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Mariano José de larra |
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La sociedadEs cosa generalmente reconocida que el hombre es animal social, y yo, que no concibo que las cosas puedan ser sino del modo que son, yo, que no creo que pueda suceder sino lo que sucede, no trato por consiguiente de negarlo. Puesto que vive en sociedad, social es sin duda. No pienso adherirme a la opinión de los escritores malhumorados que han querido probar que el hombre habla por una aberración, que su verdadera posición es la de los cuatro pies, y que comete un grave error en [buscarse] buscar y fabricarse todo género de comodidades, cuando pudiera pasar pendiente de las bellotas de una encina el mes, por ejemplo, en que vivimos. Hanse apoyado para mudar semejante opinión en que la sociedad le roba parte de su libertad, si no toda; pero tanto valdría decir que el frío no es cosa natural, porque incomoda. Lo más que concederemos a los abogados de la vida salvaje es que la sociedad es de todas las necesidades de la vida la peor: eso sí. Esta es una desgracia, pero en el mundo feliz que habitamos casi todas las desgracias son verdad; razón por la cual nos admiramos siempre que vemos tantas investigaciones para buscar ésta. A nuestro modo de ver no hay nada más fácil que encontrarla: allí donde está el mal, allí está la verdad. Lo malo es lo cierto. Sólo los bienes son ilusión. Ahora bien: convencidos de que todo lo malo es natural y verdad, no nos costará gran trabajo probar que la sociedad es natural, y que el hombre nació por consiguiente social; no pudiendo impugnar la sociedad, no nos queda otro recurso que pintarla. De necesidad parece creer que al verse el hombre solo en el mundo, blanco inocente de la intemperie y de toda especie de carencias, trate de unir sus esfuerzos a los de su semejante para luchar contra sus enemigos, de los cuales el peor es la naturaleza entera; es decir, el que no puede evitar, el que por todas partes le rodea; que busque a su hermano (que así se llaman los hombres unos a otros, por burla sin duda) para pedirle su auxilio. De aquí podría deducirse que la sociedad es un cambio mutuo de servicios recíprocos. ¡Grave error!; es todo lo contrario: nadie concurre a la reunión para prestarle servicios, sino para recibirlos de ella; es un fondo común donde acuden todos a sacar, y donde nadie deja, sino cuando sólo puede tomar en virtud de permuta. La sociedad es, pues, un cambio mutuo de perjuicios recíprocos. Y el gran lazo que la sostiene es, por una incomprensible contradicción, aquello mismo que parecería destinado a disolverla; es decir, el egoísmo. Descubierto ya el estrecho vínculo que nos reune unos a otros en sociedad, excusado es probar dos verdades eternas, y por cierto consoladoras, que de él se deducen: primera, que la sociedad, tal cual es, es imperecedera, puesto que siempre nos necesitaremos unos a otros; segunda, que es franca, sincera y movida por sentimientos generosos, y en esto no cabe duda, puesto que siempre nos hemos de querer a nosotros mísmos más que a los otros. Averiguar ahora si la cosa pudiera haberse arreglado de otro modo, si el gran poder de la creación estaba en que no nos necesitásemos, y si quien ponía por base de todo el egoísmo podía haberle sustituído el desprendimiento, ni es cuestión para nosotros, ni de estos tiempos, ni de estos países. Felizmente no se llega al conocimiento de estas tristes verdades sino a cierto tiempo; en un principio todos somos generosos aún, francos, amantes, amigos... en una palabra, no somos hombres todavía; pero a cierta edad nos acabamos de formar, y entonces ya es otra cosa: entonces vemos por la primera vez, y amamos por la última. Entonces no hay nada menos divertido que una diversión; y si pasada cierta edad se ven hombres buenos todavía, esto está sin duda dispuesto así para que ni la ventaja cortísima nos quede de tener una regla fija a qué atenernos, y con el fin de que puedan llevarse chasco hasta los más experimentados. Pero como no basta estar convencidos de las cosas para convencer de