Mariano José de Larra


Empeños y desempeños
(artículo parecido a otros)


Pierde, pordiosea
El noble, engaña, empeña, malbarata,
Quiebra y perece, y el logrero goza
Los pingües patrimonios...
(Jovellanos)

En prensa tenía yo mi imaginación no ha muchas mañanas, buscando un
tema nuevo sobre que dejar correr libremente mi atrevida sin hueso,
que ya me pedía conversación, y acaso nunca lo hubiera encontrado a
no ser por la casualidad que contaré; y digo que no lo hubiera
encontrado, porque entre tantas apuntaciones y notas como en mi
pupitre tengo hacinadas, acaso dos solas contendrán cosas que se
puedan decir, o que no deban dejarse por ahora de decir.

Tengo un sobrino, y vamos adelante, que esto nada tiene de
particular. Este tal sobrino es un mancebo que ha recibido una
educación de las más escogidas que en este nuestro siglo se suelen
dar; es decir esto que sabe leer, aunque no en todos los libros, y
escribir, si bien no cosas dignas de ser leídas; contar no es cosa
mayor, porque descuida el cuento de sus cuentas en sus acreedores,
que mejor que él se las saben llevar; baila como discípulo de Veluci;
canta lo que basta para hacerse de rogar y no estar nunca en voz;
monta a caballo como un centauro, y da gozo ver con qué soltura y
desembarazo atropella por esas calles de Madrid a sus amigos y
conocidos; de ciencias y artes ignora lo suficiente para poder hablar
de todo con maestría. En materia de bella literatura y de teatro, no
se hable, porque está abonado, y si no entiende la comedia, para eso
la paga, y aun la suele silbar; de este modo da a entender que ha
visto cosas mejores en otros países, porque ha viajado por el
extranjero a fuer de bien criado. Habla un poco [su poco] de francés
y de italiano siempre que había de hablar español, y español no lo
habla, sino lo maltrata; a eso dice que la lengua española es la suya
y que puede hacer con ella lo que más le viniere en voluntad. Por
supuesto que no cree en Dios, porque quiere pasar por hombre de
luces; pero, en cambio, cree en chalanes y en mozas, en amigos y en
rufianes. Se me olvidaba: no hablemos de su pundonor, porque éste es
tal que, por la menor bagatela, sobre si lo miraron, sobre si no lo
miraron, pone una estocada en el corazón de su mejor amigo con la más
singular gracia y desenvoltura que en esgrimidor alguno se ha
conocido.

Con esta exquisita crianza, pues, y vestirse de vez en cuando de
majo, traje que lleva consigo el ¿qué se me da a mí? y el ¡aquí estoy
yo! ya se deja conocer que es uno de los gerifaltes que más lugar
ocupan en la corte, y que constituye uno de los adornos de la
sociedad de buen tono de esta capital de qué sé yo cuántos mundos.

Este es mi pariente, y bien sé yo que si su padre le viera había de
estar tan embobado con su hijo como lo estoy yo con mi sobrino, por
tanta buena cualidad como en él se ha llegado a reunir. Conoce mi
Joaquín esta mi fragilidad y aun suele prevalerse de ella.

Las ocho serían y vestíame yo, cuando entra mi criado y me anuncia a
mi sobrino.

--¿Mi sobrino? Pues debe de ser la una.
--No, señor; son las ocho no más.

Abro los ojos asombrado y me encuentro a mi elegante de pie, vestido
y en mi casa a las ocho de la mañana.

--Joaquín, ¿tú a estas horas?
--¡Querido tío, [muy] buenos días!
--¿Vas de viaje?
--No, señor.
--¿Qué madrugón [madrugar] es éste?
--¿Yo madrugar, tío? Todavía no me he acostado.
--¡Ah! Ya decía yo.
--Vengo de casa de la marquesita del Peñol; hasta ahora ha durado el
baile. Francisco se ha ido a casa con los seis dominós que he llevado
esta noche para mudarme.
--¿Seis no más?
--No más.
--No se me hacen muchos.
--Tenía que engañar a seis personas.
--¿Engañar? Mal hecho.
--Querido tío, usted es muy antiguo.
--Gracias, sobrino; adelante.
--Tío mío, tengo que pedirle a usted un gran favor.
--¿Seré yo la séptima persona?
--¡Querido tío! Ya me he quitado la máscara.
--Di el favor--, y eché mano de la llave de mi gaveta.
--En el día no hay rentas que basten para nada; tanto baile, tanto...
en una palabra, tengo un compromiso. ¿Se acuerda usted de la
repetición Breguet que me vió usted días pasados?
--Sí, que te había costado cinco mil reales.
--No era mía.
--¡Ah!
--El marqués de*** acababa de llegar de París; quería mandarla
limpiar, y no conociendo a ningún relojero en Madrid, le prometí
enviársela al mío.
--Sigue.
--Pero mi suerte lo dispuso de otra manera. Tenía yo aquel día un
compromiso de honor: la baronesita y yo habíamos quedado en ir juntos
a Chamartín a pasar un día; era imposible ir en su coche; es
demasiado conocido.
--Adelante.
--Era indispensable tomar yo un coche, disponer una casa y una comida
de campo... A la sazón me hallaba sin un cuarto... Mi honor era lo
primero; además, que [además de que] andan las ocasiones por las
nubes.
--Sigue.
--Empeñé la repetición de mi amigo.
--¡Por tu honor!
--Cierto.
--¡Bien entendido! ¿Y ahora?
--Hoy como con el Marqués, le he dicho que la tengo en casa
compuesta, y...
--Ya entiendo.
--Ya ve usted, tío...; esto pudiera producir un lance muy
desagadable.
--¿Cuánto es?
--Cien duros.
--¿Nada más? No se me hace mucho.

Era claro que la vida de mi sobrino, y su honor [sobre todo] se
hallaban en inminente riesgo. ¿Qué podía hacer un tío tan cariñoso,
tan amante de su sobrino, tan rico y sin hijos? Conté, pues, sus cien
duros, es decir, los míos.

--Sobrino, vamos a la casa donde está empeñada la repetición.
--Quand il vous plaira, querido tío.

Llegamos al café, una de las lonjas de empeño, digámoslo así, y
comencé a sospechar desde luego que esta aventura había de producirme
un artículo de costumbres.

--Tío, aquí será preciso esperar.
--¿A quién?
--Al hombre que sabe la casa.
--¿No la sabes tú?
--No, señor; estos hombres no quieren nunca que se vaya con ellos.
--¿Y se les confían repeticiones de cinco mil reales?
--Es un honrado corredor que vive de este tráfico. Aquí está.
--¿Este es el honrado corredor?

Y entró un hombre como de unos cuarenta años, si es que se podía
seguir la huella del tiempo en una cara como la debe de tener
precisamente el judío errante, si vive todavía desde el tiempo de
Jesucristo. Rostro acuchillado con varios chirlos y jirones tan bien
avenidos y colocados de trecho en trecho, que más parecían nacidos en
aquella cara, que efectos de encuentros desgraciados; mirar bizco,
como de quien mira y no mira; barbas independientes, crecidas y que
daban claros indicios de no tener con las navajas todo aquel trato y
familiaridad que exige el aseo; ruin sombrero con oficios de
quitaguas; capa de estas que no tapan lo que llevan debajo, con
anchas cenefas de barro de Madrid; botas o zapatos, que esto no se
conocía, con más lodo que cordobán; [manos de cerdo], uñas de
escribano, y una pierna, de dos que tenía, que por ser coja, en vez
de sustentar la carga del cuerpo, le servía a éste de carga, y era de
él sustentada, por donde del tal corredor se podía decir exactamente
aquello de que tripas llevan piés; metal de voz, además, que a todos
los ruidos desapacibles se asemejaba, y aire, en fin, misterioso y
escudriñador.

