Bibliotecas Rurales Argentinas

Cuentos de la Selva (Segunda Parte)

Horacio Quiroga

HISTORIA DE DOS CACHORROS DE COATI Y DE DOS CACHORROS
DE HOMBRE

Había una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en
el monte comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos.
Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran
ruido, se tiraban al suelo de cabeza y salían corriendo
con la cola levantada.
Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su
madre los reunió un día arriba de un naranjo y les
habló así:
-Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse
la comida solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean
viejos andarán siempre solos, como todos los coatís. El
mayor de ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos,
puede encontrarlos entre los palos podridos, porque
allí hay muchos cascarudos y cucarachas. El segundo,
que es gran comedor de frutas, puede encontrarlas en
este naranjal; hasta diciembre habrá naranjas. El
tercero, que no quiere comer sino huevos de pájaros,
puede ir a todas partes, porque en todas partes hay
nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos
al campo, porque es peligroso.
Coaticitos: hay una sola cosa a la cual deben tener
gran miedo. Son los perros. Yo peleé una vez con ellos,
y sé lo que les digo; por eso tengo un diente roto.
Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un
gran ruido, que mata. Cuando oigan cerca este ruido,
tírense de cabeza al suelo, por alto que sea el árbol.-
Si no lo hacen así los matarán con seguridad de un
tiro.
Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se
separaron, caminando de derecha a izquierda y de
izquierda a derecha, como si hubieran perdido algo,
porque así caminan los coatís.
El mayor, que quería comer cascarudos, buscó entre los
palos podridos y las hojas de los yuyos, y encontró
tantos, que comió hasta quedarse dormido. El segundo,
que prefería las frutas a cualquier cosa, comió cuantas
naranjas quiso, porque aquel naranjal estaba dentro del
monte, como pasa en el Paraguay y Misiones, y ningún
hombre vino a incomodarlo. El tercero, que era loco por
los huevos de pájaros, tuvo que andar todo el día para
encontrar únicamente dos nidos; uno de tucán que tenía
tres huevos, y uno de tórtola, que tenía sólo dos.
Total, cinco huevos chiquitos, que era muy poca comida;
de modo que al caer la tarde el coaticito tenía tanta
hambre como de mañana, y se sentó muy triste a la
orilla del monte. Desde allí veía el campo, y pensó en
la recomendación de su madre.
-¿Por qué no querrá mamá -se dijo- que vaya a buscar
nidos en el campo?
Estaba pensando así cuando oyó, muy lejos, el canto de
un pájaro.
-¡Qué canto tan fuerte! -dijo admirado-. ¡Qué huevos
tan grandes debe tener ese pájaro!
El canto se repitió. Y entonces el coatí se puso a
correr por entre el monte, cortando camino, porque el
canto había sonado muy a su derecha. El sol caía ya,
pero el coatí volaba con la cola levantada. Llegó a la
orilla del monte, por fin, y miró al campo. Lejos vio
la casa de los hombres, y vio a un hombre con botas que
llevaba un caballo de la soga. Vio también un pájaro
muy grande que cantaba y entonces el coaticito se
golpeó la frente y dijo:
-¡Qué zonzo soy! Ahora ya sé qué pájaro es ese. Es un
gallo; mamá me lo mostró un día de arriba de un árbol.
Los gallos tienen un canto lindísimo, y tienen muchas
gallinas que ponen huevos. ¡Si yo pudiera comer huevos
de gallina!...
Es sabido que nada gusta tanto a los bichos chicos de
monte como los huevos de gallina. Durante un rato el
coaticito se acordó de la recomendación de su madre.
Pero el deseo pudo más, y se sentó a la orilla del
monte, esperando que cerrara bien la noche para ir al
gallinero.
La noche cerró por fin, y entonces, en puntas de pie y
paso a paso, se encaminó a la casa. Llegó allá y
escuchó atentamente: no se sentía el menor ruido. El
coaticito, loco de alegría porque iba a comer cien,
mil, dos mil huevos de gallina, entró en el gallinero,
y lo primero que vio bien en la entrada, fue un huevo
que estaba solo en el suelo. Pensó un instante en
dejarlo para el final, como postre, porque era un huevo
muy grande; pero la boca se le hizo agua, y clavó los
dientes en el huevo.
