Bibliotecas Rurales Argentinas

Miguel de Unamuno

Mi religión

Me escribe un amigo desde Chile diciéndome que se ha encontrado
allí con algunos que, refiriéndose a mis escritos, le han dicho: "Y
bien, en resumidas cuentas, ¿cuál es la religión de este señor
Unamuno?" Pregunta análoga se me ha dirigido aquí varias veces. Y
voy a ver si consigo no contestarla, cosa que no pretendo, sino
plantear algo mejor el sentido de la tal pregunta.

Tanto los individuos como los pueblos de espíritu perezoso y cabe
pereza espiritual con muy fecundas actividades de orden económico y
de otros órdenes análogos  propenden al dogmatismo, sépanlo o no
lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndose o sin proponérselo. La
pereza espiritual huye de la posición crítica o escéptica.

Escéptica digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido
etimológico y filosófico, porque escéptico no quiere decir el que
duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma
y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien
nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él.

En el orden de la pura especulación filosófica, es una
precipitación el pedirle a uno soluciones dadas, siempre que haya
hecho adelantar el planteamiento de un problema. Cuando se lleva
mal un largo cálculo, el borrar lo hecho y empezar de nuevo
significa un no pequeño progreso. Cuando una casa amenaza ruina o
se hace completamente inhabitable, lo que procede es derribarla, y
no hay que pedir se edifique otra sobre ella. Cabe, sí, edificar la
nueva con materiales de la vieja, pero es derribando antes ésta.
Entretanto, puede la gente albergarse en una barraca, si no tiene
otra casa, o dormir a campo raso.

Y es preciso no perder de vista que para la práctica de nuestra
vida, rara vez tenemos que esperar a las soluciones científicas
definitivas. Los hombres han vivido y viven sobre hipótesis y
explicaciones muy deleznables, y aun sin ellas. Para castigar al
delincuente no se pusieron de acuerdo sobre si éste tenía o no
libre albedrío, como para estornudar no reflexiona uno sobre el
daño que puede hacerle el pequeño obstáculo en la garganta que le
obliga al estornudo.

Los hombres que sostienen que de no creer en el castigo eterno del
infierno serían malos, creo, en honor de ellos, que se equivocan.
Si dejaran de creer en una sanción de ultratumbas no por eso se
harían peores, sino que entonces buscarían otra justificación ideal
a su conducta. El que siendo bueno cree en un orden trascendente,
no tanto es bueno por creer en él cuanto que cree en él por ser
bueno. Proposición ésta que habrá de parecer oscura o enrevesada,
estoy de ello cierto, a los preguntones de espíritu perezoso.

Y bien, se me dirá, "¿Cuál es tu religión?" Y yo responderé: mi
religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun
a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión
es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión
es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la
noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con
aquello del Inconocible o Incognoscible, como escriben los
pedantes  ni con aquello otro de "de aquí no pasarás". Rechazo el
eterno ignorabimus. Y en todo caso, quiero trepar a lo inaccesible.

"Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es
perfecto", nos dijo el Cristo, y semejante ideal de perfección es,
sin duda, inasequible. Pero nos puso lo inasequible como meta y
término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los teólogos,
con la gracia. Y yo quiero pelear mi pelea sin cuidarme de la
victoria. ¿No hay ejércitos y aun pueblos que van a una derrota
segura? ¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que
rendirse? Pues ésta es mi religión.

Ésos, los que me dirigen esa pregunta, quieren que les dé un dogma,
una solución en que pueda descansar el espíritu en su pereza. Y ni
esto quieren, sino que buscan poder encasillarme y meterme en uno
de los cuadriculados en que colocan a los espíritus, diciendo de
mi: es luterano, es calvinista, es católico, es ateo, es
racionalista, es místico, o cualquier otro de estos motes, cuyo
sentido claro desconocen, pero que les dispensa de pensar más. Y yo
no quiero dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como
cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena, soy una
especie única. "No hay enfermedades, sino enfermos", suelen decir
algunos médicos, y yo digo que no hay opiniones, sino opinantes.

En el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga
racionalmente resuelta, y como no la tengo, no puedo comunicarla
lógicamente, porque sólo es lógico y transmisible lo racional.
Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento, una
fuerte tendencia al cristianismo sin atenerme a dogmas especiales
de esta o de aquella confesión cristiana. Considero cristiano a
todo el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me
repugnan los ortodoxos, sean católicos o protestantes éstos suelen
ser tan intransigentes como aquéllos  que niegan cristianismo a
quienes no interpretan el Evangelio como ellos. Cristiano
protestante conozco que niega el que los unitarios sean cristianos.

