Bibliotecas Rurales Argentinas

Miguel de Unamuno

"EPÍLOGO"
(a Vida y Escritos del Dr. José Rizal de W.E. Retana)

Acabo de leer por segunda vez la Vida y Escritos del Dr. Rizal, de
W.E. Retana, y cierro su lectura con un tumulto de amargas
reflexiones en mi espíritu, tumulto del que emerge una figura
luminosa, la de Rizal. Un hombre henchido de destinos, un alma
heroica, el ídolo hoy de un pueblo que ha de jugar un día, no me
cabe duda de ello, un fecundo papel en la civilización humana.

¿Quién era este hombre?

I
El hombre

Con un íntimo interés recorría yo en el libro de Retana aquel
diario que Rizal llevó en Madrid siendo estudiante. Bajo sus
escuetas anotaciones palpita un alma soñadora tanto ó más que en
las amplificaciones retóricas de los personajes de ficción en que
encarnó más tarde su espíritu tejido de esperanzas.

Rizal estudió Filosofía y Letras en Madrid por los mismos años en
que estudiaba yo en la misma Facultad, aunque él estaba acabándola
cuando yo la empezaba. Debí de haber visto más de una vez al tagalo
en los vulgarísimos claustros de la Universidad Central, debí de
haberme cruzado más de una vez con él mientras soñábamos Rizal en
sus Filipinas y yo en mi Vasconia.

En su diario no olvida hacer constar su asistencia á la cátedra de
griego, á la que pareció aficionarse y en la que obtuvo la primera
calificación. No lo extraño. Rizal no se aficionó al griego
precisamente, puedo asegurarlo: Rizal se aficionó a D. Lázaro
Bardón, nuestro venerable maestro, como me aficioné yo. En el Noli
me tángere hay dos toques que proceden de D. Lázaro. Uno de ellos
es el traducir el principio del Gloria como Bardón lo traducía:
"Gloria á Dios en las alturas; en la tierra, paz; entre los
hombres, buena voluntad". Don Lázaro fue uno de los cariños de
Rizal; lo aseguro yo que fui discípulo de D. Lázaro y que he leído
el diario y las obras de Rizal.

Y lo merecía aquel nobilísimo y rudo maragato, aquella alma de
niño, aquel santo varón que fue D. Lázaro, cura secularizado. ¡Si
todos los españoles que conoció Rizal hubieran sido como D.
Lázaro...!

En aquellos claustros de la Universidad Central debimos de
cruzarnos, digo, el tagalo que soñaba en sus Filipinas, y yo, el
vizcaíno, que soñaba en mi Vasconia. Románticos ambos.

Tiene razón Retana al decir que Rizal fue siempre un romántico,
entendiéndose por esto un soñador, un idealista, un poeta en fin.
Sí, un romántico, como lo son todos los filipinos, según el Sr.
Taviel de Andrade.

Ni fue toda su vida otra cosa que un soñador impenitente, un poeta.
Y no precisamente en las composiciones rítmicas en que trató de
verter la poesía de su alma, sino en sus obras todas, en su vida
sobre todo.

Amó a su patria, Filipinas, con poesía, con religiosidad. Hizo una
religión de su patriotismo, y de esto hablaré luego. Y amó a España
con poesía, con religiosidad también. Y esto hizo que le llevaran á
la muerte los que no saben quererla ni con poesía ni con religión.

"Quijote oriental" le llama una vez Retana, y está así bien
llamado. Pero fue un Quijote doblado de un Hamlet; fue un Quijote
del pensamiento, á quien le repugnaban las impurezas de la
realidad.

Sus hazañas fueron sus libros, sus escritos; su heroísmo fue el
heroísmo del escritor.

Pero entiéndase bien que no del escritor profesional, no del que
piensa ó siente para escribir, sino del hombre henchido de amores
que escribe porque ha pensado ó ha sentido. Y es muy grande la
diferencia —sobre que llamó la atención Schopenhauer  de pensar
para escribir á escribir porque se ha pensado.

Rizal era un poeta, un héroe del pensamiento y no de la acción sino
en cuanto es acción el pensamiento, el verbo, que era ya en el
principio, era con Dios y era Dios mismo, y por quien fueron hechas
las cosas todas según el Evangelio.

Dice Retana que cuando, de vuelta Rizal á Manila en 1892, se metió
en política, fundando la Liga, el "místico lirista" se convirtió en
trabajador en prosa, y el pendant de Tolstoi en un pendant de
Becerra. Quizás con ello prestó mayor servicio á la causa filipina;
pero su figura se amengua, añade. Y el Sr. Santos le sale al paso á
Retana con unas consideraciones que el lector puede leer en la nota
(312), página 252 de la presente obra.

Los héroes del pensamiento no son dueños de su acción; el viento
del Espíritu les lleva adonde ellos no pensaban ir. Para dominar
los actos externos de la propia vida, es muy conveniente una cierta
pobreza imaginativa, y, por otra parte, los grandes valerosos del
pensamiento, los espíritus arrojados en forjar ideas y apurarlas en
sus consecuencias ideales y teóricas, rara vez son hombres de
voluntad enérgica para los actos externos de la vida. Galileo, tan
heroico en el pensar, fue débil ante el Santo Oficio. Y así es lo
corriente y muy verdadera la psicología del maestro de Le Desciple
[sic], de Bourget. Estúdiese, si no, la vida de Spinoza, la de
Kant, la de tantos otros pensadores heroicos.

Rizal, el soñador valiente, me resulta una voluntad débil é
irresoluta para la acción y la vida. Su retraimiento, su timidez,
atestiguada cien veces, su vergonzosidad, no son más que una forma
de esa disposición hamletiana. Para haber sido un revolucionario
práctico le habría hecho falta la mentalidad simple de un Andrés
Bonifacio. Fue, creo, un vergonzoso y dubitativo.

Y estos héroes anteriores, estos grandes conquistadores del mundo
íntimo, cuando la acción les arrastra, aparecen héroes también,
héroes por fuerza, de la acción. Leed sin prejuicio la vida de
Lutero, de aquel gigante del corazón, que nunca pudo saber adónde
le arrastraba su sino. Era un instrumento de la Providencia, como
lo fue Rizal.

Rizal previó su fin, su fin glorioso y trágico; pero lo previó
pasivamente, como el protagonista de una tragedia griega. No fue á
él, sino se sintió á él arrastrado. Y pudo decir: ¡Hágase, Señor,
tu voluntad y no la mía!

Es la historia misma de tantos hombres providenciales que
cumplieron un destino sin habérselo propuesto, y que, encerrados en
sí, construyendo sus sueños para dárselos á los demás como consuelo
y esperanza, resultaron caudillos.

Dice en alguna parte Retana que Rizal fue un místico. Admitámoslo.
Sí, fue un místico, y como tantos místicos, desde su torre de
estilita, con los ojos en el cielo y los brazos en alto, guió á su
pueblo á la lucha y á la vida.

Rizal fue un escritor, ó, digamos más bien, un hombre que escribía
lo que pensaba y sentía. Y como escritor es como hizo su obra.

II
El escritor

En este libro se hallarán juicios de Rizal como escritor; en él se
le examina como literato.

Hay que hacer notar ante todo, y Retana no lo omite, que Rizal
escribió sus obras en castellano, y que el castellano no era su
lenguaje nativo materno, ó, por lo menos, que no era el lenguaje
indígena y natural de su pueblo. El castellano es en Filipinas,
como lo es en mi país vasco, un lenguaje adventicio y de reciente
implantación, y supongo que hasta los que lo han tenido allí como
idioma de cuna, como lengua en que recibieron las caricias de su
madre y en que aprendieron á rezar, no han podido recibirlo con
raíces.

