Tristán Marof

 

La tragedia del Altiplano

"La tragedia del Altiplano
Bolivia Feudal"

Bolivia se mantendrá aún feudal mucho tiempo. Hasta que no estallen grandes movimientos de masas que la conmuevan desde sus cimientos. Hoy día, es apenas una desdichada república de cerca de tres millones y medio de habitantes, de los cuales una insignificante minoría sabe leer, conoce el mundo civilizado, piensa dificultosamente y se baña. Ya hablaremos en otros capítulos de las causas de este atraso y el desnivel que acusan ciertos países sudamericanos donde el feudalismo está más acentuado. Por otra parte, no han existido en Bolivia grandes cerebros que hayan marcado una época o que pudiera considerárselos como precursores de una cultura. Los dirigentes son juristas, políticos o generales de corta visión. Aquellos doctores de la famosa Universidad de Chuquisaca dieron su máximo grito en 1809 y se extinguieron. En otras repúblicas de América el espíritu liberal florece con cierta reciedumbre en las vidas y en las páginas escritas de Sarmiento, Alberdi, Cecilio Acosta, González Prada, Montalvo, Benito Juárez, Lerdo de Tejada, Blanco Fombona. En Bolivia –si exceptuamos a Gabriel René Moreno, que vivió desterrado toda su vida–, los demás escritores apenas si tienen importancia en su propia localidad. Los de ahora, entre ellos los más ponderados, apoyan el feudalismo y lo aplauden, sin dejar de expresar por eso cierta vaga idealidad, un “liberalismo” que se acomode a su expresión en público Prácticamente, en su hogar y en sus conciencias, coexisten la metafísica y el sistema feudal, trabazón coordinada de intereses.

Cuando se fundó esta república, tenía más o menos un territorio de tres millones de kilómetros cuadrados, que lo fué perdiendo, a pedazos, porque en todo el país jamás; hubo unidad material ni supo crearse un interés colectivo. La minoría directora habitaba las montañas; su lema era Dios y Patria. Pero su preocupación inmediata no estaba en las lejanas fronteras sino en someter a sus vasallos indígenas. A pesar de todas las proclamas de la independencia, los indios permanecían en el servaje y los grandes hacendados disponían de miles de brazos gratuitos.

“Un territorio con tejado sobre los Andes y faldeos, ríos, bosques y gomales hacia el interior del continente –dice Rodríguez Mendoza en su América Bárbara–, es un organismo trágicamente original, cuya historia debe ofrecer una multitud de tipos y escenas inequivocadamente propias. Existen todos los climas y todos los productos en este gran riñón suelto y, por consiguiente, sin orientación fija, de difícil articulación, y en el cual, si los intereses no son contrapuestos, tampoco son concordantes, porque se trata de regiones ligadas a salidas divergentes y extrañas a un mismo centro cardíaco. Cada zona del territorio mira hacia un punto diverso, se da la espalda, tiene otro ambiente físico y, por consiguiente, otros hábitos y otros intereses” (Pág. 116).

Los tres millones de kilómetros cuadrados de territorio, sin duda alguna, no podían ser atendidos ni cultivados por una población primitiva que no concebía sino procedimientos milenarios de cultivo. Desde el tiempo del Inka, dueño y señor del Kollasuyo, pertinaz y civilizador, la agricultura no hizo ningún progreso. Al contrario, había decaído. Ya no se veían aquellos famosos canales de irrigación de los campos, ni la selección de semillas, ni la distribución metódica y equitativa de la tierra entre las familias, ni el trabajo organizado y colectivo. Los españoles y sus descendientes destruyeron el admirable sistema agrario de los indios, inimitable hasta ahora y que, en una época, les dió tanta fama por su sagacidad y sabiduría. Historiadores y científicos como Humboldt, De la Croix, Prescott y otros, no escatiman sus elogios. Carli, filósofo italiano, se atrevió a decir que moralmente el indígena del Tahuantisuyo era superior al europeo de la conquista. Voltaire y Rousseau se maravillaron de una civilización tan ordenada y sagaz, de acuerdo al espíritu de sus habitantes y a su propia psicología. Don Alejandro Korn, filósofo argentino, ha escrito una magnífica página sobre la filosofía de los quichuas, encontrándola de tanta belleza como elevación moral, de acuerdo a la naturaleza.

No obstante de estas virtudes indígenas, del material humano inmejorable y de las posibilidades que tenían en sus manos, los españoles y sus descendientes no las comprendieron; y lejos de anudar una civilización truncada por la conquista y de darle expresión, creyeron que era suficiente una constitución republicana y unos cuantos decretos para edificar la felicidad de los habitantes del Alto—Perú. Los errores los estamos viendo hoy día, y las desgracias de Bolivia serán múltiples, puesto que siempre se tuvo temor de ir a la raíz, de examinar los problemas hondamente y sentir el dolor de la mayoría explotada.