Confieso sinceramente que las supuestas pruebas racionales la
ontológica, la cosmológica, la ética, etcétera  de la existencia
de Dios no me demuestran nada; que cuantas razones se quieren dar
de que existe un Dios me parecen razones basadas en paralogismos y
peticiones de principio. En esto estoy con Kant. Y siento, al
tratar de esto, no poder hablar a los zapateros en términos de
zapatería.

Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de
Dios, pero tampoco de su no existencia; los razonamientos de los
ateos me parecen de una superficialidad y futileza mayores aún que
los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo
creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y
después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a
través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón.

Lo cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy
de que dos y dos hacen cuatro.

Si se tratara de algo en que no me fuera la paz de la conciencia y
el consuelo de haber nacido, no me cuidaría acaso del problema;
pero como en él me va mi vida toda interior y el resorte de toda mi
acción, no puedo aquietarme con decir: ni sé ni puedo saber. No sé,
cierto es; tal vez no pueda saber nunca, pero "quiero" saber. Lo
quiero, y basta.

Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de
penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí,
mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar esperanza de la
desesperación misma. Y no griten ¡Paradoja! los mentecatos y los
superficiales.

No concibo a un hombre culto sin esta preocupación, y espero muy
poca cosa en el orden de la cultura y cultura no es lo mismo que
civilización  de aquellos que viven desinteresados del problema
religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto
social o político. Espero muy poco para el enriquecimiento del
tesoro espiritual del género humano de aquellos hombres o de
aquellos pueblos que por pereza mental, por superficialidad, por
cientificismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y
eternas inquietudes del corazón. No espero nada de los que dicen:
"¡No se debe pensar en eso!"; espero menos aún de los que creen en
un cielo y un infierno como aquel en que creíamos de niños, y
espero todavía menos de los que afirman con la gravedad del necio:
"Todo eso no son sino fábulas y mitos; al que se muere lo
entierran, y se acabó". Sólo espero de los que ignoran, pero no se
resignan a ignorar; de los que luchan sin descanso por la verdad y
ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria.

Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos,
removerles el poso del corazón, angustiarlos, si puedo. Lo dije ya
en mi Vida de Don Quijote y Sancho, que es mi más extensa confesión
a este respecto. Que busquen ellos, como yo busco; que luchen, como
lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios,
y, por lo menos, esa lucha nos hará más hombres, hombres de más
espíritu.

Para esta obra obra religiosa  me ha sido menester, en pueblos
como estos pueblos de lengua castellana, carcomidos de pereza y de
superficialidad de espíritu, adormecidos en la rutina del
dogmatismo católico o del dogmatismo librepensador o cientificista,
me ha sido preciso aparecer unas veces impúdico e indecoroso, otras
duro y agresivo, no pocas enrevesado y paradójico. En nuestra
menguada literatura apenas se le oía a nadie gritar desde el fondo
del corazón, descomponerse, clamar. El grito era casi desconocido.
Los escritores temían ponerse en ridículo. Les pasaba y les pasa lo
que a muchos que soportan en medio de la calle una afrenta por
temor al ridículo de verse con el sombrero por el suelo y presos
por un polizonte. Yo, no; cuando he sentido ganas de gritar, he
gritado. Jamás me ha detenido el decoro. Y ésta es una de las cosas
que menos me perdonan estos mis compañeros de pluma, tan comedidos,
tan correctos, tan disciplinados hasta cuando predican la
incorrección y la indisciplina. Los anarquistas literarios se
cuidan, más que de otra cosa, de la estilística y de la sintaxis. Y
cuando desentonan lo hacen entonadamente; sus desacordes tiran a
ser armónicos.

Cuando he sentido un dolor, he gritado, y he gritado en público.
Los salmos que figuran en mi volumen de Poesías no son más que
gritos del corazón, con los cuales he buscado hacer vibrar las
cuerdas dolorosas de los corazones de los demás. Si no tienen esas
cuerdas, o si las tienen tan rígidas que no vibran, mi grito no
resonará en ellas, y declararán que eso no es poesía, poniéndose a
examinarlo acústicamente. También se puede estudiar acústicamente
el grito que lanza un hombre cuando ve caer muerto de repente a su
hijo, y el que no tenga ni corazón ni hijos, se queda en eso.