--¿Está eso, señorito?
--Está; tío, déselo usted.
--Es inútil; yo no entrego mi dinero de esta suerte.
--Caballero, no hay cuidado.
--No lo habrá, ciertamente, porque no lo daré.

Aquí empezó una de votos y juramentos del honrado corredor, de quien
tan injustamente se desconfiaba, y de lamentaciones deprecatorias de
mi sobrino, que veía escapársele de las manos su repetición por una
etiqueta de esta especie; pero yo me mantuve firme, y le fué preciso
ceder al hebreo mediante una honesta gratificación que con sus votos
canjeamos.

En el camino, nuestro Cicerón, más aplacado, sacó de la faltriquera
un paquetillo, y mostrándomelo secretamente:
--Caballero --me dijo al oído--, cigarros habanos, cajetillas,
cédulas de... y otras frioleras, por si usted gusta.
--Gracias, honrado corredor.

Llegamos, por fin, a fuerza de apisonar con los pies calles y
encrucijadas, a una casa y a un cuarto cuarto, que alguno hubiera
llamado guardilla, a haber vivido en él un poeta.

No podré explicar cuán mal se avenían a estar juntas unas con otras,
y en aquel tan incongruente desván, las diversas prendas que de tan
varias partes allí se habían venido a reunir. ¡Oh, si hablaran todos
aquellos cautivos! El deslumbrante vestido de la belleza, ¿qué de
cosas diría dentro de sus límites ocurridas? ¿Qué el collar, muchas
veces importuno, con prisa desatado y arrojado con despecho? ¿Qué
sería escuchar aquella sortija de diamantes, inseparable compañera de
los hermosos dedos de marfil de su hermoso dueño? ¡Qué dialogo
pudiera trabar aquella rica capa de [embozos de] chinchilla con aquel
chal de cachemira! Desvié mi pensamiento de estas locuras, y
parecióme bien que no hablasen. Admiréme sobremanera al reconocer en
los dos prestamistas que dirigían toda aquella máquina a dos personas
que mucho de las sociedades conocía, y de quien [quienes] nunca
hubiera presumido que pelecharan con [en] aquel comercio.
Avergonzáronse ellos algún tanto de hallarse sorprendidos en tal
ocupación, y fulminaron una mirada de éstas que llevan en sí [toda]
una larga reconvención sobre el israelita que de aquella manera había
comprometido su buen nombre, introduciendo profanos, no iniciados en
el santuario de sus misterios.

Hubo de entrar mi sobrino a la pieza inmediata, donde se debía buscar
la repetición y contar el dinero: yo imaginé que aquel debía de ser
lugar más a propósito todavía para aventuras que el mismo puerto
Lápice; calé el sombrero hasta las cejas, levanté el embozo hasta los
ojos, púseme a lo oscuro donde podía escuchar sin ser notado, y di a
mi observación libre rienda que encaminase por do más le plugiese.
Poco tiempo habría pasado en aquel recogimiento, cuando se abre la
puerta y un joven vestido modestamente pregunta por el corredor.

--Pepe, te he esperado inútilmente; te he visto pasar, y he seguido
tus huellas. Ya estoy aquí y sin un cuarto; no tengo recurso.
--Ya le he dicho a usted que por ropas es imposible.
--¡Un frac nuevo!, ¡una levita poco usada! ¿No ha de valer esto más
de diez y seis duros que necesito?
--Mire usted, aquellos cofres, aquellos armarios están llenos de
ropas de otros como usted; nadie parece a sacarlas, y nadie da por
ellas el valor que se prestó.
--Mi ropa vale más de cincuenta duros: te juro que antes de ocho días
vuelvo por ella.
--Eso mismo decía el dueño de aquel sortú que ha pasado en aquella
percha dos inviernos; y la que trajo aquel chal, que lleva aquí dos
carnavales, y la...
--¡Pepe, te daré lo que quieras; mira, estoy comprometido; no me
queda más recurso que tirarme un tiro!

Al llegar aquí el diálogo, eché mano de mi bolsillo, diciendo para
mí: "No se tirará un tiro por diez y seis duros un joven de tan buen
aspecto. ¿Quién sabe si no habrá comido hoy su familia; si alguna
desgracia...?" Iba a llamarle, pero me previno Pepe, diciendo
[diciéndole]:

--¡Mal hecho!
--Tengo que ir esta noche sin falta a casa de la señora de W***, y
estoy sin traje: he dado palabra de no faltar a una persona
respetable . Tengo que buscar, además, un dominó para una prima mía,
a quien he prometido acompañar.

Al oír esto solté insensiblemente mi bolsa en mi faltriquera, menos
poseído ya de mi ardiente caridad.

--¡Es posible! Traiga usted una alhaja.
--Ni una me queda; tú lo sabes: tienes mi reloj, mis botones, mi
cadena...
--¡Diez y seis duros!
--Mira, con ocho me contento.
--Yo no puedo hacer nada en eso; es mucho.
--Con cinco me contento, y firmaré los diez y seis, y te daré ahora
mismo uno de gratificación.
--Ya sabe usted que yo deseo servirle, pero como no soy el dueño...
¿A ver el frac?

Respiró el joven, sonrióse el corredor; tomó el atribulado cinco
duros, dió de ellos uno, y firmó diez y seis, contento con el buen
negocio que había hecho.

--Dentro de tres días vuelvo por ello. Adiós. Hasta pasado mañana.
--Hasta el año que viene--. Y fuése cantando el especulador.

Retumbaban todavía en mis oídos las pisadas y le fioriture del
atolondrado, cuando se abre violentamente la puerta, y la señora de
H...Z., en persona, con los ojos encendidos y toda fuera de sí, se
precipita en la habitación.

--¡Don Fernando!

A su voz salió uno de los prestamistas, caballero de no mala figura y
de muy galantes modales.

--¡Señora!
--¿Me ha enviado usted esta esquela?
--Estoy sin un maravedí; mi amigo no la conoce a usted...; es un
hombre ordinario...; y como hemos dado ya más de lo que valen los
adornos [aderezos] que tiene usted ahí...
--Pero ¿no sabe usted que tengo repartidos los billetes para el baile
de esta noche? Es preciso darle, o me muero del sofoco.
--Yo, señora...
--Necesito indispensablemente mil reales, y retirar, siquiera hasta
mañana, mi diadema de perlas y mis brazaletes para esta noche; en
cambio vendrá una vajilla de plata y cuanto tengo en casa. Debo a los
músicos tres noches de función; esta mañana me han dicho
decididamente que no tocarán si no los pago. El catalán me ha enviado
la cuenta de las velas, y que no enviará más mientras no le satisfaga
[mientras no se la satisfaga].
--Si yo fuera solo...
--¿Reñiremos? ¿No sabe usted que esta noche el juego sólo puede
producir?... [¿No lleva usted parte en la banca?]
--¡Nos fué tan mal la última noche!
--¿Quiere usted más billetes? No me han dejado más que [estos] seis.
Envíe usted a casa por los efectos que he dicho.
--Yo conozco... Por mí... Pero aquí pueden oírnos; entre usted en ese
gabinete.

