La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

No pasará el invierno

Marco Antonio Campos

A Saúl Juárez

Federico bajó del
coche en Río Mixcoac e
Insurgentes. El aire
corría rápido y alzaba
delgadas ráfagas de
polvo. La cabeza le daba
vueltas; estaba nervioso,
pálido. En el límite de la
angustia. Claxons,
coches de alta velocidad,
enfrenones, silbatazos.
Se tapó los oídos.
¡Basta! Vio al agente de
tránsito en José María
Rico detrás de un árbol,
y se dijo, con cierta
indignación, que en vez
de evitar accidentes, los
buscaba. Atravesó el
ancho eje de José María
Rico, y luego
Insurgentes. Leyó en
grandes letras rojas
oxidadas: CINE
MANACAR. Se volvió y
vio al agente de tránsito
casi detrás de él; tembló,
sorprendido. El agente
cruzó Río Mixcoac hacia
Avenida Plateros, y
Federico respiró,
aliviado. No, no le
habían puesto un dedo
encima pero era peor
que si lo hubieran hecho.
No tenía ninguna seña
corporal pero su cuerpo
era una seña toda. Sí,
estaban ojos, manos,
pecho, piernas, y sin
embargo, parecía estar
en otro cuerpo. Sólo él,
sólo él, al principio, lo
sabía. Todos creyeron
que había hecho el mes
anterior ese viaje de tres
semanas a Guadalajara
para ver a un hermano
enfermo, y que su
desaparición era
explicable. ("Si dices
una sola palabra, date
por muerto, cabrón").
Todo había cambiado.

Cada día, cada hora,
cada minuto estaba más
nervioso, y tenía que
hacer increíbles
esfuerzos para
controlarse, porque
sentía que se lo iban a
recriminar, que otra vez
lo hundirían en aquel
cuarto de un blanco
alucinante,
enceguecedor, que todos
y cada uno lo
denunciarían como un
"perro comunista". Lo
peor es que desde que lo
habían soltado, en vez
de sentirse mejor, el
delirio aumentaba, al
grado de que se iba
alejando más de
familiares, amigos, de
todo, en fin. Había
llegado a profundidades
tales de destrucción
personal que alcanzaba
en momentos una dicha
cruel. El día entero se la
pasaba escribiendo,
reflexionando (hasta
donde lo dejaba la
angustia), temiendo una
y otra vez que se lo
llevaran, que volviera de
nuevo ese blanco
violentísimo, el encierro.

Entró al cine y fue a
sentarse por la tercera
fila. Esperó el inicio de
la película. Alzó la vista
hacia la ancha cortina.
Blanca. Angustiado, bajó
la vista. "¡Me voy a
volver loco! ¡Si no me
controlo, me voy a
volver loco, Dios mío!".

Federico vio entrar al
doctor vestido
impecablemente de
blanco, canoso, con una
charola de cartón. El
único color discordante
era el azul desvaído de
los ojos. Federico
contaba el tiempo que
llevaba en ese cuarto de
cinco por cinco, blanco
por las paredes, por el
techo, por el piso, por la
cama, por el sillón, por
el excusado, por la ropa
que le pusieron, por el
uniforme del doctor,
quien ahora se
aproximaba, lo
observaba a los ojos, y
decía: "Los comunistas
son unos puercos".
Pausada, hondamente.
En el cerebro de
Federico la frase
percutía, repercutía,
sonaba y resonaba como
eco que rebota en muros
o montañas, regresa,
rebota de nuevo hasta
que se adelgaza, se
desvanece. "Los
comunistas son unos
puercos... los comunistas
son... son... soo...n".
Desde la primera
mañana que lo
aprehendieron saliendo
de su casa cuatro
hombres vestidos de
blanco ("¡te callas o te
matamos!"), que lo
subieron al coche y le
pusieron una venda
sobre los ojos --ruidos,
claxons, paradas en las
que probablemente
había semáforos, la
velocidad, el sopor--
intuyó que su vida
cambiaría para siempre.

