Diego Saavedra Fajardo

 


EMPRESA II



Con el pincel y los colores muestra en todas las cosas su poder el
arte. Con ellos, si no es naturaleza la pintura, es tan semejante a
ella, que en sus obras se engaña la vista, y ha menester valerse
del tacto para reconocellas. No puede dar alma a los cuerpos, pero
les da la gracia, los movimientos y aun los afectos del alma. No
tiene bastante materia para abultallos, pero tiene industria para
realzallos.

Si pudieran caber celos en la naturaleza, los tuviera del arte;
pero, benigna y cortés, se vale dél en sus obras, y no pone la
última mano en aquellas que él puede perficionar. Por esto nació
desnudo el hombre, sin idioma particular, rasas las tablas del
entendimiento, de la memoria y la fantasía, para que en ellas
pintase la dotrina las imágenes de las artes y sciencias, y
escribiese la educación sus documentos, no sin gran misterio,
previniendo así que la necesidad y el beneficio estrechasen los
vínculos de gratitud y amor entre los hombres, valiéndose unos de
otros; porque, si bien están en el ánimo todas las semillas de las
artes y de las sciencias, están ocultas y enterradas y han menester
el cuidado ajeno, que las cultive y riegue [Omnibus natura
fundamenta dedit semenque virtutum, omnes ad ista omnia nati sumus;
cum irritator accessit, tunc illa animi bona velut sopita
excitantur (Sen., epist. 10)]. Esto se debe hacer en la juventud,
tierna y apta a recibir las formas, y tan fácil a percibir las
sciencias, que más parece que las reconoce, acordándose dellas, que
las aprende: argumento de que infería Platón la inmortalidad del
alma [Ex hoc posse cognosci animas inmortales esse, atque divinas
quod in pueris mobilia sunt ingenia et ad percipiendum facilia
(Plat. De An.)]. Si aquella disposición de la edad se pierde, se
adelantan los afectos y graban en la voluntad tan firmemente sus
inclinaciones, que no es bastante después a borrallas la educación.
Luego en naciendo lame el oso aquella confusa masa, y le forma sus
miembros. Si la dejara endurecer, no podría obrar en ella.
Advertidos desto los reyes de Persia, daban a sus hijos maestros
que en los primeros siete años de su edad se ocupasen en organizar
bien sus cuerpecillos, y en los otros siete los fortaleciesen con
los ejercicios de la jineta y la esgrima, y después les ponían al
lado cuatro insignes varones: el uno muy sabio, que les enseñase
las artes; el segundo muy moderado y prudente, que corrigiese sus
afectos y apetitos; el tercero muy justo, que los instruyese en la
administración de la justicia; y el cuarto muy valeroso y práctico
en las artes de la guerra, que los industriase en ellas, y les
quitase las aprehensiones del miedo con los estímulos de la gloria.

Esta buena educación es más necesaria en los príncipes que en los
demás, porque son instrumentos de la felicidad política y de la
salud pública. En los demás es perjudicial a cada uno o a pocos la
mala educación; en el príncipe, a él y a todos, porque a unos
ofende con ella, y a otros con su ejemplo. Con la buena educación
es el hombre una criatura celestial y divina, y sin ella el más
feroz de todos los animales [Homo rectam nactus institutionem,
divinissimum, mansuetissimumque animal effici solet, si vero, vel
non sufficienter, vel non bene educentur eorum quae terra progenuit
ferocissimum (Plat., lib. 3, De leg; A. Gel., lib. 9, Noct. At, c.
3)]. ¿Qué será, pues, un príncipe mal educado, y armado con el
poder? Los otros daños de la república suelen durar poco; este lo
que dura la vida del príncipe. Reconociendo esta importancia de la
buena educación, Filipe, rey de Macedonia, escribió a Aristóteles
(luego que le nació Alejandro) que no daba menos gracias a los
dioses por el hijo nacido, cuanto por ser en tiempo que pudiese
tener tal maestro. Y no es bien descuidarse con su buen natural,
dejando que obre por sí mismo, porque el mejor es imperfecto, como
lo son casi todas las cosas que han de servir al hombre: pena del
primer error humano, para que todo costase sudor. Apenas hay árbol
que no dé amargo fruto si el cuidado no le trasplanta y legitima su
naturaleza bastarda, casándole con otra rama culta y generosa. La
enseñanza mejora a los buenos, y hace buenos a los malos [Educatio
et institutio commoda bonas naturas inducit, et cursum bonas
naturas, si talem institutionem consequantur, meliores adhuc et
praestantiores evadere scimus (Plat, dial. 4, De leg.)]. Por esto
salió tan gran gobernador el emperador Trajano, porque a su buen
natural se le arrimó la industria y dirección de Plutarco, su
maestro. No fuera tan feroz el ánimo del rey don Pedro el Cruel, si
lo hubiera sabido domesticar don Juan Alonso de Alburquerque, su
ayo. Hay en los naturales las diferencias que en los metales: unos
resisten al fuego, otros se deshacen en él y se derraman; pero
todos se rinden al buril o al martillo y se dejan reducir a sutiles
hojas. No hay ingenio tan duro en quien no labre algo el cuidado y
el castigo. Es verdad que alguna vez no basta la enseñanza, como
sucedió a Nerón y al príncipe don Carlos, porque entre la púrpura,
como entre los bosques y las selvas, suelen criarse monstruos
humanos al pecho de la grandeza, que no reconocen la corrección.
Fácilmente se pervierte la juventud con las delicias, la libertad y
la lisonja de los palacios, en los cuales suelen crecer los malos
afectos, como en los campos viciosos las espinas y yerbas inútiles
y dañosas; y, si no están bien compuestos y reformados, lucirá poco
el cuidado de la educación, porque son turquesas que forman al
príncipe según ellos son, conservándose de unos, criados en otros,
los vicios o las virtudes, una vez introducidas. Apenas tiene el
príncipe discurso, cuando, o le lisonjean con las desenvolturas de
sus padres y antepasados, o le representan aquellas acciones
generosas que están como vinculadas en las familias. De donde nace
el continuarse en ellas de padres a hijos ciertas costumbres
particulares, no tanto por la fuerza de la sangre, pues ni el
tiempo ni la mezcla de los matrimonios las muda, cuanto por el
corriente estilo de los palacios, donde la infancia las bebe y
convierte en naturaleza. Y así, fueron tenidos en Roma por
soberbios los Claudios, por belicosos los Escipiones, y por
ambiciosos los Appios. Y en España están los Guzmanes en opinión de
buenos, los Mendozas, de apacibles; los Manriques, de terribles, y
los Toledos, de graves y severos. Lo mismo sucede en los artífices.
Si una vez entra el primor en un linaje, se continúa en los
sucesores, amaestrados con lo que vieron obrar a sus padres y con
lo que dejaron en sus diseños y memorias. Otras veces la lisonja,
mezclada con la ignorancia, alaba en el niño por virtudes la
tacañería, la jactancia, la insolencia, la ira, la venganza y otros
vicios, creyendo que son muestras de un príncipe grande, con que se
ceba en ellos y se olvida de las verdaderas virtudes, sucediéndole
lo que a las mujeres, que, alabadas de briosas y desenvueltas,
estudian en sello, y no en la modestia y honestidad, que son su
principal dote. De todos los vicios conviene tener preservada la
infancia. Pero principalmente de aquellos que inducen torpeza u
odio, porque son los que más fácilmente se imprimen [Cuncta igitur
mala, sed ea maxime, quae turpitudinem habent vel odium pariunt,
sunt procul pueris removenda.» (Arist., Pol, lib. 7, c. 17)]. Y
así, ni conviene que oiga estas cosas el príncipe, ni se le ha de
permitir que las diga; porque, si las dice, cobrará ánimo para
cometellas. Fácilmente ejecutamos lo que decimos o lo que está
próximo a ello [Nam facile turpia loquendo efficitur ut homines his
proxima faciant (Arist., Pol., lib. 7, c. 10)].

Por evitar estos daños buscaban los romanos una matrona de su
familia, ya de edad y de graves costumbres, que fuese aya de sus
hijos y cuidase de su educación, en cuya presencia ni se dijese ni
hiciese cosa torpe [Coram qua neque dicere fas erat quol turpe
dictu, neque facere quod inhonestum factu videretur (Quint., dial.
De or.)]. Esta severidad miraba a que se conservase sincero y puro
el natural, y abrazase las artes honestas [Quae disciplina ac
severitas eo pertinebat, ut sincera et integra, et nullis
pravitatibus detorta uniuscujusque natura toto statim pectore
arriperet artes honestas (Quint., ibid.)]. Quintiliano se queja de
que en su tiempo se corrompiese este buen estilo, y que, criados
los hijos entre los siervos, hubiesen sus vicios, sin haber quien
cuidase (ni aun sus mismos padres) de lo que se decía y hacía
delante dellos [Nec quisquam in tota domo pensi habet quid coram
infante domino aut dicat, aut faciat: quando etiam ipsi parentes
nec probitati, neque modestiae parvulos assuefaciunt. sed lasciviae
et libertati (Quint., ibid.)]. Todo esto sucede hoy en muchos
palacios de príncipes, por lo cual conviene mudar sus estilos y
quitar dellos los criados hechos a sus vicios, substituyendo en su
lugar otros de altivos pensamientos, que enciendan en el pecho del
príncipe espíritus gloriosos [Neque enim auribus jucunda convenit
dicere, sed ex quo aliquid gloriosus fiat (Eurip., in Hippol.)],
porque, depravado una vez el palacio, no se corrige si no se muda,
ni quiere príncipe bueno. La familia de Nerón favorecía para el
imperio a Otón, porque era semejante a él [Prona in eum aula
Neronis ut similem (Tac., lib. 1 Hist.)]. Pero, si aun para esto no
tuviere libertad el príncipe, húyase dél, como lo hizo el rey don
Jaime el Primero de Aragón, viéndose tiranizado de los que le
criaban y que le tenían como en prisión [Mar., Hist. Hisp. 1. 12,
c. 5]; que no es menos un palacio donde están introducidas las
artes de cautivar el albedrío y voluntad del príncipe,
conduciéndole adonde quieren sus cortesanos, sin que pueda inclinar
a una ni a otra parte, como se encamina al agua por ocultos
conductos para solo el uso y beneficio de un campo. ¿Qué importa el
buen natural y educación, si el príncipe no ha de ver ni oír ni
entender más de aquello que quieren los que le asisten? ¿Qué mucho
que saliese el rey don Enrique el Cuarto tan remiso y parecido en
todos los demás defectos a su padre el rey don Juan el Segundo, si
se crió entre los mismos aduladores y lisonjeros que destruyeron la
reputación del gobierno pasado? Casi es tan imposible criarse bueno
un príncipe en un palacio malo, como tirar una línea derecha por
una regla torcida. No hay en él pared donde el carbón no pinte o
escriba lascivias. No hay eco que no repita libertades. Cuantos le
habitan son como maestros o idea del príncipe, porque con el largo
trato nota en cada uno algo que le puede dañar o aprovechar; y
cuanto más dócil es su natural, más se imprimen en él las
costumbres domésticas. Si el príncipe tiene criados buenos, es
bueno, y malo, si los tiene malos. Como sucedió a Galba, que, si
daba en buenos amigos y libertos sin reprehensión, se gobernaba por
ellos, y si en malos, era culpable su inadvertencia [Amicorum
libertórumque ubi in bonos incidisset, sine reprehensione patiens:
si mali forent, usque ad culpam ignarus (Tac., lib. 1, Hist.)].