Apenas lo mordió, ¡TRAC! un terrible golpe en la cara y
un inmenso dolor en el hocico.
-¡Mamá, mamá!- gritó, loco de dolor, saltando a todos
lados. Pero estaba sujeto, y en ese momento oyó el
ronco ladrido de un perro.
Mientras el coatí esperaba en la orilla del monte que
cerrara bien la noche para ir al gallinero, el hombre
de la casa jugaba sobre la gramilla con sus hijos, dos
criaturas rubias de cinco y seis años, que corrían
riendo, se caían, se levantaban riendo otra vez, y
volvían a caerse. El padre se caía también, con gran
alegría de los chicos. Dejaron por fin de jugar porque
ya era de noche, y el hombre dijo entonces:
-Voy a poner la trampa para cazar a la comadreja que
viene a matar los pollos y robar los huevos.
Y fue y armó la trampa. Después comieron y se
acostaron. Pero las criaturas no tenían sueño, y
saltaban de la cama del uno a la del otro y se
enredaban en el camisón. El padre, que leía en el
comedor, los dejaba hacer. Pero los chicos de repente
se detuvieron en sus saltos y gritaron:
-¡Papá! ¡Ha caído la comadreja en la trampa! ¡Tuké está
ladrando! ¡Nosotros también queremos ir, papá!
El padre consintió, pero no sin que las criaturas se
pusieran las sandalias, pues nunca los dejaba andar
descalzos de noche, por temor a las víboras.
Fueron. ¿Qué vieron alí? Vieron a su padre que se
agachaba, teniendo al perro con una mano, mientras con
la otra levantaba por la cola a un coatí, un coaticito
chico aún, que gritaba con un chillido rapidísimo y
estridente, como un grillo.
-¡Papá, no lo mates! -dijeron las criaturas-. ¡Es muy
chiquito! ¡Dánoslo para nosotros!
-Bueno, se lo voy a dar -respondió el padre-. Pero
cuídenlo bien, y sobre todo no se olviden de que los
coatís toman agua como ustedes.
Esto lo decía porque los chicos habían tenido una vez
un gatito montés al cual a cada rato le llevaban carne,
que sacaban de la fiambrera; pero nunca le dieron agua,
y se murió.
En consecuencia, pusieron al coatí en la misma jaula
del gato montés, que estaba cerca del gallinero, y se
acostaron todos otra vez.
Y cuando era más de medianoche y había un gran
silencio, el coaticito, que sufría mucho por los
dientes de la trampa, vio, a la luz de la luna, tres
sombras que se acercaban con gran sigilo. El corazón le
dio un vuelco al pobre coaticito al reconocer a su
madre y a sus dos hermanos que lo estaban buscando.
-¡Mamá, mamá! -murmuró el prisionero en voz muy baja
para no hacer ruido-. ¡Estoy aquí! ¡Sáquenme de aquí!
¡No quiero quedarme, ma... má! ...- y lloraba
desconsolado.
Pero a pesar de todo estaban contentos porque se habían
encontrado, y se hacían mil caricias en el hocico.
Se trató en seguida de hacer salir al prisionero.
Probaron primero cortar el alambre tejido, y los cuatro
se pusieron a trabajar con los dientes; mas no
conseguían nada. Entonces a la madre se le ocurrió de
repente una idea, y dijo:
-¡Vamos a buscar las herramientas del hombre! Los
hombres tienen herramientas para cortar fierro. Se
llaman limas. Tienen tres lados como las víboras de
cascabel. Se empuja y se retira. ¡Vamos a buscarla!
Fueron al taller del hombre y volvieron con la lima.
Creyendo que uno solo no tendría fuerzas bastantes,
sujetaron la lima entre los tres y empezaron el
trabajo. Y se entusiasmaron tanto, que al rato la jaula
entera temblaba con las sacudidas y hacía un terrible
ruido. Tal ruido hacía, que el perro se despertó,
lanzando un ronco ladrido. Mas los coatís no esperaron
a que el perro les pidiera cuenta de ese escándalo y
dispararon al monte, dejando la lima tirada.