No supo a qué hora
despertó (quizá el mismo
día) pero al hacerlo
sintió el
deslumbramiento del
blanco. Se revisó a sí
mismo ("no hay
espejos"): de la punta de
los zapatos hasta el
cuello: blanco. Entró a
los pocos minutos una
enfermera anciana, de
pelo cenizo, lívida hasta
la muerte, que cerró tras
de sí la puerta y dijo
como en telegrama: "Le
voy a hablar sólo ahora.
Vendré tres veces por
día a traerle alimentos.
Si desea ir al baño, van a
ser los únicos momentos
que podrá hacerlo. Irá
vendado". La enfermera
dejó la charola con los
alimentos. Se alejó.
Luego de cerrar la
puerta Federico aún
escuchó el eco de las
pisadas que había dejado
en su cuarto. Le hubiera
querido decir: "¿Qué me
van a hacer?".

Hubiera sido inútil.

Imaginando lo peor,
temblando, Federico
alzó la servilleta que
cubría la charola: sopa
de cebolla, queso,
pescado blanco. "¡No es
posible, señor! ¡Me van
a volver loco!". Se sentó
en la cama; se clavó las
yemas de los dedos en el
rostro. Comprendía; no
necesitaba ser un
detective para deducir
de una manera u otra: el
encierro era
consecuencia de las
entrevistas y los
artículos sobre
torturados políticos que
había sacado las dos
semanas anteriores en
los periódicos, y donde
sacaba a relucir que los
más altos jefes
policiacos eran
especialistas de la
tortura. Eso era, desde
luego. "Ahora me la
quieren voltear, sólo que
no me van a tocar ni un
pelo".

Lo soltarían, sí, pero,
¿cuándo? Sin duda, por
lo que dijo la enfermera,
no en un tiempo corto.
Voy a venir tres veces al
día a traer alimentos.
Tres veces al día. Sonrió
con amargura. "Si me
hubieran querido matar,
ya lo hubieran hecho".
No, no era conveniente.
Con seguridad en el
periódico publicarían la
desaparición, y habría
campaña, aun en
primera plana, y
resaltado. Quizá le
harían firmar un papel
de que estaba en alguna
parte, o bien que lo tenía
secuestrado la otra cara:
el hampa.

Federico se acercó a la
mesa donde estaba la
charola. La sopa y el
queso le gustaban, el
pescado le causaba
náusea. Pero ahora hasta
la sopa y el queso le
repelían, y para colmo,
le causaban miedo.
Comió, pese a todo.
"Debo hacerme la idea
de que es un día normal,
un día más".

-- ¿Leonardo? Necesito
hablar contigo. Es
urgente. Nos vemos en
el Café de las Américas.
A las ocho.

Federico había citado a
su amigo Leonardo una
semana después que lo
soltaron.

-- Necesitaba
desahogarme. Olvidar un
momento esas tres
semanas en el infierno.

Federico no dejaba de
moverse en la silla, le
temblaban las manos,
tragaba saliva, hablaba
con dificultad, sentía
como si un nido de
insectos hiciera un nido
en su estómago. Lo roían
los nervios de una
angustia profundísima.
Por espacio de una hora
habló con Leonardo.

-- ¿Pero cómo fue
posible que el periódico
no hiciera campaña?

-- No lo supieron. El día
mismo del secuestro
telefonearon al periódico
y dijeron, con un tipo
que tenía voz muy
parecida a la mía o que
la imitaba, que mi
hermano se había
accidentado en
Guadalajara. Muy grave.
A la semana y media
volvió a telefonear la
misma persona desde
Guadalajara pidiendo
disculpas e informando
que mi hermano estaba
en coma.

-- ¿Y quién fue?

-- No lo sé con
exactitud; quizá la
policía. Si hubieran sido
los otros me hubieran
matado y no se hubieran
puesto a armar un teatro
tan refinado y cruel.

Leonardo observó que
entre el Federico que
conoció en la
preparatoria y éste, sólo
había una sombra.

