La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

Cuentos del verano
Iniciación

La americana Sylvia Plath escribió este relato sobre ciertos
ritos crueles de la adolescencia

Finalmente solo le faltaba el pasajero que ocupaba el
extremo del último asiento, bajito y jovial, y su rostro
rojizo y arrugado se iluminó

La habitación del sótano estaba oscura y tibia, como el interior de
un tarro sellado, pensó Millicent, mientras sus ojos se habituaban a
la extraña penumbra. El silencio tenía la suavidad de las telarañas,
y por la ventanita rectangular, muy arriba en el muro de piedra, se
filtraba una débil luz azulada, procedente sin duda de la luna llena
de octubre. Ahora veía ya que estaba sentada en un montón de leña
junto a la caldera de la calefacción.
Millicent se apartó de la cara un mechón de cabellos, tieso y
pegajoso a causa del huevo que le habían roto poco antes en la
cabeza, mientras estaba arrodillada ante el altar del club. Después
de unos instantes de silencio se había oído un ligero crujido, y
luego sintió la fría y viscosa clara del huevo derramándosele y
extendiéndosele por la cabeza y bajándole por el cuello. También oyó
la risa ahogada de alguien. Todo era parte de la ceremonia.
Luego las chicas la habían llevado allí, aún con los ojos vendados,
por los corredores de la casa de Betsy Johnson, y la habían
encerrado bajo llave en el sótano. Pasaría una hora antes de que
vinieran a liberarla, pero para entonces el tribunal de las ratas
habría concluido, Millicent diría lo que tenía que decir y se iría a
casa.
Porque aquella noche era el paso definitivo, la prueba de fuego. Ya
no había la menor duda de que sería admitida. A decir verdad,
Millicent no recordaba candidata alguna que no hubiera superado el
período de iniciación. Pero con todo y con eso, su caso sería muy
diferente. Ya se encargaría ella. No podía decir con exactitud qué
era lo que había provocado su rebeldía, pero sin duda tenía algo que
ver con Tracy y, también, con los pájaros de los brezales.
¿Qué chica del instituto de Lansing no querría estar ahora en su
lugar?, pensó Millicent, divertida. ¿Qué chica rechazaría ser una de
las elegidas, aunque eso significara cinco días de iniciación antes
y después de las clases, para acabar el viernes por la noche, con el
momento culminante del tribunal de las ratas, después del cual las
elegidas se convertían en miembros del club? Hasta Tracy se quedó
pensativa cuando supo que Millicent era una de las cinco candidatas
propuestas.
-No cambiará nada entre nosotras, Tracy -había dicho Millicent-.
Seguiremos saliendo juntas igual que siempre, y el año que viene,
con toda seguridad, te elegirán a ti.
-Lo sé, pero, de todas formas -había dicho Tracy con mucha
tranquilidad-, cambiarás, independientemente de lo que pienses
ahora. Las cosas nunca son iguales.
Todo cambia, es cierto, había pensado Millicent. Sería terrible que
no se cambiara nunca..., que ella estuviera condenada para siempre a
ser la Millicent tímida e insignificante de pocos años antes.
Afortunadamente existía el cambio, el crecimiento, el seguir
adelante.
A Tracy le sucedería lo mismo. Millicent se encargaría de contarle
las tonterías que habían dicho las chicas, y Tracy cambiaría
también, entrando a la larga en el círculo mágico. Llegaría a
conocer los ritos especiales como había empezado a hacerlo Millicent
una semana antes.
-Lo primero de todo -les había dicho Betsy Johnson, la vivaracha
secretaria rubia del club, a las cinco candidatas el lunes, mientras
tomaban unos sándwiches en la cafetería del instituto-, es que a
cada una de ustedes le corresponde una hermana mayor, que es la que
manda, y tienen que hacer lo que ella les diga.
-No se olviden de todo lo referente a contestar y a sonreír -había
añadido riendo Louise Fullerton, que era otra celebridad en el
instituto, bonita y morena y vicepresidenta del Consejo
Estudiantil-. No tienen que hablar a no ser que su hermana mayor les
haga una pregunta o les mande decir algo a alguien. Y tampoco tienen
que sonreír, aunque se estén muriendo de ganas -las candidatas se
rieron, un poco nerviosas, y luego sonó el timbre que anunciaba el
comienzo de las clases de la tarde.
