Mariano José de Larra
Pierde,
pordiosea En
prensa tenía yo mi imaginación no ha muchas mañanas,
buscando un tema nuevo sobre que dejar correr libremente mi atrevida
sin hueso, que ya me pedía conversación, y acaso nunca
lo hubiera encontrado a no ser por la casualidad que contaré;
y digo que no lo hubiera encontrado, porque entre tantas apuntaciones
y notas como en mi pupitre tengo hacinadas, acaso dos solas contendrán
cosas que se puedan decir, o que no deban dejarse por ahora de decir.
Tengo un sobrino,
y vamos adelante, que esto nada tiene de particular. Este tal sobrino
es un mancebo que ha recibido una educación de las más
escogidas que en este nuestro siglo se suelen dar; es decir esto que
sabe leer, aunque no en todos los libros, y escribir, si bien no cosas
dignas de ser leídas; contar no es cosa mayor, porque descuida
el cuento de sus cuentas en sus acreedores, que mejor que él
se las saben llevar; baila como discípulo de Veluci; canta
lo que basta para hacerse de rogar y no estar nunca en voz; monta
a caballo como un centauro, y da gozo ver con qué soltura y
desembarazo atropella por esas calles de Madrid a sus amigos y conocidos;
de ciencias y artes ignora lo suficiente para poder hablar de todo
con maestría. En materia de bella literatura y de teatro, no
se hable, porque está abonado, y si no entiende la comedia,
para eso la paga, y aun la suele silbar; de este modo da a entender
que ha visto cosas mejores en otros países, porque ha viajado
por el extranjero a fuer de bien criado. Habla un poco [su poco] de
francés y de italiano siempre que había de hablar español,
y español no lo habla, sino lo maltrata; a eso dice que la
lengua española es la suya y que puede hacer con ella lo que
más le viniere en voluntad. Por supuesto que no cree en Dios,
porque quiere pasar por hombre de luces; pero, en cambio, cree en
chalanes y en mozas, en amigos y en rufianes. Se me olvidaba: no hablemos
de su pundonor, porque éste es tal que, por la menor bagatela,
sobre si lo miraron, sobre si no lo miraron, pone una estocada en
el corazón de su mejor amigo con la más singular gracia
y desenvoltura que en esgrimidor alguno se ha conocido. Con esta exquisita
crianza, pues, y vestirse de vez en cuando de majo, traje que lleva
consigo el ¿qué se me da a mí? y el ¡aquí
estoy yo! ya se deja conocer que es uno de los gerifaltes que
más lugar ocupan en la corte, y que constituye uno de los adornos
de la sociedad de buen tono de esta capital de qué sé
yo cuántos mundos. Este es mi pariente,
y bien sé yo que si su padre le viera había de estar
tan embobado con su hijo como lo estoy yo con mi sobrino, por tanta
buena cualidad como en él se ha llegado a reunir. Conoce mi
Joaquín esta mi fragilidad y aun suele prevalerse de ella.
Las ocho serían
y vestíame yo, cuando entra mi criado y me anuncia a mi sobrino.
--¿Mi sobrino?
Pues debe de ser la una. Abro los ojos
asombrado y me encuentro a mi elegante de pie, vestido y en mi casa
a las ocho de la mañana. --Joaquín,
¿tú a estas horas? Era claro que
la vida de mi sobrino, y su honor [sobre todo] se hallaban en inminente
riesgo. ¿Qué podía hacer un tío tan cariñoso,
tan amante de su sobrino, tan rico y sin hijos? Conté, pues,
sus cien duros, es decir, los míos. --Sobrino, vamos
a la casa donde está empeñada la repetición. Llegamos al café,
una de las lonjas de empeño, digámoslo así,
y comencé a sospechar desde luego que esta aventura había
de producirme un artículo de costumbres. --Tío,
aquí será preciso esperar. Y entró
un hombre como de unos cuarenta años, si es que se podía
seguir la huella del tiempo en una cara como la debe de tener precisamente
el judío errante, si vive todavía desde el tiempo de
Jesucristo. Rostro acuchillado con varios chirlos y jirones tan bien
avenidos y colocados de trecho en trecho, que más parecían
nacidos en aquella cara, que efectos de encuentros desgraciados; mirar
bizco, como de quien mira y no mira; barbas independientes, crecidas
y que daban claros indicios de no tener con las navajas todo aquel
trato y familiaridad que exige el aseo; ruin sombrero con oficios
de quitaguas; capa de estas que no tapan lo que llevan debajo, con
anchas cenefas de barro de Madrid; botas o zapatos, que esto no se
conocía, con más lodo que cordobán; [manos de
cerdo], uñas de escribano, y una pierna, de dos que tenía,
que por ser coja, en vez de sustentar la carga del cuerpo, le servía
a éste de carga, y era de él sustentada, por donde del
tal corredor se podía decir exactamente aquello de que
tripas llevan piés; metal de voz, además, que a
todos los ruidos desapacibles se asemejaba, y aire, en fin, misterioso
y escudriñador. --¿Está
eso, señorito? Aquí empezó
una de votos y juramentos del honrado corredor, de quien tan injustamente
se desconfiaba, y de lamentaciones deprecatorias de mi sobrino, que
veía escapársele de las manos su repetición por
una etiqueta de esta especie; pero yo me mantuve firme, y le fué
preciso ceder al hebreo mediante una honesta gratificación
que con sus votos canjeamos. En el camino,
nuestro Cicerón, más aplacado, sacó
de la faltriquera un paquetillo, y mostrándomelo secretamente:
Llegamos, por
fin, a fuerza de apisonar con los pies calles y encrucijadas, a una
casa y a un cuarto cuarto, que alguno hubiera llamado guardilla, a
haber vivido en él un poeta. No podré
explicar cuán mal se avenían a estar juntas unas con
otras, y en aquel tan incongruente desván, las diversas prendas
que de tan varias partes allí se habían venido a reunir.