Al día siguiente, los chicos fueron temprano a ver a su
nuevo huésped, que estaba muy triste.
-¿Qué nombre le pondremos? -preguntó la nena a su
hermano.
-¡Ya sé! -respondió el varoncito-. ¡Le pondremos
Diecisiete!
¿Por qué Diecisiete? Nunca hubo bicho del monte con
nombre más raro. Pero el varoncito estaba aprendiendo a
contar, y tal vez le había llamado la atención aquel
número.
El caso es que se llamó Diecisiete. Le dieron pan,
uvas, chocolate, carne, langostas, huevos, riquísimos
huevos de gallina. Lograron que en un solo día se
dejara rascar la cabeza; y tan grande es la sinceridad
del cariño de las criaturas, que al llegar la noche, el
coatí estaba casi resignado con su cautiverio. Pensaba
a cada momento en las cosas ricas que había para comer
allí, y pensaba en aquellos rubios cachorritos de
hombre que tan alegres y buenos eran.
Durante las noches siguientes, el perro durmió tan
cerca de la jaula, que la familia del prisionero no se
atrevió a acercarse, con gran sentimiento. Cuando a la
tercera noche llegaron de nuevo a buscar la lima para
dar libertad al coaticito, éste les dijo:
-Mamá: yo no quiero irme más de aquí. Me dan huevos y
son muy buenos conmigo. Hoy me dijeron que si me
portaba bien me iban a dejar suelto muy pronto. Son
como nosotros. Son cachorritos también, y jugamos
Juntos.
Los coatís salvajes quedaron muy tristes, pero se
resignaron, prometiendo al coaticito venir todas las
noches a visitarlo.
Efectivamente, todas las noches, lloviera o no, su
madre y sus hermanos iban a pasar un rato con él. El
coaticito les daba pan por entre el tejido de alambre,
y los coatís salvajes se sentaban a comer frente a la
jaula.
Al cabo de quince días, el coaticito andaba suelto y él
mismo se iba de noche a su jaula. Salvo algunos tirones
de orejas que se llevaba por andar muy cerca del
gallinero, todo marchaba bien. El y las criaturas se
querían mucho, y los mismos coatís salvajes, al ver lo
buenos que eran aquellos cachorritos de hombre, habían
concluido por tomar cariño a las dos criaturas.
Hasta que una noche muy oscura, en que hacía mucho
calor y tronaba, los coatís salvajes llamaron al
coaticito y nadie les respondió. Se acercaron muy
inquietos y vieron entonces, en el momento en que casi
la pisaban, una enorme víbora que estaba enroscada a la
entrada de la jaula. Los coatís comprendieron en
seguida que el coaticito había sido mordido al entrar,
y no había respondido a su llamado porque acaso estaba
ya muerto. Pero lo iban a vengar bien. En un segundo,
entre los tres, enloquecieron a la serpiente de
cascabel, saltando de aquí para allá, y en otro
segundo, cayeron sobre ella, deshaciéndole la cabeza a
mordiscones.
Corrieron entonces adentro, y allí estaba en efecto el
coaticito, tendido, hinchado, con las patas temblando y
muriéndose. En balde los coatís salvajes lo movieron;
lo lamieron en balde por todo el cuerpo durante un
cuarto de hora. El coaticito abrió por fin la boca y
dejó de respirar, porque estaba muerto.
Los coatís son casi refractarios, como se dice, al
veneno de las víboras. No les hace casi nada el veneno,
y hay otros animales, como la mangosta, que resisten
muy bien el veneno de las víboras. Con toda seguridad
el coaticito había sido mordido en una arteria o una
vena, porque entonces la sangre se envenena en seguida,
y el animal muere. Esto le había pasado al coaticito.
Al verlo así, su madre y sus hermanos lloraron un largo
rato. Después, como nada más tenían que hacer allí,
salieron de la jaula, se dieron vuelta para mirar por
última vez la casa donde tan feliz había sido el
coaticito, y se fueron otra vez al monte.