Resultaría un cambio bastante divertido, reflexionó Millicent,
recogiendo los libros de su armario en el corredor; sería
estimulante formar parte de un grupo estrechamente unido, la gente
más selecta del instituto. No se trataba, por supuesto, de una
organización oficial. De hecho, el director, el señor Cranton,
quería que la semana de iniciación desapareciera, porque le parecía
antidemocrática y perturbadora de las tareas escolares. Pero, en
realidad, no estaba en sus manos hacer nada. Era verdad que, durante
cinco días, las iniciandas llegarían al instituto sin pintarse ni
rizarse el pelo y, por supuesto, todo el mundo se daría cuenta,
pero, ¿qué podían hacer los profesores?
Millicent se sentó en su escritorio de la gran sala de estudio. Al
día siguiente llegaría al instituto orgullosa, riendo, con los
labios sin pintar y hasta los hombros el cabello castaño liso, y
entonces todo el mundo sabría, incluidos los chicos, que era una de
las elegidas. Los profesores, por su parte, sonreirían perplejos,
pensando quizá: De manera que ahora han seleccionado a Millicent
Arnold. Nunca lo hubiera adivinado.
Uno o dos años antes no se le hubiera ocurrido a casi nadie.
Millicent había esperado mucho para que la aceptaran, más que la
mayoría. Era como si hubiera permanecido durante años en un pabellón
junto a una pista de baile, mirando a través de las ventanas el
interior resplandeciente, con el brillo de las luces y el aire como
miel, contemplando anhelante a las alegres parejas que valseaban a
los acordes de una música que nunca se acababa, a las personas que
reían en parejas y en grupos, sin que nadie estuviera nunca solo.
Pero por fin, durante una semana de festejos y diversiones,
Millicent respondería a la invitación para entrar en el salón de
baile por la entrada principal, sobre la que se leía Iniciación. Se
recogería la falda de terciopelo, la cola de seda, o lo que fuera
que las princesas desheredadas llevaban en los libros de cuentos, y
tomaría posesión del reino que le pertenecía por derecho... En aquel
momento sonó el timbre que señalaba el fin de la hora de estudio.

Luego las chicas la habían llevado allí, aún con los
ojos vendados, por los corredores de la casa de Betsy
Johnson, y la habían encerrado en el sótano

-¡Millicent, espera! -era Louise Fullerton desde detrás, Louise que
siempre se había mostrado muy amable, muy cortés, más amistosa que
las demás, desde hacía ya tiempo, desde antes de que llegara la
invitación.
-Escucha -Louise fue con ella por el corredor hacia la clase
siguiente, que era la de latín-, ¿tienes algo que hacer después de
las clases? Porque me gustaría hablar contigo sobre mañana.
-Estupendo. Tengo montones de tiempo.
-Entonces reúnete conmigo en el vestíbulo cuando termine economía
doméstica, y nos iremos al drugstore o algo parecido.
Más tarde, cuando iba con Louise camino del drugstore, Millicent
sintió una oleada de orgullo. Para cualquiera que las viese en aquel
momento, Louise y ella eran amigas íntimas.
-¿Sabes? Me alegré mucho de que te eligieran -dijo Louise.
Millicent sonrió.
-A mí me encantó que me invitaran -dijo con sinceridad-, pero me
apenó que dejaran afuera a Tracy.
Pensó en Tracy. Si existe esa cosa llamada una amiga íntima, Tracy
lo había sido durante todo aquel año.
-Sí, Tracy -estaba diciendo Louise-, es una chica simpática, y la
pusieron en la lista, pero..., bueno, tuvo tres bolas negras.
-¿Bolas negras? ¿Qué es eso?
-En realidad no debemos contárselo a nadie de fuera del club, pero
como tú ya estarás dentro a final de semana, supongo que no importa.
Ya habían llegado al drugstore.