¡Oh, si hablaran todos aquellos cautivos! El deslumbrante vestido
de la belleza, ¿qué de cosas diría dentro de sus límites
ocurridas? ¿Qué el collar, muchas veces importuno, con prisa
desatado y arrojado con despecho? ¿Qué sería escuchar
aquella sortija de diamantes, inseparable compañera de los
hermosos dedos de marfil de su hermoso dueño? ¡Qué dialogo
pudiera trabar aquella rica capa de [embozos de] chinchilla con aquel
chal de cachemira! Desvié mi pensamiento
de estas locuras, y parecióme bien que no hablasen. Admiréme
sobremanera al reconocer en los dos prestamistas que dirigían
toda aquella máquina a dos personas que mucho de las sociedades
conocía, y de quien [quienes] nunca hubiera presumido que pelecharan
con [en] aquel comercio. Avergonzáronse ellos algún
tanto de hallarse sorprendidos en tal ocupación, y fulminaron
una mirada de éstas que llevan en sí [toda] una larga
reconvención sobre el israelita que de aquella manera había
comprometido su buen nombre, introduciendo profanos, no iniciados
en el santuario de sus misterios. Hubo de entrar
mi sobrino a la pieza inmediata, donde se debía buscar la repetición
y contar el dinero: yo imaginé que aquel debía de ser
lugar más a propósito todavía para aventuras
que el mismo puerto Lápice; calé el sombrero hasta las
cejas, levanté el embozo hasta los ojos, púseme a lo
oscuro donde podía escuchar sin ser notado, y di a mi observación
libre rienda que encaminase por do más le plugiese. Poco tiempo
habría pasado en aquel recogimiento, cuando se abre la puerta
y un joven vestido modestamente pregunta por el corredor. --Pepe, te he
esperado inútilmente; te he visto pasar, y he seguido tus huellas.
Ya estoy aquí y sin un cuarto; no tengo recurso. Al llegar aquí
el diálogo, eché mano de mi bolsillo, diciendo para
mí: "No se tirará un tiro por diez y seis duros un joven
de tan buen aspecto. ¿Quién sabe si no habrá comido
hoy su familia; si alguna desgracia...?" Iba a llamarle, pero me previno
Pepe, diciendo [diciéndole]: --¡Mal hecho! Al oír
esto solté insensiblemente mi bolsa en mi faltriquera, menos
poseído ya de mi ardiente caridad. --¡Es posible!
Traiga usted una alhaja. Respiró
el joven, sonrióse el corredor; tomó el atribulado cinco
duros, dió de ellos uno, y firmó diez y seis, contento
con el buen negocio que había hecho. --Dentro de tres
días vuelvo por ello. Adiós. Hasta pasado mañana. Retumbaban todavía
en mis oídos las pisadas y le fioriture del atolondrado,
cuando se abre violentamente la puerta, y la señora de H...Z.,
en persona, con los ojos encendidos y toda fuera de sí, se
precipita en la habitación. --¡Don Fernando!
A su voz salió
uno de los prestamistas, caballero de no mala figura y de muy galantes
modales. --¡Señora! Entráronse
y se erró la puerta tras ellos. Siguióse
a esta escena la de un jugador perdidoso que había perdido
el último maravedí, y necesitaba armarse para volver
a jugar; dejó un reloj, tomó diez, firmó quince,
y se despidió diciendo: Otro jugador ganancioso
vino a sacar unas sortijas del tiempo de su prosperidad. Algún
empleado vino a tomar su mesada adelantada sobre su sueldo, pero descabalada
de los crecidos intereses. Algún necesitado verdadero se remedió,
si es remedio comprar un duro con dos; y sólo mentaré
en particular al criado de un personaje que vino, por fin, a rescatar
ciertas alhajas que había más de tres años que
cautivas en aquel Argel estaban. Habíanse vendido las alhajas,
desconfiados ya los prestamistas de que nunca las pagaran, y porque
los intereses estaban a punto de traspasar su valor. No quiero pintar
la grita y la zalagarda que en aquella bendita casa se armó.
Después de dos años de reclamaciones inútiles,
hoy venían por las alhajas; ayer se habían vendido.
Juró y blasfemó el criado y fuése, prometiendo
poner el remedio de aquel atrevimiento en manos de quien más
conviniese. ¿Es posible que
se viva de esta manera? Pero ¿qué mucho, si el artesano de
parecer artista, el artista empleado, el empleado título, el
título grande, y el grande príncipe? ¿Cómo se
puede vivir haciendo menos papel que el vecino? ¡Bien haya el lujo!
¡Bien haya la vanidad! En esto salía
ya del gabinete la bella convidadora. Habíase secado el manantial
de sus lágrimas. --Adiós,
y no falte usted a la noche--dijo misteriosamente una voz penetrante
y agitada. A poco salió
mi sobrino, que después de darme las gracias, se empeñó
tercamente en hacerme admitir un billete para el baile de la señora
H...Z. Sonreíme, nada dije a mi sobrino, ya que nada había
oído, y asistí al baile. Los músicos tocaron,
las luces ardieron. ¡Oh elocuencia de la belleza! ¡Oh utilidad de
los usureros! No quisiera acabar
mi artículo sin advertir que reconocí en el baile al
famoso prestamista, y en los hombros de su mujer el chal
magnífico que llevaba tres Carnavales en el cautiverio; y dejó
de asombrarme desde entonces el lujo que en ella tantas veces no había
comprendido. Retiréme
temprano, que no le sientan bien a mis canas ver entrar a Febo en
los bailes; acompañóme mi sobrino, que iba a otra concurrencia.