No solamente conviene reformar el palacio en las figuras vivas,
sino también en las muertas, que son las estatuas y pinturas;
porque, si bien el buril y el pincel son lenguas mudas, persuaden
tanto como las más facundas. ¿Qué afecto no levanta a lo glorioso
la estatua de Alexandro Magno? ¿A qué lascivia no incitan las
transformaciones amorosas de Júpiter? En tales cosas, más que en
las honestas, es ingenioso el arte (fuerza de nuestra depravada
naturaleza), y por primores las trae a los palacios la estimación,
y sirve la torpeza de adorno de las paredes. No ha de haber en
ellos estatua ni pintura que no críe en el pecho del príncipe
gloriosa emulación [Cum autem ne quis talia loquatur prohibetur,
satis intelligitur vetari ne turpes vel picturas vel fabulas
spectet (Arist., Pol. 7, c. 17)]. Escriba el pincel en los lienzos,
el buril en los bronces, y el cincel en los mármoles los hechos
heroicos de sus antepasados, que lea a todas horas, porque tales
estatuas y pinturas son fragmentos de historia siempre presentes a
los ojos.

Corregidos, pues (si fuere posible), los vicios de los palacios, y
conocido bien el natural e inclinaciones del príncipe, procuren el
maestro y ayo encaminallas a lo más heroico y generoso, sembrando
en su ánimo tan ocultas semillas de virtud y de gloria, que,
crecidas, se desconozca si fueron de la naturaleza o del arte.
Animen la virtud con el honor, afeen los vicios con la infamia y
descrédito, enciendan la emulación con el ejemplo. Estos medios
obran en todos los naturales, pero en unos más que en otros. En los
generosos, la gloria; en los melancólicos, el deshonor, en los
coléricos. la emulación; en los inconstantes, el temor; y en los
prudentes, el ejemplo, el cual tiene gran fuerza en todos,
principalmente cuando es de los antepasados; porque lo que no pudo
obrar la sangre, obra la emulación; sucediendo a los hijos lo que a
los renuevos de los árboles, que es menester después de nacidos
ingerilles un ramo del mismo padre que los perficione. Injertos son
los ejemplos heroicos que en el ánimo de los descendientes infunden
la virtud de sus mayores; en que debe ingeniarse la industria, para
que entrando por todos los sentidos, prendan en él y echen raíces;
porque no solamente se han de proponer al príncipe en las
exhortaciones o reprehensiones ordinarias, sino también en todos
los objetos. La historia le refiera los heroicos hechos de sus
antepasados, cuya gloria, eternizada en la estampa, le incite a la
imitación. La música (delicado filete de oro, que dulcemente
gobierna los afectos) le levante el espíritu, cantándole sus
trofeos y vitorias. Recítenle panegíricos de sus agüelos, que le
exhorten y animen a la emulación, y él también los recite, y haga
con sus meninos otras representaciones de sus gloriosas hazañas, en
que se inflame el ánimo; porque la eficacia de la acción se imprime
en él, y se da a entender que es el mismo que representa. Remede
con ellos los actos de rey, fingiendo que da audiencias, que
ordena, castiga y premia; que gobierna escuadrones, expugna
ciudades y da batallas. En tales ensayos se crió Ciro, y con ellos
salió gran gobernador.

Si descubriere el príncipe algunas inclinaciones opuestas a las
calidades que debe tener quien nació para gobernar a otros, es
conveniente ponelle al lado meninos de virtudes opuestas a sus
vicios, que los corrijan, como suele una vara derecha corregir lo
torcido de un arbolillo, atándola con él. Así, pues, al príncipe
avaro acompañe un liberal; al tímido, un animoso; al encogido, un
desenvuelto; y al perezoso, un diligente; porque aquella edad imita
lo que ve y oye, y copia en sí las costumbres del compañero.

La educación de los príncipes no sufre desordenada la reprehensión
y el castigo, porque es especie de desacato. Se acobardan los
ánimos con el rigor, y no conviene que vilmente se rinda a uno
quien ha de mandar a todos. Y como dijo el rey don Alonso [Lib. 8,
tit. 7, part. II]: "Los que de buen lugar vienen, mejor se castigan
por palabras, que por feridas: e más aman por ende aquellos que así
lo facen, e más gelo agradescen cuando han entendimiento". Es un
potro la juventud, que con un cabezón duro se precipita, y
fácilmente se deja gobernar de un bocado blando. Fuera de que en
los ánimos generosos queda siempre un oculto aborrecimiento a lo
que se aprendió por temor, y un deseo y apetito de reconocer los
vicios que le prohibieron en la niñez. Los afectos oprimidos
(principalmente en quien nació príncipe) dan en desesperaciones,
como en rayos las exhalaciones constreñidas entre las nubes. Quien
indiscreto cierra las puertas a las inclinaciones naturales, obliga
a que se arrojen por las ventanas. Algo se ha de permitir a la
fragilidad humana, llevándola diestramente por las delicias
honestas, a la virtud; arte de que se valieron los que gobernaban
la juventud de Nerón [Quo facilius lubricam Principis aetatem, si
virtutem aspernaretur, voluptatibus concessis, retinerent.» (Tac,
lib. 13, Ann.)]. Reprehenda el ayo a solas al príncipe, porque en
público le hará más obstinado, viendo ya descubiertos sus defectos.
En los dos versos incluyó Homero [Homer, lliad., 11] cómo ha de ser
enseñado el príncipe, y cómo ha de obedecer:

At tu recta ei dato consilia, et admone,
Et ei impera: ille autem parabit, saltem in bonum.

EMPRESA V

Las letras tienen amargas las raíces, si bien son dulces sus
frutos. Nuestra naturaleza las aborrece, y ningún trabajo siente
más que el de sus primeros rudimentos. ¡Qué congojas, qué sudores
cuestan a la juventud! Y así por esto, como porque ha menester el
estudio una continua asistencia, que ofende a la salud, y no se
puede hallar en las ocupaciones, cerimonias y divertimientos del
palacio, es menester la industria y arte del maestro, procurando
que en ellos y en los juegos pueriles vaya tan disfrazada la
enseñanza, que la beba el príncipe sin sentir, como se podría hacer
para que aprendiese a leer, formándole un juego de veinte y cuatro
dados en que estuviesen esculpidas las letras, y ganase el que
arrojados pintase una o muchas sílabas o formase entero el vocablo;
cuyo cebo de la ganancia y cuyo entretenimiento le daría fácilmente
el conocimiento de las letras, pues más hay que aprender en los
naipes, y los juegan luego los niños. Aprenda a escribir teniendo
grabadas en una lámina sutil las letras; la cual puesta sobre el
papel, lleve la mano y la pluma, ejercitándose mucho en habituarse
en aquellas letras de quien se forman las demás. Con que se
enamorará del trabajo, atribuyendo a su ingenio la industria de la
lámina.

El conocimiento de diversas lenguas es muy necesario en el
príncipe, porque el oír por intérprete o leer traducciones esta
sujeto a engaños o a que la verdad pierda su fuerza y energía, y es
gran desconsuelo del vasallo que no le entienda quien ha de
consolar su necesidad, deshacer sus agravios y premiar sus
servicios. Por esto Josef, habiendo de gobernar a Egipto, donde
había gran diversidad de lenguas, que no entendía [Linguam, quam
non noverat, audivit (Psalm 80, 6)], hizo estudio para aprendellas
todas. Al presente emperador don Fernando acredita y hace amable la
perfección con que habla muchas, respondiendo en la suya a cada uno
de los negociantes. Estas no se le han de enseñar con preceptos que
confundan la memoria, sino teniendo a su lado meninos de diversas
naciones, que cada uno le hable en su lengua, con que naturalmente
sin cuidado ni trabajo las sabrá en pocos meses.

Para que entienda lo prático de la geografía y cosmografía
(sciencias tan importantes, que sin ellas es ciega la razón de
estado), estén en los tapices de sus cámaras labrados los mapas
generales de las cuatro partes de la tierra y las provincias
principales, no con la confusión de todos los lugares, sino con los
ríos y montes y con algunas ciudades y puestos notables.
Disponiendo también de tal suerte los estanques, que en ellos, como
en una carta de marear, reconozca (cuando entrare a pasearse) la
situación del mar, imitados en sus costas los puertos, y dentro las
islas. En los globos y esferas vea la colocación del uno y otro
hemisferio, los movimientos del cielo, los caminos del sol, y las
diferencias de los días y de las noches, no con demostraciones
scientíficas, sino por vía de narración y entretenimiento.
Ejercítese en los usos de la geometría, midiendo con instrumentos
las distancias, las alturas y las profundidades. Aprenda la
fortificación, fabricando con alguna masa fortalezas y plazas con
todas sus entradas encubiertas, fosos, baluartes, medias lunas y
tijeras, que después bata con pecezuelas de artillería. Y para que
más se le fijen en la memoria aquellas figuras, se formarán de
mirtos y otras yerbas en los jardines, como se ven en la presente
empresa.

