Franz Tamayo

 

Creación de la pedagogía nacional
Capítulo XVIII

Entretanto, el Estado existe para el indio sólo en las formas más odiosas y más duras. Son impuestos legales que no se acuerdan con la dignidad personal; es la exigencia de servicios especiales y generales, sin tasa y sin orden; es la imposición de precios inequitativos, cuando el Estado merca con el indio; es el confinamiento absoluto de la raza a cierto género de trabajos que se consideran inferiores, aunque no lo sean, pero que devienen tales, por la fuerza de la opinión; es su exclusión de toda participación en las funciones de la cosa pública, exclusión justificada aparentemente por la notoria impreparación en que se mantiene al indio; es, por fin (y esto es lo más grave y es el mal central), la atmósfera ingrata de odio real y de ficto desprecio en que el colono español y el blanco republicano han envuelto y envuelven a la raza. Y aquí se presenta un punto de altísima fisiología y psicología raciales .

Hay dos fuerzas que la historia ha puesto en América una en frente de otra: el blanco puro y el indio puro. Han chocado las dos sangres, y entonces se ha visto el fenómeno más extraño que registra la historia de las razas. La superioridad del blanco se hizo patente en seguida; pero era una superioridad entendida y convencional. Lo que sobre todo habilitaba al blanco era una herencia secular de cálculo y de experiencia humana. El indio sabía más por viejo que por sabio, y prevalía más por astuto que por fuerte. En tanto el indio poseía, como posee, la fuerza primitiva, material, y estofa de toda cultura posible; y entonces como ahora la ecuación se concreta: el indio, por su parte, poseyendo y conservando la fuerza real y fundial de la historia; el blanco, de su lado, armado y sirviéndose de expedientes históricos y tradicionales que le dan una inmediata superioridad y que lo convierten de invasor en conquistador.

Pero en este punto se manifiesta la crisis. Una raza no puede vivir indefinidamente de medios y de expedientes; se vive de real energía. Y en la lucha por la vida, cuando la propia no basta, la ajena acaba siempre por prevalecer. Este es nuestro caso. El hecho es que, históricamente hablando, el blanco no se basta en nuestro continente. De raza a raza la lucha es demasiado desigual. La energía no está de su lado; la verdadera fuerza creadora de vida no está con él, y entonces la historia le ofrece un dilema sin salida: para continuar evoluyendo étnicamente y para continuar guardando algo de su primitiva hegemonía racial —en América— le es fuerza renunciar a su personalidad de raza y aceptar en sus venas la energía extraña, ausente de ellas. Para el blanco, cruzarse o perecer: tal es el dilema. Estas son las revanchas —subterráneas, diríase— de la historia.

El blanco, inconscientemente desde Pizarro y Balboa hasta nuestros días, se da cuenta de estas condiciones fatales de la vida. Se da cuenta de su momentánea superioridad y de su irremediable declinación futura. A la segunda generación no siente más en su sangre la grande energía creadora, y al revés siente que ella está intacta en el autóctono oprimido y deprimido. Atiéndase a que hablamos del blanco que pretende establecerse y se establece en el nuevo mundo, y pretende evoluir como raza y predominar como tal.

Ahora bien; es de este contraste histórico, de esta lucha de sangres que ha nacido el actual estado de cosas en América. ¿Cómo explicar el odio real y el desprecio aparente del blanco por el indio? Es el rencor previo de quien se sabe condenado a claudicar y plegar un día ante el vencido de ayer; y es este sentimiento malsano que se ha traducido en inhumanas leyes coloniales y, lo que es peor, en absurdas costumbres privadas y públicas; y es él que ha creado, tratándose concretamente de Bolivia, este incomprensible estado, de una nación que vive de algo y de alguien y que a la vez pone un empeño sensible en destruir y aniquilar ese algo y ese alguien. Diríase el rencor suicida.

Esta es la significación de nuestro actual estado y de la presencia de razas autóctonas en nuestras actuales nacionalidades. Por lo demás, estamos tocando los resortes más recónditos de la Filosofía de la Historia y quizás éste no es su lugar, dada la manera sumaria y rápida con que forzosamente debemos tratar estas cuestiones. Además, debíamos indicar siquiera someramente una base sólida sobre que reposen nuestras disquisiciones en materia de educación nacional, e indicar también los elementos que sirvan a una de las grandes orientaciones de la ciencia futura: la formación de la conciencia nacional. Esto hacemos hoy.

Entretanto, y volviendo al punto de partida —la significación de la instrucción primaria en Bolivia—, ¿cuáles son sus relaciones actuales y futuras con el indio, que aparece ahora, según nuestras disquisiciones, como un inmenso factor de progreso y de vida bolivianos?

Nuestros pedagogos, creyendo haber alcanzado un progreso inmenso en el campo pedagógico sobre las ideas de hace cincuenta años, pretenden que la panacea universal que cure todos nuestros males es la difusión máxima de la instrucción primaria. Hemos llegado al punto de examinar esta idea, y teniendo siempre en cuenta lo que hemos profesado en nuestros editoriales anteriores, procuremos estudiarla honesta y atentamente.

El Diario, 3 de agosto de 1910 (en libro: Creación de la pedagogía nacional, 1910).

 

© José Luis Gómez-Martínez
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