Bajé del coche y nos despedimos. Parecióme no encontrar
en su voz aquel mismo calor afectuoso, aquel interés con que
por la mañana me dirigía la palabra. Un adiós
bastante indiferente me recordó que aquel día había
hecho un favor, y que el tal favor ya había pasado. Acaso había
sido yo tan necio como loco mi sobrino. No era mucho, decía
yo, que un joven los pidiera; ¡pero que los diera un viejo! Para distraer
estas melancólicas imaginaciones, que tan triste idea dan de
la humanidad, abrí un libro de poesías, y acertó
a ser en aquel punto en que dice Bartolomé de Argensola: De
estos niños Madrid vive logrado, (El Pobrecito
Hablador, septiembre 1832)
Gran
persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal
a la pereza. Nosotros, que ya en uno de nuestros artículos
anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos
propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones
acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos
que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados
sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que
esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del
cielo a más de un cristiano. Estas reflexiones
hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se
presentó en mi casa un extranjero de estos que, en buena o
en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea
exagerada e hiperbólica; de éstos que, o creen que los
hombres aquí son todavía los espléndidos, francos,
generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún
las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer
caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan
intacto como [nuestras ruinas] nuestra ruina; en el segundo vienen
temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los
han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido
precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes
a todos los países. Verdad es que
nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni
a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos,
lo [comparáramos] compararíamos de buena gana a esos
juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su
artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen
después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al
mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas.
Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace
creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de
nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más
quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando
no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender
de su torpeza. Esto no obstante,
como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia
de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para
extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente
penetrar. Un extranjero
de éstos fué el que se presentó en mi casa, provisto
de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos
intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos
concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos
caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran
los motivos que a nuestra patria le conducían. Acostumbrado a
la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente
que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si
no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme
el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto
amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle
a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese
otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición,
y fué preciso explicarme más claro. --Mirad --le dije--,
monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís
decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros
asuntos. Al llegar aquí
monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada
que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi
educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no
fué bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave
sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me
sacaban al rostro mal de mi grado. --Permitidme,
monsieur Sans-délai --le dije entre socarrón y formal--,
permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis
quince meses de estancia en Madrid. Conocí
que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a
dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces,
bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar
por mí. Amaneció
el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista,
lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y
de conocido en conocido; encontrámosle por fin, y el buen señor,
aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente
que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por
mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta
por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos.
Pasaron tres días: fuimos. --Vuelva usted
mañana --nos respondió la criada--, porque el señor
no se ha levantado todavía. A los quince días
ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido
Díez, y él había entendido Díaz y la noticia
no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo,
desesperado ya de dar jamás con sus abuelos. Es claro que faltando
este principio no tuvieron lugar las reclamaciones. Para las proposiciones
que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas
pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por
los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor;
de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del
mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con
la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno
para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las
copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa
escribir no le hay en este país. No paró
aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle
un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas;
el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas;
la planchadora necesitó quince días para plancharle
una camisola; y el sombrerero, a quien le había enviado su
sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al
aire y sin salir de casa. Sus conocidos
y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando
faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad
y qué exactitud! --¿Qué
os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? --le dije al
llegar a estas pruebas. Presentóse
con todo, yendo y viniendo días, una proposición de
mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A los cuatro días
volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión. --Vuelva usted
mañana --nos dijo el portero--. El oficial de la mesa no ha
venido hoy. Martes era el
día siguiente, y nos dijo el portero: --Vuelva usted
mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia
hoy. Como soy el diablo
y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada
por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando
un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre
manos que le debía costar trabajo [acertar] el acertar. --Es imposible
verle hoy --le dije a mi compañero--; su señoría
está, en efecto, ocupadísimo. Diónos
audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad!
el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única
persona enemiga indispensable de monsieur y [su plan] de su plan,
porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió
el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era
de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar
empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona
tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le
hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra
causa. Vuelto de informe,
se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita
oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo;
era preciso rectificar este pequeño error; pasóse al
ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos caminando
después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente,
como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto
ni vivo de la huronera. Fué el caso al llegar aquí que
el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó
al otro. --De aquí
se remitió con fecha de tantos --decían en uno. Hubo que hacer
otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué
delirio! --Es indispensable
--dijo el oficial con voz campanuda--, que esas cosas vayan por sus
trámites regulares. Es decir, que
el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro
expediente tantos o cuantos años de servicio. Por último,
después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar
a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho,
o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió
con una notita al margen que decía: "A pesar de la justicia
y utilidad del plan del exponente, negado". --¡Ah, ah, monsieur
Sans-délai! --exclamé riéndome a carcajadas--;
éste es nuestro negocio. Pero monsieur
Sans-délai se daba a todos los oficinistas, que es como si
dijéramos a todos los diablos. --¿Para esto he
echado yo viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré
conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva
usted mañana? ¿Y cuando este dichoso mañana
llega, en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a
darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga
más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras. Al llegar aquí,
no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para
la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
--Ese hombre se
va a perder --me decía un personaje muy grave y muy patriótico. Un extranjero
--seguí --que corre a un país que le es desconocido,
para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación
un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso
beneficio con su talento y su dinero. Si pierde, es un héroe;
si gana, es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos
proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese
extranjero que se establece en este país, no viene a sacar
de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece
y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años,
ni es extranjero ya, ni puede serlo; sus más caros intereses
y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño
al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una
compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo
serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital
suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir;
ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como
el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de
quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y
hasta ha contribuído al aumento de la población con
su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos
los gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros:
a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado
de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la
Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo
menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas;
a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus
gestos de usted --concluí interrumpiéndome oportunamente
a mí mismo-- que es muy difícil convencer al que está
persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara,
podríamos fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es
que hay hombres que mandan más ilustrados que usted, que desean
el bien de su país, y dicen: "Hágase el milagro y hágalo
el diablo." Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos
ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados,
y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque
despacio, mal que les pese a los batuecos.] Concluída
esta filípica, fuíme en busca de mi Sans-délai. --Me marcho, señor
[Bachiller] Fígaro--me dijo--. En este país no hay tiempo
para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya
en la capital de más notable. Un gesto de monsieur
Sans-délai me indicó que no le había gustado
el recuerdo. --Vuelva usted
mañana--nos decían en todas partes--, porque hoy
no se ve. Era cosa de ver
la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele
en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis
meses, y... Contentóse con decir: --Soy [un] extranjero--.
¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!
Aturdíase
mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos.
Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y
de volver] las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente,
después de medio año largo, si es que puede haber un
medio año más largo que otro, se restituyó mi
recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome
la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero
noticias excelentes de [las] nuestras costumbres [de nuestros batuecos];
diciendo, sobre todo, que en seis meses no había podido hacer
otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta
de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más
bien lo único que había podido hacer bueno, había
sido marcharse. ¿Tendrá
razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que
estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai
en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de
que vuelva el día de mañana con gusto a visitar
nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana,
porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro
día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería,
pereza de sacar tu bolsillo y pereza de abrir los ojos para hojear
[los pocos folletos] que tengo que darte [ya], te contaré cómo
a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más,
me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del
clima y de otras causas, perder de pereza más de una
conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada
y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso,
con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en
fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones
sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de
mi vida; te confesaré que no hay negocio que pueda hacer hoy
que no deje para mañana; te referiré que me levanto
a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la
mesa de un café, hablando o roncando, como buen español,
las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que
cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia
diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito
tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar,
las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza,
y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé
que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna
me ahorqué y siempre fué de pereza. Y concluyo por hoy
confesándote que ha más de tres meses que tengo, como
la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo,
que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las
noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo
en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome
a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias
resoluciones: ¡Eh, mañana le escribiré! Da gracias
a que llegó por fin este mañana, que no es
del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar
jamás! (El
Pobrecito Hablador, enero de1833)
Es
cosa generalmente reconocida que el hombre es animal social,
y yo, que no concibo que las cosas puedan ser sino del modo que son,
yo, que no creo que pueda suceder sino lo que sucede, no trato por
consiguiente de negarlo. Puesto que vive en sociedad, social es sin
duda. No pienso adherirme a la opinión de los escritores malhumorados
que han querido probar que el hombre habla por una aberración,
que su verdadera posición es la de los cuatro pies, y que comete
un grave error en [buscarse] buscar y fabricarse todo género
de comodidades, cuando pudiera pasar pendiente de las bellotas de
una encina el mes, por ejemplo, en que vivimos. Hanse apoyado para
mudar semejante opinión en que la sociedad le roba parte de
su libertad, si no toda; pero tanto valdría decir que el frío
no es cosa natural, porque incomoda. Lo más que concederemos
a los abogados de la vida salvaje es que la sociedad es de todas las
necesidades de la vida la peor: eso sí. Esta es una desgracia,
pero en el mundo feliz que habitamos casi todas las desgracias son
verdad; razón por la cual nos admiramos siempre que vemos tantas
investigaciones para buscar ésta. A nuestro modo de ver no
hay nada más fácil que encontrarla: allí donde
está el mal, allí está la verdad. Lo malo es
lo cierto. Sólo los bienes son ilusión. Ahora bien: convencidos
de que todo lo malo es natural y verdad, no nos costará gran
trabajo probar que la sociedad es natural, y que el hombre nació
por consiguiente social; no pudiendo impugnar la sociedad, no nos
queda otro recurso que pintarla. De necesidad parece
creer que al verse el hombre solo en el mundo, blanco inocente de
la intemperie y de toda especie de carencias, trate de unir sus esfuerzos
a los de su semejante para luchar contra sus enemigos, de los cuales
el peor es la naturaleza entera; es decir, el que no puede evitar,
el que por todas partes le rodea; que busque a su hermano (que así
se llaman los hombres unos a otros, por burla sin duda) para pedirle
su auxilio. De aquí podría deducirse que la sociedad
es un cambio mutuo de servicios recíprocos. ¡Grave error!;
es todo lo contrario: nadie concurre a la reunión para prestarle
servicios, sino para recibirlos de ella; es un fondo común
donde acuden todos a sacar, y donde nadie deja, sino cuando sólo
puede tomar en virtud de permuta. La sociedad es, pues, un cambio
mutuo de perjuicios recíprocos. Y el gran lazo que la sostiene
es, por una incomprensible contradicción, aquello mismo que
parecería destinado a disolverla; es decir, el egoísmo.