Entráronse y se erró la puerta tras ellos.

Siguióse a esta escena la de un jugador perdidoso que había perdido
el último maravedí, y necesitaba armarse para volver a jugar; dejó un
reloj, tomó diez, firmó quince, y se despidió diciendo:
--Tengo corazonada; voy a sacar veinte onzas en media hora, y vuelvo
por mi reloj.

Otro jugador ganancioso vino a sacar unas sortijas del tiempo de su
prosperidad. Algún empleado vino a tomar su mesada adelantada sobre
su sueldo, pero descabalada de los crecidos intereses. Algún
necesitado verdadero se remedió, si es remedio comprar un duro con
dos; y sólo mentaré en particular al criado de un personaje que vino,
por fin, a rescatar ciertas alhajas que había más de tres años que
cautivas en aquel Argel estaban. Habíanse vendido las alhajas,
desconfiados ya los prestamistas de que nunca las pagaran, y porque
los intereses estaban a punto de traspasar su valor. No quiero pintar
la grita y la zalagarda que en aquella bendita casa se armó. Después
de dos años de reclamaciones inútiles, hoy venían por las alhajas;
ayer se habían vendido. Juró y blasfemó el criado y fuése,
prometiendo poner el remedio de aquel atrevimiento en manos de quien
más conviniese.

¿Es posible que se viva de esta manera? Pero ¿qué mucho, si el
artesano de parecer artista, el artista empleado, el empleado título,
el título grande, y el grande príncipe? ¿Cómo se puede vivir haciendo
menos papel que el vecino? ¡Bien haya el lujo! ¡Bien haya la vanidad!

En esto salía ya del gabinete la bella convidadora. Habíase secado el
manantial de sus lágrimas.

--Adiós, y no falte usted a la noche--dijo misteriosamente una voz
penetrante y agitada.
--Descuide usted; dentro de media hora enviaré a Pepe --respondió una
voz ronca y mal segura. Bajó los ojos la belleza, compuso sus blondos
cabellos, arregló su mantilla, y salió precipitadamente.

A poco salió mi sobrino, que después de darme las gracias, se empeñó
tercamente en hacerme admitir un billete para el baile de la señora
H...Z. Sonreíme, nada dije a mi sobrino, ya que nada había oído, y
asistí al baile. Los músicos tocaron, las luces ardieron. ¡Oh
elocuencia de la belleza! ¡Oh utilidad de los usureros!

No quisiera acabar mi artículo sin advertir que reconocí en el baile
al famoso prestamista, y en los hombros de su mujer el chal magnífico
que llevaba tres Carnavales en el cautiverio; y dejó de asombrarme
desde entonces el lujo que en ella tantas veces no había comprendido.

Retiréme temprano, que no le sientan bien a mis canas ver entrar a
Febo en los bailes; acompañóme mi sobrino, que iba a otra
concurrencia. Bajé del coche y nos despedimos. Parecióme no encontrar
en su voz aquel mismo calor afectuoso, aquel interés con que por la
mañana me dirigía la palabra. Un adiós bastante indiferente me
recordó que aquel día había hecho un favor, y que el tal favor ya
había pasado. Acaso había sido yo tan necio como loco mi sobrino. No
era mucho, decía yo, que un joven los pidiera; ¡pero que los diera un
viejo!

Para distraer estas melancólicas imaginaciones, que tan triste idea
dan de la humanidad, abrí un libro de poesías, y acertó a ser en
aquel punto en que dice Bartolomé de Argensola:

De estos niños Madrid vive logrado,
Y de viejos tan frágiles como ellos,
porque en la misma escuela se han criado.

(El Pobrecito Hablador, septiembre 1832)
"Vuelva usted mañana (artículo del Bachiller)"

Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la
pereza. Nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores
estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no
entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la
historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que
pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto
cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha
cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.

Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se
presentó en mi casa un extranjero de estos que, en buena o en mala
parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e
hiperbólica; de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía
los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos
siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante:
en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva
tan intacto como [nuestras ruinas] nuestra ruina; en el segundo
vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones
que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia
establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino,
comunes a todos los países.

Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera
ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo
[comparáramos] compararíamos de buena gana a esos juegos de manos
sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que
estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos
dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los
sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una
causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas
profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es
el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las
cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar
que el ignorarlas puede depender de su torpeza.

Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen
muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven,
no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan
tan fácilmente penetrar.

Un extranjero de éstos fué el que se presentó en mi casa, provisto de
competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos
intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos
concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal
cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a
nuestra patria le conducían.

Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró
formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo
si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital.
Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto
amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se
volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro
fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fué
preciso explicarme más claro.

--Mirad --le dije--, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos
venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros
asuntos.
--Ciertamente --me contestó--. Quince días, y es mucho. Mañana por la
mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la
tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya
sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las
presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizados en debida
forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo
en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso
y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso
invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis
proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el
acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay
que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en
la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a
mi casa; aún me sobran de los quince, cinco días.

Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada
que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación
logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fué bastante a impedir que
se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que
sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.

--Permitidme, monsieur Sans-délai --le dije entre socarrón y
formal--, permitidme que os convide a comer para el día en que
llevéis quince meses de estancia en Madrid.
--¿Cómo?
--Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
--¿Os burláis?
--No por cierto.
--¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es
graciosa!
--Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
--¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido
la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse
superiores a sus compatriotas.
--Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis
podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación
necesitáis.
--¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
--Todos os comunicarán su inercia.

Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse
convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro
de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.

Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un
genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en
amigo y de conocido en conocido; encontrámosle por fin, y el buen
señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que
necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos
dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de
unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.

--Vuelva usted mañana --nos respondió la criada--, porque el señor no
se ha levantado todavía.
--Vuelva usted mañana --nos dijo al siguiente día--, porque el amo
acaba de salir.
--Vuelva usted mañana --nos respondió al otro--, porque el amo está
durmiendo la siesta.
--Vuelva usted mañana --nos respondió el lunes siguiente--, porque
hoy ha ido a los toros.
--¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y Vuelva
usted mañana --nos dijo--, porque se me ha olvidado. Vuelva usted
mañana, porque no está en limpio.

A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una
noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz y la noticia no
servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado
ya de dar jamás con sus abuelos.

Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las
reclamaciones.

Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y
empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un
traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el
traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes.
Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la
mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para
trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias,
sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir
no le hay en este país.

No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le
había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó
con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó
quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero, a quien le
había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la
cabeza al aire y sin salir de casa.

Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban
cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué
exactitud!

--¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? --le dije al
llegar a estas pruebas.
--Me parece que son hombres singulares...
--Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.

Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de
mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada
eficacísimamente.

A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.

--Vuelva usted mañana --nos dijo el portero--. El oficial de la mesa
no ha venido hoy.
--Grande causa le habrá detenido --dije yo entre mí. Fuímonos a dar
un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad! al oficial de la mesa
en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso
sol de los inviernos claros de Madrid.

Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:

--Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da
audiencia hoy.
--Grandes negocios habrán cargado sobre él--, dije yo.

Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una
ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un
cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le
debía costar trabajo [acertar] el acertar.

--Es imposible verle hoy --le dije a mi compañero--; su señoría está,
en efecto, ocupadísimo.

Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el
expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona
enemiga indispensable de monsieur y [su plan] de su plan, porque era
quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en
informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que
nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy
amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los
cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos
de la justicia de nuestra causa.

Vuelto de informe, se cayó en la cuenta en la sección de nuestra
bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel
ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasóse al ramo,
establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos caminando después
de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que
busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera.
Fué el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer
establecimiento y nunca llegó al otro.

--De aquí se remitió con fecha de tantos --decían en uno.
--Aquí no ha llegado nada --decían en otro.
--¡Voto va! --dije yo a monsieur Sans-délai-- ¿sabéis que nuestro
expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que
debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta
activa población?

Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué
delirio!

--Es indispensable --dijo el oficial con voz campanuda--, que esas
cosas vayan por sus trámites regulares.

Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar,
en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.

Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a
la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de
la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen
que decía: "A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente,
negado".

--¡Ah, ah, monsieur Sans-délai! --exclamé riéndome a carcajadas--;
éste es nuestro negocio.

Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los oficinistas, que es como
si dijéramos a todos los diablos.

--¿Para esto he echado yo viaje tan largo? ¿Después de seis meses no
habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente:
Vuelva usted mañana? ¿Y cuando este dichoso mañana llega, en fin, nos
dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a
hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya
fraguado para oponerse a nuestras miras.
--¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos
horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no
hay otra; ésa es la gran causa oculta: es más fácil negar las cosas
que enterarse de ellas.

Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las
que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña
digresión.

--Ese hombre se va a perder --me decía un personaje muy grave y muy
patriótico.
--Esa no es una razón --le repuse--; si él se arruina, nada, nada se
habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su
osadía o de su ignorancia.
--¿Cómo ha de salir con su intención?
--Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse; ¿no puede
uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la
mesa?
--Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso
mismo que ese señor extranjero quiere [hacer].
--¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
--Sí, pero lo han hecho.
--Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas.
Conque, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible,
¿será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal?
Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
--Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos
haciendo.
--Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando
nació.
--En fin, señor [Bachiller] Fígaro, es un extranjero.
--¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?
--Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.
--Señor mío --exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia--, está
usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la
diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo
bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de
no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las
naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han
encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que
ellas.

Un extranjero --seguí --que corre a un país que le es desconocido,
para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital
nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio
con su talento y su dinero. Si pierde, es un héroe; si gana, es muy
justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona
ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se
establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted
supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta
de media docena de años, ni es extranjero ya, ni puede serlo; sus más
caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado;
toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha
escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo
serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo
que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro
capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero;
ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido
necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha
contribuído al aumento de la población con su nueva familia.
Convencidos de estas importantes verdades, todos los gobiernos sabios
y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande
hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor;
a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido
el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos
tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a
los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus
gestos de usted --concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo--
que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe
convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted
grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más
ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: "Hágase
el milagro y hágalo el diablo." Con el Gobierno que en el día
tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a
los malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a
mejor, aunque despacio, mal que les pese a los batuecos.]

Concluída esta filípica, fuíme en busca de mi Sans-délai.

--Me marcho, señor [Bachiller] Fígaro--me dijo--. En este país no hay
tiempo para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la
capital de más notable.
--¡Ay! mi amigo --le dije--, idos en paz, y no queráis acabar con
vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no
se ven.
--¿Es posible?
--¿Nunca me habéis de creer? Acordáos de los quince días...

Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el
recuerdo.

--Vuelva usted mañana--nos decían en todas partes--, porque hoy no se
ve.
--Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso
especial.

Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito:
representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los
seis meses, y... Contentóse con decir: --Soy [un] extranjero--.
¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!

Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos.
Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver] las
pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año
largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se
restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y
dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero
noticias excelentes de [las] nuestras costumbres [de nuestros
batuecos]; diciendo, sobre todo, que en seis meses no había podido
hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de
tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que
había podido hacer bueno, había sido marcharse.

¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que
estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en
hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva
el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta
cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si
mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la
librería, pereza de sacar tu bolsillo y pereza de abrir los ojos para
hojear [los pocos folletos] que tengo que darte [ya], te contaré cómo
a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha
sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y
de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa;
abandonar más de una pretensión empezada y las esperanzas de más de
un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos
que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita
justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme
de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio
que pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me
levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie
de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las
siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el
café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza
no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado
en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la
madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me
acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces
como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre
fué de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres
meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de
este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y
muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y
todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más
pueril credulidad en mis propias resoluciones: ¡Eh, mañana le
escribiré! Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del
todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!

(El Pobrecito Hablador, enero de1833)
La sociedad

Es cosa generalmente reconocida que el hombre es animal social, y yo,
que no concibo que las cosas puedan ser sino del modo que son, yo,
que no creo que pueda suceder sino lo que sucede, no trato por
consiguiente de negarlo. Puesto que vive en sociedad, social es sin
duda. No pienso adherirme a la opinión de los escritores malhumorados
que han querido probar que el hombre habla por una aberración, que su
verdadera posición es la de los cuatro pies, y que comete un grave
error en [buscarse] buscar y fabricarse todo género de comodidades,
cuando pudiera pasar pendiente de las bellotas de una encina el mes,
por ejemplo, en que vivimos. Hanse apoyado para mudar semejante
opinión en que la sociedad le roba parte de su libertad, si no toda;
pero tanto valdría decir que el frío no es cosa natural, porque
incomoda. Lo más que concederemos a los abogados de la vida salvaje
es que la sociedad es de todas las necesidades de la vida la peor:
eso sí. Esta es una desgracia, pero en el mundo feliz que habitamos
casi todas las desgracias son verdad; razón por la cual nos admiramos
siempre que vemos tantas investigaciones para buscar ésta. A nuestro
modo de ver no hay nada más fácil que encontrarla: allí donde está el
mal, allí está la verdad. Lo malo es lo cierto. Sólo los bienes son
ilusión.

Ahora bien: convencidos de que todo lo malo es natural y verdad, no
nos costará gran trabajo probar que la sociedad es natural, y que el
hombre nació por consiguiente social; no pudiendo impugnar la
sociedad, no nos queda otro recurso que pintarla.

De necesidad parece creer que al verse el hombre solo en el mundo,
blanco inocente de la intemperie y de toda especie de carencias,
trate de unir sus esfuerzos a los de su semejante para luchar contra
sus enemigos, de los cuales el peor es la naturaleza entera; es
decir, el que no puede evitar, el que por todas partes le rodea; que
busque a su hermano (que así se llaman los hombres unos a otros, por
burla sin duda) para pedirle su auxilio. De aquí podría deducirse que
la sociedad es un cambio mutuo de servicios recíprocos. ¡Grave
error!; es todo lo contrario: nadie concurre a la reunión para
prestarle servicios, sino para recibirlos de ella; es un fondo común
donde acuden todos a sacar, y donde nadie deja, sino cuando sólo
puede tomar en virtud de permuta. La sociedad es, pues, un cambio
mutuo de perjuicios recíprocos. Y el gran lazo que la sostiene es,
por una incomprensible contradicción, aquello mismo que parecería
destinado a disolverla; es decir, el egoísmo. Descubierto ya el
estrecho vínculo que nos reune unos a otros en sociedad, excusado es
probar dos verdades eternas, y por cierto consoladoras, que de él se
deducen: primera, que la sociedad, tal cual es, es imperecedera,
puesto que siempre nos necesitaremos unos a otros; segunda, que es
franca, sincera y movida por sentimientos generosos, y en esto no
cabe duda, puesto que siempre nos hemos de querer a nosotros mísmos
más que a los otros.