Esos salmos de mis Poesías, con otras varias composiciones que allí
hay, son mi religión, y mi religión cantada, y no expuesta lógica y
razonadamente. Y la canto, mejor o peor, con la voz y el oído que
Dios me ha dado, porque no la puedo razonar. Y el que vea
raciocinios y lógica, y método y exégesis, más que vida, en esos
mis versos porque no hay en ellos faunos, dríades, silvanos,
nenúfares, "absintios" (o sea ajenjos), ojos glaucos y otras
garambainas más o menos modernistas, allá se quede con lo suyo, que
no voy a tocarle el corazón con arcos de violín ni con martillo.

De lo que huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen,
y quiero morirme oyendo preguntar de mí a los holgazanes de
espíritu que se paren alguna vez a oírme: "Y este señor, ¿qué es?"
Los liberales o progresistas tontos me tendrán por reaccionario y
acaso por místico, sin saber, por supuesto, lo que esto quiere
decir, y los conservadores y reaccionarios tontos me tendrán por
una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un pobre
señor afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya
cabeza es una olla de grillos. Pero nadie debe cuidarse de lo que
piensen de él los tontos, sean progresistas o conservadores,
liberales o reaccionarios.

Y como el hombre es terco y no suele querer enterarse y acostumbra
después que se le ha sermoneado cuatro horas a volver a las
andadas, los preguntones, si leen esto, volverán a preguntarme:
"Bueno; pero ¿qué soluciones traes?" Y yo, para concluir, les diré
que si quieren soluciones, acudan a la tienda de enfrente, porque
en la mía no se vende semejante artículo. Mi empeño ha sido, es y
será que los que me lean, piensen y mediten en las cosas
fundamentales, y no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos.
Yo he buscado siempre agitar, y, a lo sumo, sugerir, más que
instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura o fermento.

Hay amigos, y buenos amigos, que me aconsejan me deje de esta labor
y me recoja a hacer lo que llaman una obra objetiva, algo que sea,
dicen, definitivo, algo de construcción, algo duradero. Quieren
decir algo dogmático. Me declaro incapaz de ello y reclamo mi
libertad, mi santa libertad, hasta la de contradecirme, si llega el
caso. Yo no sé si algo de lo que he hecho o de lo que haga en lo
sucesivo habrá de quedar por años o por siglos después que me
muera; pero se que si se da un golpe en el mar sin orillas las
ondas en derredor van sin cesar, aunque debilitándose. Agitar es
algo. Si merced a esa agitación viene detrás otro que haga algo
duradero, en ello durará mi obra.

Es obra de misericordia suprema despertar al dormido y sacudir al
parado, y es obra de suprema piedad religiosa buscar la verdad en
todo y descubrir dondequiera el dolo, la necedad y la inepcia.

Ya sabe, pues, mi buen amigo el chileno lo que tiene que contestar
a quien le pregunte cuál es mi religión. Ahora bien; si es uno de
esos mentecatos que creen que guardo ojeriza a un pueblo o una
patria cuando le he cantado las verdades a alguno de sus hijos
irreflexivos, lo mejor que puede hacer es no contestarles.

Salamanca, 6 de noviembre de 1907.

VERDAD Y VIDA

Uno de los que leyeron aquella mi correspondencia aquí publicada, a
la que titulé Mi religión, me escribe rogándome aclare o amplíe
aquella fórmula que allí empleé de que debe buscarse la verdad en
la vida y la vida en la verdad. Voy a complacerle procediendo por
partes.

Primero la verdad en la vida.

Ha sido mi convicción de siempre, más arraigada y más corroborada
en mí cuanto más tiempo pasa, la de que la suprema virtud de un
hombre debe ser la sinceridad. El vicio más feo es la mentira, y
sus derivaciones y disfraces, la hipocresía y la exageración.
Preferiría el cínico al hipócrita, si es que aquél no fuese algo de
éste.

Abrigo la profunda creencia de que si todos dijésemos siempre y en
cada caso la verdad, la desnuda verdad, al principio amenazaría
hacerse inhabitable la Tierra, pero acabaríamos pronto por
entendernos como hoy no nos entendemos. Si todos, pudiendo
asomarnos al brocal de las conciencias ajenas, nos viéramos
desnudas las almas, nuestras rencillas y reconcomios todos
fundiríanse en una inmensa piedad mutua. Veríamos las negruras del
que tenemos por santo, pero también las blancuras de aquel a quien
estimamos un malvado.