Ensáyese en la sargentería, teniendo vaciadas de metal todas las
diferencias de soldados, así de caballería como de infantería que
hay en un ejército, con los cuales sobre una mesa forme diversos
escuadrones, a imitación de alguna estampa donde estén dibujados;
porque no ha de tener el príncipe en la juventud entretenimiento ni
juego que no sea una imitación de lo que después ha de obrar de
veras [Itaque ludi magna ex parte imitationes esse debent earum
rerum, quae serio postea sunt obeundae (Arist., Pol., lib. 7, c.
17)]. Así suavemente cobrará amor a estas artes, y después, ya bien
amanecida la luz de la razón, podrá entendellas mejor con la
conversación de hombres doctos, que le descubran las causas y
efetos dellas [Audiens sapiens, sapientior erit: et intelligens,
gubernacula possidebit (Prov, 1 5)], y con ministros ejercitados en
la paz y en la guerra; porque sus noticias son más del tiempo
presente, satisfacen a las dudas, se aprenden más y cansan menos
[Sapientiam omnium antiquorum exquiret sapiens, et narrationem
virorum nominatorum conservabit (Eccl, 39, 1 et 2)].

No parezcan a algunos vanos estos ensayos para la buena crianza de
los hijos de los reyes, pues muestra la experiencia cuántas cosas
aprenden por sí mismos fácilmente los niños, que no pudieran con el
cuidado de sus maestros. Ni se juzguen por embarazosos estos
medios, pues, si para domar y corregir un caballo se han inventado
tantas diferencias de bocados, frenos, cabezones y mucerolas, y se
ha escrito tanto sobre ello, ¿cuánto mayor debe ser la atención en
formar un príncipe perfeto, que ha de gobernar, no solamente a la
plebe ignorante, sino también a los mismos maestros de las
sciencias? El arte de reinar no es don de la naturaleza, sino de la
especulación y de la experiencia. Sciencia es de las sciencias
[Mihi videtur ars artium et scientia scientiarum hominem regere,
animal tam varium et multiplex (S. Gregor. Nazian., in Apolog. )].
Con el hombre nació la razón de Estado, y morirá con él sin haberse
entendido perfetamente.

No ignoro, serenísimo Señor, que tiene V. A. al lado tan docto y
sabio maestro, y tan entendido en todo (felicidad de la monarquía),
que llevará a V. A. con mayor primor por estos atajos de las
sciencias y de las artes; pero no he podido excusar estos
advertimientos, porque, si bien habla con vuestra alteza este
libro, también habla con los demás príncipes que son y serán.

EMPRESA XVIII

A muchos dió la virtud el imperio. A pocos, la malicia. En éstos
fue el ceptro usurpación violenta y peligrosa. En aquéllos, título
justo y posesión durable. Por secreta fuerza de su hermosura obliga
la virtud a que la veneren. Los elementos se rinden al gobierno del
cielo por su perfección y nobleza, y los pueblos buscaron al más
justo y al más cabal para entregalle la suprema potestad. Por esto
a Ciro no le parecía merecedor del imperio el que no era mejor que
todos [Non censebat convenire cuiquam Imperium, qui non melior
esset iis, quibus imperaret (Xenoph., lib. 8, Paedag.)]. Los
vasallos reverencian más al príncipe en quien se aventajan las
partes y calidades del ánimo. Cuanto fueron éstas mayores, mayor
será el respeto y estimación, juzgando que Dios le es propicio y
que con particular cuidado le asiste y dispone su gobierno. Esto
hizo glorioso por todo el mundo el nombre de Josué [Fuit ergo
Dominus cum Josuet, et nomen ejus divulgatum est in omni terra
(Jos., 6. 27.)]. Recibe el pueblo con aplauso las acciones y
resoluciones de un príncipe virtuoso, y con piadosa fe espera
dellas buenos sucesos. Y, si salen adversos, se persuade a que así
conviene para mayores fines impenetrables. Por esto en algunas
naciones eran los reyes sumos sacerdotes [Rex enim Dux erat in
bello, et judex, et in iis, quae ad cultum Deorum pertinerent,
summam potestatem habebat (Arist, lib. 3, Pol., c 11)], de los
cuales recibiendo el pueblo la cerimonia y el culto respetase en
ellos una como superior naturaleza, más vecina y más familiar a
Dios, de la cual se valiese para medianera en sus ruegos, y contra
quien no se atreviese a maquinar [Minusque insidiantur eis, qui
Deos auxiliares habent (Arist., Pol.)]. La corona de Aarón sobre la
mitra se llevaba los ojos y los deseos de todos [Corona aurea super
mitram ejus expressa signo sanctitatis et gloria honoris: opus
virtutis et desideria oculorum ornata (Eccl, 45, 14)]. Jacob adoró
el ceptro de Josef, que se remataba en una cigüeña, símbolo de la
piedad y religión [Et adoravit fastigium virgae ejus (Paul. epist.
ad Hebr., 11, 21)].

No pierde tiempo el gobierno con el ejercicio de la virtud, antes
dispone Dios entre tanto los sucesos. Estaban Fernán Antolínez,
devoto, oyendo misa, mientras a las riberas del Duero el conde
Garci-Fernández daba la batalla a los moros, y, revestido de su
forma, peleaba por él un ángel, con que le libró Dios de la
infamia, atribuyéndose a él la gloria de la victoria. Igual suceso
en la ordenanza de su ejército se refiere en otra ocasión de aquel
gran varón el conde de Tilly, Josué cristiano, no menos santo que
valeroso, mientras se hallaba al mismo sacrificio. Asistiendo en la
tribuna a los divinos oficios el emperador don Fernando el Segundo,
le ofrecieron a sus pies más estandartes y trofeos que ganó el
valor de muchos precedesores suyos [Nolite timere: state et videte
magnalia Domini, quae facturus est hodie (Exod., 14, 13)]. Mano
sobre mano estaba el pueblo de Israel, y obraba Dios maravillas en
su favor [Dominus enim Deus Israel pugnavit pro eo (Jos., 10, 42)].
Eternamente lucirá la corona que estuviere ilustrada, como la de
Ariadne, con las estrellas resplandecientes de la virtudes [Neque
declinet in partem dexteram vel sinistram. ut longo tempore regnet
ipse et filii ejus (Deut., 17, 20)]. El emperador Septimio dijo a
sus hijos, cuando se moría, que les dejaba el imperio firme, si
fuesen buenos; y poco durable, si malos. El rey don Fernando [Mar.,
Hist. Hisp.], llamado el Grande por sus grandes virtudes, aumentó
con ellas su reino y lo estableció a sus sucesores. Era tanta su
piedad, que en la traslación del cuerpo de San Isidoro de Sevilla a
León, llevaron él y sus hijos las andas, y le acompañaron a pies
descalzos desde el río Duero hasta la iglesia de San Juan de León.
Siendo Dios por quien reinan los reyes, y de quien dependen su
grandeza y sus aciertos, nunca podrán errar si tuvieren los ojos en
él. A la luna no le faltan los rayos del sol; porque, reconociendo
que dél los ha de recibir, le está siempre mirando para que la
ilumine; a quien deben imitar los príncipes, teniendo siempre fijos
los ojos en aquel eterno luminar que da luz y movimiento a los
orbes, de quien reciben sus crecientes y menguantes los imperios.
Como lo representa esta empresa en el ceptro rematado en una luna
que mira al sol, símbolo de Dios, porque ninguna criatura se parece
más a su omnipotencia, y porque sólo El da luz y ser a las cosas.

Quem, quia respicit omnia solus,
Verum possis divere solem [Boetius].