Averiguar ahora si la cosa pudiera haberse arreglado de otro modo, si
el gran poder de la creación estaba en que no nos necesitásemos, y si
quien ponía por base de todo el egoísmo podía haberle sustituído el
desprendimiento, ni es cuestión para nosotros, ni de estos tiempos,
ni de estos países.

Felizmente no se llega al conocimiento de estas tristes verdades sino
a cierto tiempo; en un principio todos somos generosos aún, francos,
amantes, amigos... en una palabra, no somos hombres todavía; pero a
cierta edad nos acabamos de formar, y entonces ya es otra cosa:
entonces vemos por la primera vez, y amamos por la última. Entonces
no hay nada menos divertido que una diversión; y si pasada cierta
edad se ven hombres buenos todavía, esto está sin duda dispuesto así
para que ni la ventaja cortísima nos quede de tener una regla fija a
qué atenernos, y con el fin de que puedan llevarse chasco hasta los
más experimentados.

Pero como no basta estar convencidos de las cosas para convencer de
ellas a los demás, inútilmente hacía yo las anteriores reflexiones a
un primo mío que quería entrar en el mundo hace tiempo, joven,
vivaracho, inexperto, y por consiguiente alegre. Criado en el
colegio, y versado en los autores clásicos, traía al mundo llena la
cabeza de las virtudes que en los poemas y comedias se encuentran.
Buscaba un Pílades; toda amante le parecía una Safo, y estaba seguro
de encontrar una Lucrecia el día que la necesitase. Desengañarle era
una cruéldad. ¿Por qué no había de ser feliz mi primo unos días como
lo hemos sido todos? Pero además hubiera sido imposible. Limitéme,
pues, a tomar sobre mí el cuidado de introducirle en el mundo,
dejando a los demás el de desengañarle de él.

Después de haber presidido al cúmulo de pequeñeces indispensables, al
lado de las cuales nada es un corazón recto, una alma noble, ni aun
una buena figura, es decir, después de haberse proporcionado unos
cuantos fraques y cadenas, pantalones colán y mi-colán, reloj,
sortijas y media docena de onzas siempre en el bolsillo, primeras
virtudes en sociedad, introdújelo por fin en las casas de mejor tono.
Un poco de presunción, un personal excelente, suficiente
atolondramiento para no quedarse nunca sin conversación, un modo de
bailar semejante al de una persona que anda sin gana, un bonito frac,
seis apuestas de a onza en el écarté, y todo el desprecio posible de
las mujeres, hablando con los hombres, le granjearon el afecto y la
amistad verdadera de todo el mundo. Es inútil decir que quedó
contento de su introducción.

Es encantadora--me dijo--la sociedad. ¡Qué alegría! ¡Qué generosidad!
¡¡¡Ya tengo amigos, ya tengo amante!!!

A los quince días conocía a todo Madrid; a los veinte no hacía caso
ya de su antiguo consejero: alguna vez llegó a mis oídos que afeaba
mi filosofía y mis descabelladas ideas, como las llamaba. --Preciso
es que sea muy malo mi primo--decía--para pensar tan mal de los
demás. A lo cual solía yo responder para mí:
--Preciso es que sean muy malos los demás, para haberme obligado a
pensar tan mal de ellos.

Cuatro años habían pasado desde la introducción de mi primo en la
sociedad: habíale perdido ya de vista, porque yo hago con el mundo lo
que se hace con las pieles en verano; voy de cuando en cuando, para
que no entre el olvido en mis relaciones, como se sacan aquéllas tal
cual vez al aire para que no se albergue en sus pelos la polilla.
Había, sí, sabido mil aventuras suyas de estas que, por una
contradicción inexplicable, honran mientras sólo las sabe todo el
mundo en confianza, y que desacreditan cuando las llega a saber
alguien de oficio; pero nada más. Ocurrióme en esto noches pasadas ir
a matar a una casa la polilla de mi relación; y a pocos pasos
encontréme con mi primo. Parecióme no tener todo el buen humor que en
otros tiempos le había visto; no sé si me buscó él a mí, si le busqué
yo a él; sólo sé que a pocos minutos paseábamos el salón de bracero y
alimentando el siguiente diálogo:

--¿Tú en el mundo?--me dijo.
--Sí de cuando en cuando vengo: cuando veo que se amortigua mi odio,
cuando me siento inclinado a pensar bien, cuando empiezo a echarle
menos. me presento una vez, y me curo para otra temporada. Pero ¿tú
no bailas?
--Es ridículo: ¿quién va a bailar en un baile?
--Sí por cierto... ¡Si fuera en otra parte! Pero observo desde que
falto a esta casa multitud de caras nuevas... que no conozco...
--Es decir, que faltas a todas las casas de Madrid...porque las caras
son las mismas; las casas son las diferentes; y por cierto que no
vale la pena de variar de casa para no variar de gente.
--Así es--respondí--, que falto a todas. Quisiera por lo tanto que me
instruyeses... ¿Quién es, por ejemplo, esa joven?... linda por
cierto... Baila muy bien... parece muy amable...
--Es la baroncita viuda de***. Es una señora que, a fuerza de ser
hermosa y amable, a fuerza de gusto en el vestir, ha llegado a ser
aborrecida de todas las demás mujeres. Como su trato es harto fácil,
y no abriga más malicia que la que cabe en veintidós años. todos los
jóvenes que la ven se creen con derecho a ser correspondidos; y como
al llegar a ella se estrellan desgraciadamente los más de sus
cálculos en su virtud (porque aunque la ves tan loca al parecer, en
el fondo es virtuosa), los unos han dado en llamar coquetería su
amabilidad; los otros, por venganza, le dan otro nombre peor. Unos y
otros hablan infamas de ella; debe por consiguiente a su mérito y a
su virtud el haber perdido la reputación. ¿Que quieres? ¡Esa es la
sociedad!
--¿Y aquella de aquel aspecto grave, que se remilga tanto cuando un
hombre se la acerca? Parece que teme que la vean los pies según se
baja el vestido a cada momento.
--Esa ha entendido mejor el mundo. Esa responde con bufidos a todo
galán. Una casualidad rarísima me ha hecho descubrir dos relaciones
que ha tenido en menos de un año; nadie las sabe sino yo; es casada,
pero como brilla poco su lujo, como no es una hermosura de primer
orden, como no se pone en evidencia, nadie habla mal de ella. Pasa
por la mujer más virtuosa de Madrid. Entre las dos se pudiera hacer
una maldad completa: la primera tiene las apariencias y ésta la
realidad. ¿Qué quieres? ¡En la sociedad siempre triunfa la
hipocresía! Mira, apartémonos; quiero evitar el encuentro de ese que
se dirige hacia nosotros: me encuentra en la calle y nunca me saluda;
pero en sociedad es otra cosa; como es tan desairado estar de pie,
sin hablar con nadie, aquí me habla siempre. Soy su amigo para estos
recursos, para los momentos de fastidio; también en el Prado se me
suele agregar cuando no ha encontrado ningún amigo más íntimo. Esa es
la sociedad.
--Pero observo que huyendo de él nos hemos venido al écarté. ¿Quién
es aquel que juega a la derecha?
--¿Quién ha de ser? Un amigo mío íntimo, cuando yo jugaba. Ya se ve,
¡perdía con tan buena fe! Desde que no juego no me hace caso. ¡Ay!
este viene a hablarnos.