Juzgo por mí mismo. Yo aprendí a balbucir en castellano, y
castellano se hablaba en mi casa, pero castellano de Bilbao, es
decir, un castellano pobre y tímido, un castellano en mantillas, no
pocas veces una mala traducción del vascuence. Y los que habiéndolo
aprendido así tenemos luego que servirnos de él para expresar lo
que hemos pensado y sentido, nos vemos forzados á remodelarlo, á
hacernos con esfuerzo una lengua. Y esto, que es en cierto respecto
nuestro flaco como escritores, es á la vez nuestro fuerte.

Porque nuestra lengua no es un caput mortuum, no es algo que hemos
recibido pasivamente, no es una rutina, sino que es algo vivo y
palpitante, algo en que se ve nuestro forcejeo. Nuestras palabras
son palabras vivas; resucitamos las muertas y animamos de nueva
vida á las que la tenían lánguida. Heñimos nuestra lengua, nuestra
por derecho de conquista, con nuestro corazón y nuestro cerebro.

Retana aplica a Rizal la tan conocida distinción entre lenguaje y
estilo, y la clarísima doctrina de que se puede tener un estilo
propio y fuerte ó amplio con un lenguaje defectuoso, y, por el
contrario, ser correctísimo y atildadísimo en la dicción,
careciendo en absoluto de estilo propio.

La distinción se ha hecho mil veces; pero no llegan á penetrar en
ella estos bárbaros que piensan en castellano por herencia y
rutina, y que andan á vueltas con la gramática y con el desaliño.
Hay que dejarlos. Toda su miserable literatura se hundirá en el
olvido, y dentro de poco nadie se acordará de sus bárbaros remedos
del lenguaje del siglo XVII ó XVI, nadie tendrá en cuenta sus
fatigadas y fatigosas vaciedades sonoras.

El estilo de Rizal es, por lo común, blando, ondulante, sinuoso,
sin rigideces ni esquinas, pecando, si de algo, de difuso. Es un
estilo oratorio y es un estilo hamletiano, lleno de indecisiones en
medio de la firmeza de pensamiento central, lleno de
conceptuosidades. No es el estilo de un dogmático.

Vertió, como Platón, sus ideas en diálogos, pues no otra cosa sino
diálogos sociológicos, y á las veces filosóficos, son sus novelas.
Necesitaba de más de un personaje para mostrar la multiplicidad de
su espíritu. Dice Retana que Rizal es el Ibarra y no el Elías de
Noli me tángere, y yo creo que es uno y otro, y que lo es cuando se
contradicen. Porque Rizal fue un espíritu de contradicciones, un
alma que temía la revolución, ansiándola en lo íntimo de sí; un
hombre que confiaba y desconfiaba á la vez en sus paisanos y
hermanos de raza, que los creía los más capaces y los menos capaces
— los más capaces cuando se miraba a sí, que era de su sangre, y
los más incapaces cuando miraba á otros. Rizal fue un hombre que
osciló entre el temor y la esperanza, entre la fe y la
desesperación. Y todas estas contradicciones las unía en un haz su
amor ardiente, su amor poético, su amor, hecho de ensueños, á su
patria adorada, á su región del sol querida, perla del mar de
Oriente, su perdido edén.

Este Quijote-Hamlet tagalo encontró en un afecto profundísimo, en
una pasión verdaderamente religiosa —pues religioso fue, como diré
más adelante, su culto á su patria, Filipinas, el foco de sus
contradicciones y el fin de su entusiasmo por la cultura. Quería la
cultura; pero la quería para su pueblo, para redimirlo y
ensalzarlo. Su tema constante fue el de hacer á los filipinos
cultos é ilustrados, hacerlos hombres completos. Y le repugnaba la
revolución, porque temía que pusiera en peligro la obra de la
cultura. Y, sin embargo de temerla, tal vez la deseaba á su pesar.

Rizal, alma profundamente religiosa, sentía bien que la libertad no
es un fin, sino un medio; que no basta que un hombre ó un pueblo
quiera ser libre si no se forma una idea —un ideal más bien  del
empleo que de esa libertad ha de hacer luego.

Rizal no era partidario de la independencia de Filipinas; esto
resulta claro de sus escritos todos. Y no lo era por no creer á su
patria capacitada para la nacionalidad independiente, por estimar
que necesitaba todavía el patronato de España y que ésta siguiera
amparándola -ó que la amparara más bien- hasta que llegase á su
edad de emancipación. Pensamiento que vieron muy bien los que le
persiguieron, aquellos desgraciados españoles que no se formaron
jamás noción humana de lo que debe ser una metrópoli y que
estimaron siempre las colonias como una finca, poblada de indígenas
á modo de animales domésticos, que hay que explotar.

Y ¡cómo la explotaban! ¡Con qué desprecio al español filipino, al
compatriota colonial! Este desprecio, más bien que opresiones y
vejaciones de otra clase, ese bárbaro y anticristiano desprecio lo
llevó siempre Rizal en su alma como una espina. Sintió en sí todas
las humillaciones de su raza. Fue un símbolo de ésta.

III
El tagalo

Rizal fue, en efecto, un símbolo, en el sentido etimológico y
primitivo de este vocablo; es decir, un compendio, un resumen de su
raza. Y como todo hombre que llega á simbolizar, á compendiar un
pueblo, uno de los pocos hombres representativos de la humanidad en
general.

Se comprende que Rizal sea hoy el ídolo, el santo de los malayos
filipinos. Es un hombre que parece decirles: "Podéis llegar hasta
mí; podéis ser lo que fui yo, pues que sois carne de mi carne y
sangre de mi sangre."

Dicen los protestantes unitarianos, es decir, aquellos que no
admiten el dogma de la Trinidad ni el de la divinidad de
Jesucristo, que el creer á Jesús un puro hombre y no más que un
hombre, un hombre como los demás, aunque aquél en quien se dio más
viva y más clara la conciencia de la filialidad respecto á Dios;
que el creer esto es una creencia mucho más piadosa y consoladora
que la de creer al Cristo un Dios-hombre, la segunda persona de la
Trinidad encarnada, porque, si Cristo fue hombre, cabe que
lleguemos los demás hombres adonde él llegó; pero, si fue un Dios,
se nos hace imposible el igualarle.

Y he leído en un escrito mejicano que la vida y la obra del gran
indio Benito Juárez ha sido un ejemplo y una redención para muchos
indios mejicanos, que han visto á uno de los suyos, de pura sangre
americana, llegar á encarnar en un momento á la patria, ser su
conciencia viva y llevar en su alma estoica y religiosa
religiosamente estoica  los destinos de ella. Muchos de los
blancos y de los mestizos que rodeaban á Juárez podrían haber
tenido, y tuvieron algunos, más inteligencia y más ilustración que
él; pero ninguno tuvo un corazón tan bien templado y un sentimiento
tan profundo y tan religioso de la patria como aquel abogado
indígena, de pura sangre americana, que no aprendió el castellano
sino ya talludito, y que, al perder la fe en los dogmas católicos
en que su pariente el cura le educara, trasladó esa fe á los
principios de derecho que aprendió en las aulas para aplicarlos á
su patria, Méjico, sentida como un poder divino.

En las aulas también es donde Rizal cobró su conciencia de tagalo;
en las aulas, en que le aleccionaron blancos incomprensivos,
desdeñosos y arrogantes. Es él mismo quien en el capítulo XIV, "Una
casa de estudiantes", de su novela El Filibusterismo, nos dice:
"Las barreras que la política establece entre las razas desaparecen
en las aulas como derretidas al calor de la ciencia y de la
juventud." Y es lo que anheló para su patria: ciencia y juventud
—juventud, no niñez  que derritieran las barreras entre las razas.