Descubierto ya el estrecho vínculo que nos reune unos a otros
en sociedad, excusado es probar dos verdades eternas, y por cierto
consoladoras, que de él se deducen: primera, que la sociedad,
tal cual es, es imperecedera, puesto que siempre nos necesitaremos
unos a otros; segunda, que es franca, sincera y movida por sentimientos
generosos, y en esto no cabe duda, puesto que siempre nos hemos de
querer a nosotros mísmos más que a los otros. Averiguar ahora
si la cosa pudiera haberse arreglado de otro modo, si el gran poder
de la creación estaba en que no nos necesitásemos, y
si quien ponía por base de todo el egoísmo podía
haberle sustituído el desprendimiento, ni es cuestión
para nosotros, ni de estos tiempos, ni de estos países. Felizmente no
se llega al conocimiento de estas tristes verdades sino a cierto tiempo;
en un principio todos somos generosos aún, francos, amantes,
amigos... en una palabra, no somos hombres todavía; pero a
cierta edad nos acabamos de formar, y entonces ya es otra cosa: entonces
vemos por la primera vez, y amamos por la última. Entonces
no hay nada menos divertido que una diversión; y si pasada
cierta edad se ven hombres buenos todavía, esto está
sin duda dispuesto así para que ni la ventaja cortísima
nos quede de tener una regla fija a qué atenernos, y con el
fin de que puedan llevarse chasco hasta los más experimentados.
Pero como no basta
estar convencidos de las cosas para convencer de ellas a los demás,
inútilmente hacía yo las anteriores reflexiones a un
primo mío que quería entrar en el mundo hace tiempo,
joven, vivaracho, inexperto, y por consiguiente alegre. Criado en
el colegio, y versado en los autores clásicos, traía
al mundo llena la cabeza de las virtudes que en los poemas y comedias
se encuentran. Buscaba un Pílades; toda amante le parecía
una Safo, y estaba seguro de encontrar una Lucrecia el día
que la necesitase. Desengañarle era una cruéldad. ¿Por
qué no había de ser feliz mi primo unos días
como lo hemos sido todos? Pero además hubiera sido imposible.
Limitéme, pues, a tomar sobre mí el cuidado de introducirle
en el mundo, dejando a los demás el de desengañarle
de él. Después
de haber presidido al cúmulo de pequeñeces indispensables,
al lado de las cuales nada es un corazón recto, una alma noble,
ni aun una buena figura, es decir, después de haberse proporcionado
unos cuantos fraques y cadenas, pantalones colán y mi-colán,
reloj, sortijas y media docena de onzas siempre en el bolsillo, primeras
virtudes en sociedad, introdújelo por fin en las casas de mejor
tono. Un poco de presunción, un personal excelente, suficiente
atolondramiento para no quedarse nunca sin conversación, un
modo de bailar semejante al de una persona que anda sin gana, un bonito
frac, seis apuestas de a onza en el écarté, y
todo el desprecio posible de las mujeres, hablando con los hombres,
le granjearon el afecto y la amistad verdadera de todo el mundo. Es
inútil decir que quedó contento de su introducción.
Es encantadora--me
dijo--la sociedad. ¡Qué alegría! ¡Qué generosidad!
¡¡¡Ya tengo amigos, ya tengo amante!!! A los quince días
conocía a todo Madrid; a los veinte no hacía caso ya
de su antiguo consejero: alguna vez llegó a mis oídos
que afeaba mi filosofía y mis descabelladas ideas, como las
llamaba. --Preciso es que sea muy malo mi primo--decía--para
pensar tan mal de los demás. A lo cual solía yo responder
para mí: Cuatro años
habían pasado desde la introducción de mi primo en la
sociedad: habíale perdido ya de vista, porque yo hago con el
mundo lo que se hace con las pieles en verano; voy de cuando en cuando,
para que no entre el olvido en mis relaciones, como se sacan aquéllas
tal cual vez al aire para que no se albergue en sus pelos la polilla.
Había, sí, sabido mil aventuras suyas de estas que,
por una contradicción inexplicable, honran mientras sólo
las sabe todo el mundo en confianza, y que desacreditan cuando las
llega a saber alguien de oficio; pero nada más. Ocurrióme
en esto noches pasadas ir a matar a una casa la polilla de mi relación;
y a pocos pasos encontréme con mi primo. Parecióme no
tener todo el buen humor que en otros tiempos le había visto;
no sé si me buscó él a mí, si le busqué
yo a él; sólo sé que a pocos minutos paseábamos
el salón de bracero y alimentando el siguiente diálogo:
--¿Tú en
el mundo?--me dijo. Efectivamente,
llegósenos un joven con aire marcial y muy amistoso. --¿Cómo
le tratan a usted?...--le preguntó mi primo. Ni siquiera nos
contestó el perdidoso. --Hombre, si no
has jugado.--le dije a mi primo--, ¿cómo dices?... Al llegar aquí
no pude menos de recordar a mi primo sus expresiones de hacía
cuatro años: "Es encantadora la sociedad. ¡Qué alegría!
¡Qué generosidad! ¡Ya tengo amigos, ya tengo amante!" Un apretón
de manos me convenció de que me había entendido. --¿Qué
quieres?--me añadió de allí a un rato--; nadie
quiere creer sino en la experiencia; todos entramos buenos en el mundo,
y todo andaría bien si nos buscáramos los de una edad;
pero nuestro amor propio nos pierde; a los veinte años queremos
encontrar amigos y amantes en las personas de treinta, es decir, en
las que han llevado el chasco antes que nosotros, y en los que ya
no creen; como es natural le llevamos entonces nosotros, y se le pegamos
luego a los que vienen detrás. Esa es la sociedad; una reunión
de víctimas y de verdugos. ¡Dichoso aquel que no es verdugo
y víctima a un tiempo! ¡Pícaros, necios, inocentes!
¡Más dichoso aún, si hay excepciones, el que puede ser
excepción! (Revista
Española, 16 de enero de 1835)
(Por esta vez
sacrifico la urbanidad a la verdad. Francamente, creo que valgo más
que mi criado; si así no fuese, le serviría yo a él.