Efectivamente, llegósenos un joven con aire marcial y muy amistoso.

--¿Cómo le tratan a usted?...--le preguntó mi primo.
--Pícaramente; diez onzas he perdído. ¿Y a usted?
--Peor todavía; adiós.

Ni siquiera nos contestó el perdidoso.

--Hombre, si no has jugado.--le dije a mi primo--, ¿cómo dices?...
--Amigo, ¿qué quieres? Conocí que que venía a preguntar si tenía
suelto. En su vida ha tenido diez onzas; la sociedad es para él una
especulación: lo que no gana lo pide...
--Pero ¿y que inconveniente había en prestarle? Tú que eres tan
generoso...
--Sí, hace cuatro años; ahora no presto ya hasta que no me paguen lo
que me deben; es decir, que ya no prestaré nunca. Esa es la sociedad.
Y sobre todo, ese que nos ha hablado...
--¡Ah! es cierto; recuerdo que era antes tu amigo íntimo: no os
separábais.
--Es verdad, y yo le quería; me lo encontré a mi entrada en el mundo;
teníamos nuestros amores en una misma casa, y yo tuve la torpeza de
creer simpatía lo que era comunidad de intereses. Le hice todo el
bien que pude ¡in experto de mí! Pero de allí a poco puso los ojos en
mi bella, me perdió en su opinión y nos hizo reñir; él no logró nada,
pero desbarató mi felicidad. Por mejor decir, me hizo feliz; me abrió
los ojos.
--¿Es posible?
--Esa es la sociedad. Era mi amigo íntimo. Desde entonces no tengo
más que amigos; íntimos, estos pesos duros que traigo en el bolsillo;
son los únicos que no venden; al revés, compran.
--¿Y tampoco has tenido más amores?
--¡Oh! eso sí; de eso he tardado más en desengañarme. Quise a una que
me quería sin duda por vanidad, porque a poco de quererla me sucedió
un fracaso que me puso en ridículo, y me dijo que no podía arrostrar
el ridículo; luego quise frenéticamente a una casada; esa sí, creí
que me quería sólo por mí; pero hubo hablillas, que promovió
precisamente aquella fea que ves allí, que como no puede tener
amores, se complace en desbaratar los ajenos; hubieron de llegar a
oídos del marido, que empezó a darla mala vida: entonces mi
apasionada me dijo que empezaba el peligro y que debía concluirse el
amor; su tranquilidad era la primero. Es decir, que amaba más a su
comodidad que a mí. Esa es la sociedad.
--¿Y no has pensado nunca en casarte?
--Muchas veces; pero a fuerza de conocer maridos, también me he
desengañado.
--Observo que no llegas a hablar a las mujeres.
--¿Hablar a las mujeres en Madrid? Como en general no se sabe hablar
de nada, sino de intrigas amorosas; como no se habla de artes, de
ciencias, de cosas útiles; como ni de política se entiende, no se
puede uno dirigir ni sonreír tres veces a una mujer; no se puede ir
dos veces a su casa sin que digan: Fulano hace el amor a Mengana.
Esta expresión pasa a sospecha, y dicen con una frase por cierto bien
poco delicada: ¿Si estará metido con Fulana? Al día siguiente esta
sospecha es ya una realidad, un compromiso. Luego hay mujeres que
porque han tenido una desgracia o una flaqueza, que se ha hecho
pública por este hermoso sistema de sociedad, están siempre acechando
la ocasión de encontrar cómplices o imitadoras que las disculpen, las
cuales ahogan la vergüenza en la murmuración. Si hablas a una bonita,
la pierdes; si das conversación a una fea, quieres atrapar su dinero.
Si gastas chanzas con la parienta de un ministro, quieres un empleo.
En una palabra, en esta sociedad de ociosos y habladores nunca se
concibe la idea de que puedas hacer nada inocente, ni con buen fin,
ni aún sin fin.

Al llegar aquí no pude menos de recordar a mi primo sus expresiones
de hacía cuatro años: "Es encantadora la sociedad. ¡Qué alegría! ¡Qué
generosidad! ¡Ya tengo amigos, ya tengo amante!"

Un apretón de manos me convenció de que me había entendido.

--¿Qué quieres?--me añadió de allí a un rato--; nadie quiere creer
sino en la experiencia; todos entramos buenos en el mundo, y todo
andaría bien si nos buscáramos los de una edad; pero nuestro amor
propio nos pierde; a los veinte años queremos encontrar amigos y
amantes en las personas de treinta, es decir, en las que han llevado
el chasco antes que nosotros, y en los que ya no creen; como es
natural le llevamos entonces nosotros, y se le pegamos luego a los
que vienen detrás. Esa es la sociedad; una reunión de víctimas y de
verdugos. ¡Dichoso aquel que no es verdugo y víctima a un tiempo!
¡Pícaros, necios, inocentes! ¡Más dichoso aún, si hay excepciones, el
que puede ser excepción!

(Revista Española, 16 de enero de 1835)
"La Nochebuena de 1836. Yo y mi criado. Delirio filosófico"

(Por esta vez sacrifico la urbanidad a la verdad. Francamente, creo
que valgo más que mi criado; si así no fuese, le serviría yo a él. En
esto soy al revés del divino orador, que dice: Cuadra y yo.)

El número 24 me es fatal; si tuviera que probarlo diría que en día 24
nací. Doce veces al año amanece, sin embargo, día 24; soy
supersticioso, porque el corazón del hombre necesita creer algo, y
cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer; sin duda por
esa razón creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos,
a sus consortes y a sus gobiernos, y una de mis supersticiones
consiste en creer que no puede haber para mí un día 24 bueno. El día
23 es siempre en mi calendario víspera de desgracia, y a imitación de
aquel jefe de policía ruso que mandaba tener prontas las bombas las
vísperas de incendios, así yo desde el 23 me prevengo para el
siguiente día de sufrimiento y resignación, y, en dando las doce, ni
tomo vaso en mi mano por no romperle, ni apunto carta por no
perderla, ni enamoro a mujer porque no me diga que sí, pues en punto
a amores tengo otra superstición: imagino que la mayor desgracia que
a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere.
Si no la cree es un tormento, y si la cree... ¡Bienaventurado aquel a
quien la mujer dice no quiero, porque ése, a lo menos, oye la verdad!

El último día 23 del año 1836 acababa de expirar en la muestra de mi
péndola, y consecuente en mis principios supersticiosos, ya estaba yo
agachado esperando el aguacero y sin poder conciliar el sueño. Así
pasé las horas de la noche, más largas para el triste desvelado que
una guerra civil; hasta que por fin la mañana vino con paso de
intervención, es decir, lentísimamente, a teñir de púrpura y rosa las
cortinas de mí estancia.

El día anterior había sido hermoso, y no sé por qué me daba el
corazón que el día 24 había de ser día de agua. Fué peor todavía;
amaneció nevando. Miré el termómetro y marcaba muchos grados bajo
cero; como el crédito del Estado.