Estas barreras, y más aún que las legales las establecidas por las
costumbres, atormentaban el alma generosa de Rizal. La conciencia
de su propia raza, conciencia que debía á su superioridad personal,
fecundada por la educación, esa conciencia lo fue de dolor. Con
hondo, con hondísimo sentido poético pudo llamar á Filipinas en su
último canto, el de despedida: ¡Mi patria idolatrada, dolor de mis
dolores! Sí, su patria fue su conciencia, porque en él cobró
Filipinas conciencia de sí, y en él, Cristo de ella, se redimió
sufriendo.

Rizal tuvo que sufrir la petulante brutalidad del blanco, para la
cual no hay más palabra que una palabra griega: authadía. La cual
significa la complacencia que uno siente de sí mismo, la
satisfacción de ser quien es, el recrearse en sí propio, y luego,
en sentido corriente, arrogancia, insolencia. Y esto es el blanco:
arrogante, insolente, authádico. Y arrogante por incomprensión del
alma de los demás, por asimpatía, es decir, por incapacidad de
entrar en las almas de los otros y ver y sentir el mundo como ellos
lo ven y lo sienten.

Sería curiosísimo hacer una revista de todas las tonterías y todos
los desatinos que hemos inventado los hombres de la raza blanca ó
caucásica para fundamentar nuestra pretensión á la superioridad
nativa y originaria sobre las demás razas. Aquí entrarían desde
fantasías bíblicas hasta fantasías pseudo-darwinianas, sin olvidar
lo del dólico-rubio y otras ridiculeces análogas. Cualidad que nos
distingue es un privilegio ó una ventaja, aquella de que carecemos
es un defecto. Y cuando nos encontramos con un caso como el
reciente del Japón, no sabemos por dónde salir.

Rizal tuvo esta preocupación etnológica, y en las páginas 137 y 138
de este libro puede leerse sus conclusiones á tal respecto. Y en
diferentes ocasiones, sobre todo en sus anotaciones al libro
Sucesos de las Islas Filipinas, del Dr. Antonio de Morga, puede
verse cómo trató de sincerar á sus paisanos de los cargos que el
blanco les hacía.

En la pág. 23 de este libro habrá visto el lector lo que el Prof.
Blumentritt cuenta respecto á que Rizal ya desde pequeño se
encontraba grandemente resentido por verse tratado por los
españoles con cierto menosprecio, sólo por ser indio. Las
manifestaciones de Blumentritt al respecto no tienen desperdicio.

Para casi todos los españoles que han pasado por Filipinas, el
indio es un pequeño niño que jamás llega á la mayor edad.
Recordemos que los graves sacerdotes egipcios consideraban á los
griegos como unos niños, y reflexiónese en si nuestros españoles no
hacían allí, á lo sumo, el papel de egipcios de la decadencia entre
griegos incipientes, griegos en la infancia social.

Otros hablan del servilismo del indio, y á este respecto sólo me
ocurre considerar lo que pasa aquí, en la Península, en que se
considera como los más serviles á los nativos de cierta región,
siendo éstos los que tienen acaso más desarrollado el sentimiento
de la libertad y la dignidad interiores. Un barrendero con su
escoba por las calles, un aguador con su cuba, puede tener y suele
tener más fino sentimiento de su dignidad y su independencia que el
hidalgo hambrón que le desdeña y anda solicitando empleos ó
mercedes. El servilismo suele vestirse aquí con arrogante ropilla
de hidalgo, y el mendigo insolente que llevamos dentro se emboza en
su arrogancia. Nuestra literatura picaresca nos dice mucho al
respecto.

Rizal tenía un fino sentido de las jerarquías sociales, no olvidaba
jamás el tratamiento que á cada uno se le debía. Es interesantísimo
lo que cuenta Retana de que en las recepciones oficiales en Dapitan
saludaba á los presentes por orden de jerarquía; pero en las
reuniones familiares, primero lo hacía á las señoras, aun siendo
indias. Esto, que es un rasgo á la japonesa, no eran capaces de
apreciarlo en todo su valor los oficiales insolentes con sus
subordinados y rastreros con sus superiores, ó los frailes zafios,
hartos de borona ó de centeno en su tierra, que tuteaban á todo
indio.

"Aquí viene lo más perdido de la Península, y si llega uno bueno,
pronto le corrompe el país", dice un personaje de Noli me tángere.
No discutiré la mayor ó menor exactitud de esa afirmación
—afirmación que, por injusta que sea, se ha formulado mil veces en
España; pero ¡qué españoles debió de conocer Rizal en Filipinas! Y,
sobre todo, ¡qué frailes! Porque los frailes se reclutan aquí, por
lo general, entre las clases más incultas, entre las más zafias y
más rústicas. Dejan la esteva ó la laya para entrar en un convento;
les atusan allí el pelo de la dehesa con latín bárbaro y
escolástica indigesta, y se encuentran luego tan rústicos é
incultos como cuando entraron, convertidos en padres y objeto de la
veneración y el respeto de no pocas gentes. ¿No ha de
desarrollárseles la authadia, la soberbia gratuita? Trasládesele á
un hombre en estas condiciones á un país como Filipinas; póngasele
entre sencillos indios tímidos, ignorantes y fanatizados, y dígase
lo que tiene que resultar.

En cierta ocasión no pude resistir las insolencias petulantes de un
escocés, y encarándome con él le dije: "Antes de pasar adelante
permítame una observación: Usted reconocerá conmigo que, por ser
Inglaterra tomada en conjunto y como nación más adelantada y culta
que Portugal ó Albania, no puede tolerarse que el más bruto y el
más inculto de los ingleses se crea superior al más inteligente y
culto de los portugueses ó albaneses, ¿no es así?" Y como el hombre
asintiera, concluí: "Pues bien: usted figura en Inglaterra, por las
pruebas que hoy está dando, en lo más bajo de la escala de cultura,
y yo en España, lo digo con la modestia que me caracteriza, en lo
más alto de ella; de modo que hemos concluído, porque de mí a usted
hay más distancia que España á Inglaterra, sólo que en orden
inverso." Y esto creo que pudieron decir no pocos indios y
mesticillos vulgares á los graves y cogolludos padres que los
desdeñaban.

Léase en la página 35 de este libro cómo Rizal estuvo en 1880 por
primera vez en el palacio de Malacañang por haber sido atropellado
y herido en una noche oscura por la Guardia civil, porque pasó
delante de un bulto y no saludó, y el bulto resultó ser el teniente
que mandaba el destacamento. Y relaciónese este suceso con la
traducción que hizo Rizal más tarde al tagalo del drama Guillermo
Tell, de Schiller, en que se apresa á Tell por no haber saludado al
bastón á que coronaba el sombrero del tirano Gessler.

Todas estas humillaciones herían aquella alma sensible y
delicadísima del poeta; no podía sufrir las brutalidades del blanco
y zafio y nada soñador, de los Sansones Carrascos que por allá
caían, de aquellos duros españoles heñidos con garbanzo ó con
borona.

Y todo el sueño de Rizal fue redimir, emancipar el alma, no el
cuerpo de su patria. ¡Todo por Filipinas! Escribía al P. Pastells,
jesuíta, á propósito de la causa á cuya defensa dedicó sus
talentos: "La caña, al nacer en este suelo, viene para sostener
chozas de nipa y no las pesadas moles de los edificios de Europa."
Pensamiento delicadísimo, cuyo alcance todo dudo mucho que
comprendiera el P. Pastellas ni ningún otro jesuíta español. Y
éstos eran allí de lo mejorcito...

Rizal no pensó nunca sino en Filipinas; pero tampoco Jesús quiso
salir nunca de Judea, y dijo á la cananea que había sido enviado
para las ovejas perdidas del reino de Israel tan sólo. Y de aquel
rincón del mundo, en el que nació y murió, irradió su doctrina á
todo el orbe.