Y no basta no mentir, como el octavo mandamiento de la ley de Dios
nos ordena, sino que es preciso, además, decir la verdad, lo cual
no es del todo lo mismo. Pues el progreso de la vida espiritual
consiste en pasar de los preceptos negativos a los positivos. El
que no mata, ni fornica, ni hurta, ni miente, posee una honradez
puramente negativa y no por ello va camino de santo. No basta no
matar, es preciso acrecentar y mejorar las vidas ajenas; no basta
no fornicar, sino que hay que irradiar pureza de sentimiento; ni
basta no hurtar, debiéndose acrecentar y mejorar el bienestar y la
fortuna pública y las de los demás; ni tampoco basta no mentir,
sino decir la verdad.

Hay ahora otra cosa que observar y con esto a la vez contesto a
maliciosas insinuaciones de algún otro espontáneo y para mí
desconocido corresponsal de esos pagos , y es que como hay muchas,
muchísimas más verdades por decir que tiempo y ocasiones para
decirlas, no podemos entregarnos a decir aquellas que tales o
cuales sujetos quisieran dijésemos, sino aquellas otras que
nosotros juzgamos de más momento o de mejor ocasión. Y es que
siempre que alguien nos arguye diciéndonos por qué no proclamamos
tales o cuales verdades, podemos contestarle que si así como él
quiere hiciéramos, no podríamos proclamar tales otras que
proclamamos. Y no pocas veces ocurre también que lo que ellos
tienen por verdad y suponen que nosotros por tal la tenemos
también, no es así.

Y he de decir aquí, por vía de paréntesis, a ese malicioso
corresponsal, que si bien no estimo poeta al escritor a quien él
quiere que fustigue nombrándole, tampoco tengo por tal al otro que
él admira y supone, equivocándose, que yo debo admirar. Porque si
el uno no hace sino revestir con una forma abigarrada y un traje
lleno de perendengues y flecos y alamares un maniquí sin vida, el
otro dice, sí, algunas veces cosas sustanciosas y de brío entre
muchas patochadas  pero cosas poco o nada poéticas, y, sobre todo,
las dice de un modo deplorable, en parte por el empeño de
sujetarlas a rima, que se le resiste. Y de esto le hablaré más por
extenso en una correspondencia que titularé: Ni lo uno ni lo otro.

Y volviendo a mi tema presente, como creo haber dicho lo bastante
sobre lo de buscar la verdad en la vida, paso a lo otro, de buscar
la vida en la verdad.

Y es que hay verdades muertas y verdades vivas, o mejor dicho:
puesto que la verdad no puede morir ni estar muerta, hay quienes
reciben ciertas verdades como cosa muerta, puramente teórica y que
en nada les vivifica el espíritu.

Kierkegaard dividía las verdades en esenciales y accidentales, y
los pragmatistas modernos, a cuya cabeza va Guillermo James, juzgan
de una verdad o principio científico según sus consecuencias
prácticas. Y así, a uno que dice creer haya habitantes en Saturno,
le preguntan cuál de las cosas que ahora hace no haría o cuál de
las que no hace haría en caso de no creer que haya habitantes en
tal planeta, o en qué se modificaría su conducta si cambiase de
opinión a tal respecto. Y si contesta que en nada, le replican que
ni eso es creer cosa alguna ni nada que se le parezca.

Pero este criterio así tomado y debo confesar que no lo toman así,
tan toscamente, los sumos de la escuela  es de una estrechez
inaceptable. El culto a la verdad por la verdad misma es uno de los
ejercicios que más eleva el espíritu y lo fortifica.

En la mayoría de los eruditos, que suele ser gente mezquina y
envidiosa, la rebusca de pequeñas verdades, el esfuerzo por
rectificar una fecha o un nombre, no pasa de ser o un deporte o una
monomanía o un puntillo de pequeña vanidad; pero en un hombre de
alma elevada y serena, y en los eruditos de erudición que podría
llamarse religiosa, tales rebuscas implican un culto a la verdad.
Pues le que no se acostumbra a respetarla en lo pequeño, jamás
llegará a respetarla en lo grande. Aparte de que no siempre sabemos
qué es lo grande y qué lo pequeño, ni el alcance de las
consecuencias que pueden derivarse de algo que estimemos, no ya
pequeño, sino mínimo.

Todos hemos oído hablar de la religión de la ciencia, que no es
¡Dios nos libre!  un conjunto de principios y dogmas filosóficos
derivados de las conclusiones científicas y que vayan a sustituir a
la religión, fantasía que acarician esos pobres cientificistas de
que otras veces os he hablado, sino que es el culto religioso a la
verdad científica, la sumisión del espíritu ante la verdad
objetivamente demostrada, la humildad de corazón para rendirnos a
lo que la razón nos demuestre ser verdad, en cualquier orden que
fuere y aunque no nos agrade.