La mayor potestad desciende de Dios [Non est enim potestas nisi a
Deo (Rom., 13, 1)]. Antes que en la tierra, se coronaron los reyes
en su eterna mente. Quien dió el primer móvil a los orbes, le da
también a los reinos y repúblicas. Quien a las abejas señaló rey,
no deja absolutamente al acaso o a la elección humana estas
segundas causas de los príncipes, que en lo temporal tienen sus
veces y son muy semejantes a él [Principes quidem instar Deorum
esse (Tac., lib. 3, Ann.)]. En el Apocalipse se significan por
aquellos siete planetas que tenía Dios en su mano [Et habebat in
dextera sua stellas septem (Apoc., 1, 16)]. En ellos dan sus
divinos rayos, de donde resultan los reflejos de su poder y
autoridad sobre los pueblos. Ciega es la mayor potencia sin su luz
y resplandores. El príncipe que los despreciare y volviere los ojos
a las aparentes luces de bien que le representa su misma
conveniencia, y no la razón presto verá eclipsado el orbe de su
poder. Todo lo que huye la presencia del sol, queda en confusa
noche. Aunque se vea menguante la luna, no vuelve las espaldas al
sol. Antes más alegre y aguileña, le mira, y obliga a que otra vez
le llene de luz. Tenga, pues, el príncipe siempre fijo su ceptro,
mirando a la virtud en la fortuna próspera y adversa; porque en
premio de su constancia, el mismo sol divino, que o por castigo o
por ejercicio del mérito permitió su menguante, no retirará de todo
punto su luz, y volverá a acrecentar con ellas su grandeza. Así ha
sucedido al emperador don Fernando el Segundo: muchas veces se vió
en los últimos lances de la fortuna, tan adversa, que pudo
desesperar de su Imperio y aun de su vida. Pero ni perdió la
esperanza, ni apartó los ojos de aquel increado sol, autor de lo
criado, cuya divina Providencia le libró de los peligros y le
levantó a mayor grandeza sobre todos sus enemigos. La vara de
Moisén, significado en ella el ceptro, hacía milagrosos efectos
cuando, vuelta al cielo, estaba en su mano. Pero en dejándola caer
en tierra, se convirtió en venenosa serpiente, formidable al mismo
Moisén [Projecit, et versa est in colubrum, ita ut fugeret Moyses
(Exod., 4, 3)]. Cuando el ceptro toca en el cielo, como la escala
de Jacob, le sustenta Dios, y bajan ángeles en su socorro [Vidit in
somnis scalam stantem super terram, et cacumen illius tangens
coelum. Angelos quoque Dei ascendentes, et descendentes per eam, et
Dominum innixum scalae (Gen., 28, 12)]. Bien conocieron esta verdad
los egipcios, que grababan en las puntas de los ceptros la cabeza
de una cigüeña, ave religiosa y piadosa con sus padres, y en la
parte inferior un pie de hipopótamo, animal impío e ingrato a su
padre, contra cuya vida maquina por gozar libre de los amores de su
madre; dando a entender con este jeroglífico que en los príncipes
siempre ha de preceder la piedad a la impiedad. Con el mismo
símbolo quisiera Macavelo a su príncipe, aunque con diversa
significación, que estuviese en las puntas de su ceptro la piedad y
impiedad para volvelle, y hacer cabeza de la parte que más
conviniese a la conservación o aumento de sus estados; y con este
fin no le parece que las virtudes son necesarias en él, sino que
basta el dar a entender que las tiene; porque, si fuesen verdaderas
y siempre se gobernase por ellas, le serían perniciosas, y al
contrario, fructuosas si se pensase que las tenía; estando de tal
suerte dispuesto, que pueda y sepa mudallas y obrar según fuere
conveniente y lo pidiere el caso; y esto juzga por más necesario en
los príncipes nuevamente introducidos en el imperio, los cuales es
menester que estén aparejados para usar de las velas según sople el
viento de la fortuna y cuando la necesidad obligare a ello. Impío y
imprudente consejo, que no quiere arraigadas, sino postizas, las
virtudes. ¿Cómo puede obrar la sombra lo mismo que la verdad? ¿Qué
arte será bastante a realzar tanto la naturaleza del cristal, que
se igualen sus fondos y luces a los del diamante? ¿Quién al primer
toque no conocerá su falsedad y se reirá dél? La verdadera virtud
echa raíces y flores, y luego se le caen a la fingida. Ninguna
disimulación puede durar mucho [Vera gloria radices agit, atque
etiam propagatur: ficta omnia celeriter tanquam flosculi decidunt,
neque simulatum quidquam potest esse diuturnum (Cicer., lib. 2, de
Offic, cap. 32)]. No hay recato que baste a representar buena una
naturaleza mala. Si aun en las virtudes verdaderas y conformes a
nuestro natural y inclinación, con hábito ya adquirido, nos
descuidamos, ¿qué será en las fingidas? Y penetradas del pueblo
estas artes, y desengañado, ¿cómo podrá sufrir el mal olor de aquel
descubierto sepulcro de vicios, más abominable entonces sin el
adorno de la virtud? ¿Cómo podrá dejar de retirar los ojos de
aquella llaga interna, si, quitado el paño que la cubre, se le
ofreciere a la vista? [Quasi pannus menstruatae universae justitiae
nostrae (Isai, 64, 6)]; de donde resultaría el ser despreciado el
príncipe de los suyos y sospechoso a los extraños. Unos y otros le
aborrecerían, no pudiendo vivir seguros dél. Ninguna cosa hace
temer más la tiranía del príncipe que verle afectar las virtudes,
habiendo después de resultar dellas mayores vicios, como se
temieron en Otón cuando competía el imperio [Otho interim, contra
spem omnium, non deliciis, neque desidia torpescere, dilatae
voluptates, dissimulata luxuria. et cuncta ad decorem imperii
composita. Eoque plus formidinis afferebant falsae virtutes, et
vitia reditura (Tac., lib. 1 Hist.)]. Sabida la mala naturaleza de
un príncipe, se puede evitar. Pero no la disimulación de las
virtudes. En los vicios propios obra la fragilidad. En las virtudes
fingidas, el engaño, y nunca acaso, sino para injustos fines. Y
así, son más dañosas que los mismos vicios, como lo notó Tácito en
Seyano [Haud minus noxiae, quoties parando regni finguntur (Tac,
lib. 4, Ann.)]. Ninguna maldad mayor que vestirse de la virtud para
ejercitar mejor a malicia [Extrema est perversitas, cum prorsus
justitia vaces ad id niti, ut vir bomas esse videaris (Plato)].
Cometer los vicios es fragilidad. Disimular virtudes, malicia. Los
hombres se compadecen de los vicios y aborrecen la hipocresía;
porque en aquéllos se engaña uno a sí mismo, y en ésta a los demás.
Aun las acciones buenas se desprecian si nacen del arte, y no de la
virtud. Por bajeza se tuvo lo que hacía Vitelio para ganar la
gracia del pueblo; porque, si bien era loable, conocían todos que
era fingido y que no nacía de virtud propia [Quae grata sane et
popularia si a virtutibus proficiscerentur; memoriae vitae prioris,
indecora et vilia accipiebantur (Tac., lib. 2, Hist.)]. Y ¿para qué
fingir virtudes, si han de costar el mismo cuidado que las
verdaderas? Si éstas por la depravación de las costumbres apenas
tienen fuerza, ¿cómo la tendrán las fingidas? No reconoce de Dios
la corona y su conservación, ni cree que premia y castiga, el que
fía más de tales artes que de su divina Providencia. Cuando en el
príncipe fuesen los vicios flaqueza, y no afectación, bien es que
los encubra por no dar mal ejemplo, y porque el celallos así no es
hipocresía ni malicia para engañar, sino recato natural y respeto a
la virtud. No le queda freno al poder que no disfraza sus tiranías.
Nunca más temieron los senadores a Tiberio que cuando le vieron sin
disimulación [Penetrabat pavor et admiratio, callidum olim, et
tegendis sceleribus obscurum, huc confidentiae venisse ut tanquam
dimotis parietibus ostenderet Nepotem sub verberibus Centurionis,
inter servorum ictus, extrema vitae alimenta frustra orantem (Tac.,
lib. 6, Ann.)]. Y si bien dice Tácito que Pisón fué aplaudido del
pueblo por sus virtudes o por unas especies semejantes a ellas
[Claro apud vulgum rumore erat, per virtutem aut species virtutum
similes (Tac., lib. 15, Ann.)], no quiso mostrar que son lo mismo
en el príncipe las virtudes fingidas que las verdaderas, sino que
tal vez el pueblo se engaña en el juicio dellas, y celebra por
virtud la hipocresía. ¿Cuánto, pues, sería más firme y más
constante la fama de Pisón si se fundara sobre la verdad?

Los mismos inconvenientes nacerían si el príncipe tuviese virtudes
verdaderas, pero dispuestas a mudallas según el tiempo y necesidad;
porque no puede ser virtud la que no es hábito constante, y está en
un ánimo resuelto a convertilla en vicio y correr, si conviniere,
con los malos; y ¿cómo puede ser esto conveniencia del príncipe?
"Ca el Rey contra los malos, quanto en su maldada estovieren
(palabras son del rey don Alonso en sus Partidas [L. 5, tít. 5,
part. II]), siempre les debe aver mala voluntad, porque, si desta
guisa non lo fiziese, non podría facer cumplidamente justicia, nin
tener su tierra en paz, nin mostrarse por bueno". Y ¿qué caso puede
obligar a esto, principalmente en nuestros tiempos, en que están
asentados los dominios, y no penden (como en tiempo de los
emperadores romanos) de la elección y insolencia de la malicia?
Ningún caso será tan peligroso, que no pueda excusallo la virtud,
gobernada con la prudencia, sin que sea menester ponerse el
príncipe de parte de los vicios. Si algún príncipe se perdió, no
fue por haber sido bueno, sino porque no supo ser bueno. No es
obligación en el príncipe justo oponerse luego indiscretamente a
los vicios cuando es vana y evidentemente peligrosa la diligencia.
Antes es prudencia permitir lo que repugnando no se puede impedir
[Permittimus quod nolentes indulgemus, quia pravam hominum
voluntatem ad plenum cohibere non possumus (S. Chris.)]. Disimule
la noticia de los vicios hasta que pueda remediallos con el tiempo,
animando con el premio a los buenos y corrigiendo con el castigo a
los malos, y usando de otros medios que enseña la prudencia. Y, si
no bastaren, déjelo al sucesor, como hizo Tiberio, reconociendo que
en su tiempo no se podían reformar las costumbres [Non id tempus
censurae nec si quid in moribus labaret, defuturum corrigendi
auctorem (Tac., lib. 14 Ann.)]; porque, si el príncipe, por temor a
los malos, se conformase con sus vicios, no los ganaría, y perdería
a los buenos, y en unos y otros crecería la malicia. No es la
virtud peligrosa en el príncipe. El celo sí, y el rigor imprudente.
No aborrecen los malos al príncipe porque es bueno, sino porque con
destemplada severidad no los deja ser malos. Todos desean un
príncipe justo. Aun los malos le han menester bueno, para que los
mantenga en justicia, y estén con ella seguros de otros como ellos.
En esto se fundaba Séneca cuando para retirar a Nerón del incesto
con su madre, le amenazaba con que se había publicado, y que no
sufrirían los soldados por emperador a un príncipe vicioso
[Pervulgatum esse incestum gloríante matre, nec toleraturos milites
profani Principis imperium (Tac., lib. 14, Ann.)]. Tan necesarias
son en el príncipe las virtudes, que sin ellas no se pueden
sustentar los vicios. Seyano fabricó su valimiento mezclando con
grandes virtudes sus malas costumbres [Corpus illi laborum
tolerans, animus audax, sui obtegens in alios criminator, juxta
adulatio, et superbia, palam compositus pudor, intus summa
adipiscendi libido, ejusque causa, modo largitio et luxus, saepius
industria ac vigilantia (Tac lib. 1 Hist.)]. En Lucinio Muciano se
hallaba otra mezcla igual de virtudes y vicios. También en
Vespasiano se notaban vicios y se alababan virtudes [Ambigua de
Vespasiano fama erat (Tac, lib. 1. Hist.)], pero es cierto que
fuera más seguro el valimiento de Seyano fundado en las virtudes, y
de Vespasiano y Muciano se hubiera hecho un príncipe perfecto, si,
quitados los vicios de ambos, quedaran solas las virtudes [Egregium
principatus temperamentum, si, demptis utrius que vitiis, solae
virtutes miscerentur (Tac, lib. 2, Hist.)]. Si los vicios son
convenientes en el príncipe para conocer a los malos, bastará tener
dellos el conocimiento, y no la prática. Sea, pues, virtuoso; pero
de tal suerte despierto y advertido, que no haya engaño que no
alcance ni malicia que no penetre, conociendo las costumbres de los
hombres y sus modos de tratar, para gobernallos sin ser engañado.
En este sentido pudiera disimularse el parecer de los que juzgan
que viven más seguros los reyes cuando son más tacaños que los
súbditos [Eo munitiores reges censent, quo illis, quíbus
imperitant, nequiores fuere (Salust.)]; porque esta tacañería en el
conocimiento de la malicia humana es conveniente para saber
castigar, y compadecerse también de la fragilidad humana. Es muy
áspera y peligrosa en el gobierno la virtud austera sin este
conocimiento; de donde nace que en el príncipe son convenientes
aquellas virtudes heroicas propias del imperio, no aquellas
monásticas y encogidas que le hacen tímido, embarazado en las
resoluciones, retirado del trato humano, y más atento a ciertas
perfecciones propias que al gobierno universal. La mayor perfección
de su virtud consiste en satisfacer a las obligaciones de príncipe
que le impuso Dios.