Rizal, la conciencia viva filipina, soñó una antigua civilización
tagala. Es un espejismo natural; es el espejismo que ha producido
la leyenda del Paraíso. Lo mismo ha pasado en mi tierra vasca,
donde también se soñó en una antigua civilización euscalduna, en un
patriarca Aitor y en toda una fantástica prehistoria dibujada en
nubes. Hasta han llegado á decir que nuestros remotos abuelos
adoraron la cruz antes de la venida de Cristo. Pura poesía.

En esta poesía mecí yo los ensueños de mi adolescencia, y en ella
los meció aquel hombre singular, todo poeta, que se llamó Sabino
Arana, y para el cual no ha llegado aún la hora del completo
reconocimiento. En Madrid, ese hórrido Madrid, en cuyas clases
voceras se cifra y compendia toda la incomprensión española, se le
tomó a broma ó á rabia, se le desdeñó sin conocerle ó se le
insultó. Ninguno de los desdichados folicularios que sobre él
esciribieron algo conocía su obra, y menos su espíritu.

Y saco á colación á Sabino Arana, alma ardiente y poética y
soñadora, porque tiene un íntimo parentesco con Rizal, y como Rizal
murió incomprendido por los suyos y por los otros. Y como Rizal
filibustero, filibustero ó algo parecido fue llamado Arana.

Parecíanse hasta en detalles que se muestran nimios y que son, sin
embargo, altamente significativos. Si no temiera alargar demasiado
este ensayo, diría lo que creo significa el que Arana emprendiese
la reforma de la ortografía eusquérica ó del vascuence y Rizal la
del tagalo.

Y este indio fue educado por España y España le hizo español.

IV
El español

Español, sí, profunda é íntimamente español, mucho más español que
aquellos desgraciados ¡perdónalos, Señor, porque no supieron lo
que se hacían!  que sobre su cadáver, aún caliente, lanzaron como
un insulto al cielo, aquel sacrílego ¡viva España!

Español, sí.

En lengua española pensó, y en lengua española dio á sus hermanos
sus enseñanzas; en lengua española cantó su último y tiernísimo
adiós á su patria, y este canto durará cuanto la lengua española
durare; en lengua española dejó escrita para siempre la Biblia de
Filipinas.

"¿A qué venís ahora con vuestra enseñanza del castellano —dice
Simoun en El Filibusterismo, pretensión que sería ridícula si no
fuese de consecuencias deplorables? ¡Queréis añadir un idioma más á
los cuarenta y tantos que se hablan en las islas para entenderos
cada vez menos!...

"Al contrario, repuso Basilio; si el conocimiento del castellano
nos puede unir al Gobierno, en cambio puede unir también á todas
las islas entre sí!"

Y este es el punto de vista sólido.

Cuando los romanos llegaron á España, debían de hablarse aquí
tantas lenguas por lo menos como en Filipinas cuando allí arribó mi
paisano Legazpi. El latín resultó una manera de entenderse los
pueblos todos españoles entre sí, y el latín nos unificó, y el
latín hizo la Patria. Y pudiera muy bien ser que el castellano, el
español, y no el tagalo, haga la unidad espiritual de Filipinas.

En reciente carta que desde Manila me escribe el docto y culto
filipino D. Felipe G. Calderón me dice: "Por un contrasentido que
para V. tal vez no tenga explicación y que para nosotros es
perfectamente explicable, me complazco en decirle que hoy se habla
(aquí) más castellano que nunca, y la razón es bien clara, si se
considera que actualmente han aumentado los establecimientos
docentes, sobre la base del castellano; hay mayor movimiento de
libros y de periódicos, ya que ha desaparecido la censura previa, y
la mano férrea del fraile obstruía todo conato, toda tentativa de
estudiar castellano.

"Usted que ha leído el Noli me tángere puede apreciar cuál era la
labor obstruccionista del fraile contra el castellano, por el
capítulo "Aventuras de un maestro de escuela"; y la famosa Academia
de castellano de que se habla en El Filibusterismo es una realidad
en que tomé parte activa y el entonces Director de Administración
civil, D. Benigno Quiroga Ballesteros.

"Las escuelas públicas están aquí organizadas sobre la base del
inglés; pero su resultado no es tan lisonjero para dicha lengua,
pues aun los estudiantes en las escuelas oficiales cultivan
paralelamente el inglés y el castellano, ya que éste es la lengua
social, como el inglés es el oficial y el dialecto de cada
localidad la del hogar.

"Para probarle a V. el poco éxito que alcanza el inglés, bástele el
dato siguiente: Por el Código civil de Procedimientos promulgado en
1901 se dispuso que desde este año se hablaría el inglés en los
tribunales de justicia; pero en vista de que ni los jueces
filipinos, ni los abogados, ni siquiera los magistrados de la Corte
Suprema estaban en condiciones de aceptar tal reforma, se ha tenido
que dictar una ley prorrogando por diez años más el uso del
castellano en los tribunales de justicia.

"Consecuencia de semejante ley es que el pueblo filipino haya visto
que sin el inglés también se puede vivir y no se hagan esfuerzos,
como en un principio, por aprender el idioma."

El castellano, la lengua de Rizal, es la lengua social de
Filipinas. ¿No se debe á Rizal más que á otro cualquiera de los
hombres la conservación en Filipinas de esta lengua, en que va lo
mejor, lo más puro de nuestro espíritu? ¡Instructivo destino el de
nuestra España! Empieza á ser de veras querida y respetada cuando
deja de dominar. En todas las que fueron sus colonias se le quiere
más y mejor cuando ya de ella no dependen. Se le hace justicia
luego que se sacude su yugo. Así ha pasado en Cuba, así en la
América española toda, así en Filipinas. ¿Es que hay dos Españas?

Como los que leen este ensayo han leído antes el libro de Retana,
resulta inútil tratar de probarles que Rizal quería á España como á
su nodriza espiritual, como á su maestra, como á la nodriza
espiritual de Filipinas, su patria. La quería con cariño
inteligente y cordial, y no con el ciego y brutal egoísta instinto
de aquellos desgraciados que lanzaron el sacrílego viva sobre el
cadáver del gran tagalo.

Rizal vivió y se educó en España, y pudo conocer otros españoles
que los frailes y los empleados de la colonia.

Los juicios todos de Rizal sobre España, son de una moderación, de
una serenidad, de una simpatía honda, de un afecto que sólo podían
escapar á los bárbaros que pretenden, tranca en mano, hacernos
lanzar un ¡viva España! sin contenido alguno y que brote, no del
cerebro ni del corazón, sino del otro órgano, de donde le salen al
bárbaro las voliciones enérgicas. No podían comprender el
españolismo de Rizal esos pobres inconcientes que sienten frío por
la espalda cuando ven tremolar la bandera roja y gualda. (Y esto
porque gualda y espada son consonantes.)

Es inútil insistir en esto.

Dice Retana: "Tan español era, que de tanto serlo se derivaba aquel
su orgullo personal imponderable, sin límites; él no quería ser
menos español que el que más lo fuese. Por eso precisamente, por
ser tan español, se le juzgaba "filibustero"."

V
El filibustero

Ya tenemos aquí el mote, el chibolete.

Oigamos á Rizal mismo lo que nos dice en el capítulo XXXV,
"Comentarios", de su Noli me tángere:

"Los padres blancos han llamado á D. Crisostomo plibastero. Es
nombre peor que tarantado (atolondrado) y saragata, peor que
betelapora, peor que escupir en la hostia en Viernes Santo. Ya os
acordáis de la palabra ispichoso, que bastaba aplicar á un hombre
para que los civiles de Villa Abrille se le llevasen al desierto ó
á la cárcel; pues plibastiero [sic]es peor. Según decían el
telegrafista y el directorcillo, plibastiero dicho por un
cristiano, un cura ó un español á otro cristiano como nosotros,
parece santus deus con requimiternam; si te llaman un vez
plibastiero, ya puedes confesarte y pagar tus deudas, pues no te
queda más remedio que dejarte ahorcar."