-Sucede -empezó a explicar Louise en voz baja cuando estuvieron
sentadas a una de las mesas con tabiques a los lados- que una vez al
año el club hace una lista con todas las chicas que han sido
propuestas...
Millicent empezó a beber lentamente el frío líquido dulce, dejando
el helado para tomárselo al final con la cuchara, mientras escuchaba
a Louise con mucha atención.
-... y luego se celebra una reunión plenaria, donde se leen los
nombres de todas las chicas y se estudia cada una de las propuestas.
-Ah -dijo Millicent de manera mecánica, aunque en su voz apareció
una entonación extraña.
-Sí, claro, ya sé lo que estás pensando -rió Louise-. Pero en
realidad no es tan horrible como te imaginas. No se ensañan
demasiado. Se habla de cada chica y de las razones en pro o en
contra para admitirla en el club. Y luego se vota. Tres bolas negras
eliminan a la candidata.
-¿Te importa que te pregunte qué fue lo que pasó con Tracy? -dijo
Millicent.
Louise rió un poco forzadamente.
-Bueno, ya sabes cómo son las chicas. Se fijan en nimiedades. Me
refiero a que algunas pensaron que quizá Tracy era un poco demasiado
distinta. Quizá le puedas hacer unas cuantas sugerencias.
-¿Cuáles, por ejemplo?
-Por ejemplo que no venga al instituto con calcetines hasta la
rodilla ni con esa cartera tan vieja para libros. Ya sé que no
parece gran cosa, pero, bueno, son cosas como ésas las que apartan a
la gente. Quiero decir que, como muy bien sabes, cualquier chica de
Lansing preferiría morirse antes que llevar calcetines hasta la
rodilla, por mucho frío que haga, y que sólo las niñas pequeñas y
las novatas llevan cartera.
-Supongo que sí -dijo Millicent.
-En cuanto a mañana -siguió Louise-, te ha tocado Beverly Mitchell
de hermana mayor. Quería avisarte porque es la más dura, pero
tendrás más mérito aún si lo superas todo.
-Gracias, Lou -dijo Millicent agradecida, mientras pensaba, esto
empieza a parecer serio. Peor que una prueba de lealtad, aquel tener
que pisar sobre carbones encendidos. ¿Qué es lo que hay que
demostrar, después de todo? ¿Que soy capaz de obedecer órdenes sin
arredrarme? ¿O se trata de que se sientan satisfechas teniéndonos a
su disposición y haciéndonos correr de un lado para otro?
-Todo lo que tienes que hacer, en realidad -dijo Louise, tomándose
la última cucharada de su helado-, es mostrarte muy sumisa y
obediente cuando estés con Bev y hacer exactamente lo que te diga.
No te rías ni le contestes ni trates de decir cosas divertidas,
porque te lo hará todo más difícil, y te aseguro que eso lo sabe
hacer como nadie. Preséntate en su casa a las siete y media.
Y así lo hizo. Millicent llamó al timbre y se sentó en los escalones
de la entrada a esperar a Bev. Al cabo de unos minutos se abrió la
puerta y allí estaba Bev, el gesto serio.
-Levántate, topo -le ordenó.
Había algo en su tono de voz que molestó a Millicent. Algo casi
malévolo. Y un desagradable anonimato en el empleo de la palabra
topo, aunque fuese así como siempre se llamaba a las iniciandas. Era
degradante, una manera de negar la propia individualidad, como que a
uno lo llamen por un número.
Millicent sintió un intenso deseo de rebelarse.
-Te he dicho que te levantes. ¿Estás sorda?
Millicent se puso en pie, inmovilizándose.
-Entra en la casa, topo. Haz la cama y limpia la habitación que está
en lo alto de la escalera.
Millicent subió en silencio. Encontró el cuarto de Bev y empezó a
hacer la cama. Sonriendo para sus adentros, pensaba al mismo tiempo:
qué absurdamente divertido me resulta recibir órdenes de esta chica
como si fuera una criada.
De repente Bev apareció en el umbral.
-Quítate esa sonrisa de la cara -exigió.