ellas a los demás, inútilmente hacía yo las anteriores reflexiones a un primo mío que quería entrar en el mundo hace tiempo, joven, vivaracho, inexperto, y por consiguiente alegre. Criado en el colegio, y versado en los autores clásicos, traía al mundo llena la cabeza de las virtudes que en los poemas y comedias se encuentran. Buscaba un Pílades; toda amante le parecía una Safo, y estaba seguro de encontrar una Lucrecia el día que la necesitase. Desengañarle era una cruéldad. ¿Por qué no había de ser feliz mi primo unos días como lo hemos sido todos? Pero además hubiera sido imposible. Limitéme, pues, a tomar sobre mí el cuidado de introducirle en el mundo, dejando a los demás el de desengañarle de él. Después de haber presidido al cúmulo de pequeñeces indispensables, al lado de las cuales nada es un corazón recto, una alma noble, ni aun una buena figura, es decir, después de haberse proporcionado unos cuantos fraques y cadenas, pantalones colán y mi-colán, reloj, sortijas y media docena de onzas siempre en el bolsillo, primeras virtudes en sociedad, introdújelo por fin en las casas de mejor tono. Un poco de presunción, un personal excelente, suficiente atolondramiento para no quedarse nunca sin conversación, un modo de bailar semejante al de una persona que anda sin gana, un bonito frac, seis apuestas de a onza en el écarté, y todo el desprecio posible de las mujeres, hablando con los hombres, le granjearon el afecto y la amistad verdadera de todo el mundo. Es inútil decir que quedó contento de su introducción. Es encantadora--me dijo--la sociedad. ¡Qué alegría! ¡Qué generosidad! ¡¡¡Ya tengo amigos, ya tengo amante!!! A los quince días conocía a todo Madrid; a los veinte no hacía caso ya de su antiguo
consejero: alguna vez llegó a mis oídos que afeaba mi filosofía y mis descabelladas
ideas, como las llamaba. --Preciso es que sea muy malo mi primo--decía--para pensar tan
mal de los demás. A lo cual solía yo responder para mí: Cuatro años habían pasado desde la introducción de mi primo en la sociedad: habíale perdido ya de vista, porque yo hago con el mundo lo que se hace con las pieles en verano; voy de cuando en cuando, para que no entre el olvido en mis relaciones, como se sacan aquéllas tal cual vez al aire para que no se albergue en sus pelos la polilla. Había, sí, sabido mil aventuras suyas de estas que, por una contradicción inexplicable, honran mientras sólo las sabe todo el mundo en confianza, y que desacreditan cuando las llega a saber alguien de oficio; pero nada más. Ocurrióme en esto noches pasadas ir a matar a una casa la polilla de mi relación; y a pocos pasos encontréme con mi primo. Parecióme no tener todo el buen humor que en otros tiempos le había visto; no sé si me buscó él a mí, si le busqué yo a él; sólo sé que a pocos minutos paseábamos el salón de bracero y alimentando el siguiente diálogo: --¿Tú en el mundo?--me dijo. Efectivamente, llegósenos un joven con aire marcial y muy amistoso. --¿Cómo le tratan a usted?...--le preguntó mi primo. Ni siquiera nos contestó el perdidoso. --Hombre, si no has jugado --le dije a mi primo--, ¿cómo dices?... Al llegar aquí no pude menos de recordar a mi primo sus expresiones de hacía cuatro años: "Es encantadora la sociedad. ¡Qué alegría! ¡Qué generosidad! ¡Ya tengo amigos, ya tengo amante!" Un apretón de manos me convenció de que me había entendido. --¿Qué quieres?--me añadió de allí a un rato--; nadie quiere creer sino en la experiencia; todos entramos buenos en el mundo, y todo andaría bien si nos buscáramos los de una edad; pero nuestro amor propio nos pierde; a los veinte años queremos encontrar amigos y amantes en las personas de treinta, es decir, en las que han llevado el chasco antes que nosotros, y en los que ya no creen; como es natural le llevamos entonces nosotros, y se le pegamos luego a los que vienen detrás. Esa es la sociedad; una reunión de víctimas y de verdugos. ¡Dichoso aquel que no es verdugo y víctima a un tiempo! ¡Pícaros, necios, inocentes! ¡Más dichoso aún, si hay excepciones, el que puede ser excepción! (Revista Española, 16 de enero de 1835) |