¡Qué precioso pasaje! ¡Cuán al vivo se nos muestra en él ese
terrible poderío que ejercen las palabras donde las ideas son
miserables ó andan ausentes! Ese terrible plibastero ó filibustero,
lo mismo que hoy el mote de separatista, era un chibolete, una mera
palabra tan vacía de contenido como el vacío ¡viva España! con que
se quería y se quiere rellenar la inanidad de propósitos.

Tiene razón Retana; "si los enemigos de Rizal hubiesen visto el
dibujo que éste hizo de su casa de Calamba, y que mandó al profesor
Blumentritt, habrían dicho que el dibujo ¡era también filibustero!"
(página 145). Y tiene razón al añadir que las doctrinas de Rizal
respecto á Filipinas no iban más allá que van respecto á Cataluña ó
á Vasconia las de muchos catalanes y vascongados á quien se les
deja, por hoy al menos, vivir tranquilos.

Fueron los españoles, hay que decirlo muy alto, fueron sobre todo
los frailes —los zafios é incomprensivos frailes  los que
estuvieron empujando á Rizal al separatismo. Y las cosas se repiten
hoy, y son los demás españoles los que se empeñan en impulsarnos á
catalanes y vascos al separatismo.

Oigamos lo que dice en el capítulo LXI de Noli me tángere un
personaje de Rizal, es decir, uno de los varios hombres que en
Rizal había. Dice:

"¡Ellos me han abierto los ojos, me han hecho ver la llaga y me
fuerzan á ser criminal! Y pues que lo han querido, seré
filibustero, pero verdadero filibustero; llamaré á todos los
desgraciados... Nosotros, durante tres siglos, les tendemos la
mano, les pedimos amor, ansiamos llamarlos nuestros hermanos; ¿cómo
nos contestan? Con el insulto y la burla, negándonos hasta la
cualidad de seres humanos."

Y así llegó Bonifacio, el bodeguero, el no intelectual, é hizo la
revolución.

¡Filibustero! Volved á leer en la página 262 de este libro lo que
la prensa de la Metrópoli, esta miserable é incomprensiva prensa,
una de las principales causantes de nuestro desastre, dijo de
Rizal. Lo mismo que dijo de Arana.

Tiene razón Retana al decir que el ideal separatista mismo es
lícito, como ideal, en la Península. Se puede discutir la Patria;
es más, debe discutírsela. Sólo discutiéndola llegaremos a
comprenderla, á tener conciencia de ella. Nuestra desgracia es que
España no significa hoy nada para la inmensa mayoría de los
españoles, y una nación, lo mismo que un individuo, languidece y
acaba por perecer si no tiene más resorte de vida que el mero
instinto de conservación.

La España del ¡viva España! sacrílego que se lanzó sobre el cadáver
de Rizal es la España de los explotadores, los brutos y los
imbéciles; la España de los tiranuelos y de sus esclavos; la España
de los caciques y los dueños de grandes latifundios; la España de
los que sólo viven del presupuesto sin ideal alguno.

Rizal quiso dar contenido á España en Filipinas, y como para llenar
ese contenido sobraban frailes y brutos, á Rizal se le acusó de
filibustero.

En la tristísima acusación fiscal contra el gran español y gran
tagalo —de ella trataré en seguida  se decía que á España le
sobraban alientos y energías para no tolerar que el pabellón
español dejase de flotar en aquellas regiones descubiertas y
conquistadas por la intrepidez y el arrojo de nuestros antepasados;
y á estas frases, de detestable y perniciosa retórica, les pone
Retana un comentario muy justo. Las Islas Filipinas, en efecto, no
fueron conquistadas con arrojo y con intrepidez, sino que fueron
ganadas por medio de la persuasión y pactos con los régulos
indígenas, sin que apenas se derramara la sangre. "El general en
jefe de la conquista añade Retana  llamóse Miguel López de
Legazpi, un bondadoso y viejo escribano que en los días de su vida
desenvainó la tizona."

Sí; las Filipinas las ganó para España mi paisano Legazpi —uno de
los hombres más representativos de mi raza vasca, como lo fue
también muy representativo de ella, la suya y la mía, Urdaneta; y
las ganó con el cerebro y no con el otro órgano de donde han sacado
sus determinaciones no pocos de los conquistadores á lo Pizarro, de
espada y tranca.

Así, con el cerebro, las ganó Legazpi, el bondadoso escribano
vasco. Y ¿cómo se perdieron? Vamos á verlo.

Veamos el proceso de Rizal.

VI
El proceso

Al llegar á esta parte de mi trabajo me invade una gran tristeza, y
á la vez la conciencia de la gravedad de cuanto tengo que decir.
Los hechos que voy á juzgar pertenecen ya á la Historia, aunque
vivos los más de los actores que en ellos intervinieron. Para todos
personalmente quiero las mayores consideraciones. Dios y España les
perdonarán lo que hicieron, en atención á que lo hicieron sin saber
lo que se hacían y obrando, no como individuos concientes de sí
mismos y autónomos, sino como miembros de una colectividad, de una
corporación enloquecida por el miedo. El miedo y sólo el miedo, el
degradante sentimiento del miedo, el miedo y sólo el miedo fue el
inspirador del Tribunal militar que condenó á Rizal.

Dice Retana hablando del fusilamiento de Rizal que,
"afortunadamente, á España no le alcanza la responsabilidad de los
errores cometidos por algunos de sus hijos" (pág. 188). Siento
discrepar aquí de Retana. Creo, en efecto, que desgraciadamente le
alcanza á España responsabilidad en aquel crimen; creo más, y lo
digo como lo creo: creo que fue España quien fusiló á Rizal. Y le
fusiló por miedo.

Por miedo, sí. Hace tiempo que todos los errores públicos, que
todos los crímenes públicos que se cometen en España, se cometen
por miedo; hace tiempo que sus corporaciones é institutos todos,
empezando por el Ejército, no obran sino bajo la presión del miedo.
Todos temen ser discutidos, y para evitarlo pegan cuando pueden
pegar. Y pegan por el miedo. Por miedo se fusiló a Rizal, como por
miedo pidió el Ejército la aborrecible y absurda ley de
Jurisdicciones, y por miedo se la votó el Parlamento.

El escrito de acusación del señor teniente fiscal D. Enrique de
Alcocer y R. De Vaamonde es, como el dictamen del auditor general
D. Nicolás de la Peña, una cosa vergonzosa y deplorable. Es decir,
lo serían si estos señores hubiesen obrado por sí y ante sí,
autonómicamente, y no como pedazos de un instituto y de una
sociedad sobrecojidos por el miedo. Retana ha desmenuzado la
horrenda y desatinada acusación del Sr. Alcocer.

En el fondo de todo ello no se ve más que el miedo y el odio á la
inteligencia, miedo y odio muy naturales en el instituto á que los
señores Alcocer y Peña pertenecían. Dice Retana que fusilar á Rizal
por los motivos por que le fusilaron, es como si en Rusia se
intentase fusilar á Tolstoi. Creo que buenas ganas se les pasan de
ello á no pocos. Yo sé que cuando se sustanciaba en Barcelona, hace
ya años, el proceso por el bárbaro atentado del Liceo, el Juez
militar que actuaba en él y tenía la colección de una revista en
que colaboramos mi compañero de claustro el Sr. Dorado Montero,
prestigiosísimo criminalista, y yo, se dejó decir: "A estos, á
estos dos señores catedráticos quisiera yo atraparlos y verían lo
que es bueno." Si hubiera sido en Filipinas, á estas horas mi
compañero el Sr. Dorado Montero y yo dormiríamos el eterno sueño de
los mártires del pensamiento.

