Juan López-Morillas

 

"DOCTRINA Y UTOPÍA"

La órbita que describe una doctrina militante resulta de la acción recíproca de dos fuerzas: una, representada por el vigor congénito que posee la doctrina, por su aptitud para crecer y desarrollarse; otra, constituída por las ideas y creencias entre las cuales —y, a menudo, contra las cuales— viene a establecerse. Trátase, pues, de dos formas de energía dinámica que, con su constante atracción y repulsión, diseñan el contorno y la trayectoria de un cuerpo doctrinal. Si las ideas y creencias vigentes en un momento dado se proyectaran sobre una superficie plana tendríamos un mapa ideológico que se asemejaría mucho a un mapa político; Como en éste, las líneas fronterizas representarían el equilibrio más o menos precario entre expansividad y resistencia. Las doctrinas, lo mismo que los individuos y los pueblos, viven agónicamente, en incesante conflicto, no sólo entre ser y no ser, sino entre ser y querer ser siempre. Extremando quizá demasiado la analogía unamunesca, cabe decir que estudiar la evolución de una doctrina es hacer la historia de su agonía.

En toda doctrina militante se echa de ver una doble función, defensiva y ofensiva. El afán de conservarse y el propósito de triunfar se dan en ella simultáneamente, con la salvedad de que cualquier triunfo, por decisivo que parezca, es sólo el preludio de una nueva contienda. De esta perenne lucha a brazo partido ninguna doctrina puede salir indemne. Por lo pronto se ve obligada a escoger una táctica, y la adopción de una táctica supone ya un tácito sometimiento a la presión del ambiente. El puesto que una doctrina ocupa en el tablero espiritual de una época no nace del azar ni de la libre elección. Los verdaderos factores determinantes de ese puesto son el carácter y la pujanza de las ideas y creencias reinantes. Frente a éstas debe aseverar sus propósitos la doctrina recién llegada y, con tal fin, elaborar un plan de campaña. Debe, por añadidura, allegar aliados, a veces no los más deseables. Debe resignarse de buen grado a la contingencia. Y, por último, debe desechar todo cuanto no sea estrictamente preciso para la defensa o conquista de los objetivos propuestos.

Así, pues, si se recorre paso a paso la trayectoria de una doctrina se advertirá que en ella se van prodeciendo excrecencias a la par que se van operando cercenamientos, señales inequívocas, por lo demás, de su curso por la vida. Una doctrina en la que no se revelen tales mudanzas debe considerarse como no viable, muerta apenas salida del cerebro de su creador, o, cuando más, como utópica, condenada a un eterno gravitar, como planeta sin vida, por encima de la fe de los hombres. Lamentarse de que un organismo doctrinal se ha desviado, al evolucionar, de su dirección primera es una ingenuidad que sería perdonable si no acusara, por otra parte, una ignorancia supina de la vida y la historia. Lo único que no se aparta de su intención primera es la utopía, y ello no es extraño, porque la utopía es cabalmente lo que no puede anclarse a la realidad y se evade, por consiguiente, de la acción corrosiva del tiempo y el espacio. Todo organismo doctrinal ha de contener, eso sí, un componente utópico que viene a ser como una aguja de marear con ayuda de la cual se restablece el rumbo cuando se corre el peligro de perderlo. Su valor es propiamente correctivo, nada más, y estriba en mantener ante los ojos la imagen de un bien ideal, tanto más tentador cuanto más inasequible. Para espolear el entusiasmo del hombre nada hay mejor que la esperanza de un mundo bienaventurado oculto siempre tras el lomo del horizonte. Pero sería grave yerro cerrar los oídos al urgente llamamiento de la vida en torno para entregarse al estéril deleite de una construcción racional, perfecta como una figura geométrica y tan desprovista de vida corno ésta. La estrella polar guía al mareante, pero no es su puerto de arribada.

El krausismo español. Perfil de una aventura intelectual. México: Fondo de Cultura Económica, 1956. Pp. 67-69.

 

© José Luis Gómez-Martínez
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