Pero los tres coatís, sin embargo, iban muy preocupados
y su preocupación era ésta: ¿Qué iban a decir los
chicos, cuando, al día siguiente, vieran muerto a su
querido coaticito? Los chicos le querían muchísimo y
ellos, los coatís, querían también a los cachorritos
rubios. Así es que los tres coatís tenían el mismo
pensamiento, y era evitarles ese gran dolor a los
chicos.
Hablaron un largo rato y al fin decidieron lo
siguiente: el segundo de los coatís, que se parecía
muchísimo al menor en cuerpo y en modo de ser, iba a
quedarse en la jaula, en vez del difunto. Como estaban
enterados de muchos secretos de la casa, por los
cuentos del coaticito, los chicos no conocerían nada;
extrañarían un poco algunas cosas, pero nada más.
Y así pasó en efecto. Volvieron a la casa, y un nuevo
coaticito reemplazó al primero, mientras la madre y el
otro hermano se llevaban sujeto a los dientes el
cadáver del menor. Lo llevaron despacio al monte, y la
cabeza colgaba, balanceándose, y la cola iba
arrastrando por el suelo.
Al día siguiente los chicos extrañaron, efectivamente,
algunas costumbres raras del coaticito. Pero como éste
era tan bueno y cariñoso como el otro, las criaturas no
tuvieron la menor sospecha. Formaron la misma familia
de cachorritos de antes, y, como antes, los coatís
salvajes venían noche a noche a visitar al coaticito
civilizado, y se sentaban a su lado a comer pedacitos
de huevos duros que él les guardaba, mientras ellos le
contaban la vida de la selva.

EL PASO DEL YABEBIRI

En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas
rayas, porque "Yabebirí" quiere decir precisamente,
"Río de las rayas". Hay tantas, que a veces es
peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un
hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo
que caminar renqueando media legua para llegar a su
casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es
uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.
Como en el Yabebirí hay también muchos otros pescados,
algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita.
Tiran una bomba al río, matando millones de pescados.
Todos los pescados que están cerca mueren, aunque sean
grandes como una casa. Y mueren también todos los
chiquitos, que no sirven para nada.
Ahora bien; una vez un hombre fue a vivir allá, y no
quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía
lástima de los pescaditos. El no se oponía a que
pescaran en el río para comer; pero no quería que
mataran inútilmente a millones de pescaditos. Los
hombres que tiraban bombas se enojaron al principio,
pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era
muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y
todos los pescados quedaron muy contentos. Tan
contentos y agradecidos estaban a su amigo que había
salvado a los pescaditos, que lo conocían apenas se
acercaba a la orilla. Y cuando él andaba por la costa
fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el
barro, muy contentas de acompañar a su amigo. El no
sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.
Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó
corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el
agua, gritando:
-¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes,
herido.
Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la
orilla. Y le preguntaron al zorro:
-¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
-¡Ahí viene!-gritó el zorro de nuevo-. ¡Ha peleado con
un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a
cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre
bueno!
-¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso!
-contestaron las rayas-. ¡Pero lo que es el tigre, ése
no va a pasar! -¡Cuidado en él!-gritó aún el zorro-¡No
se olviden de que es el tigre!
Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el
monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó
las ramas y pareció todo ensangrentado y la camisa
rota. La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el
pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre
caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla,
porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero
apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban
amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó
con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo
picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma
arena, por la gran cantidad de sangre que había
perdido.
Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del
todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido
les hizo dar un brinco en el agua.
-¡El tigre! ¡El tigre!-gritaron todas, lanzándose como
una flecha a la orilla.
En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y
que lo venía persiguiendo había llegado a la costa del
Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la
sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre
caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de
rabia, se echó al agua, para acabar de matarlo.
Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió
como si le hubieran clavado ocho o diez terribles
clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las
rayas, que defendían el paso del río, y le habían
clavado con toda su fuerza el aguijón de la cola.
El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el
aire; y al ver toda el agua de la orilla turbia como si
removieran el barro del fondo, comprendió que eran las
rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó
enfurecido:
-¡Ah, ya se lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas!
¡Salgan del camino!
-¡No salimos!-respondieron las rayas.
-¡Salgan!
-¡No salimos! ¡El es un hombre bueno! ¡No hay derecho
para matarlo!