Federico se agarraba los
cabellos, la cara, el
cuello, se hundía los
dedos en las sienes, se
frotaba la frente, se
apretaba los puños.
"¡Hijos de puta,
suéltenme! ¡Suéltenme,
hijos de puta!
¡Suééltenmeeee!". Por
arriba, por abajo, a la
izquierda, a la derecha,
en todas partes, el
blanco. El blanco
absoluto. "¡No aguanto
más! ¡No aguanto
mááás!". Caminó como
león enjaulado y
apretando los dientes,
los puños, comenzó a
dar puñetazos, a patear
la pared, hasta lastimarse
profundamente los dedos
de los pies y de las
manos. "¡Hijos de puta,
hijos de puta, me van a
volver loooco!". No
supo cuánto tiempo
caminó hasta que,
agotado, se volvió a
sentar sobre la cama.
Cerró los ojos. Blanco.
Blanco. "¡Oh Dios mío,
perdóname por lo que he
hecho, pero no me
castigues por lo que no
he hecho!". En los
instantes más altos del
horror, aparecía de
pronto la imagen de
Julia: su fino rostro, su
larga cabellera negra, sus
ojos color de mar, sus
muslos duros, exactos.
No entendía por qué. Él
había amado otras
mujeres, si no más
bellas, sí más afines.
Aún las había amado
más. Pero algo, una
huella profunda,
subterránea, había
impreso Julia para que
seis años después
regresara con intensidad
tan cruel. Inútilmente.
Inútilmente porque Julia
lo había dejado por uno
de sus mejores amigos.
"¡Por qué diablos me
hizo esto? ¿Por qué me
humilló así?". Pero los
gritos no encontraban
eco en esas paredes en
las que ni golpes ni
puntapiés dejaban otra
marca que no se
pareciera al blanco.
Reconstruía mañanas en
la universidad:
esperándola al terminar
clases, amándola,
deseándola. Pero sobre
todo había una imagen
radiante, despiadada: la
de aquella mañana en
Acapulco, en la playa,
frente al hotel: Julia
caminando mar adentro,
el sol cayendo sobre sus
cabellos y hombros, la
cintura llena de gotas
que el sol y el mar las
hacían parecer azules y
doradas. Se acercó, y al
abrazarla, escuchó una
frase sangrante: "Me
estoy acostando con
Roberto; creo que
después de esto no
querrás saber nada de
mí".

Roberto pidió disculpas:
"de veras, manito, ella
fue la que se metió en mi
cama. Le dije que
éramos amigos, insistió
en que no le interesabas
ya". Fue así, qué duda
cabe; fue algo, sin
embargo, que Roberto
persiguió indirecta o
veladamente manejando
alusiones, indiferencia,
simpatía, el juego, en fin.

"No se necesita ser un
escrutador impecable
--comentaba con Bazin
para evidenciarlo. Quizá
a otros engañe pero cada
paso y palabra de
Roberto se los conozco
desde la adolescencia".
Se acabó la amistad. No
cruzó de nuevo palabra
con él más que las
necesarias socialmente.
Sin embargo todo salió
como había previsto, y
aún más: a los pocos
meses, Roberto dejó a
Julia y con todos los
amigos se quejaba con
fastidio y acritud de que
era una enferma, una
inútil, "una mujer que
sólo piensa en asolearse,
en ir a fiestas, en el salón
de belleza". Cierto, pero
acaso allí radicaba
mucho del encanto:
cómo construía ese
palacio de la
superficialidad que la
hacía distinta y
fascinante a mujeres
que, como ella, tienen
más o menos las mismas
preocupaciones. Un
mundo de trivialidades
espléndidas, de
delectaciones vacías, de
pequeños goces que a
una persona con mínima
sensibilidad le causan
irritación o náusea.
Mujeres que él había
buscado con fervor en el
curso de los años, y a
quienes les soportaba la
banalidad por la belleza
y el refinamiento. "Qué
capacidad para la
desilusión", le decían sus
amigos.

El error de Julieta con
Roberto había sido uno,
uno solo, pero
catastrófico: enamorarse
profundamente. Después
de eso, de denigrarlo con
amistades y respectivas
familias, de recurrir aun
al fastidioso vandalismo
de estrellarle el coche, se
encerró en su cuarto un
mes y medio, y no bajó
ni siquiera a comer.
Federico, más que gozar
la situación (y en cierto
modo fue así), terminó
por sentir hacia Julia una
honda lástima.