En aquella relación parecía haber algo que no era del todo
divertido. Millicent estaba convencida de haber visto brillar un
relámpago de jubilosa crueldad en los ojos de Bev.
Camino del instituto, Millicent tuvo que situarse diez pasos detrás
de su hermana mayor, llevándole los libros. Cuando llegaron al
drugstore ya estaba allí un buen grupo de chicos y chicas del
instituto aguardando el espectáculo.
Las otras candidatas habían llegado ya, y Millicent se sintió
aliviada. Formando parte del grupo nada resultaría demasiado
desagradable.
-¿Qué les decimos que hagan? -le preguntó Betsy Johnson a Bev. Poco
antes Betsy había ordenado a su topo que cruzara la plaza con una
vieja sombrilla de colores y cantase Siempre persigo arcoiris.
-Yo sé lo que tienen que hacer -intervino Herb Dalton, el apuesto
capitán del equipo de baloncesto.
Fue notable el cambio que se produjo en Bev. Todo su ser exhaló de
repente suavidad y coquetería.
-Tú no le puedes decir lo que tienen que hacer -dijo Bev con mucha
dulzura-. Los hombres no tienen nada que ver en este asunto.
-Está bien, está bien -rió Herb, retrocediendo y fingiendo esquivar
un golpe.
-Se está haciendo tarde -había aparecido Louise-. Son casi las ocho
y media. Será mejor que se pongan en camino.
Las topos tuvieron que ir hasta el instituto bailando el charleston,
cada una cantando su propia canción, tratando de gritar más que las
otras. Durante las clases, por supuesto, no se podía hacer el
payaso, pero incluso entonces se mantenía la regla de que estaba
prohibido hablar con los chicos fuera de clase o a la hora del
almuerzo..., y también en cualquier otro momento después de salir
del instituto. De manera que las chicas del club hacían que los
muchachos más populares se acercaran a las topos y les invitaran a
salir, o trataran de hacerles hablar; a veces alguna se dejaba
sorprender y empezaba a decir algo antes de darse cuenta. Entonces
el chico la denunciaba y a la culpable se le ponía una marca negra.
Herb Dalton se acercó a Millicent a mediodía, cuando estaba
comprando un helado en el drugstore. Lo vio venir antes de que
hablara con ella, y bajó la vista deprisa, pensando: Es demasiado
principesco, demasiado moreno y sonriente. Y yo demasiado
vulnerable. ¿Por qué ha de ser él quien venga a tentarme?
No voy a decir nada, pensó, sólo le sonreiré con dulzura.
De manera que sonrió a Herb muy dulcemente y en perfecto mutismo. La
sonrisa con que él le respondió fue una verdadera maravilla. Mucho
más, desde luego, de lo que exige el cumplimiento del deber.
-Ya sé que no puedes hablar conmigo -dijo, en voz baja-. Pero lo
estás haciendo muy bien, según las otras chicas. Y a mí me pareces
bien incluso con el pelo liso y todo lo demás.
Bev se dirigía hacia ellos, la boca encarnada fija en una
resplandeciente sonrisa calculadora. Ignorando a Millicent avanzó
hasta colocarse junto a Herb.
-¿Para qué perder el tiempo con topos? -dijo con alegre voz
cantarina-. Sus bocas están selladas, sin excepción.
Herb no se marchó sin una última andanada.
-Pero el silencio de esta topo es muy atractivo.
Millicent sonrió mientras se tomaba el helado en el mostrador con
Tracy. En general, las chicas que seguían excluidas, como le había
sucedido a Millicent hasta entonces, se reían de las bufonadas de la
iniciación por infantiles y absurdas, tratando así de ocultar su
secreta envidia. Pero Tracy seguía mostrándose tan comprensiva como
siempre.
-Imagino que esta noche será lo peor -le dijo Millicent-. He oído
que nos van a llevar en un autobús a Lewiston y nos harán actuar en
la plaza.
-Limítate a poner cara impasible -le aconsejó Tracy-. Pero por
dentro no pares de reírte.
Millicent y Bev tomaron el autobús antes de las demás chicas;
tuvieron que ir de pie todo el trayecto hasta la plaza de Lewiston.
