

Marzo 20.— (6 a.m.).

¡Aullidos, aullidos! ¡Toda la noche no he oído más que aullidos! ¡He pasado
toda la noche despertándome a cada momento! ¡Perros, nada más que perros ha
habido anoche alrededor de case! ¡Y mi mujer y mi madre han fingido el más
plácido sueño, para que yo solo absorbiera por los ojos los aullidos de
todos los perros que me miraban!...

7 a.m.

¡No hay más que víboras! ¡Mi casa está llena de víboras! ¡Al lavarme había
tres enroscadas en la palangana! ¡En el forro del saco había muchas! ¡Y hay
más! ¡Hay otras cosas! ¡Mi mujer me ha llenado la casa de víboras! ¡Ha
traído enormes arañas peludas que me persiguen! ¡Ahora comprendo por qué me
espiaba día y noche! ¡Ahora comprendo todo! ¡Quería irse por eso!

7,15 a.m.

¡El patio está lleno de víboras! ¡No puedo dar un paso! ¡No, no!...
Socorro! ...

¡Mi mujer se va corriendo! ¡Mi madre se va! ¡Me han asesinado!... ¡Ah, la
escopeta!... ¡Maldición! ¡Está cargada con munición! Pero no importa...

¡Qué grito ha dado! Le erré... ¡Otra vez las víboras! ¡Allí, allí hay una
enorme!... ¡Ay! ¡¡Socorro, socorro!!

¡Todos me quieren matar! ¡Las han mandado contra mí, todas! ¡El monte está
lleno de arañas! ¡Me han seguido desde casa!...

Ahí viene otro asesino... ¡Las trae en la mano! ¡Viene echando víboras en
el suelo! ¡Viene sacando víboras de la boca y las echa en el suelo contra
mí! ¡Ah! pero ése no vivirá mucho... ¡Le pegué! ¡Murió con todas las
víboras!... ¡Las arañas! ¡Ay! ¡¡Socorro!!

¡Ahí vienen, vienen todos!... ¡Me buscan, me buscan!... ¡Han lanzado contra
mí un millón de víboras! ¡Todos las ponen en el suelo! ¡Y yo no tango más
cartuchos!... ¡Me han visto!... Uno me está apuntando...

La gallina degollada

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos
idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios,
los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El
banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles,
fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al
declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su
atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin
estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el
sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al
tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y
corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio.
Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y
pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y
quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y
desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus
padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho
amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más
vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada
consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor
sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas
posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce
meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció
bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes
sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no
conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional
que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de
los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento;
pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo;
había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre
sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de
su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,
educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que?...

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su
hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo
nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo,
el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que
consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel
fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro
hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir
extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se
repetían, y al día siguiente amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su
amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós
ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida
normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito;
¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco
anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura.
Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos
mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran
compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda
animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían
deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar,
pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando
los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al
comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces,
echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían,
en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con
los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero
pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en
que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba,
en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual
había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus
hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían
nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros,
que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto
había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las
manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de
tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No
faltaba más!... —murmuró.

—¿Qué, no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que
te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir...

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro
hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres
pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer
Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la
horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini,
bien que en menor grado, pasábale lo mismo.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su
hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su
descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso
no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera.
Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay
algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya
se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la
mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual,
atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros
que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto
posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con
visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día
sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.

De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las
golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura
tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota,
tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los
fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . .

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti. . . ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?...

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero
cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho
lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre
no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el
mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir!
¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la
meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita
selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera
indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los
matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la
reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los
agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre.
Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la
retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que
ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían
tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que
mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con
parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar
frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella.
Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro,
mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de
pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible
visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a
su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a
su banco.

Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el
matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron;, pero Berta
quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse
enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El
sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban
mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana,
cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida
al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía
duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió
entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar
vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba
pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la
garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla
mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente
estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras
creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus
rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo
logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro
lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho
ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de
sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de
una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la
gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después
se despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en
el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la
espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar
frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la
puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso
llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse
en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos
sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

La miel silvestre

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años,
y a consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica
empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos
leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca.
Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de
llevar escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí,
con su libertad como fuente de dicha y sus peligros como encanto.

Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban.
Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de
sus hermanos menores —iniciados también en Julio Verne— sabían andar aún en
dos pies y recordaban el habla.

La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a
haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias
llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel
Benincasa el orgullo de sus stromboot.

Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió
fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su
temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico,
gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En
consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y
pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así
como el soltero que fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera de
sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en componía
de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con
dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná
hasta un obraje, con sus famosos stromboot.

Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los
yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el
contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios
contactos.

De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que
contener el desenfado de su ahijado.

—¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorprendido.

—Al monte; quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de
colgarse el winchester al hombro.

—¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres...
O mejor deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.

Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y
se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las
manos en los bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña,
silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a
uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.

Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de
una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no
deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.

Llegaron éstas a la segunda noche —aunque de un carácter un poco singular.

Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino.

—¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo.

Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres
faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y
dos peones regaban el piso.

—¿Qué hay, qué hay?—preguntó echándose al suelo.

—Nada... Cuidado con los pies... La corrección.

Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos
corrección. Son pequeñas, negras, brillantes y marchan velozmente en ríos
más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo
que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras y a
cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que
sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación
absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde
no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen y es
forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roídos en diez horas hasta
el esqueleto. Permanecen en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según su
riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.

No resisten, sin embargo, a la creolina o droga similar; y como en el
obraje abunda aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la
corrección.

Benincasa se observaba muy de cerca, en los pies, la placa lívida de una
mordedura.

—¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza
hacia su padrino.

Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió,
felicitándose, en cambio, de haber contenido a tiempo la invasión.
Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por
pesadillas tropicales.

Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había
concluido por comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más
útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto,
mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara
y cortarse las botas; todo en uno.

El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión
—exacta por lo demás— de un escenario visto de día. De la bullente vida
tropical no hay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un
pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía cuando un sordo zumbido le llamó
la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas
aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela y vio en el fondo
de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.

—Esto es miel —se dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser
bolsitas de cera, llenas de miel...

Pero entre él —Benincasa— y las bolsitas estaban las abejas. Después de un
momento de descanso, pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La
suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca
húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa
cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen, constató que no tenía
aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarifico en melífica abundancia.
¡Maravillosos y buenos animalitos!

En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un
buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un
raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes
estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que
Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El
contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y
por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué
perfume, en cambio!

Benincasa, una vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles,
comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su
boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después
de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces
la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.

Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de
Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que
repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.

Entre tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un
poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró
de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por
demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.

—Qué curioso mareo... —pensó el contador. Y lo peor es...

Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de
nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas,
como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manes le
hormigueaban.

—¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa, sin
escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera
hormigas... La corrección —concluyó.

Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.

—¡Debe ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!

Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de
terror; no había podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el
hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí,
miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio
de defensa.

—¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... no puedo mover
la mano!...

En su pánico constató, sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de
garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia
cambió de forma.

—¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...

Pero una visible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole
íntegras sus facultades, a lo por que el mareo se aceleraba. Creyó así
notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente.
Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y en su
pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad de que eso
negro que invadía el suelo...

Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un
grito, un verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad
del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas
negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el
contador sintió, por bajo del calzoncillo, el río de hormigas carnívoras
que subían.

Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de
carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que
merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron
suficientemente.

No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o
paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el
trópico, y ya el saber de la miel denuncia en la mayoría de los casos su
condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que creyó sentir Benincasa.

Decálogo del perfecto cuentista

I

Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.

II

Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando
puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III

Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado
fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una
larga paciencia.

IV

Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que
lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V

No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un
cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de
las tres últimas.

VI

Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba
el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas
para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar
si son entre sí consonantes o asonantes.

VII

No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras
a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color
incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII

Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin
ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo
que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es
una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no
lo sea.

IX

No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego.
Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la
mitad del camino.

X

No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu
historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el
pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No
de otro modo se obtiene la vida del cuento.

Ultima modificación: 9 de Agosto de 1999

Retornar a catalogo

 

 

 

Retornar a catalogo