Entonces, ¿por qué Julia
regresaba ahora con
salvaje intensidad en los
instantes límite, cuando,
por caso, su recuerdo no
podía igualarse con la
pureza de Lorena o a la
honda tristeza de los
largos años que siguieron
a la ruptura con Claudia?
¿Qué era, entonces? La
única explicación
plausible era que jamás
se enamoró tan
repentina e
interesantemente de
mujer alguna; nunca,
tampoco, le habían dado
un golpe tan inesperado
y brutal; nunca había
desarraigado con tal
rapidez y rabia a ninguna
otra. Se le ilustraba una
imagen, aquella
fotografía: Julia en el
parque con el abrigo
verde olivo, el cabello
suelto, los ojos
verdemar. Atrás los
árboles y las casas. "Era
la mujer que más se ha
parecido al deseo".

En ese momento entró el
doctor, y Federico se
abalanzó sobre él, pero
el doctor, haciendo un
esguince ágil, le sujetó
las manos, y luego, casi
sin esfuerzo, lo sentó en
la silla. Federico sintió
que había perdido las
últimas fuerzas. Como si
creyera soñar (la puerta
había quedado abierta)
oyó lejana pero
claramente al locutor
relatar la salida del Papa
del aeropuerto para
dirigirse a catedral.
"Debe ser la televisión".
Se quedó unos instantes
inmóvil, iluminado,
sonriente. El doctor,
dándose cuenta, fue
rápido hacia la puerta, la
cerró, se aproximó de
nuevo, y le dijo,
marcando cada palabra:
"los
comunistas-son-unos-puercos".
Federico, con un
cansancio de siglos,
apenas alcanzó a
murmurar: "¡No soy
comunista, no, hijo de
puta!". Se limpió su
mente, y luego, como
puñetazo: "Los
comunistas son unos
puercos". Quiso repetir
que no lo era, pero el
doctor se había ido
dejándolo con el
silencio, el blanco, y
entre ellos, Julia, los
árboles y el cielo.

Federico miraba la
fotografía. Era casi la
imagen que tenía en el
cuarto blanco. Detalles
mínimos que había
olvidado, o que no había
observado debidamente:
la pañoleta verde sobre
el cuello, un lazo que
sería una cruz. Luego de
una semana de duda se
decidió a telefonear.

(...)

-- ¡Qué milagro,
Federico! ¿Donde te
habías metido? Hasta
que supe de ti.

-- Vamos a vernos.

-- ¿Cuándo?

(...)

Sentía cómo su cerebro
se desdoblaba. Era como
si viviera entre dos, o tal
vez con dos, en una sola
persona. "No pasará el
invierno", se dijo.

Federico Elizondo
recordó el mediodía en
que, vendados los ojos,
lo bajaron en Ciudad
Universitaria. "Estás más
que advertido, cabrón".
Se detuvo frente a la
gasolinera junto al
puesto de periódicos. Se
iba el Papa. Comenzó a
caminar por Insurgentes,
del lado del Tomboy, del
Sanborns, del Vips, del
Lynnis, de las casas de
principios de siglo que
parecían envejecer más
por el descuido que por
el paso del tiempo, de
los edificios modernos
que servían de oficinas
públicas, y se detuvo en
la esquina con Felipe
Villanueva.

Vio a la multitud
apiñándose.

-- ¿Por qué tanta gente,
señor?

-- ¿No sabe? Hoy se va
el Papa.

"Hubiéramos sido casi
vecinos" --se dijo,
sonriendo. Siguió por
Tecoyotitla y se detuvo
en el cruce de Barranca
del Muerto con
Insurgentes. No cabía
una aguja: gente en tres
y cuatro filas, en
escaleras, trepados sobre
los árboles, coches y
camionetas, mirando
desde las ventanas de los
edificios y de las casas,
el sol voraz. "¡La iglesia
unida jamás será
vencida!"... "¡Se siente,
se siente, Juan Pablo
está presente!"... Los
lemas de la izquierda en
la boca de los católicos
de cinco días.