No solamente quiso Macavelo que el príncipe fingiese a su tiempo
virtudes, sino intentó fundar una política sobre la maldad,
enseñando a llevalla a un extremo grado, diciendo que se perdían
los hombres porque no sabían ser malos, como si se pudiera dar
sciencia cierta para ello. Esta doctrina es la que más príncipes ha
hecho tiranos y los ha precipitado. No se pierden los hombres
porque no saben ser malos, sino porque es imposible que sepan
mantener largo tiempo un extremo de maldades, no habiendo malicia
tan advertida que baste a cautelarse, sin quedar enredada en sus
mismas artes. ¿Qué sciencia podrá enseñar a conservar en los
delitos entero el juicio a quien perturba la propia consciencia? La
cual, aunque está en nosotros, obra sin nosotros, impelida de una
divina fuerza interior, siendo juez y verdugo de nuestras acciones,
como lo fue de Nerón después de haber mandado matar a su madre,
pareciéndole que la luz, que a otros da la vida, a él había de
traer la muerte [Sed a Caesare profecto demum scelere magnitudo
ejus intellecta est; reliquo noctis, modo per silentium defixus,
saepius pavore exsurgens, et mentis inops lucem operiebatur,
tanquam exitium allaturam (Tac., lib. 14, Ann.)]. El mayor corazón
se pierde, el más despierto consejo se confunde a la vista de los
delitos. Así sucedía a Seyano cuando, tratando de extinguir la
familia de Tiberio, se hallaba confuso con la grandeza del delito
[Sed magnitudo facinoris metum, prolationes, diversa interdum
consilia afferebat (Tac, lib. 4, Ann.)]. Caza Dios el más resabido
con su misma astucia [Qui apprehendit sapientes in astutia eorum,
et consilium pravorum dissipat (Job, 5, 13)]. Es el vicio
ignorancia opuesta a la prudencia; es violencia que trabaja siempre
en su ruina.

Mantener una maldad es multiplicar inconvenientes; peligrosa
fábrica, que presto cae sobre quien la levanta. No hay juicio que
baste a remediar las tiranías menores con otras mayores; y ¿ adónde
llegaría este cúmulo, que le pudiesen sufrir los hombres? El mismo
ejemplo de Juan Pagolo, tirano de Prusia, de que se vale Macavelo
para su dotrina, pudiera persuadille el peligro cierto de caminar
entre tales principios; pues, confundida su malicia, no pudo
perficionalla con la muerte del papa Julio II. Lo mismo sucedió al
duque Valentín, a quien pone por idea de los demás príncipes. El
cual, habiendo estudiado en asegurar sus cosas después de la muerte
del papa Alexandro VI, dando veneno a los cardenales de la facción
contraria, se trocaron los flascos, y él y Alexandro bebieron el
veneno, con que luego murió el papa, y Valentín quedó tan
indispuesto, que no pudo intervenir en el cónclave, no habiendo su
astucia prevenido este caso. Y así no salió Papa quien deseaba, y
perdió casi todo lo que violentamente había ocupado en la Romania.
No permite la Providencia divina que se logren las artes de los
tiranos [Qui dissipat cogitationes malignorum, ne possint implere
manus eorum, quod coeperant (Job, 5, 12)]. La virtud tiene fuerza
para atraer a Dios a nuestros intentos, no la malicia. Si algún
tirano duró en la usurpación, fuerza fue de alguna gran virtud o
excelencia natural, que disimuló sus vicios y le granjeó la
voluntad de los pueblos. Pero la malicia lo atribuye a las artes
tiranas, y saca de tales ejemplos impías y erradas máximas de
estado, con que se pierden los príncipes y caen los imperios. Fuera
de que no todos los que tienen el ceptro en la mano y la corona en
las sienes reinan, porque la divina justicia, dejando a uno con el
reino, se le quita, volviéndole de señor en esclavo de sus pasiones
y de sus ministros, combatido de infelices sucesos y sediciones. Y
así se verificó en Saúl lo que Samuel le dijo, que no sería rey, en
pena de no haber obedecido a Dios [Pro eo quod abjecisti sermonem
Domini, abjecit te Dominus, ne sis rex (1 Reg., 15, 23)]; porque,
si bien vivió y murió rey, fue desde entonces servidumbre su
reinado.

EMPRESA XLIII

Todas las cosas animadas o inanimadas son hojas deste gran libro
del mundo, obra de la naturaleza, donde la divina Sabiduría
escribió todas las sciencias, para que nos enseñasen y amonestasen
a obrar. No hay virtud moral que no se halle en los animales. Con
ellos mismos nace la prudencia prática; en nosotros se adquiere con
la enseñanza y la experiencia. De los animales podemos aprender sin
confusión o vergüenza de nuestra rudeza, porque quien enseña en
ellos es el mismo Autor de las cosas. Pero el vestirnos de sus
naturalezas, o querer imitallas para obrar según ellos,
irracionalmente, llevados del apetito de los afectos y pasiones,
sería hacer injuria a la razón, dote propio del hombre, con que se
distingue de los demás animales y merece el imperio de todos. En
ellos, faltando la razón, falta la justicia, cada uno atiende
solamente a su conservación, sin reparar en la injuria ajena. El
hombre justifica sus acciones y las mide con la equidad, no
queriendo para otro lo que no quisiera para sí. De donde se infiere
cuán impío y feroz es el intento de Macavelo, que forma a su
príncipe con otro supuesto o naturaleza de león o de raposa, para
que lo que no pudiere alcanzar con la razón, alcance con la fuerza
y el engaño; en que tuvo por maestro a Lisandro, general de los
lacedemonios, que aconsejaba al príncipe que donde no llegase la
piel de león, lo supliese cosiendo la de raposa [Quo leonis pellis
attingere non potest. Principi assuendam vulpinam. (Plutarch)] y
valiéndose de sus artes y engaños. Antigua fué esta dotrina.
Polibio la refiere de su edad y de las pasadas, y la reprende
[Fuit, cui in tractandis negotiis dolus malus placeret, quem Regi
convenire sane nemo dixerit, etsi non desunt, qui in tam crebro usu
hodie doli mali necessarium eum esse dicant ad publicarum rerum
administrationem (Polyb., lib., 13, Hist.)]. El rey Saúl la pudo
enseñar a todos. Esta máxima con el tiempo ha crecido, pues no hay
injusticia ni indignidad que no parezca honesta a los políticos,
como sea en orden a dominar [Nihil gloriosum nisi tutum, et omnia
retinendae dominiationis honesta (Salust.)], juzgando que vive de
merced el príncipe a quien solo lo justo es lícito [Ubicumque
tantum honesta dominandi licent, precario regnatur (Senec., in
Trag. Thvest.)]; con que ni se repara en romper la palabra, ni en
faltar a la fe y a la religión, como convenga a la conservación y
aumento del Estado. Sobre estos fundamentos falsos quiso edificar
su fortuna el duque Valentín; pero, antes de vella levantada, cayó
tan desecha sobre él, que ni aun fragmentos o ruinas quedaron
della. ¡Qué puede durar lo que se funda sobre el engaño y la
mentira? ¿Cómo puede subsistir lo violento? ¿Qué firmeza habrá en
los contratos si el príncipe, que ha de ser la seguridad dellos,
falta a la fe pública? ¿Quién se fiará dél? ¿Cómo durará el imperio
en quien no cree que hay Providencia divina, o fía más de sus artes
que della? No por esto quiero al príncipe tan benigno, que nunca
use de la fuerza, ni tan cándido y sencillo, que ni sepa disimular
ni cautelarse contra el engaño; porque viviría expuesto a la
malicia, y todos se burlarían dél. Antes en esta empresa deseo que
tenga valor; pero no aquel bestial y irracional de las fieras, sino
el que se acompaña con la justicia, significado en la pie del león,
símbolo de la virtud, que por esto la dedicaron a Hércules. Tal vez
conviene al príncipe cubrir de severidad la frente y oponerse al
engaño. No siempre ha de parecer humano. Ocasiones hay en que es
menester que se revista de la piel del león, y que sus vasallos y
sus enemigos le vean con garras, y tan severo, que no se le atreva
el engaño con las palabras halagüeñas de que se vale para
domesticar el ánimo de los príncipes. Esto parece que quisieron dar
a entender los egipcios poniendo una imagen de león sobre la cabeza
de príncipe. No hay respeto ni reverencia donde no hay algún temor.
En penetrando el pueblo que sabe enojarse el príncipe y que ha de
hallar siempre en él un semblante apacible y benigno, le desprecia;
pero no siempre ha de pasar a ejecución esta severidad, cuando
basta que como amenaza obre, y entonces no se ha de perturbar el
ánimo del príncipe; sírvase solamente de lo severo de la frente.
Sin descomponerse el león ni pensar en el daño de los animales, los
atemoriza con su vista solamente [Leo fortissimus bestiarum, ad
nullius pavebit occursum (Prov., 30, 30)]; tal es la fuerza de la
majestad de sus ojos. Pero, porque alguna vez conviene cubrir la
fuerza con la astucia, y la indignación con la benignidad,
disimulando y acomodándose al tiempo y a las personas, se corona en
esta empresa la frente del león, no con las artes de la raposa,
viles y fraudulentas, indignas de la generosidad y corazón
magnánimo del príncipe, sino con las sierpes, símbolo del imperio y
de la majestad prudente y vigilante, y jerolífico en las sagradas
letras de la prudencia; porque su astucia en defender la cabeza, en
cerrar las orejas al encanto, y en las demás cosas, mira a su
defensa propia, no al daño ajeno. Con este fin y para semejantes
casos se dió a esta empresa el mote Ut sciat regnare, sacado de
aquella sentencia que el rey Ludovico XI de Francia quiso que
solamente aprendiese su hijo Carlos VIII, Qui nescit dissimulare,
nescit regnare; en que se incluye toda la sciencia de reinar. Pero
es menester gran advertencia, para que ni la fuerza pase a ser
tiranía, ni la disimulación o astucia a engaño, porque son medios
muy vecinos al vicio. Justo Lipsio [Lips., de civil. doct., lib. 4,
c. 14], definiendo en los casos políticos el engaño, dice que es un
agudo consejo que declina de la virtud y de las leyes por bien del
rey y del reino; y, huyendo de los extremos de Macavelo, y
pareciéndole que no podría gobernar el príncipe sin alguna fraude o
engaño, persuadió el leve, toleró el medio y condenó el grave;
peligrosos confines para el príncipe. ¿Quién se los podrá señalar
ajustadamente? No han de ponerse tan vecinos los escollos a la
navegación política. Harto obra en muchos la malicia del poder y la
ambición de reinar. Si es vicioso el engaño, vicioso será en sus
partes, por pequeñas que sean, y indigno del príncipe. No sufre
mancha alguna lo precioso de la púrpura real. No hay átomo tan
sutil, que no se descubra y afee los rayos destos soles de la
tierra. ¿Cómo se puede de permitir una acción que declina de la
virtud y de las leyes en quien es alma dellas? No puede haber
engaño que no se componga de la malicia y de la mentira, y ambas
son opuestas a la magnanimidad real; y, aunque dijo Platon que la
mentira era sobrada en los dioses, porque no necesitaban de alguno,
pero no en los príncipes, que han menester a muchos, y que así se
les podía conceder alguna vez, lo que es ilícito nunca se debe
permitir ni basta sea el fin honesto para usar de un medio por su
naturaleza malo. Solamente puede ser lícita la disimulación y
astucia cuando ni engañan ni dejan manchado el crédito del
príncipe; y entonces no las juzgo por vicios, antes o por
prudencia, o por virtudes hijas della, convenientes y necesarias en
el que gobierna. Esto sucede cuando la prudencia, advertida en su
conservación, se vale de la astucia para ocultar las cosas según
las circunstancias del tiempo, del lugar y de las personas,
conservando una consonancia entre el corazón y la lengua, entre el
entendimiento y las palabras. Aquella disimulación se debe huir que
con fines engañosos miente con las cosas mismas; la que mira a que
el otro entienda lo que no es, no la que solamente pretende que no
entienda lo que es; y así bien se puede usar de palabras
indiferentes y equívocas, y poner una cosa en lugar de otra con
diversa significación, no para engañar, sino para cautelarse o
prevenir el engaño, o para otros fines lícitos. El dar a entender
el mismo Maestro de la verdad a sus discípulos que quería pasar más
adelante del castillo de Emaús [Et ipse se fluxit longius ire
(Luc., 21, 28)], las locuras fingidas de David delante del rey
Achis [Et inmutavit os suum coram eis, et collabebatur inter manus
eorum, et impingebat in ostia portae, defluebantque salivae ejus in
barbam (1, Reg., 21, 13)], el pretexto del sacrificio de Samuel
[Vitulum de armento tolles in manu tua, et dices: Ad immolandum
Domino veni (1, Reg., 16, 2)], y las pieles revueltas a las manos
de Jacob [Pelliculasque haedorum circundedit manibus, et colli nuda
protexit (Gen.. 27. 16)], fueron disimulaciones lícitas, porque no
tuvieron por fin el engaño, sino encubrir otro intento; y no dejan
de ser lícitas porque se conozca que dellas se ha de seguir el
engaño ajeno; porque este conocimiento no es malicia, sino
advertimiento.