Bev parecía muy contrariada por algo. Finalmente dijo: -A la hora
del almuerzo has estado hablando con Herb Dalton.
-No -dijo Millicent honestamente.
-Pues yo te he visto sonreírle. Y eso, prácticamente, está tan mal
como hablar. Recuérdalo y que no se repita.
Millicent guardó silencio.
-Quedan quince minutos hasta que el autobús llegue a Lewiston -dijo
Bev a continuación-. Quiero que vayas y le preguntes a todo el mundo
qué ha desayunado esta mañana. Recuerda que no les puedes contar que
se trata de tu iniciación.
Millicent recorrió con la mirada el pasillo del autobús abarrotado y
sintió de repente una angustia terrible. ¿Cómo, pensó, voy a hacer
una cosa así, plantarme delante de toda esa gente con cara de palo
que mira fríamente por la ventanilla y...?
-Ya me has oído, topo.
-Perdóneme, señora -le preguntó Millicent cortésmente a la señora en
la primera fila de asientos-, pero estoy haciendo una encuesta. ¿Le
importaría decirme qué ha desayunado esta mañana?
-Pues..., hem..., sólo jugo de naranja, tostadas y café -fue la
respuesta.
-Muchas gracias.
Millicent pasó a la siguiente persona, un joven hombre de negocios,
que desayunaba huevos fritos, además de tostadas y café.
Para cuando llegó al final del autobús la mayoría de los viajeros le
sonreían. Sin duda alguna saben, pensó, que se trata de algún tipo
de iniciación.
Finalmente sólo le faltaba el pasajero que ocupaba el extremo del
último asiento, bajito y jovial, y su rostro rojizo y arrugado se
iluminó con una sonrisa beatífica al acercársele Millicent. Con su
traje marrón y la corbata de color verde bosque, parecía algo así
como un gnomo o un alegre elfo.
-Perdóneme, señor -sonrió Millicent-, pero estoy haciendo una
encuesta. ¿Qué ha desayunado usted hoy?
-Cejas de pájaros de los brezales sobre pan tostado -respondió
rápidamente el hombrecillo.
-¿Cómo ha dicho? -exclamó Millicent.
-Cejas de pájaros de los brezales -explicó el hombrecillo-. Los
pájaros de los brezales viven en los páramos mitológicos y vuelan de
aquí para allá durante todo el día, cantando al sol dulces canciones
silvestres. Son de color morado brillante y tienen unas cejas muy
sabrosas.
Millicent se echó a reír sin poder evitarlo. Era maravilloso sentir
de pronto una camaradería tan intensa con un desconocido.
-¿También usted es mitológico?
-No exactamente -le replicó el otro-, pero espero llegar a serlo
algún día. Ser mitológico representa una gran ventaja para la propia
estima.
El autobús estaba torciendo ya, camino de la estación; a Millicent
le hubiera gustado seguir con el hombrecillo. Quería preguntarle más
sobre aquellos pájaros.
Y, a partir de aquel momento, las distintas fases de la iniciación
dejaron de molestarla. Fue alegremente de tienda en tienda por la
plaza de Lewiston preguntando por trozos de galletitas saladas y por
mangos, limitándose a reírse interiormente cuando la gente se le
quedaba mirando y luego se les iluminaba el gesto, contestando a sus
absurdas preguntas como si fuera una persona muy seria e importante.
¡Eran tantas las personas que estaban encerradas dentro de sí mismas
como cajas fuertes, pero que se abrían, revelándose de forma
maravillosa, con tal de que alguien se interesara por ellas! Y, a
decir verdad, no era necesario pertenecer a un club para descubrir
vínculos con otros seres humanos.
Una tarde Millicent había estado hablando con Liane Morris, otra de
las chicas elegidas, sobre cómo serían las cosas cuando finalmente
formaran parte del club.
-Yo sé bastante bien lo que pasa -le había dicho Liane-. Mi hermana
era del club hasta que se graduó hace dos años.
-¿Y qué es exactamente lo que hacen en el club? -quiso saber
Millicent.