Lo más terrible de la jurisdicción militar es que no sabe
enjuiciar; es que la educación que reciben los militares es la más
opuesta á la que necesita quien ha de tener oficio de juzgar.
Pecan, no por mala intención, sino por torpeza, por incapacidad. Y
pecan unas veces por carta de más y otras por carta de menos.

En una corporación cualquiera, y muy en especial en el Ejército, la
inteligencia individual y la independencia de juicio llegan á
considerarse como un peligro. El que manda más es el que tiene más
razón. La disciplina exige someter el criterio personal á la
jerarquía. Sólo á este precio se robustece el instituto. Y así en
el Ejército, y, lo que es más, hasta en el Profesorado en cuanto
Cuerpo, siendo como es su misión difundir la cultura, se mira con
recelo y hasta se odia calladamente á la inteligencia individual.
Sabidas son las conminaciones de los Santos Padres á ella; sabido
es cuanto han dicho de los que se creen sabios. La inteligencia, se
dice, lleva á la soberbia; hay que someter el juicio propio.

Y esto, que es natural y es disculpable, pues arranca de un
principio de vida de toda corporación ó instituto, esto se agrava
cuando estos institutos se encuentran en forma de desarrollo
rudimentario. Cuanto menos perfecta es una corporación, tanto mayor
es el miedo y el odio á la inteligencia que en ella se desarrolla.
Y nuestro ejército, como ejército lo mismo que nuestro clero, como
clero, y nuestro profesorado, como profesorado  se encuentra en un
estado muy rudimentario de desarrollo. Su inteligencia colectiva es
inferior al promedio de las inteligencias individuales que la
componen, con no ser este promedio, como no lo es en España, muy
elevado. Pero esa su inteligencia colectiva rudimentaria tiene
cierta conciencia, aunque oscura, de su rudimentariedad, y trata de
defenderse contra las inteligencias individuales corrosivas. Dudo
que haya ejército en que se abrigue más indiferencia, cuando no
desdén, respecto á las inteligencias individuales que dentro de él
hay, como en el nuestro, y duda que haya otro en que se rinda tanto
culto al arrojo ciego, al coraje instintivo. Son legión los
militares españoles que contestarían lo que se dice contestó Prim á
un general extranjero que le preguntaba cómo se hacen las
guerrillas; son legión los que, á pesar de las lecciones
presenciadas y no recibidas, siguen creyendo que la guerra no se
hace con el cerebro principalmente, sino con lo otro. Y lo otro no
es tampoco el valor. Porque el valor tiene más de cerebral que de
testicular. Y en todo caso es cordial.

Y entiéndase bien que esto que digo de nuestro ejército lo aplico
mutatis mutandis á las demás instituciones, empezando por aquella á
que pertenezco.

Es —se me dira  que en el proceso de Rizal anduvieron auditores de
guerra, verdaderos letrados! El letrado que ingresa en la milicia,
para formar parte del Cuerpo jurídico militar, lo mismo que los
demás auxiliares, se asimilan el espíritu general del Cuerpo. El
uniforme, estrecho y rígido, puede en ellos más que la amplia toga.

Desde el día mismo en que se le pone quilla á un buque de guerra en
el astillero tiene ya su dotación completa, y allí el comandante
manda más que el ingeniero naval. Me decía un médico de la Armada
en cierta ocasión: "¿Usted creerá que al entrar un buque en fuego y
tener que jugar la artillería, la maniobra estará supeditada á lo
que el oficial de artillería ordene? Pues no, señor; allí manda el
comandante. Y si no se les ocurre curar á los heridos ó decir misa,
es porque desdeñan estas funciones."

Y así en todo en la milicia. Los combatientes, aquellos cuya
función propia es pelear, desdeñan á los Cuerpos auxiliares; pero
éstos, los auxiliares, tratan siempre de asimilarse á aquéllos,
aunque acaso también desdeñándolos. Aquello del desdén con el
desdén es una fórmula genuinamente española.

Los letrados que intervinieron en el proceso de Rizal lo hicieron
como militares, y como militares, influídos por aquellos
desdichados frailes y sus similares, dominados por el miedo.

A la luz de estas consideraciones dolorosísimas hay que leer la
vergonzosa acusación contra Rizal, y el dictamen y el informe.
Cierto es que la defensa del Sr. Taviel de Andrade es un documento
de serenidad y de juicio; pero ¡qué obligada timidez en ella! Hay,
de todos modos, que salvar al defensor; el miedo no hizo en él
tanta presa.

El pobre auditor Sr. Peña se metió á juzgar de la capacidad
intelectual del acusado, y esto me recuerda las tonterías del
magistrado que al absolver la Madame Bovary, de Flaubert, se metió
á juzgar de su mérito literario, lo que le valió aquel soberano
ramalazo del gran novelista, que no podía consentir que un
magistrado vulgar se metiese á criticar desde su sitial de
administrar justicia.

Es natural que en el ambiente de miedo que se respiraba en Manila
en los días del proceso de Rizal fuera difícil evadirse del
contagio. Hay que leer en este libro cómo los que se llamaban
ministros de Cristo predicaban el exterminio. Es su costumbre;
quieren meter la fe, ó lo que sea, en las cabezas de los demás
rompiéndoselas á cristazos.

Repito que fue España la que fusiló á Rizal. Y si se me dijese que
aquí no se fusila ya por ideas y que aquí no se habría fusilado á
Rizal, contestaré que es cierto, pero es porque aquí estamos más
cerca de Europa. Y Europa, además, cuando se trata de atropellos
que una nación comete en sus colonias, se encoge de hombros, pues
¿cuál de sus naciones está libre de esta culpa? La ética de una
nación europea es doble y cambia cuando se trata de colonias.

Y todo ello lo sancionó el general Polavieja, cuya mentalidad
correspondía, según mis informes, por lo rudimentaria, á lo
rudimentario de la inteligencia colectiva que bajo la presión del
miedo dictó aquel fallo.

Rizal fue condenado á muerte; pero aún faltaba otro acto, y es el
de la conversión. La espada cumplió su oficio —un oficio para el
que no sirve la espada; faltaba el hisopo cumplir el suyo, un
oficio también para el que no sirve el hisopo.

Veamos la conversión .

VII
La conversión

Rizal, educado en el catolicismo, no llegó a ser nunca en rigor un
librepensador, sino un librecreyente. A los jesuitas que le
visitaron cuando estaba en capilla les pareció un protestante, y de
protestante ó simpatizador del protestantismo, así como de
germanófilo fue tratado más de una vez.

Entre nosotros, los españoles, apenas hay idea de lo que el
protestantismo es y significa, y el clero católico español es de lo
más ignorante al respecto. No hay nada más disparatado que la idea
que del protestantismo se forma un cura español, aun de los que
pasan por ilustrados. Hay muchos que se atienen al libro, tan
endeble y pobre, de Balmes, y quienes repiten el famoso y
desdichado argumento de Bossuet.

Ayuda á corroborar y perpetuar este concepto lo que oyen á los
protestantes ortodoxos con quienes tropiezan, á los protestante de
capilla abierta, á los pastores á sueldo de alguna Sociedad
Bíblica, porque la ortodoxia protestante es más mezquina y pobre,
más raquítica que la católica, y es lamentable el culto
supersticioso que rinde al Libro, á la Biblia, en su letra muerta.

Así como hay quienes no comprenden que haya darwinistas más
darwinistas que Darwin, así hay también quienes no comprenden ó no
quieren comprender que haya luteranos más luteranos que Lutero, es
decir, espíritus que hayan sacado al principio específico del
protestantismo, á aquello que le diferenció y separó de la Iglesia
católica, consecuencias que los primeros protestantes no pudieron
sacarle y aun ante las cuales retrocedieron. Porque una doctrina
que se separa de otra tiene de esta otra de que se separa más que
de sí misma, y en su principio lo que el protestantismo tenía de
común con el catolicismo era mucho más que lo específico y
diferencial suyo.