-¡El me ha herido a mí!
-¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes
en el monte! ¡Aquí está bajo nuestra protección!... ¡No
se pasa!
-¡Paso! -rugió por última vez el tigre.
-¡NI NUNCA!-respondieron las rayas.
(Ellas dijeron "ni nunca" porque así dicen los que
hablan guaraní, como en Misiones).
-¡Vamos a ver!-bramó aún el tigre. Y retrocedió para
tomar impulso y dar un enorme salto.
El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la
orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy
grande acaso no hallara más rayas en el medio del río,
y podría así comer al hombre moribundo.
Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al
medio del rio, pasándose la voz:
-¡Fuera de la orilla! -gritaban bajo el agua-.
Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal ¡A la canal!
Y en el segundo el ejército de rayas se precipitó río
adentro, a defender el paso, a tiempo que el tigre daba
su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de
alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna
picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en
la orilla, engañadas...
Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de
aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en
seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las
patas a picaduras.
El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor
eran tan atroz, que lanzó un alarido y retrocedió
corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena
de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la
barriga subía y bajaba como si estuviera cansadísimo.
Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el
veneno de las rayas.
Pero aunque habían vencido al tigre las rayas no
estaban tranquilas porque tenían miedo de que viniera
la tigra y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas
no podrían defender más el paso.
En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la
tigra, que se puso loca de furor al ver al tigre tirado
de costado en la arena. Ella vio también el agua turbia
por el movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y
tocando casi el agua con la boca, gritó:
-¡Rayas! ¡Quiero paso!
-¡No hay paso! -respondieron las rayas.
-¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan
paso!-rugió la tigra.
-¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa!-respondieron
ellas.
-¡Por última vez, paso!
-¡NI NUNCA!-gritaron las rayas.
La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata
en el agua, y una raya, acercándose despacio, acababa
de clavarle todo el aguijón entre los dedos. Al bramido
de dolor del animal, las rayas respondieron,
sonriéndose: -¡Parece que todavía tenemos cola!
Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea
entre las cejas, se alejaba de allí, costeando el río
aguas arriba, y sin decir una palabra.
Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era
el plan de su enemigo. El plan de su enemigo era éste:
pasar el río por otra parte, donde las rayas no sabían
que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad
se apoderó entonces de las rayas.
-¡Va a pasar el río aguas más arriba!-gritaron-. ¡No
queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a
nuestro amigo!
Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta
enturbiar el río.
-¡Pero qué hacemos!-decían-. Nosotras no sabemos nadar
ligero... ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de
allá sepan que hay que defender el paso a toda costa!
Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy
inteligente, dijo de pronto:
-¡Ya está! ¡Que vayan los dorados! ¡Los dorados son
amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie!
-¡Eso es! -gritaron todas-. ¡Que vayan los dorados!
Y en un instante la voz pasó y en otro instante se
vieron ocho o diez filas de dorados, un verdadero
ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas
arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los
torpedos.
A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden
de cerrar el paso a los tigres; la tigra ya había
nadado, y estaba ya por llegar a la isla.
Pero las rayas habían corrido ya a la otra orilla, y en
cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron
contra sus patas, deshaciéndolas a aguijonazos. El
animal, enfurecido y loco de dolor, bramaba, saltaba en
el agua, hacía volar nubes de agua a manotones. Pero
las rayas continuaban precipitándose contra sus patas,
cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio
vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la
orilla, con las cuatro patas mostruosamente hinchadas;
por allí tampoco se podía ir a comer al hombre.
Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es
peor, el tigre y la tigra habían acabado por levantarse
y entraban en el monte.
¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las
rayas, y tuvieron una larga conferencia. Al fin
dijeron:
-¡Ya sabemos lo que es. Van a ir a buscar a los otros
tigres y van a venir todos. Van a venir todos los
tigres y van a pasar!
-¡NI NUNCA!-gritaron las rayas más jóvenes y que no
tenían tanta experiencia.
-¡Sí, pasarán. compañeritas!-respondieron tristemente
las más viejas-. Si son muchos acabarán por pasar...
Vamos a consultar a nuestro amigo.