En esto soy al revés del divino orador, que dice: Cuadra
y yo.) El
número 24 me es fatal; si tuviera que probarlo diría
que en día 24 nací. Doce veces al año amanece,
sin embargo, día 24; soy supersticioso, porque el corazón
del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra
verdades que creer; sin duda por esa razón creen los amantes,
los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a
sus gobiernos, y una de mis supersticiones consiste en creer que no
puede haber para mí un día 24 bueno. El día 23
es siempre en mi calendario víspera de desgracia, y a imitación
de aquel jefe de policía ruso que mandaba tener prontas las
bombas las vísperas de incendios, así yo desde el 23
me prevengo para el siguiente día de sufrimiento y resignación,
y, en dando las doce, ni tomo vaso en mi mano por no romperle, ni
apunto carta por no perderla, ni enamoro a mujer porque no me diga
que sí, pues en punto a amores tengo otra superstición:
imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es
que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un tormento,
y si la cree... ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice no
quiero, porque ése, a lo menos, oye la verdad! El último
día 23 del año 1836 acababa de expirar en la muestra
de mi péndola, y consecuente en mis principios supersticiosos,
ya estaba yo agachado esperando el aguacero y sin poder conciliar
el sueño. Así pasé las horas de la noche, más
largas para el triste desvelado que una guerra civil; hasta que por
fin la mañana vino con paso de intervención, es decir,
lentísimamente, a teñir de púrpura y rosa las
cortinas de mí estancia. El día
anterior había sido hermoso, y no sé por qué
me daba el corazón que el día 24 había de ser
día de agua. Fué peor todavía; amaneció
nevando. Miré el termómetro y marcaba muchos grados
bajo cero; como el crédito del Estado. Resuelto a no
moverme porque tuviera que hacerlo todo la suerte este mes, incliné
la frente, cargada como el cielo de nubes frías; apoyé
los codos en mi mesa y paré tal, que cualquiera me hubiera
reconocido por escritor público en tiempo de libertad de imprenta,
o me hubiera tenido por miliciano nacional citado para un ejercicio.
Ora vagaba mi vista sobre la multitud de artículos y folletos
que yacen empezados y no acabados ha más de seis meses sobre
mi mesa, y de que sólo existen los títulos, como esos
nichos preparados en los cementerios que no aguardan más que
el cadáver; comparación exacta, porque en cada artículo
entierro una esperanza o una ilusión. Ora volvía los
ojos a los cristales de mi balcón; veíalos empañados
y como llorosos por dentro; los vapores condensados se deslizaban
a manera de lágrimas a lo largo del diáfano cristal;
así se empaña la vida, pensaba; así el frío
exterior del mundo condensa las penas en el interior del hombre, así
caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los
que ven de fuera los cristales, los ven tersos y brillantes; los que
ven sólo los rostros, los ven alegres y serenos... Haré merced
a mis lectores de las más de mis meditaciones; no hay periódicos
bastantes en Madrid, acaso no hay lectores bastantes tampoco. ¡Dichoso
el que tiene oficina! ¡Dichoso el empleado, aun sin sueldo o sin cobrarlo,
que es lo mismo! Al menos no está obligado a pensar, puede
fumar, puede leer la Gaceta. --¡Las cuatro!
¡La comida!--, me dijo una voz de criado, una voz de entonación
sevil y sumisa; en el hombre que sirve, hasta la voz parece pedir
permiso para sonar. Esta palabra me
sacó de mi estupor, e involuntariamente iba a exclamar como
Don Quijote: "Come, Sancho, hijo, come, tú que no eres caballero
andante y que naciste para comer''; porque al fin los filósofos,
es decir, los desgraciados, podemos no comer, pero ¡los criados de
los filósofos! Una idea más luminosa me ocurrió;
era día de Navidad. Me acordé de que en sus famosas
saturnales los romanos trocaban los papeles y que los esclavos podían
decir la verdad a sus amos. Costumbre humilde, digna del cristianismo.
Miré a mi criado y dije para mí: "Esta noche me dirás
la verdad." Saqué de mi gaveta unas monedas; tenían
el busto de los monarcas de España. Cualquiera diría
que son retratos; sin embargo, eran artículos de periódico.
Las miré con orgullo. --Come y bebe
de mis artículos--añadí con desprecio--; sólo
en esa forma, sólo por medio de esa estratagema se pueden meter
los artículos en el cuerpo de ciertas gentes. Una risa estúpida
se dibujó en la fisonomía de aquel ser que los naturalistas
han tenido la bondad de llamar racional sólo porque lo han
visto hombre. Mi criado se rió. Era aquella risa el demonio
de la gula que reconcía su campo. Tercié
la capa, calé el sombrero, y en la calle. ¿Qué es
un aniversario? Acaso un error de fecha. Si no se hubiera compartido
el año en trescientos sesenta y cinco días, ¿qué
sería de nuestro aniversario? Pero al pueblo le han dicho:
"Hoy es un aniversario" y el pueblo ha respondido: "Pues si es un
aniversario, comamos, y comamos doble." ¿Por qué come hoy más
que ayer? O ayer pasó hambre u hoy pasará indigestión.
Miserable humanidad, destinada siempre a quedarse más acá
o ir más allá. Hace mil ochocientos
treinta y seis años nació el Redentor del mundo; nació
el que no reconoce principio y el que no reconoce fin; nació
para morir. ¡Sublime misterio! ¿Hay misterio
que celebrar? "Pues comamos", dice el hombre; no dice: "Reflexionemos."
El vientre es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades.
El hombre tiene que recurrir a la materia para pagar las deudas del
espíritu. ¡ Argumento terrible en favor del alma! Para ir desde
mi casa al teatro es preciso pasar por la plaza tan indispensablemente
como es preciso pasar por el dolor para ir desde la cuna al sepulcro.