Este sentimiento religioso de respeto a la verdad, ni es muy
antiguo en el mundo ni lo poseen más los que hacen más alarde de
religiosidad. Durante los primeros siglos del cristianismo y en la
Edad Media, el fraude piadoso así se le llama: pia fraus  fue
corriente. Bastaba que una cosa se creyese edificante para que se
pretendiera hacerla pasar por verdadera. Cabiendo, como cabe, en
una cuartilla del tamaño de un papelillo de fumar cuanto los
Evangelios dicen de José, el esposo de María, hay quien ha escrito
una Vida de San José, patriarca, que ocupa 600 páginas de compacta
lectura ¿Qué puede ser su contenido sino declamaciones o piadosos
fraudes?

De cuando en cuando recibo escritos, ya de católicos, ya de
protestantes más de éstos, que tienen más espíritu de
proselitismo, que de aquéllos  en que se trata de demostrarnos tal
o cual cosa conforme a su credo, y en ellos suele resplandecer muy
poco el amor a la verdad. Retuercen y violentan textos evangélicos,
los interpretan sofísticamente y acumulan argucias nada más que
para hacerles decir, no lo que dicen, sino lo que ellos quieren que
digan. Y así resulta que esos exegetas tachados de racionalismo no
me refiero, claro está, a los sistemáticos detractores del
cristianismo, como Nietzsche, o a los espíritus ligeros que
escriben disertaciones tratando de probar que el Cristo no existió,
que fue discípulo de Buda, u otra fantasmagoría por el estilo ,
esos exegetas han demostrado en su religioso culto a la verdad una
religiosidad mucho mayor que sus sistemáticos refutadores y
detractores.

Y este amor y respeto a la verdad y este buscar en ella vida, puede
ejercerse investigando las verdades que nos parezcan menos
pragmáticas.

Ya Platón hacía decir a Sócrates en el Parménides, que quien de
joven no se ejercitó en analizar esos principios metafísicos, que
el vulgo estima ocupación ociosa y de ociosos, jamás llegará a
conseguir verdad alguna que valga. Es decir, traduciendo al
lenguaje de hoy ahí, en esa tierra, que los cazadores de pesos que
desprecian las macanas jamás sabrán nada que haga la vida más
noble, y aunque se redondeen de fortuna tendrán pobrísima el alma,
siendo toda su vida unos beocios; y siglos más tarde que Platón,
otro espíritu excelso, aunque de un temple distinto al de aquél, el
canciller Bacon, escribió que "no se han de estimar inútiles
aquellas ciencias que no tienen uso, siempre que agucen y
disciplinen el ingenio".

Éste es un sermón que hay que estarlo predicando a diario y por mí
no quedará  en aquellos países, entre aquellas gentes donde
florece la sobreestimación a la ingeniería con desdén de otras
actividades.

En el vulgo es esto inevitable, pues no juzga sino por los efectos
materiales, por lo que le entra por los ojos. Y así, es muy natural
que ante el teléfono, el fonógrafo y otros aparatos que le dicen
ser invención de Edison aunque en rigor sólo en parte lo sean de
este diestro empresario de invenciones técnicas  se imaginen que
el tal Edison es el más sabio y más genial de los físicos hoy
existentes e ignoren hasta los nombres de tantos otros que le
superan en ciencia. Ellos, los del vulgo, no han visto ningún
aparato inventado por Maxwell, verbigracia, y se quedan con su
Edison, lo mismo que se quedan creyendo que el fantástico
vulgarizador Flammarión es un estupendo astrónomo.

Mal éste que, con el del cientificismo, tiene que ser mayor que en
otros en países como ése, formados en gran parte de emigrantes de
todos los rincones del mundo que van en busca de fortuna, y cuando
la hacen, procuran instruirse de prisa y corriendo, y en países
además donde los fuertes y nobles estudios filosóficos no gozan de
estimación pública y donde la ciencia pura se supedita a la
ingeniería, que es la que ayuda a ganar pesos. Al menos, por lo
pronto.

Y digo por lo pronto, porque donde la cultura es compleja, han
comprendido todos el valor práctico de la pura especulación y saben
cuánta parte cabe a un Kant o un Hégel en los triunfos militares e
industriales de la Alemania moderna. Y saben que si cuando Staudt
inició la geometría pura o de posición esta rama de la ciencia no
pasaba de ser una gimnástica mental, hoy se funda en ella mucha
parte del cálculo gráfico que puede ser útil hasta para el tendido
de cables.