Y fueron todos a ver al hombre, pues no habían tenido
tiempo aún de hacerlo, por defender el paso del río.
El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido
mucha sangre, pero podía hablar y moverse un poquito.
En un instante las rayas le contaron lo que había
pasado, y cómo habían defendido el paso a los tigres
que lo querían comer. El hombre herido se enterneció
mucho con la amistad de las rayas que le habían salvado
la vida, y dio la mano con verdadero cariño a las rayas
que estaban más cerca de él. Y dijo entonces:
-¡No hay remedio! Si los tigses son muchos, y quieren
pasar, pasarán...
-¡No pasarán!-dijeron las rayas chicas-. ¡Usted es
nuestro amigo y no van a pasar!
-¡Sí, pasarán, compañeritas!-dijo el hombre. Y añadió
hablando en voz baja:
-El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar
el winchester con muchas balas... pero yo no tengo
ningún amigo en el río, fuera de los pescados... y
ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.
-¿Qué hacemos entonces?-dijeron las rayas ansiosas.
-A ver, a ver...-dijo entonces el hombre, pasándose la
mano por la frente, como si recordara algo-. Yo tuve un
amigo... un carpinchito que se crió en casa y que
jugaba con mis hijos... Un día volvió otra vez al monte
y creo que vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé
dónde estará...
Las rayas dieron entonces un grito de alegría:
-¡Ya sabemos! ¡Nosotros lo conocemos! ¡Tiene su guarida
en la punta de la isla! ¡El nos habló una vez de usted!
¡Lo vamos a mandar buscar en seguida!
Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a
buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una
gota de sangre seca en la palma de la mano, para hacer
tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma,
escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió
esta carta: Mándenme con el carpinchito el winchester y
una caja entera de veinticinco balas...
Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero
tembló con un sordo rugido: eran todos los tigres que
se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban la
carta con la cabeza afuera del agua para que no se
mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió
corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del
hombre.
No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera
orden de concentrarse en las orillas del río, alrededor
de la isla. De todas partes, de entre las piedras, de
entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el
Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso
contra los tigres. Y por delante de la isla, los
dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar
el agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron
en la costa.
Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones
estuvieran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también
de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a
defender a todo trance el paso.
-¡Paso a los tigres!
-¡No hay paso!-respondieron las rayas.
Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos
aún, se acercaban velozmente. Las rayas reunieron
entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y
les gritaron:
-¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la
voz de alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en
todo el río! ¡Que se encuentren todas alrededor de la
isla! ¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército de dorados voló en seguida, río arriba y
río abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad
que llevaban.
-¡Paso, de nuevo!
-¡No se pasa!
-¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de
raya, si no dan paso!
-¡Es posible!-respondieron las rayas-. ¡Pero ni los
tigres, ni los hijos de tigres, ni los nietos de
tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por
aquí!
Así respondieron las rayas. Entonces los tigres
rugieron por última vez:
-¡Paso pedimos!
-¡NI NUNCA!
Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los
tigres se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un
verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las
patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres
lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a
zarpazos, manoteando como locos en el agua. Y las rayas
volaban por el aire con el vientre abierto por las uñas
de los tigres.
El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían
a centenares ... pero los tigres recibían también
terribles heridas, y se retiraban a tenderse y bramar
en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas,
pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no
desistían; acudían sin cesar a defender el paso.
Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y
se precipitaban de nuevo contra los tigres.
Media hora duró esta lucha terrible. Al cabo de esa
media hora, todos los tigres estaban otra vez en la
playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno
solo había pasado.
Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio.
Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban
vivas dijeron:
-No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los
dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Que vengan en
seguida todas las rayas que haya en el Yabebirí!
Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo,
e iban tan ligero que dejaban surcos en el agua, como
los torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
-¡No podremos resistir más!-le dijeron tristemente las
rayas. Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que
no podrían salvar a su amigo.
-¡Váyanse, rayas!-respondió el hombre herido-. ¡Déjenme
solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen
que los tigres pasen!
-¡NI NUNCA!-gritaron las rayas en un solo clamor-.
¡Mientras haya una sola raya viva en el Yabebirí, que
es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos
defendió antes a nosotras!