Resuelto a no moverme porque tuviera que hacerlo todo la suerte este
mes, incliné la frente, cargada como el cielo de nubes frías; apoyé
los codos en mi mesa y paré tal, que cualquiera me hubiera reconocido
por escritor público en tiempo de libertad de imprenta, o me hubiera
tenido por miliciano nacional citado para un ejercicio. Ora vagaba mi
vista sobre la multitud de artículos y folletos que yacen empezados y
no acabados ha más de seis meses sobre mi mesa, y de que sólo existen
los títulos, como esos nichos preparados en los cementerios que no
aguardan más que el cadáver; comparación exacta, porque en cada
artículo entierro una esperanza o una ilusión. Ora volvía los ojos a
los cristales de mi balcón; veíalos empañados y como llorosos por
dentro; los vapores condensados se deslizaban a manera de lágrimas a
lo largo del diáfano cristal; así se empaña la vida, pensaba; así el
frío exterior del mundo condensa las penas en el interior del hombre,
así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los que ven de
fuera los cristales, los ven tersos y brillantes; los que ven sólo
los rostros, los ven alegres y serenos...

Haré merced a mis lectores de las más de mis meditaciones; no hay
periódicos bastantes en Madrid, acaso no hay lectores bastantes
tampoco. ¡Dichoso el que tiene oficina! ¡Dichoso el empleado, aun sin
sueldo o sin cobrarlo, que es lo mismo! Al menos no está obligado a
pensar, puede fumar, puede leer la Gaceta.

--¡Las cuatro! ¡La comida!--, me dijo una voz de criado, una voz de
entonación sevil y sumisa; en el hombre que sirve, hasta la voz
parece pedir permiso para sonar.

Esta palabra me sacó de mi estupor, e involuntariamente iba a
exclamar como Don Quijote: "Come, Sancho, hijo, come, tú que no eres
caballero andante y que naciste para comer''; porque al fin los
filósofos, es decir, los desgraciados, podemos no comer, pero ¡los
criados de los filósofos! Una idea más luminosa me ocurrió; era día
de Navidad. Me acordé de que en sus famosas saturnales los romanos
trocaban los papeles y que los esclavos podían decir la verdad a sus
amos. Costumbre humilde, digna del cristianismo. Miré a mi criado y
dije para mí: "Esta noche me dirás la verdad." Saqué de mi gaveta
unas monedas; tenían el busto de los monarcas de España. Cualquiera
diría que son retratos; sin embargo, eran artículos de periódico. Las
miré con orgullo.

--Come y bebe de mis artículos--añadí con desprecio--; sólo en esa
forma, sólo por medio de esa estratagema se pueden meter los
artículos en el cuerpo de ciertas gentes.

Una risa estúpida se dibujó en la fisonomía de aquel ser que los
naturalistas han tenido la bondad de llamar racional sólo porque lo
han visto hombre. Mi criado se rió. Era aquella risa el demonio de la
gula que reconcía su campo.

Tercié la capa, calé el sombrero, y en la calle.

¿Qué es un aniversario? Acaso un error de fecha. Si no se hubiera
compartido el año en trescientos sesenta y cinco días, ¿qué sería de
nuestro aniversario? Pero al pueblo le han dicho: "Hoy es un
aniversario" y el pueblo ha respondido: "Pues si es un aniversario,
comamos, y comamos doble." ¿Por qué come hoy más que ayer? O ayer
pasó hambre u hoy pasará indigestión. Miserable humanidad, destinada
siempre a quedarse más acá o ir más allá.

Hace mil ochocientos treinta y seis años nació el Redentor del mundo;
nació el que no reconoce principio y el que no reconoce fin; nació
para morir. ¡Sublime misterio!

¿Hay misterio que celebrar? "Pues comamos", dice el hombre; no dice:
"Reflexionemos." El vientre es el encargado de cumplir con las
grandes solemnidades. El hombre tiene que recurrir a la materia para
pagar las deudas del espíritu. ¡ Argumento terrible en favor del
alma!

Para ir desde mi casa al teatro es preciso pasar por la plaza tan
indispensablemente como es preciso pasar por el dolor para ir desde
la cuna al sepulcro. Montones de comestibles acumulados, risa y
algazara, compra y venta, sobras por todas parter y alegía. No pudo
menos de ocurrirme la idea de Bilbao. Figuróseme ver de pronto que se
alzaba por entre las montañas de víveres una frente altísima y
extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena, y negra
de morder cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella boca
no hablaba. Pero el rostro entero se dirigía a los bulliciosos
liberales de Madrid, que traficaban. Era horrible el contraste de la
fisonomía escuálida y de los rostros alegres. Era la reconvención y
la culpa, aquélla, agria y severa; ésta indiferente y descarada.

Todos aquellos víveres han sido aquí traídos de distintas provincias
para la colación cristiana de una capital. En una cena de ayuno se
come una ciudad a las demás.

¡Las cinco! Hora del teatro. El telón se levanta a la vista de un
pueblo palpitante y bullicioso. Dos comedias de circunstancias, o yo
estoy loco. Una representación en que los hombres son mujeres y las
mujeres hombres. He aquí nuestra época y nuestras costumbres. Los
hombres ya no saben sino hablar como las mujeres, en congresos y en
corrillos. Y las mujeres son hombres, ellas son las únicas que
conquistan. Segunda comedia: un novio que no ve el logro de su
esperanza; ese novio es el pueblo español: no se casa con un solo
gobierno, con quien no tenga que reñir al día siguiente. Es el
matrimonio repetido al infinito.

Pero las orgías llaman a los ciudadanos. Ciérranse las puertas,
ábrense las cocinas. Dos horas, tres horas, y yo rondo de calle en
calle a merced de mi pensamiento. La luz que ilumina los banquetes
viene a herir mis ojos por las rendijas de los balcones; el ruido de
los panderos y de la bacanal que estremece los pisos y las vidrieras
se abre paso hasta mis sentidos y entra en ellos como cuña a mano,
rompiendo y desbaratando.

Las doce van a dar: las campanas que ha dejado la junta de
enajenación en el aire, y que en estar todavía en el aire se parecen
a todas nuestras cosas, citan a los cristianos al oficio divino. ¿Qué
es esto? ¿Va a expirar el 24 y no me ha ocurrido en él más
contratiempo que mi mal humor de todos los días? Pero mi criado me
espera en mi casa como espera la cuba al catador, llena de vino; mis
artículos hechos moneda, mi moneda hecha mosto se ha apoderado del
imbécil como imaginé, y el asturiano ya no es hombre; es todo verdad.

Mi criado tiene de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de
la mano. Por tanto es un mueble cómodo; su color es el que indica la
ausencia completa de aquello con que se piensa, es decir, que es
bueno; las manos se confundirían con los pies, si no fuera por los
zapatos y porque anda casualmente sobre los últimos; a imitación de
la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a uno y otro
lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno, o como
los balcones figurados, por donde no entra ni sale nada; también
tiene dos ojos en la cara; él cree ver con ellos, ¡qué chasco se
lleva! A pesar de esta pintura, todavía seria difícil reconocerle
entre la multitud, porque al fin no es sino un ejemplar de la grande
edición hecha por la Providencia de la humanidad, y que yo comparo de
buena gana con las que suelen hacer los autores: algunos ejemplares
de regalo finos y bien empastados; el surtido todo igual, ordinario y
a la rústica.

Mi criado pertenece al surtido. Pero la Providencia, que se vale para
humillar a los soberbios de los instrumentos más humildes, me
reservaba en él mi mal rato del día 24. La verdad me esperaba en él,
y era preciso oírla de sus labios impuros. La verdad es como el agua
filtrada, que no llega a los labios sino al través del cieno. Me
abrió mi criado, y no tardé en reconocer su estado.