Estas artes y trazas son muy necesarias cuando se trata con
príncipes astutos y fraudulentos; porque en tales casos la
severidad y recato, la disimulación en el semblante, la generalidad
y equivocación advertida en las palabras, para que no dejen
empeñado al príncipe ni den lugar a los desinios o al engaño,
usando de semejantes artes, no para ofender ni para burlar la fe
pública, ¿qué otra cosa es sino doblar las guardas al ánimo? Necia
sería la ingenuidad que descubriese el corazón, y peligroso el
imperio sin el recato. Decir siempre la verdad sería peligrosa
sencillez, siendo el silencio el principal instrumento de reinar.
Quien la entrega ligeramente a otro, le entrega su misma corona.
Mentir no debe un príncipe; pero se le permite callar o celar la
verdad, y no ser ligero en el crédito ni en la confianza, sino
maduro y tardo, para que, dando lugar a la consideración, no pueda
ser engañado: parte muy necesaria en el príncipe, sin la cual
estaría sujeto a grandes peligros. El que sabe más y ha visto más
cree y fía menos, porque o la especulación, o la práctica y
experiencia le hacen recatado. Sea pues el ánimo del príncipe
cándido y sencillo, pero advertido en las artes y fraudes ajenas.
La misma experiencia dictará los casos en que ha de usar el
príncipe destas artes, cuando reconociere que la malicia y doblez
de los que tratan con él obliga a ellas; porque en las demás
acciones siempre se ha de descubrir en el príncipe una candidez
real, de la cual tal vez es muy conveniente usar aun con los mismos
que le quieren engañar; porque estos, si la interpretan a segundos
fines, se perturban y desatinan, y es generoso engaño el de la
verdad, y si se aseguran della, le hacen dueño de lo más íntimo del
alma, sin armarse contra él de segundas artes. ¿Qué redes no se han
tejido, qué estratagemas no se han pensado contra la astucia y
malicia de la raposa? ¿Quién puso asechanzas a la sencillez
doméstica de las golondrinas?

Los príncipes estimados en el mundo por gobernadores de mucha
prudencia y espíritu no pueden usar deste arte, porque nadie piensa
que obran acaso o sencillamente. Las demostraciones de su verdad se
tienen por apariencias. Lo que en ellos es advertencia se juzga por
malicia; su prudencia por disimulación, y su recato por engaño.
Estos vicios impusieron al Rey Católico, porque con su gran juicio
y experiencias en la paz a en la guerra conocía el mal trato y poca
fe de aquellos tiempos, y con sagacidad se defendía, obrando de
suerte que sus émulos y enemigos quedasen enredados en sus mismas
artes, o que fuesen éstas frustradas con el consejo y con el
tiempo. Por esto algunos príncipes fingen la sencillez y la
modestia para encubrir más sus fines, y que no los alcance la
malicia, como lo hacía Domiciano [Simul simplicitatis, ac modestiae
imagine in altitudinem conditus, studiumque litterarum, et amorem
carminum simulans quo velaret animum (Tac., 1, 4, Hist.)]. El
querer un príncipe mostrarse sabio en todo es dejar de serlo. El
saber ser ignorante a su tiempo es la mayor prudencia. Ninguna cosa
más conveniente ni más dificultosa que moderar la sabiduría: en
Agrícola lo alabó Tácito [Retinuitque, quod difficillimum est, ex
sapientia modum (Tac., in vit. Agric.)]. Todos se conjuran contra
el que más sabe; o es invidia o defensa de la ignorancia, si ya no
es que tienen por sospechoso lo que no alcanzan. En reconociendo
Saúl que era David muy prudente, empezo a guardarse dél [Vidit
itaque Saul quod prudens esset nimis, et coepit cavere eum (1,
Reg.. 18. 15)].

Otros príncipes se muestran divertidos en sus acciones, porque se
crea que obran acaso. Pero es tal la malicia de la política
presente, que no solamente penetra estas artes, sino calumnia la
más pura sencillez, con grave daño de la verdad y del sosiego
público; no habiendo cosa que se interprete derechamente; y, como
la verdad consiste en un punto, y son infinitos los que están en la
circunferencia donde puede dar la malicia, nacen graves errores en
los que buscan a las obras y palabras diferentes sentidos de lo que
parecen y suenan; y, encontrados así los juicios y las intenciones,
se arman de artes unos contra otros, y viven todos en perpetuas
desconfianzas y recelos. El más ingenioso en las sospechas es el
que más lejos da de la verdad, porque con la agudeza penetra
adentro más de lo que ordinariamente se piensa; y creemos por
cierto en los otros lo que en nosotros es engaño de la imaginación.
Así al navegante le parece que corren los escollos, y es él quien
se mueve. Las sombras de la razón de estado suelen ser mayores que
el cuerpo, y tal vez se deja éste y se abrazan aquéllas; y,
quedando burlada la imaginación, se recibe mayor daño con los
reparos que el que pudiera hacer lo que se temía. ¡Cuántas veces
por recelos vanos se arma un príncipe contra quien no tuvo
pensamiento de ofendelle, y se empeñan las armas del uno y del
otro, reducido a guerra lo que antes fué ligera y mal fundada
presunción! A estos sucede lo que a los bajeles, que cuando más
celosos más presto se pierden. No repruebo la difidencia cuando es
hija de la prudencia, como decimos en otra parte, sino acuso que
falte siempre la buena fe, sin la cual ni habrá amistad ni
parentesco firme, ni contrato seguro, y quedará sin fuerzas el
derecho de las gentes, y el mundo en poder del engaño. No siempre
se obra con segundas intenciones. Aun el más tirano suele tal vez
caminar con honestos fines.