-Bueno..., tienen una reunión a la semana..., las chicas se turnan
invitando a las demás a su casa...
{po3f1d.jpg|Luego las chicas la habían llevado allí, aún con los
ojos vendados, por los corredores de la casa de Betsy Johnson, y la
habían encerrado en el sótano|} -Quieres decir que sólo es un grupo
social selecto...
-Imagino que sí..., aunque es una manera curiosa de decirlo. Pero
desde luego sirve para dar prestigio a una chica. Mi hermana se hizo
novia del capitán del equipo de fútbol. Eso no tiene nada de malo,
diría yo.
No, no tenía nada de malo, había pensado Millicent, cuando aún
estaba en la cama el viernes, el día del tribunal de las ratas,
mientras escuchaba a los gorriones alborotar en las canaletas del
tejado. Pensó en Herb. ¿Habría sido tan amable con ella sin la
etiqueta del club? ¿La invitaría a salir (si es que llegaba a
hacerlo) sólo por ella misma, sin tener en cuenta otras
consideraciones?
Aún había otra cosa más que la molestaba. Dejar fuera a Tracy.
Porque iba a ser así; Millicent había visto en otros casos que era
eso lo que sucedía.
Fuera, los gorriones seguían piando y, tumbada aún en la cama,
Millicent se los imaginó, una bandada de pajaritos pardos, todos
exactamente iguales.
Y luego, sin saber por qué, pensó en los pájaros de los brezales.
Volando despreocupados sobre el páramo, recorrerían cantando y
gritando los grandes espacios aéreos, veloces como flechas,
remontando el vuelo y arrojándose en picada, fuertes y orgullosos de
su libertad y en ocasiones de su soledad. Fue en aquel momento
cuando tomó la decisión.
Sentada ahora sobre el montón de leña en el sótano de Betsy Johnson,
Millicent tenía la seguridad de haber salido triunfante de la prueba
de fuego, el período crítico que para ella podía terminar con dos
tipos de victoria: la más fácil sería que la coronasen como
princesa, etiquetándola definitivamente como miembro del grupo
selecto.
La otra victoria sería mucho más dura, pero Millicent sabía que era
ésa la que deseaba. No era una cuestión de nobleza ni nada
semejante. Tan sólo había aprendido que existían otros modos de
entrar en la gran sala, resplandeciente de luces, de la gente y de
la vida.
Iba a ser difícil explicárselo a las chicas aquella noche, por
supuesto, pero más tarde podía contárselo a Louise. Cómo se había
demostrado algo a sí misma superándolo todo, incluso el tribunal de
las ratas, y decidiendo luego que no quería formar parte del club. Y
seguir siendo amiga de todo el mundo. Hermanada con todo el mundo.
Tracy incluida.
Se abrió la puerta que tenía detrás y un rayo de luz atravesó la
suave penumbra del sótano.
-Vamos, Millicent, puedes salir. Has terminado -había varias chicas
afuera.
-Ya voy -dijo, poniéndose en pie y avanzando desde la penumbra hasta
el vivo resplandor de la luz, mientras pensaba: He terminado, de
acuerdo. La peor parte, la más dura, la parte de la iniciación para
la que me había preparado.
Pero precisamente entonces, desde algún lugar lejano, sin confusión
posible, le llegó un melódico sonido aflautado, muy exótico y dulce,
y Millicent supo que era el canto de los pájaros de los brezales
mientras giraban y se deslizaban sobre el amplio horizonte azul,
atravesando la vastedad del aire, las veloces alas moradas
agitándose al sol.
En el interior de Millicent se elevó otra melodía exuberante, llena
de fuerza, una respuesta triunfal a la música de los veloces pájaros
de los brezales que cantaban con tanta claridad y alegría sobre
tierras lejanas. Y supo que su propia iniciación no había hecho más
que empezar.
De Johnny Panic y la Biblia de los sueños, por Sylvia Plath
(1932-1963), editado por Alianza.
Versión española de José Luis López Muñoz.
Ilustraciones: Carlos Nine
Copyright © 2000 La Nación | Todos los derechos reservados

 

 

 

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