El hombre herido exclamó entonces, contento:
-¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo
hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue el
winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto
yo se lo aseguro a ustedes!
-¡Sí, ya lo sabemos!-contestaron las rayas
entusiasmadas.
Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla
recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían
descansado, se pusieron bruscamente en pie, y
agachándose como quien va a saltar, rugieron:
-¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
-¡NI NUNCA! -respondieron las rayas lanzándose a la
orilla. Pero los tigres habían saltado a su vez al agua
y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora
de orilla a orilla estaba rojo de sangre, y la sangre
hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban
deshechas por el aire y los tigres bramaban de dolor;
pero nadie retrocedía un paso.
Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que
avanzaban. En balde el ejército de dorados pasaba a
toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las
rayas: las rayas se habían concluido; todas estaban
luchando frente a la isla y la mitad había muerto ya y
las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas.
Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un
minuto más, y que los tigres pasarían; y las pobres
rayas, que preferían morir antes que entregar a su
amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres.
Pero ya todo era inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia
la costa de la isla. Las rayas, desesperadas, gritaron:
-¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!
Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían
echado a nado, y en un instante todos los tigres
estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus
cabezas.
Pero también en ese momento un animalito, un pobre
animalito colorado y peludo cruzaba nadando a toda
fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a
la isla llevando el winchester y las balas en la cabeza
para que no se mojaran.
El hombre dio un gran grito de alegría, porque le
quedaba tiempo para entrar en defensa de la rayas. Le
pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para
colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en
esta posición cargó el winchester con la rapidez de un
rayo.
Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas,
aplastadas, ensangrentadas, veían con desesperación que
habían perdido la batalla y que los tigres iban a
devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron
un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y
pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto,
con la frente agujereada de un tiro.
-¡Bravo, bravo! -clamaron las rayas, locas de
contentas-. ¡El hombre tiene el winchester! ¡Ya estamos
salvadas!
Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de
alegría. Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y
cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que
caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían
con grandes sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus
cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros. Aquello
duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al
fondo del río, y allí las palometas los comieron.
Algunos boyaron después, y entonces los dorados los
acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo
saltar el agua de contentos.

En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos,
volvieron a ser tan numerosas como antes. El hombre se
curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían
salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí,
en las noches de verano le gustaba tenderse en la playa
y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas,
hablando despacito, se lo mostraban a los pescados que
no le conocían, contándoles la gran batalla que,
aliadas a ese hombre, habían tenido una vez contra los
tigres.

LA ABEJA HARAGANA

Había una vez en una colmena una abeja que no quería
trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno
para tomar el jugo de las flores; pero en vez de
conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del
todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas,
apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba
a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo,
se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y
echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día.
Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la
colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día
mientras las otras abejas se mataban trabajando para
llenar la colmena de miel, porque la miel es el
alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a
disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En
la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas
abejas que están de guardia para cuidar que no entren
bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy
viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el
lomo pelado porque han perdido todos los pelos de rozar
contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba
a entrar, diciéndole:
-Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las
abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
-Yo ando todo el día volando, y me canso mucho
-No es cuestión de que te canses mucho -respondieron-,
sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia
que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la
tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le
dijeron:
-Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
-¡Uno de estos días lo voy a hacer!
-No es cuestión de que lo hagas uno de estos días le
respondieron- sino mañana mismo. Acuérdate de esto.
Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes
de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
-¡Sí, sí hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he
prometido!
-No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le
respondieron-, sino de que trabajes. Hoy es 19 de
abril. Pues bien: trata de que mañana, 20, hayas traído
una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el 20 de abril pasó en vano como todos los demás.
Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se
descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena,
pensando en lo calentito que estaría allá dentro. Pero
cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia
se lo impidieron.
-¡No se entra!-le dijeron fríamente.
-¡Yo quiero entrar!-clamó la abejita-. Esta es mi
colmena.
-Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras
-le contestaron las otras-. No hay entrada para las
haraganas.
-¡Mañana sin falta voy a trabajar!-insistió la abejita.
-No hay mañana para las que no trabajan - respondieron
las abejas, que saben mucha filosofía.