El protestantismo proclamó el principio del libre examen y la
justificación por la fe —con un concepto de la fe, entiéndase bien,
distinto del católico, y hasta cierto punto el valor simbólico de
los sacramentos; pero siguió conservando casi todos los dogmas no
evangélicos, y entre ellos el de la divinidad de Jesucristo,
debidos á la labor de los Padres griegos y latinos de los cinco
primeros siglos, es decir, los dogmas de formación y de tradición
específicamente católicas. Pero el principio del libre examen ha
traído la exégesis libre y rigurosamente científica, y esta
exégesis, a base protestante, ha destruído todos esos dogmas,
dejando en pie un cristianismo evangélico, bastante vago é
indeterminado y sin dogmas positivos. Nada representa mejor esta
tendencia que el llamado unitarianismo tal como puede verse, v.gr.,
en los sermones de Channing ó una posición como la de Harnack. Y
los protestantes ortodoxos, más estrechos aún de criterio que los
católicos, execran de esa posición, y olvidando lo que dijo San
Pablo al respecto, se obstinan en negar á los que así pensamos
hasta el nombre de cristianos.

Y en una posición de esta índole llegó á encontrarse Rizal según de
sus escritos deduzco. En una posición así, no sin un bajo fondo de
vacilaciones y dudas hamletianas, y siempre sobre un cimiento de
catolicismo sentimental, sobre un estrato de su niñez. Porque todo
poeta lleva su niñez muy á flor de alma y de ella vive.

Rizal fue tenido por protestante, y en la carta al P. Pastells que
se inserta en la página 105 de esta obra, se le verá sincerarse de
ello y hablar de sus paseos, en las soledades de Odenwald, con un
pastor protestante. No creo, por otra parte, lo que dicen los
jesuítas en su Rizal y su obra de que éste hubiera leído "todo lo
escrito por protestantes y racionalistas y recogido todos sus
argumentos". No hay que exagerar. La cultura religiosa de Rizal no
era, según de sus mismos escritos se deduce, la ordinaria entre
nosotros; pero no era tampoco extraordinaria ni mucho menos. No
pasaba de un dilettante en ella. Los ejemplos que los jesuitas
citan —véase la nota (116) de esta obra  son de lo más común y muy
de principios del siglo pasado. Sólo que bastaban para que le
tuviesen por un hombre muy enterado de la literatura protestante y
racionalista tratándose de jesuítas españoles, que en esto saben
menos aún que Rizal sabía, con ser esto tan moderado y parco.

La enorme, la vergonzosa ignorancia que entre nosotros reina al
respecto, es lo que ha podido que á Rizal se le tuviese por un
librepensador. No; fue un librecreyente, lo cual es otra cosa.
Rizal, lo aseguro, no hubiese jurado por Büchner ó por Haeckel.

Basta leer en la página 292 de este libro la manera ingeniosa y
sutil como Rizal expuso el principio de la relatividad del
conocimiento, para comprender que no era un dogmático del
racionalismo, un teólogo al revés, sino más bien un librecreyente
con sentido agnóstico y con un cimiento de cristianismo
sentimental. Y en el fondo, conviene repetirlo, el catolicismo
infantil y popular, nada teológico, de su niñez, el catolicismo del
ex secretario de la Congregación de San Luis. Yo, que también fui á
mis quince años secretario de esa misma Congregación, creo saber
algo de esto.

Á Rizal se le tuvo por protestante y por germanófilo, y ya se sabe
lo que esto quiere decir entre nosotros. En España y para
españoles, pasar por protestante ó cosa así es peor que pasar por
ateo. Del catolicismo se pasa al ateísmo fácilmente; porque, como
decía Channing, y hablando de España precisamente, las doctrinas
falsas y absurdas llevan una natural tendencia á engendrar
escepticismo en los que las reciben sin reflexión, no habiendo
nadie tan propenso á creer demasiado poco como aquellos que
empezaron creyendo demasiado mucho. Es corriente oir en España
declarar que, de no ser católico, debe serse ateo y anarquista,
pues el protestantismo es un término medio que ni la razón ni la fe
abonan. Y cuando alguien se declara protestante le creen vendido al
oro inglés. El protestante aparece ante nosotros, más aún que como
un anticatólico, como un antiespañol. El ateísmo es más castizo aún
que el protestantismo. La herejía se considera un delito contra la
patria tanto ó más que un delito contra la religión.

Y aquí era ocasión de decir algo sobre esa sacrílega confusión
entre la religión y la patria, el desdichado consorcio entre el
altar y el trono —no menos desdichado que aquel otro entre la cruz
y la espada, y las desastrosas consecuencias que ha traído tanto
para el trono como para el altar. Pues es difícil saber si con
semejante contubernio ha perdido la religión más que la patria ó
ésta más que aquélla.

En la nota (387) correspondiente a la página 306 de este libro, se
hallará un estupendo ukase del gobernador que fue de Pangasinan, D.
Carlos Peñaranda, en que conmina á los cabezas de barangay á que
oigan misa los días de precepto, bajo la multa de un peso si no lo
hicieren. Esto era un brutal atentado á la libertad y á la dignidad
de aquellos ciudadanos españoles, y á la vez una impiedad
manifiesta. Porque obligarle á un fiel cristiano católico á que
cumpla los deberes religiosos de su profesión bajo sanción civil,
no es más que una impiedad; es privar á aquella ofrenda de culto de
su valor espiritual y es atentar á la libertad de la conciencia
cristiana. Si los frailes que hacían de párrocos en Pangasinán
hubieran tenido sentido religioso cristiano y católico, habrían
sido los primeros en protestar de ese atentado.

Y luego, léase una vez más aquel deplorable resultando de la orden
de deportación de Rizal por el general Despujol, aquel resultando
en que se dice que descatolizar equivalía á desnacionalizar aquella
siempre española —hoy ya no lo es  y como tal siempre católica
tierra filipina. Contrista el ánimo la lectura de tales cosas, y
más á los que creemos que para nacionalizar de veras á España, una
de las cosas que más falta hacen es descatolizarla en el sentido en
que Despujol y sus consejeros y directores espirituales tomaban el
catolicismo. Pues acaso haya otro sentido en que quepa decir que la
Iglesia católica romana se está descatolizando.

Rizal pasó por un protestante, por un racionalista, por un
librepensador, y en todo caso por anticatólico. Y yo estoy
convencido de que fue siempre un cristiano librecreyente, de vagos
é indecisos sentimientos religiosos, de mucha más religiosidad que
religión, y con cierto cariño al catolicismo infantil y puramente
poético de su niñez. No me chocaría que, aun no creyendo ya con la
cabeza en los dogmas católicos, hubiese alguna vez asistido á misa
en todas partes, y uno que nació y se crió católico, en ningún
sitio mejor que en un templo católico puede, fuera de su patria,
hacerse la ilusión de encontrarse en ella.

Condenado á muerte Rizal, bajo la inspiración del miedo sus jueces,
cayeron sobre él sus antiguos maestros los jesuítas y apretaron el
cerco con que de antiguo le venían asediando. Es una lucha
tristísima.

Pocas cosas más instructivas como las relaciones del pobre Rizal
con los jesuítas, sus antiguos maestros. En ellas se ve de un lado
el excelente buen natural de él, su respeto y su gratitud á
aquellos sus maestros que le habían tratado, y trataban en general
al indio, con más humanidad, con más racionalidad, con más espíritu
cristiano que los frailes.

Y en ellas se ve también la irremediable vulgaridad y ramplonería
del jesuíta español, con sus sabios de guardarropía, con sus sabios
diligentes y útiles mientras se trata de recoger, clasificar y
exponer noticias, pero incapacitados por su educación de elevarse á
una concepción verdaderamente filosófica de las cosas.