--Aparta, imbécil--exclamé, empujando suavemente aquel cuerpo sin
alma que en uno de sus columpios se venía sobre mí--. ¡Oiga! Está
ebrio. ¡Pobre muchacho! ¡Da lástima!

Me entré de rondón a mi estancia; pero el cuerpo me siguió con un
rumor sordo e interrumpido; una vez dentro los dos, su aliento
desigual y sus movimientos violentos apagaron la luz; una bocanada de
aire colada por la puerta al abrirme, cerró la de mi habitación, y
quedamos dentro casi a oscuras yo y mi criado, es decir, la verdad y
Fígaro, aquélla en figura de hombre beodo arrimado a los pies de mi
cama para no vacilar, y yo a su cabecera, buscando inútilmente un
fósforo que nos iluminase.

Dos ojos brillaban como dos llamas fatídicas en frente de mí; no sé
por qué misterio mí criado encontró entonces, y de repente, voz y
palabras, y habló y raciocinó; misterios más raros se han visto
acreditados; los fabulistas hacen hablar a los animales, ¿por qué no
he de hacer yo hablar a mi criado? Oradores conozco yo de quienes
hace algún tiempo no hubiera hecho una pintura más favorable que de
mi astur, y que han roto, sin embargo, a hablar, y los oye el mundo y
los escucha, y nadie se admira.

En fin, yo cuento un hecho; tal me ha pasado; yo no escribo para los
que dudan de mi veracidad; el que no quiera creerme puede doblar la
hoja; eso se ahorrará tal vez de fastidio; pero una voz salió de mi
criado, y entre ella y la mía se estableció el siguiente diálogo:

--Lástima--dijo la voz, repitiendo mi piadosa exclamación--. ¿Y por
qué me has de tener lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.

--¿Tú a mí?--pregunté sobrecogido ya por un terror supersticioso; y
es que la voz empezaba a decir verdad.

--Escucha: tú vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre
que suelo. ¿Por qué ese color pálido, ese rostro deshecho, esas
hondas y verdes ojeras que ilumino con mi luz al abrirte todas las
noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas palabras vagas e
interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos errantes
sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te revuelves en tu mullido
lecho como un criminal, acostado con su remordimiento, en tanto que
yo ronco sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener lástima a quién? No
pareces criminal; la justicia no te prende al menos; verdad es que la
justicia no prende sino a los pequeños criminales, a los que roban
con ganzúas o a los que matan con puñal; pero a los que arrebatan el
sosiego de una familia seduciendo a la mujer casada o a la hija
honesta, a los que roban con los naipes en la mano, a los que matan
una existencia con una palabra dicha al oído, con una carta cerrada,
a esos ni los llama la sociedad criminales ni la justicia los prende,
porque la víctima no arroja sangre, ni manifiesta herida, sino
agoniza lentamente consumida por el veneno de la pasión que su
verdugo le ha propinado. ¡Qué de tísicos han muerto asesinados por
una infiel, por un ingrato, por un calunmiador! Los entierran; dicen
que la cura no ha alcanzado y que los médicos no la entendieron. Pero
la puñalada hipócrita alcanzó e hirió el corazón. Tú acaso eres de
esos criminales y hay un acusador dentro de ti, y ese frac elegante,
y esa media de seda, y ese chaleco de tisú de oro que yo te he visto,
son tus armas maldecidas.

--Silencio, hombre borracho.

--No; has de oír al vino una vez que habla. Acaso ese oro que a fuer
de elegante has ganado en tu sarao y que vuelcas con indiferencia
sobre tu tocador, es el precio del honor de una familia. Acaso ese
billete que desdoblas es un anónimo embustero que va a separar de ti
para siempre la mujer que adorabas; acaso es una prueba de la
ingratitud de ella o de su perfídia. Más de uno te he visto morder y
despedazar con tus uñas y tus dientes en los momentos en que el buen
tono cede el paso a la pasión y a la sociedad.

--Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le
destrozas, hozando en él, como quien remueve la tierra, en busca de
un tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no me espera a la vuelta de
la esperanza. Tú eres literato y escritor, y ¡qué tormentos no te
hace pasar tu amor propio, ajado diariamente por la indiferencia de
unos, por la envidia de otros, por el rencor de muchos! Preciado de
gracioso, harías reír a costa de un amigo, si amigos hubiera, y no
quieres tener remordimiento. Hombre de partido, haces la guerra a
otro partido; o cada vencimiento es una humillación, o compras la
victoria demasiado cara para gozar de ella. Ofendes y no quieres
tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia? ¿Quién me conoce? Tú me
pagas un salario bastante a cubrir mis necesidades; a ti te paga el
mundo como paga a los demás que le sirven. Te llamas liberal y
despreocupado, y el día que te apoderes del látigo azotarás como te
han azotado. Los hombres de mundo os llamáis hombres de honor y de
carácter, y a cada suceso nuevo cambiáis de opinión, apostatáis de
vuestros principios. Despedazado siempre por la sed de gloria,
inconsecuencia rara, despreciarás acaso a aquellos para quienes
escribes y reclamas con el incensario en la mano su adulación; adulas
a tus lectores para ser de ellos adulado, y eres también despedazado
por el temor, y no sabes si mañana irás a coger tus laureles a las
Baleares o a un calabozo.

--¡Basta, basta!

--Concluyo; yo, en fin, no tengo necesidades; tú, a pesar de tus
riquezas, acaso tendrás que someterte mañana a un usurero para un
capricho innecesario, porque vosotros tragáis oro, o para un banquete
de vanidad en que cada bocado es un tósigo. Tú lees día y noche
buscando la verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no
encontrarla ni escrita. Ente ridículo, bailas sin alegría; tu
movimiento turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar
ella, quema. Cuando yo necesito de mujeres, echo mano de mi salario y
las encuentro, fieles por más de un cuarto de hora; tú echas mano de
tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de la primera que pasa, y
no quieres que lo pise y lo lastime, y le entregas ese depósito sin
conocerla. Confías tu tesoro a cualquiera por su linda cara, y crees
porque quieres; y si mañana tu tesoro desaparece, llamas ladrón al
depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo.

--Por piedad, déjame, voz del infierno.

--Concluyo; inventas palabras y haces de ellas sentimientos,
ciencias, artes, objetos de existencia. ¡Política, gloria, saber,
poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son palabras,
blasfemas y maldices. En tanto, el pobre asturiano come, bebe y
duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz, no es desgraciado; no
es, al menos, hombre de mundo, ni ambicioso, ni elegante, ni
literato, ni enamorado. Ten lástima ahora del pobre asturiano. Tú me
mandas, pero no te mandas a ti mismo. Tenme lástima, literato. Yo
estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de deseos y de
impotencia...!

Un ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo,
había caído al suelo; el órgano de la Providencia había callado, y el
asturiano roncaba.

--¡Ahora te conozco--exclamé--día 24!"

Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla,
ajada ya por el dolor. A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el
lecho, éste en el suelo. El primero tenía todavía abiertos los ojos y
los clavaba con delirio y con delicia en una caja amarilla donde se
leía mañana. ¿Llegará ese mañana fatídico? ¿Qué encerraba la caja? En
tanto, la noche buena era pasada, y el mundo todo, a mis barbas,
cuando hablaba de ella, la seguía llamando noche buena.