EMPRESA XLIV

Dudoso es el curso de la culebra torciéndose a una parte y otra con
tal incertidumbre, que aun su mismo cuerpo no sabe por dónde le ha
de llevar la cabeza; señala el movimiento a una parte, y le hace a
la contraria, sin que dejen huellas sus pasos ni se conozca la
intención de su viaje [Sed nescis unde veniat, aut quo vadat.
(Joan., 3, 8)]. Así ocultos han de ser los consejos y desinios de
los príncipes. Nadie ha de alcanzar adónde van encaminados,
procurando imitar a aquel gran Gobernador de lo criado, cuyos pasos
no hay quien pueda entender [Et vias illius intelligit? (Eccl., 16,
21)]: por esto dos serafines le cubrían los pies con sus alas [Et
duabus alis velabant pedes ejus. (Isai., 6, 2)]. Con tanto recato
deben los príncipes celar sus consejos, que tal vez ni aun sus
ministros los penetren; antes los crean diferentes y sean los
primeros que queden engañados, para que más naturalmente y con
mayor eficacia, sin el peligro de la disimulación, que fácilmente
se descubre, afirmen y acrediten lo que no tienen por cierto, y
beba el pueblo dellos el engaño, con que se esparza y corra por
todas partes. Así lo hizo Tiberio cuando, murmurando de que no
pasaba a quietar las legiones amotinadas en Hungría y Germania,
fingió que quería partir; y, engañando primero a los prudentes,
engañó también al pueblo y a las provincias [Primo prudentes, dein
vulgus, diutissimé provincias fefellit (Tac., lib. 1. Ann)]. Así
también lo hacía el rey Filipe II, encubriendo sus fines a sus
embajadores, y señalándoles otros cuando convenía que los creyesen
y persuadiesen a los demás. Destas artes no podrá valerse el
príncipe si su ingenuidad no es tan recatada, que no dé lugar a que
se puedan averiguar los movimientos de su ánimo en las acciones del
gobierno, ni a que le ganen el corazón los émulos y enemigos; antes
se les deslice de las manos cuando piensen que le tienen asido.
Esta disposición del hecho en que el otro queda engañado más es
defensa que malicia, usándose della cuando convenga, como la usaron
grandes varones.

¿Qué obligación hay de descubrir el corazón, a quien no acaso
escondió la naturaleza en el retrete del pecho? Aun en las cosas
ligeras o muy distantes es dañosa la publicidad, porque dan ocasión
al discurso para rastreallas. Con estar tan retirado el corazón, se
conocen sus achaques y enfermedades por sólo el movimiento que
participa a las arterias. Pierde la ejecución su fuerza, con
descrédito de la prudencia del príncipe, si se publican sus
resoluciones. Los desinios ignorados amenazan a todas partes y
sirven de diversión al enemigo. En la guerra, más que en las demás
cosas del gobierno, conviene celallos. Pocas empresas descubiertas
tienen feliz suceso. ¡Qué embarazado se halla el que primero se vió
herir que relucir el acero, el que despertó al ruido de las armas!

Esto se ha de entender en las guerras contra infieles, no en las
que se hacen contra cristianos, en que se debieran intimar primero
para dar tiempo a la satisfación, con que se excusarían muchas
muertes, siendo esta diligencia parte de justificación. En esto
fueron muy loables los romanos, que constituyeron un colegio de
veinte sacerdotes, que llamaban feciales, para intimar las guerras
y concluir la paz y hacer ligas; los cuales eran jueces de
semejantes causas, y las justificaban, procurando que se diese
satisfacción de los agravios y ofensas recibidas, señalando treinta
y tres días de término, en el cual, si no se componían las
diferencias por vía de justicia o amigable composición, se intimaba
la guerra, tomándolo por testimonio de tres hombres ancianos, y
arrojando en el país enemigo una lanza herrada.

Et baculum intorquens emittit in auras,
principium pugnae [Virg., lib. 9, Aeneid.]

Desde aquel día comenzaban las hostilidades y correrías. Desta
intimación tenemos muchos ejemplos en las sagradas letras. Eligido
Jefte por príncipe de los israelitas contra los ammonitas, no
levantó las armas hasta haberles enviado embajadores a saber la
causa que les movía a aquella guerra [Et misit nuntios ad Regem
filiorum Ammon, qui ex persona sua dicerent: Quid mihi et tibi est,
quia venisti contra me, ut vastares terram meam? (Jud., 11. 12)].
No se usa en nuestros tiempos tan humano y generoso estilo. Primero
se ven los efectos de la guerra que se sepa la causa ni se penetre
el desinio. La invasión impensada hace mayor el agravio y
irreconciliables los ánimos; lo cual nace de que las armas no se
levantan por recompensa de ofensas o por satisfacción de daños,
sino por ambición ciega de ensanchar los dominios, en que ni a la
religión, ni a la sangre ni a la amistad se perdona, confundidos
los derechos de la naturaleza y de las gentes.

En las sospechas de infidelidad conviene tal vez que tenga el
príncipe sereno el semblante, sin darse por entendido dellas; antes
debe confirmar los ánimos con el halago y el honor y obligallos a
la lealtad. No es siempre seguro ni conveniente medio el del
extremo rigor: las ramas que se cortan se pierden, porque no pueden
reverdecer. Esto obligó a Marcelo a disimular con Lucio Bancio de
Nola, hombre rico y de gran parcialidad; y, aunque sabía que hacía
las partes de Aníbal, le llamó, y le dijo cuán emulado era su valor
y cuán conocido de los capitanes romanos, que habían sido testigos
de sus hazañas en la batalla de Canas. Hónrale con palabras y le
mantiene con esperanzas; ordena que se le dé libre entrada en las
audiencias, y de tal suerte le deja confundido y obligado, que no
tuvo después la república romana más fiel amigo.

Esta disimulación ha de ser con gran atención y prudencia; porque,
si cayese en ella el que maquina, creería que era arte para
castigalle después, y daría más presto fuego a la mina, o se
preservaría con otros medios violentos; lo cual es más de temer en
los tumultos y delitos de la multitud. Por esto Fabio Valente,
aunque no castigó los autores de una sedición, dejó que algunos
fuesen acusados [Ne dissimulans suspectior foret (Tac., lib. 2,
Hist.)]. Pero, como quiera que difícilmente se limpia el ánimo de
las traiciones concebidas, y que las ofensas a la majestad no se
deben dejar sin castigo, parece que solamente conviene disimular
cuando es mayor el peligro de la declaración o imposible el
castigar a muchos. Esto consideraría Julio César cuando, habiendo
desbalijado un correo despachado a Pompeyo con cartas de la nobleza
romana contra él, mandó quemar la balija, teniendo por dulce manera
de perdón ignorar el delito. Gran acto de magnanimidad y gran
prudencia, no pudiendo castigar a tantos, no obligarse a disimular
con ellos. Podríase también hacer luego la demostración del castigo
con los de baja condición y disimular con los ilustres, esperando
más segura ocasión para castigallos [Unde tenuioribus statim
irrogata supplicia, adversus illustres dissimulatum ad praesens, et
mox redditum odium (Tac. lib. 16, Ann.)]; pero, cuando no hay
peligro en el castigo, mejor es asegurar con él que confiar en la
disimulación; porque ésta suele dar mayor brío para la traición.
Trataba Hanón de dar veneno al senado de Cartago; y, sabida la
traición, pareció a aquellos senadores que bastaba acudir al
remedio, promulgando una ley que ponía tasa a los convites; lo cual
dió ocasión a Hanón para que intentase otra nueva traición contra
ellos.

E1 arte y astucia más conveniente en el príncipe y la disimulación
más permitida y necesaria es aquella que de tal suerte sosiega y
compone el rostro, las palabras y acciones contra quien
disimuladamente trata de engañalle, que no conozca haber sido
entendido; porque se gana tiempo para penetrar mejor y castigar o
burlar el engaño, haciendo esta disimulación menos solícito al
agresor, el cual, una vez descubierto, entra en temor, y le parece
que no puede asegurarse si no es llevando al cabo sus engaños; que
es lo que obligó a Agrippina a no darse por entendida de la muerte
que le había trazado su hijo Nerón, juzgando que en esto consistía
su vida [Solum insidiarium remedium esse, si non intelligerentur
(Tac., lib. 14, Ann.)]. Esta disimulación o fingida simplicidad es
muy necesaria en los ministros que asisten a príncipes
demasiadamente astutos y doblados, que hacen estudio de que no sean
penetradas sus artes; en que fué gran maestro Tiberio [Consulto
ambiguus. (Tac., lib. 13, Ann.)]. Della se valieron los senadores
de Roma cuando el mismo Tiberio, muerto Augusto, les dió a entender
(para descubrir sus ánimos) que no quería acetar el imperio porque
era grave su peso; y ellos con estudiosa ignorancia y con
provocadas lágrimas procuraban inducille a que le acetase, temiendo
no llegase a conocer que penetraban sus artes [Abditos Principis
sensus, et si quid occultius parat exquirere illicitum, anceps; nec
ideo assequare (Tac., lib. 6, Ann.)]. Aborrecen los príncipes
injustos a los que entienden sus malas intenciones, y los tienen
por enemigos; quieren un absoluto imperio sobre los ánimos, no
sujeto a la inteligencia ajena, y que los entendimientos de los
súbditos les sirvan tan vilmente como sus cuerpos, teniendo por
obsequio y reverencia que el vasallo no entienda sus artes [Eó
aegrius accepit recludi, quae premeret (Tac., lib. 4, Ann.)]; por
lo cual es ilícito y peligroso obligar al príncipe a que descubra
sus pensamientos ocultos [Haud cunctatus est ultra Germanicus,
quanquam fingi ea, seque per invidiam parto jam decori abstrahi
intelligeret (Tac., lib. 2, Ann )]. Lamentándose Tiberio de que
vivía poco seguro de algunos senadores, quiso Asinio Gallo saber
dél los que eran, para que fuesen castigados; y Tiberio llevó mal
que con aquella pregunta intentase descubrir lo que ocultaba [Si
intelligere crederetur, vim metuens, in urben properat (Tac.,
ibid.)]. Más advertido fué Germánico, que, aunque conocía las artes
de Tiberio, y que le sacaba de Alemania por cortar el hilo de sus
glorias, obedeció sin darse por entendido [Trepidatum a
circumsedentibus: diffugiunt imprudentes: at quibus altior
intellectus, resistunt defixi, et Neronem intuentes (Tac., lib. 13,
Ann.)]. Cuando son inevitables los mandatos del príncipe, es
prudencia obedecellos y afectar la ignorancia, porque no sea mayor
el daño. Por esto Arquelao, aunque conoció que la madre de Tiberio
le llamaba a Roma con engaño, disimuló y obedeció, temiendo las
fuerzas si pareciese haberlo entendido [Quibus unus metus, si
intelligere viderentur (Tac., lib 1, Ann.)]. Esta disimulación es
más necesaria en los errores y vicios del príncipe; porque aborrece
al que es testigo o sabidor dellos. En el banquete donde fué
avelenado Británico huyeron los imprudentes; pero los de mayor
juicio se estuvieron quedos mirando a Nerón, porque no se infiriese
que conocían la violencia de aquella muerte, sino que la tenían por
natural [Intellegebantur artes; sed pars obsequii in eo, no
deprehenderentur (Tac., lib. 4, Hist.)].