En la nota (363) á la pág. 293 de este libro, dice Retana que
aunque los jesuítas ofrecieron publicar algún día el presente, y
añade, no sé si con ironía: "Respetamos las razones que tengan para
mantener inéditas tan curiosas cartas". Yo, por mi parte, sospecho
que aunque las de Rizal no deben ser un asombro, ni mucho menos, de
polémica religiosa —ya he dicho que creo nunca pasó de un
dilettante en tales materias como en otras, deben quedar, sin
embargo, malparados los jesuítas. ¡Porque cuidado si son éstos
ignorantes, vulgares y ramplones en estas materias cuando son
españoles! Baste decir que anda por acá un P. Murillo que se
permite escribir de exégesis y hablar de Harnack y del abate Loisy,
y lo hace con una escolástica y una insipiencia que mete miedo.

No hay leyenda más desatinada que la leyenda de la ciencia
jesuítica, sobre todo de su ciencia religiosa. Son unos detestables
teólogos y exégetas más detestables aún.

Sólo á un jesuíta español como el P. Pastells pudo ocurrírsele
regalar á Rizal, para tratar de convertirle, las obras de Sardá y
Salvany. Esto da la medida de su mentalidad ó del pobre concepto
que de Rizal se formaba. Sólo le faltó añadir las del P. Franco. Y
hay que leer entre líneas, en el relato de los jesuítas, las
necedades y vulgaridades que el P. Balaguer debió dejar caer sobre
el pobre Rizal.

Y así y con todo aparece Rizal vencido, convertido y retractándose.
Pero no con razones. Vencido, sí; convertido, acaso; pero
convencido, no. La razón de Rizal no entró para nada en esta obra.
Fue el poeta; fue el poeta que veía la muerte próxima; fue el poeta
ante la mirada de la Esfinge que le iba á tragar muy pronto, ante
el pavoroso problema del más allá; fue el poeta que, á la vista de
aquella imagen del Sagrado Corazón, tallada por sus propias manos
en días más tranquilos, sintió que su niñez le subía á flor de
alma. Fue el golpe maestro de los jesuítas y valió más que sus
ridículas razones todas.

El pobre Cristo tagalo tuvo en la capilla su olivar, y es inútil
figurárnoslo como un estoico sin corazón. "¡No puedo dominar mi
razón!", exclamaba el pobre ante el asedio del P. Balaguer. Cedió;
firmó la retractación. Luego leía el Kempis. Se encontraba ante el
gran misterio, y el pobre Hamlet, el Hamlet tagalo debió de
decirse: ¿Y si hay? ¡Por si hay! Entonces su espíritu debió de
pasar por un estado análogo al de aquel otro gran espíritu, al de
aquel hombre de razón robustísima, pero de sentimiento más robusto
aún que su razón, que se llamó Pascal y que dijo: il faut s'abêtir,
"hay que embrutecerse"; y recomendó tomar agua bendita, aun sin
creer, para acabar creyendo.

El relato de los últimos momentos de Rizal, de su verdadera agonía
espiritual, es tristísimo. "¡Vamos camino del Calvario!" Y camino
de su Calvario fue, pensando acaso en si aquel su sacrificio
resultaría inútil; invadido tal vez por ese tremendo sentimiento de
la vanidad del esfuerzo que ha sobrecojido á tantos hombres á las
puertas de la muerte.

"¡Qué hermoso día, Padre!" Ya no vería días así, tan hermosos. Los
verían los demás; pero ¿no morirían también ellos? ¿Vería Filipinas
días hermosos, despejados, claros?

"¡Siete años pasé yo allí!" Y ante su espíritu soñador pasarían
siete años mansos y dulces, como las aguas de un arroyo que
discurre en un valle de verdura.

"En España y en el extranjero es donde me perdí." ¿Qué quiere decir
perderse? El niño balbucía en él.

"¡Yo no he sido traidor á mi patria ni á la nación española!" No,
no fue traidor. Es España la que le fue traidora á él.

"Mi gran soberbia, Padre, me ha traído aquí." ¡La soberbia! ¿Y á
quién que tenga una cabeza sobre los hombros y un corazón en el
pecho no le pierde la soberbia? ¿Qué es eso de la soberbia? El que
se confiesa soberbio no lo ha sido nunca. Los soberbios eran los
otros, los soberbios eran los bárbaros que sobre su cadáver
lanzaron, como un insulto á Dios, aquel sacrílego ¡viva España!

"¡Mi soberbia me ha perdido!" Esto lo decía la mente que
correspondía á las manos que tallaron la imagen del Sagrado
Corazón, la mente del niño, del poeta. Y decía verdad. Su soberbia,
sí, le perdió para que su raza ganase, porque todo aquel que quiera
salvar su alma la perderá y el que la deje perder la salvará. Su
soberbia, sí, su santa soberbia, la conciencia de que en él vivía
una raza inteligente, noble y soñadora, la soberbia de sentirse
igual á aquellos blancos que le despreciaron, esta santa, esta
noble soberbia le perdió.

En La Solidaridad del 15 de Julio de 1890, y en el artículo "Una
esperanza", escribió Rizal: "Dios ha prometido al hombre su
redención después del sacrificio: ¡cumpla el hombre con su deber y
Dios cumplirá con el suyo!"

Rizal cumplió con su deber, y la Iglesia Filipina Independiente,
considerando que Dios ha cumplido con el suyo, ha canonizado al
gran tagalo: San José Rizal.

VIII
San José Rizal

San José Rizal, ¿y por qué no? ¿Por qué no se ha de dar la sanción
de la santidad al culto á los héroes?

Pienso algún día escribir algo sobre esa extraña Iglesia Filipina
Independiente, cuyas publicaciones debo á la bondad del Sr. D.
Isabelo de los Reyes; sobre esa extraña Iglesia que es un intento
de vestir al racionalismo cristiano con símbolos y ceremonias
católicos, y cuyo porvenir me parece muy dudoso. No son los
pensadores los que hacen las religiones ni los que las reforman.
Más fácil me parece que sobre la base del sentimiento católico
cristiano que allí dejó España se convierta en religión el culto
mismo á la patria, á Filipinas, y que ésta les aparezca como una
peregrinación para otra Filipinas celestial donde Rizal alienta y
vive en espíritu.

No sé si Rizal, con su fino sentido religioso, y aun á falta de una
gran cultura á este respecto, habría aprobado una Iglesia en que se
ve la mano del cura cismático, en que se ve la huella del fraile y
de sus discípulos.

Hay que desconfiar del cura cismático ó del cura hereje ó renegado.
Aunque se haga ateo, el cura quiere seguir siendo cura, y pretende
que haya una Iglesia atea en que él continúe como cura. La reforma
religiosa la ve desde su punto de vista profesional.

Pero sea de esto lo que fuere, y sea también lo que fuere del
cándido racionalismo de la Iglesia Filipina Independiente y de sus
enseñanzas, tan ingenuamente agnósticas y cientificistas, es lo
cierto que anduvo en canonizar á Rizal mucho más acertada que en
otras cosas. Como que todas las demás cosas huelen á libros
europeos, á tomos de la Biblioteca Alcan, y esa, por el contrario,
parece la flor de un movimiento espontáneo del alma de un pueblo. Y
las religiones las hacen los pueblos y no los pensadores; los
pueblos con su corazón, y no los pensadores con su cabeza.

El acto, pues, más transcendental de la Iglesia Filipina
Independiente es haber sancionado la canonización de Rizal,
promulgada por el pueblo filipino.

Miguel de UNAMUNO.
Salamanca, 19 y 20, V, 1907.

Ultima modificación: 20 de Septiembre de 1999

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