Montones de comestibles acumulados, risa y algazara, compra y venta,
sobras por todas parter y alegía. No pudo menos de ocurrirme
la idea de Bilbao. Figuróseme ver de pronto que se alzaba por
entre las montañas de víveres una frente altísima
y extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena,
y negra de morder cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella
boca no hablaba. Pero el rostro entero se dirigía a los bulliciosos
liberales de Madrid, que traficaban. Era horrible el contraste de
la fisonomía escuálida y de los rostros alegres. Era
la reconvención y la culpa, aquélla, agria y severa;
ésta indiferente y descarada. Todos aquellos
víveres han sido aquí traídos de distintas provincias
para la colación cristiana de una capital. En una cena de ayuno
se come una ciudad a las demás. ¡Las cinco! Hora
del teatro. El telón se levanta a la vista de un pueblo palpitante
y bullicioso. Dos comedias de circunstancias, o yo estoy loco. Una
representación en que los hombres son mujeres y las mujeres
hombres. He aquí nuestra época y nuestras costumbres.
Los hombres ya no saben sino hablar como las mujeres, en congresos
y en corrillos. Y las mujeres son hombres, ellas son las únicas
que conquistan. Segunda comedia: un novio que no ve el logro de su
esperanza; ese novio es el pueblo español: no se casa con un
solo gobierno, con quien no tenga que reñir al día siguiente.
Es el matrimonio repetido al infinito. Pero las orgías
llaman a los ciudadanos. Ciérranse las puertas, ábrense
las cocinas. Dos horas, tres horas, y yo rondo de calle en calle a
merced de mi pensamiento. La luz que ilumina los banquetes viene a
herir mis ojos por las rendijas de los balcones; el ruido de los panderos
y de la bacanal que estremece los pisos y las vidrieras se abre paso
hasta mis sentidos y entra en ellos como cuña a mano, rompiendo
y desbaratando. Las doce van a
dar: las campanas que ha dejado la junta de enajenación en
el aire, y que en estar todavía en el aire se parecen a todas
nuestras cosas, citan a los cristianos al oficio divino. ¿Qué
es esto? ¿Va a expirar el 24 y no me ha ocurrido en él más
contratiempo que mi mal humor de todos los días? Pero mi criado
me espera en mi casa como espera la cuba al catador, llena de vino;
mis artículos hechos moneda, mi moneda hecha mosto se ha apoderado
del imbécil como imaginé, y el asturiano ya no es hombre;
es todo verdad. Mi criado tiene
de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de la mano. Por
tanto es un mueble cómodo; su color es el que indica la ausencia
completa de aquello con que se piensa, es decir, que es bueno; las
manos se confundirían con los pies, si no fuera por los zapatos
y porque anda casualmente sobre los últimos; a imitación
de la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a
uno y otro lado de la cabeza como los floreros en una consola,
de adorno, o como los balcones figurados, por donde no entra ni sale
nada; también tiene dos ojos en la cara; él cree ver
con ellos, ¡qué chasco se lleva! A pesar de esta pintura, todavía
seria difícil reconocerle entre la multitud, porque al fin
no es sino un ejemplar de la grande edición hecha por la Providencia
de la humanidad, y que yo comparo de buena gana con las que suelen
hacer los autores: algunos ejemplares de regalo finos y bien empastados;
el surtido todo igual, ordinario y a la rústica. Mi criado pertenece
al surtido. Pero la Providencia, que se vale para humillar a los soberbios
de los instrumentos más humildes, me reservaba en él
mi mal rato del día 24. La verdad me esperaba en él,
y era preciso oírla de sus labios impuros. La verdad es como
el agua filtrada, que no llega a los labios sino al través
del cieno. Me abrió mi criado, y no tardé en reconocer
su estado. --Aparta, imbécil--exclamé,
empujando suavemente aquel cuerpo sin alma que en uno de sus columpios
se venía sobre mí--. ¡Oiga! Está ebrio. ¡Pobre
muchacho! ¡Da lástima! Me entré
de rondón a mi estancia; pero el cuerpo me siguió con
un rumor sordo e interrumpido; una vez dentro los dos, su aliento
desigual y sus movimientos violentos apagaron la luz; una bocanada
de aire colada por la puerta al abrirme, cerró la de mi habitación,
y quedamos dentro casi a oscuras yo y mi criado, es decir, la verdad
y Fígaro, aquélla en figura de hombre beodo arrimado
a los pies de mi cama para no vacilar, y yo a su cabecera, buscando
inútilmente un fósforo que nos iluminase. Dos ojos brillaban
como dos llamas fatídicas en frente de mí; no sé
por qué misterio mí criado encontró entonces,
y de repente, voz y palabras, y habló y raciocinó; misterios
más raros se han visto acreditados; los fabulistas hacen hablar
a los animales, ¿por qué no he de hacer yo hablar a mi criado?
Oradores conozco yo de quienes hace algún tiempo no hubiera
hecho una pintura más favorable que de mi astur, y que han
roto, sin embargo, a hablar, y los oye el mundo y los escucha, y nadie
se admira. En fin, yo cuento
un hecho; tal me ha pasado; yo no escribo para los que dudan de mi
veracidad; el que no quiera creerme puede doblar la hoja; eso se ahorrará
tal vez de fastidio; pero una voz salió de mi criado, y entre
ella y la mía se estableció el siguiente diálogo:
--Lástima--dijo
la voz, repitiendo mi piadosa exclamación--. ¿Y por qué
me has de tener lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.