EMPRESA XCVII

Vencido el león, supo Hércules gozar de la vitoria, vistiéndose de
su piel para sujetar mejor otros monstruos. Así los despojos de un
vencimiento arman y dejan más poderoso al vencedor, y así deben los
príncipes usar de las vitorias, aumentando sus fuerzas con las
rendidas, y adelantando la grandeza de sus estados con los puestos
ocupados. Todos los reinos fueron pequeños en sus principios;
después crecieron conquistando y manteniendo. Las lo mismas causas
que justificaron la guerra, justifican la retención. Despojar para
restituir es imprudente y costosa ligereza. No queda agradecido
quien recibe hoy lo que ayer le quitaron con sangre. Piensan los
príncipes comprar la paz con la restitución, y compran la guerra.
Lo que ocuparon, los hace temidos; lo que restituyen, despreciados,
interpretándose a flaqueza; y cuando, arrepentidos o provocados,
quieren recobrallo, hallan insuperables dificultades. Depositó Su
Majestad (creyendo excusar celos y guerras) la Valtelina en poder
de la Sede Apostólica; y, ocupándola después los franceses,
pusieron en peligro al estado de Milán, y en confusión y armas a
Italia. Manteniendo lo ocupado, quedan castigados los
atrevimientos, afirmado el poder, y con prendas para comprar la paz
cuando la necesidad obligare a ella. El tiempo y la ocasión
enseñarán al príncipe los casos en que conviene mantener o
restituir, para evitar mayores inconvenientes y peligros, pesados
con la prudencia, no con la ambición; cuyo ciego apetito muchas
veces por donde pensó ampliar, disminuye los estados.

Suelen los príncipes en la paz deshacerse ligeramente de puestos
importantes, que después los lloran en la guerra. La necesidad
presente acusa la liberalidad pasada. Ninguna grandeza se asegure
tanto de sí, que no piense que lo ha menester todo para su defensa.
No se deshace el águila de sus garras; y, si se deshiciera, se
burlarían della las demás aves; porque no la respetan como a reina
por su hermosura, que más gallardo es el pavón, sino por la
fortaleza de sus presas. Más temida y más segura estaría hoy en
Italia la grandeza de Su Majestad si hubiera conservado el estado
de Siena, el presidio de Placencia y los demás puestos que ha
dejado en otras manos. Aun la restitución de un estado no se debe
hacer cuando es con notable detrimento de otro.

No es de menos inconvenientes mover una guerra que usar
templadamente de las armas. Levantallas para señalar solamente los
golpes es peligrosa esgrima. La espada que desnuda no se vistió de
sangre, vuelve vergonzosa a la vaina. Si no ofende al enemigo,
ofende al honor propio. Es el fuego instrumento de la guerra; quien
le tuviere suspenso en la mano, se abrasará con él. Si no se
mantiene el ejército en el país enemigo, consume el propio, y se
consume en él. El valor se enfría si faltan las ocasiones en que
ejercitalle y los despojos con que encendelle. Por esto Vócula
alojó su ejército en tierras del enemigo [Ut praeda ad virtutem
incenderetur (Tac., lib. 4, Hist.)]. David salió a recibir a los
filisteos fuera de su reino [Venit ergo Davit in Baal Pharasim, et
percussit eos ibi (2, Reg., 5, 20.)], y dentro del suyo acometió a
Amasías el rey de Israel Joás [Ascenditque Joas, Rex Israel, et
viderunt se, ipse et Amasias Rex Juda in Bethsames, oppido Judae.
Percussusque est Juda coram Israel (4, Reg., 14, 11.)], sabiendo
que venía contra él. Los vasallos no pueden sufrir la guerra en sus
casas, sustentando a amigos y enemigos; crecen los gastos, faltan
los medios, y se mantienen vivos los peligros. Si esto se hace por
no irritar más al enemigo y reducille, es imprudente consejo,
porque no se ha de lisonjear a un enemigo declarado. Lo que se deja
de obrar con las armas, no se interpreta a benignidad, sino a
flaqueza, y, perdido el crédito, aun los más poderosos peligran.
Costosa fué la clemencia de España con el duque de Saboya Carlos.
Movió éste la guerra al duque de Mantua, Ferdinando, sobre la
antigua pretensión del Monferrato; y, no juzgando por conveniente
el rey Filipe Tercero que decidiese la espada el pleito que pendía
ante el Emperador, y que la competencia de dos potentados turbase
la paz de Italia, movió sus armas contra el duque Carlos de Saboya,
y se puso sobre Asti, no para entrar en aquella plaza por fuerza
(lo cual fuera fácil), sino para obligar al Duque con la amenaza a
la paz, como se consiguió. Desta templaza le nacieron mayores
bríos, y volvió a armarse contra lo capitulado, encendiéndose otra
guerra más costosa que la pasada. Pusiéronse las armas de Su
Majestad sobre la plaza de Berceli, y, en habiéndola ocupado, se
restituyó; y, como le salían al Duque baratos los intentos, se
coligó luego en Aviñón con el rey de Francia y venecianos, y
perturbó tercera vez a Italia. Estas guerras se hubieran excusado
si en la primera hubiera probado lo que cortaban los aceros de
España, y que le había costado parte de su estado. El que una vez
se atrevió a la mayor potencia, no es amigo sino cuando se ve
oprimido y despojado; así lo dijo Vócula a las legiones amotinadas,
animándolas contra algunas provincias de Francia que se rebelaban
[Nune hostes, quia molle servitium: cum spoliati exutique fuerint,
amicos fore (Tac., lib. 4, Hist.)]. Los príncipes no son temidos y
respetados por lo que pueden ofender, sino por lo que saben
ofender. Nadie se atreve al que es atrevido. Casi todas las guerras
se fundan en el descuido o poco valor de aquél contra quien se
mueven. Poco peligra quien levanta las armas contra un príncipe muy
deseoso de la paz, porque en cualquier mal suceso la hallará en él.
Por esto parece conveniente que en Italia se muden las máximas de
España de imprimir en los ánimos que Su Majestad desea la paz y
quietud pública, y que la comprará a cualquier precio. Bien es que
conozcan los potentados que Su Majestad mantendrá siempre con ellos
buena amistad y correspondencia; que interpondrá por su
conservación y defensa sus armas, y que no habrá diligencia que no
haga por el sosiego de aquellas provincias; pero es conveniente que
entiendan también que, si alguno injustamente se opusiere a su
grandeza y se conjurare contra ella, obligándole a los daños y
gastos de la guerra, los recompensará con sus despojos, quedándose
con los que ocupare. ¿Qué tribunal de justicia no condena en costas
al que litiga sin razón? ¿Quién no probará su espada en el poderoso
si lo puede hacer a su salvo? Alcanzada una vitoria, se deben
repartir los despojos entre sus soldados, honrando con
demostraciones particulares a los que se señalaron en la batalla,
para que, premiado el valor, se anime a mayores empresas y sea
ejemplo a los demás. Con este fin los romanos inventaron diversas
coronas, collares, ovaciones y triunfos. A Saúl, después de
vencidos los amalecitas, se levantó un arco triunfal [Et erexisset
sibi fornicem triumphalem (1, Reg., 15, 25.)]. No solamente se han
de hacer estos honores a los vivos, sino también a los que
generosamente murieron en la batalla, y a sus sucesores, pues con
sus vidas compraron la vitoria. Los servicios grandes hechos a la
república no se pueden premiar si no es con una memoria eterna,
como se premiaron los de Jonatás, fabricándole un sepulcro que duró
al par de los siglos [Et statuit septem pyramidas, unam contra unam
patri et matri et quatuor fratribus: et his circumposuit columnas
magnas; et super columnas arma ad memoriam aeternam: et juxta arma
naves sculptas, quae viderentur ab omnibus navigantibus mare. Hoc
est sepulchrum, quod fecit in Modin, usque in hunc diem (1, Mach.,
13, 28)]. El ánimo, reconociéndose inmortal, desprecia los peligros
porque también sea inmortal la memoria de sus hechos. Por estas
consideraciones ponían antiguamente los españoles tantos obeliscos
alrededor de los sepulcros cuantos enemigos habían muerto [Et apud
Hispanos, bellicosam gentem, obelisci circum cujusque tumulum tot
numero erigebantur, quot hostes interemisset (Arist., lib. 7, Pol.,
c. 2)].

Siendo Dios árbitro de las victorias, dél las debemos reconocer, y
obligalle para otras, no solamente con las gracias y sacrificios,
sino también con los despojos y ofrendas, como hicieron los
israelitas después de quitado el cerco de Betulia roto a los
asirios [Omnis populus post victoriam venit in Jerusalem adorare
Dominum: et mox ut purificati sunt, obtulerunt omnes holocausta, et
vota, et repromissiones suas (Judich, 16, 22)]; y como hizo Josué
después de la vitoria de los haitas ofreciéndole hostias pacíficas
[Et offeres super eo holocausta Domino Deo tuo et inmola bis
hostias pacificas (Deut., 27, 6)], en que fueron muy liberales los
reyes de España, cuya piedad remuneró Dios con la presente
monarquía.