Se dedicó a observar la
multitud: a la muchacha
que con maestría se
había colado hasta la
segunda fila; a la señora
del pueblo con un niño
sobre los hombros que
no dejaba de rezar; a la
anciana que a dos pasos
le decía al de al lado, al
de atrás, al de enfrente:
"¡Qué bondad del Santo
Padre! ¿Se fijaron cómo
trataba de hablar en
español? Y cuando le
cantaron su canción,
¡cómo los acompañaba
con las manos!". Las
nubes en el cielo, el
uniforme deportivo de la
muchacha, el delantal de
la sirvienta.

Vio el reloj: cinco para
las dos. "¡Juan Pablo
Segundo, te quiere todo
el mundo!". La gente
trepaba a los árboles, a
muros, a postes, a cofres
de automóviles, y la
anciana subrayaba que
un acontecimiento como
éste no había ocurrido
nunca en México, y que
después de haber visto al
Papa, aunque fuera sólo
un instante y de lejos,
podía morir tranquila.

Empezó a levantarse un
clamor, luego el silencio,
el cuchicheo --"¡ahí
viene, ahí viene!"-- el
silencio, el Papa de pie
en el coche descubierto
con los ojos
semicerrados por la
fuerza del sol, viendo
hacia todas partes y
ninguna, bendiciendo a
todos y a ninguno, dos,
tres, cinco segundos, y la
multitud, satisfecha de la
fulguración visual,
desparramándose hacia
La Florida, Guadalupe
Inn y San José
Insurgentes.

-- ¿Cómo te va ahora,
Julia? Supe que
trabajabas de modelo.

-- Lo dejé; había mucha
corrupción. No es que
me asuste pero es muy
fastidioso. Cualquier
señor gordo y calvo se
quiere acostar contigo.

-- Pero la has pasado
bien estos años, ¿no?

-- Uy, de lo más bien. No
te imaginas cómo he
viajado. Qué bárbaro.
He estado cuatro veces
en Europa y tres en
Sudamérica.

-- Qué raro que no te
hayas casado.

-- Para qué. Primero hay
que divertirse. ¿Me
hubieras imaginado
lavando platos a los
veinte años? Qué
aburrición. En dos o tres
años, quizá. Y todos,
¿cómo están?

-- Bien, en general bien.
Bazin ya dirigió su
primer película;
Leonardo vive con una
sueca y acaba de
publicar un libro de
medicina; Xavier se casó
hace unos meses con su
profesora de alemán y se
va becado dos años a
Frankfurt; Alberto está
en la política.

-- ¿Y Roberto?
--preguntó con cierta
curiosidad dolorosa.

-- Lo he visto poco, muy
poco, pero tengo
entendido que es gerente
de una de las fábricas de
su padre.

-- Ah. (Sacó un cigarro
del paquete. Lo
prendió). ¿Y sigues con
tus ideas de antes?

-- Me parece que sí, pero
creo que a ti no te
interesa eso --respondió
un poco nervioso.

-- Me aburre. Todos son
iguales: izquierdas y
derechas. Lo peor, eso
sí, es gente como
Echeverría. Nos afectó
parejo, sobre todo a la
clase media. Los pobres
como quiera ya están
acostumbrados. Ve: todo
te sale ahora como al
doble o al triple.
¿Cuánto te cuesta ahora
un vuelo a París? No te
dan ganas de pensarlo.
Sólo él tuvo la culpa.
¿Por qué tenía que
pelearse con los
empresarios? ¿Quienes
tienen el dinero?

-- En fin...--murmuró
Federico. Alzó los ojos y
vio los de Julia y la
imaginó desnuda,
sabiéndola ahora
tristemente lejana.

"Sí, Bazin, Julia es de
esa clase de mujeres que
se preparan a lo largo de
los años para ser, sin
mayores
remordimientos,
astutamente infieles. Ella
está bien para hombres
como Leonardo o
Roberto. Yo necesito
mujeres menos
conflictivas, menos de
mundo, que pueda
ejercer control, porque
de otra forma empiezan
las tempestades
mentales. Ya no hay
puertas de entrada, no.
Para ella no represento
otra cosa que un
periodista que llegará a
cierto sueldo, cierto
coche, cierta casa. El
problema principal con
ella --con mujeres como
ella-- no es tanto la
atracción física o de
"falta de mundo"; es
otro: no les llegas al
precio. Pero lo más
doloroso, creémelo, es
haber sido una sombra
mínima de una mujer
que fue tan importante,
y que otro, que fue tu
amigo, que ni siquiera la
amó, sea un recuerdo
más intenso, una herida
abierta. En verdad, eso
me llena de
resentimiento y de
envidia".