--¿Tú a
mí?--pregunté sobrecogido ya por un terror supersticioso;
y es que la voz empezaba a decir verdad. --Escucha: tú
vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que suelo.
¿Por qué ese color pálido, ese rostro deshecho, esas
hondas y verdes ojeras que ilumino con mi luz al abrirte todas las
noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas palabras
vagas e interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos
errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te revuelves
en tu mullido lecho como un criminal, acostado con su remordimiento,
en tanto que yo ronco sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener
lástima a quién? No pareces criminal; la justicia no
te prende al menos; verdad es que la justicia no prende sino a los
pequeños criminales, a los que roban con ganzúas o a
los que matan con puñal; pero a los que arrebatan el sosiego
de una familia seduciendo a la mujer casada o a la hija honesta, a
los que roban con los naipes en la mano, a los que matan una existencia
con una palabra dicha al oído, con una carta cerrada, a esos
ni los llama la sociedad criminales ni la justicia los prende, porque
la víctima no arroja sangre, ni manifiesta herida, sino agoniza
lentamente consumida por el veneno de la pasión que su verdugo
le ha propinado. ¡Qué de tísicos han muerto asesinados
por una infiel, por un ingrato, por un calunmiador! Los entierran;
dicen que la cura no ha alcanzado y que los médicos no la entendieron.
Pero la puñalada hipócrita alcanzó e hirió
el corazón. Tú acaso eres de esos criminales y hay un
acusador dentro de ti, y ese frac elegante, y esa media de seda, y
ese chaleco de tisú de oro que yo te he visto, son tus armas
maldecidas. --Silencio, hombre
borracho. --No; has de oír
al vino una vez que habla. Acaso ese oro que a fuer de elegante has
ganado en tu sarao y que vuelcas con indiferencia sobre tu tocador,
es el precio del honor de una familia. Acaso ese billete que desdoblas
es un anónimo embustero que va a separar de ti para siempre
la mujer que adorabas; acaso es una prueba de la ingratitud de ella
o de su perfídia. Más de uno te he visto morder y despedazar
con tus uñas y tus dientes en los momentos en que el buen tono
cede el paso a la pasión y a la sociedad. --Tú buscas
la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas,
hozando en él, como quien remueve la tierra, en busca de un
tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no me espera a la vuelta
de la esperanza. Tú eres literato y escritor, y ¡qué
tormentos no te hace pasar tu amor propio, ajado diariamente por la
indiferencia de unos, por la envidia de otros, por el rencor de muchos!
Preciado de gracioso, harías reír a costa de un amigo,
si amigos hubiera, y no quieres tener remordimiento. Hombre de partido,
haces la guerra a otro partido; o cada vencimiento es una humillación,
o compras la victoria demasiado cara para gozar de ella. Ofendes y
no quieres tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia?
¿Quién me conoce? Tú me pagas un salario bastante a
cubrir mis necesidades; a ti te paga el mundo como paga a los demás
que le sirven. Te llamas liberal y despreocupado, y el día
que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado.
Los hombres de mundo os llamáis hombres de honor y de carácter,
y a cada suceso nuevo cambiáis de opinión, apostatáis
de vuestros principios. Despedazado siempre por la sed de gloria,
inconsecuencia rara, despreciarás acaso a aquellos para quienes
escribes y reclamas con el incensario en la mano su adulación;
adulas a tus lectores para ser de ellos adulado, y eres también
despedazado por el temor, y no sabes si mañana irás
a coger tus laureles a las Baleares o a un calabozo. --¡Basta, basta!
--Concluyo; yo,
en fin, no tengo necesidades; tú, a pesar de tus riquezas,
acaso tendrás que someterte mañana a un usurero para
un capricho innecesario, porque vosotros tragáis oro, o para
un banquete de vanidad en que cada bocado es un tósigo. Tú
lees día y noche buscando la verdad en los libros hoja por
hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita. Ente ridículo,
bailas sin alegría; tu movimiento turbulento es el movimiento
de la llama, que, sin gozar ella, quema. Cuando yo necesito de mujeres,
echo mano de mi salario y las encuentro, fieles por más de
un cuarto de hora; tú echas mano de tu corazón, y vas
y lo arrojas a los pies de la primera que pasa, y no quieres que lo
pise y lo lastime, y le entregas ese depósito sin conocerla.
Confías tu tesoro a cualquiera por su linda cara, y crees porque
quieres; y si mañana tu tesoro desaparece, llamas ladrón
al depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo. --Por piedad,
déjame, voz del infierno. --Concluyo; inventas
palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de
existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad,
amor! Y cuando descubres que son palabras, blasfemas y maldices. En
tanto, el pobre asturiano come, bebe y duerme, y nadie le engaña,
y, si no es feliz, no es desgraciado; no es, al menos, hombre de mundo,
ni ambicioso, ni elegante, ni literato, ni enamorado. Ten lástima
ahora del pobre asturiano. Tú me mandas, pero no te mandas
a ti mismo. Tenme lástima, literato. Yo estoy ebrio de vino,
es verdad; pero tú lo estás de deseos y de impotencia...!
Un ronco sonido
terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo,
había caído al suelo; el órgano de la Providencia
había callado, y el asturiano roncaba. --¡Ahora te conozco--exclamé--día
24!" Una lágrima
preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla,
ajada ya por el dolor. A la mañana, amo y criado yacían,
aquél en el lecho, éste en el suelo. El primero tenía
todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia
en una caja amarilla donde se leía mañana. ¿Llegará
ese mañana fatídico? ¿Qué encerraba la
caja? En tanto, la noche buena era pasada, y el mundo todo,
a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando noche
buena. (El
Redactor General, 26 de diciembre 1836)
|