Pero aparte esta utilidad mediata o a largo plazo que pueden llegar
a cobrar los principios científicos que nos aparezcan más
abstractos, hay la utilidad inmediata de que su investigación y
estudio educa y fortifica la mente mucho mejor que el estudio de
las aplicaciones científicas.

Cuando nosotros empezamos a renegar de la ciencia pura, que nunca
hemos cultivado de veras y por eso renegamos de ella  y todo se
nos vuelve hablar de estudios prácticos, sin entender bien lo que
esto significa, están los pueblos en que más han progresado las
aplicaciones científicas escarmentándose del politecnicismo y
desconfiando de los practicones. Un mero ingeniero es decir, un
ingeniero sin verdadero espíritu científico, porque los hay que le
tienen  puede ser tan útil para trazar una vía férrea como un buen
abogado para defender un pleito; pero ni aquél hará avanzar a la
ciencia un paso, ni a éste le confiaría yo la reforma de la
constitución de un pueblo.

Buscar la vida en la verdad es, pues, buscar en el culto de ésta
ennoblecer y elevar nuestra vida espiritual y no convertir a la
verdad, que es, y debe ser siempre viva, en un dogma, que suele ser
una cosa muerta.

Durante un largo siglo pelearon los hombres, apasionándose, por si
el Espíritu Santo procede del Padre solo o procede del Padre y del
Hijo a la vez, y fue esa lucha la que dio origen a que en el credo
católico se añadiera lo de Filioque, donde dice qui ex Patre
Filioque procedit; pero hoy ¿a qué católico le apasiona eso?
Preguntadle al católico más piadoso y de mejor buena fe, y buscadlo
entre los sacerdotes, por qué el Espíritu Santo ha de proceder del
Padre y del Hijo y no sólo del primero, o qué diferencia implica en
nuestra conducta moral y religiosa el que creamos una cosa o la
otra, dejando a un lado lo de la sumisión a la Iglesia, que así
ordena se crea, y veréis lo que os dice. Y es que eso, que fue en
un tiempo expresión de un vivo sentimiento religioso a la que en
cierto respecto se puede llamar verdad de fe sin que con esto
quiera yo afirmar su verdad objetiva  no es hoy más que un dogma
muerto.

Y la condena del actual Papa contra las doctrinas del llamado
modernismo, no es más sino porque los modernistas Loisy, Le Roy,
el padre Tyrrell, Murri, etc.  tratan de devolver vida de verdades
a dogmas muertos, y el Papa, o mejor dicho sus consejeros el
pobrecito no es capaz de meterse en tales honduras , prevén, con
muy aguda sagacidad, que en cuanto se trate de vivificar los tales
dogmas, acaban éstos por morirse del todo. Saben que hay cadáveres
que al tratar de insuflarles nueva vida se desharían en polvo.

Y ésta es la principal razón por qué se debe buscar la vida de las
verdades todas, y es para que aquellas que parecen serlo y no lo
son se nos muestren como en realidad son, como no verdades o
verdades aparentes tan sólo. Y lo más opuesto a buscar la vida en
la verdad es proscribir el examen y declarar que hay principios
intangibles. No hay nada que no deba examinarse. ¡Desgraciada la
patria donde no se permite analizar el patriotismo!

Y he aquí cómo se enlazan la verdad en la vida y la vida en la
verdad, y es que aquellos que no se atreven a buscar la vida de las
que dicen profesar como verdades, jamás viven con verdad en la
vida. El creyente que se resiste a examinar los fundamentos de su
creencia es un hombre que vive en insinceridad y en mentira. El
hombre que no quiere pensar en ciertos problemas eternos, es un
embustero y nada más que un embustero. Y así suele ir tanto en los
individuos como en los pueblos la superficialidad unida a la
insinceridad. Pueblo irreligioso, es decir, pueblo en que los
problemas religiosos no interesan a casi nadie sea cual fuere la
solución que se les dé , es pueblo de embusteros y
exhibicionistas, donde lo que importa no es ser, sino parecer ser.

He aquí cómo entiendo lo de la verdad en la vida y la vida en la
verdad.

Salamanca, febrero de 1908.

Ultima modificación: 20 de Septiembre de 1999

Retornar a catalogo

 

 

 

Retornar a catalogo