Federico arrancó con el
verde, cruzó Barranca
del Muerto y se enfiló
hacia Manuel M. Ponce.
No había tolerado la
película; se había salido
y echado a caminar.
Estaba bloqueado, como
si una sola idea colmara
su cerebro, como si
hubiera echado garras,
sucia, implacablemente,
y lo hiciera sólo pensar
en aquella cárcel blanca,
en la esmerada y
violenta crisis que lo
perturbaba
extraordinariamente. "Es
como si viviera al lado
de la vida".

Federico cruzó Felipe
Villanueva y recordó al
Papa. Miró por el espejo
retrovisor y dudó un
momento si lo que venía
detrás era un coche
blanco. Se sobresaltó
como si hubiera sido
tocado por un cable
eléctrico. Trató de hacer
a un lado el blanco de su
mente y volvió a mirar
por el espejo para
verificar que el color no
tenía nada que ver con
él. Miró, aterrado, dos
coches blancos.
Comenzó a temblar, a
sentir un frío seco, una
angustia feroz. Pensó
que había sido una
idiotez, que no, que no
debió haber publicado
de nuevo las entrevistas
y los artículos sobre
torturas. Pero no pudo ni
supo negarse. Un día
entero dos torturados
--"¿no se dieron cuenta
de que yo estaba igual o
peor?"-- lo acosaron
suplicándole de que él
era el único capaz de
hacerlo, que nadie
quería tocar el punto
(reporteros,
columnistas), que, "mire,
señor Elizondo, si usted
no lo hace, van a seguir
las torturas
sistemáticamente: han
golpeado, castrado,
violado, matado. Está
medio mundo metido en
el ajo. Hágalo, no por la
izquierda ni por
nosotros, sino como
mínima muestra de
libertad y honestidad".

No pudo negarse. Sabía
que de no hacerlo se
sentiría peor, con la
conciencia
persiguiéndole
atrozmente. Su mejor
adversario, el más digno
de respeto desde
siempre, había sido él
mismo. "No creo haber
hecho más mal a los
otros del que me he
hecho yo mismo".

En la glorieta de la
iglesia vio de nuevo por
el espejo retrovisor y
eran tres los coches
blancos. Metió con
rapidez el auto al
edificio, y rápido, casi
con desesperación, subió
las escaleras hasta su
departamento. Echó
doble llave. Temblando,
quedó largos segundos
de pie junto a la puerta.
Trataba de oír algo:
pasos, ruidos, timbre...
Sólo oía los golpes de la
sangre en el cerebro y la
rapidez del corazón.
Sentía el estómago
revuelto y ganas de
vomitar, pese a no haber
comido nada. "Bilis". En
el último filo de la
nerviosidad, sintiendo
caer sobre él toda la
tristeza del mundo,
caminó con sigilo hacia
la ventana. Tenía un
deseo irresistible de
llorar. Descorrió unos
centímetros la cortina y
miró hacia la glorieta. Se
quedó paralizado. En
cada uno de los cuatro
puntos había un coche
blanco. Miró a dos
hombres bajar del coche
que estaba frente a la
iglesia y cruzar la
glorieta. Calculó que
estaban en la puerta de
abajo. Esperó oír el
timbre. Creyó oír el
timbre. Se quedó aún
varios segundos viendo
hacia la glorieta, luego
corrió la cortina y fue a
acostarse sobre el
reposet negro que estaba
casi frente a la ventana,
bajó los párpados y sólo
alcanzó a ver,
proyectándose en sus
lágrimas, un lejano
recuerdo de infancia,
cuando él, jugando
fútbol, recibía de manos
de su padre una naranja
para calmar la sed.

De No pasará el
invierno

 

 

 

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