Y esto diciendo la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero
ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una
hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por
el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando
de los palitos y piedritas, que le parecían montañas,
llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que
comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
-¡Ay, mi Dios!-clamó la desamparada-. Va a llover, y me
voy a morir de frío.
Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
-¡Perdón!-gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!
-Ya es tarde-le respondieron.
-¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
-Es más tarde aún.
-¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
-Imposible.
-¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
-No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es
el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y
tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que
de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor
dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin
llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora,
una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba
enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que
habían trasplantado hacía tiempo, y que la culebra
había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por
esto la abejita, al encontrarse ante su enemiga,
murmuró cerrando los ojos:
-¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la
luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no
la devoró sino que le dijo:
-¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para
estar aquí a estas horas.
Es cierto -murmuró la abejita-. No trabajo, y yo tengo
la culpa.
-Siendo asi-agregó la culebra, burlona-, voy a quitar
del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer,
abeja.
La abeja, temblando, exclamó entonces:
-¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted
me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben
lo que es justicia.
-¡Ah, ah!-exclamó la culebra, enroscándose ligero-. ¿Tú
conoces bien a los hombres? ¿Tú crees que los hombres
que les quitan la miel a ustedes, son más justos,
grandísima tonta?
-No, no es por eso que nos quitan la miel -respondió la
abeja.
-¿Y por qué, entonces?
-Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echo a reír,
exclamando:
-¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer;
apróntate.
Y se echo atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero
ésta exclamó:
-Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
-¿Yo menos inteligente que tú, mocosa?- se rió la
culebra.
-Así es- afirmó la abeja.
-Pues bien- dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a
hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa
gana. Si gano yo, te como.
-¿Y si gano yo?- preguntó la abejita.
-Si ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de
pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te
conviene?
-Aceptado- contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había
ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y
he aquí lo que hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja
no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula
de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al
lado de la colmena y que le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompas esas cápsulas,
y les llaman trompitos de eucalipto.
-Esto es lo que voy a hacer- dijo la culebra-. ¡Fíjate
bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito
como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con
tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando
como un loco.
La culebra reía, y con mucha razón, porque jamás una
abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito.
Pero cuando el trompito, que se habia quedado dormido
zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó
por fin al suelo, la abeja dijo:
-Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
-Entonces, te como -exclamó la culebra.
-¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa
que nadie hace.
-¿Qué es eso?
-Desaparecer.
-¿Cómo? -exclamó la culebra, dando un salto de
sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
-Sin salir de aquí.
-¿Y sin esconderte en la tierra?
-Sin esconderme en la tierra.
-Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en
seguida -dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja
había tenido tiempo de examinar la caverna y había
visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo,
casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una
moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de
no tocarla, y dijo así:
-Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el
favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga
"tres" búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:
"uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca
cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró
arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la
plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja
había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del
trompito era muy buena, la prueba de la abeja era
simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde
estaba?
Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió
del medio de la cueva.
-¿No me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar
con tu juramento?
-Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?
-Aquí -respondió la abejita, apareciendo súbitamente de
entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita
en cuestión era una sensitiva, muy común también en
Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus
hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta
aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy
rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las
sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las
hojas se cerraron, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca
a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había
observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su
derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche
recordando a su enemiga la promesa que había hecho de
respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron
arrimadas contra la pared mas alta de la caverna,
porque la tormenta se había desencadenado, y el agua
entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la
oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra
sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta
creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca jamás, creyó la abejita que una noche podría ser
tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida
anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena,
bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo
se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en
silencio ante la puerta de la colmena hecha por el
esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la
dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron
que la que volvía no era la paseandera haragana, sino
una abeja que había hecho en sólo una noche un duro
aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella
recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el
otoño llegó, y llegó también el término de sus días,
tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de
morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
-No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien
nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez mi
inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría
necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como
todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá,
como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del
deber, que adquirí aquella noche.
Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden
nuestros esfuerzos -la felicidad de todos- es muy
superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres
llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en
la vida de un hombre y de una abeja.

Ultima modificación: 9 de Agosto de 1999

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