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Los conquistadores trajeron a América diferentes animales, que, en parte, alivianaron el trabajo rudo del indígena. El caballo, elemento de guerra y de lujo, fué prohibido a los nativos. No obstante, fué desparramado por los campos y confiados los rebaños a su cuidado. Se les prohibió, igualmente, que comieran carne de oveja o de vaca, bajo penas severísimas. Los indios debían concretarse al oficio de pastores, sin pensar jamás en imitar a sus patrones ni adquirir sus hábitos. Además, el conquistador, con el singular pretexto de enseñar la religión cristiana, se hizo adjudicar grandes extensiones de tierras, comprendiendo sus pobladores. En realidad, éstos, desde el primer instante estuvieron sometidos a su tiránica autoridad y obligados a trabajar para el patrón.

A la caída del régimen español, los criollos vencedores, después de proclamar solemnemente la constitución republicana, juzgaron conveniente para sus intereses mantener el servaje de los indios. El criterio era simplista, análogo al del peninsular: el indio necesitaba un Señor que velase por él y lo defendiese ante la ley. Los indios no eran aún personas, no comprendían los intrincados e inicuos procedimientos de explotación, no podían concebir principios abstractos de libertad e igualdad; por consiguiente, se les excluía de sus derechos indefinidamente. De esa manera, siguiendo a la letra, las indicaciones del Papa Alejandro VI, que dudó si los indios de América eran humanos y estaban en condiciones de recibir el bautismo –buena falta les hacía para introducirse al cielo y descansar de la explotación en la tierra–, los criollos vencedores tallaron de un solo tajo su intrínseca personalidad. Al hacerlo se apoyaban en la lógica de sus intereses y en los prejuicios inherentes, perpetuando cruelmente la creencia de que los indios eran buenas bestias de carga pero sin los cuidados de las bestias. El criollo libertador sustituyó al peninsular, aventajándolo en felonía.

Siendo Bolivia un país montañoso, no fué introducida la rueda, elemento civilizador, sino muy tarde. Viviendo los nativos sometidos a sus patrones en una forma absoluta y tutelar –como los neófitos–, resultaba más barato y económico utilizar el motor humano para cualquier trabajo y el transporte de artículos. En este sentido, Bolivia se desarrolló muy poco. Si la minería –que fué explotada desde antaño– no hubiera intervenido en este desarrollo, es posible que Bolivia permaneciera aún más atrasada, todavía en la época pastoril y con una agricultura primitiva, insuficiente para su comercio exterior y sus necesidades. Han sido las minas las que han jugado un rol importantísimo, y jugarán en el futuro, dependiendo de las cuales, en buena parte, el éxito de la nueva sociedad boliviana.

La mina no puede ser explotada sin la máquina. Y la máquina eleva el nivel social del trabajador. Las minas agrupan a su alrededor millares de trabajadores, y éstos comprenden su fuerza y la manera cómo son explotados. En la propia mina hay una visión exacta de cuánto puede dar el trabajo físico y su aprovechamiento por el patrón. De aquí, pues de estos centros mineros han brotado todas las inquietudes, y de ellos surgirá más tarde el movimiento que estructure todo el altiplano.

A pesar de que las minas, durante mucho tiempo, fueron traba jadas con métodos primitivos, la explotación, cada vez en mayor escala, impuso un ritmo diferente del siglo pasado. En otra época el latifundista al mismo tiempo que explotaba la tierra tenía intereses en la mina. En la época presente los intereses de los mineros ocupan el primer rango dentro de la .economía y el patrón feudal se encuentra sometido a su vasallaje.

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Encerrada en sus montañas, la población boliviana, oprimida y miserable, no pudo desarrollarse materialmente ni cultivarse políticamente. Las diferencias de bandería, alimentadas por los señores feudales de cada región, por otra parte, impidieron una mayor vinculación de las clases. Buena parte de su historia es pueril y trágica al mismo tiempo.

No tiene maestros ni ejemplos de calidad que imitar. Sus modelos de cultura son: o bien los generalotes audaces y motineros, surgidos en el tumulto de las luchas caudillistas, o los doctores deshonestos —mezcla confusa de latín y constitución republicana—, listos a defender sus intereses particulares. Pero no hay duda: quien venció a ambos fué el minero enriquecido, que impuso luego su influencia. El comercio en ciernes, sin expansión propia, jamás tuvo influencia considerable, jugando un rol de segundo orden a la cola de los mineros, a los cuales compraba letras de crédito sobre Londres y Nueva York.

Manteniéndose el país así, dentro de las viejas normas feudales y caciquistas, apenas conmovido por el creciente desarrollo de las minas, la explotación de los trabajadores tenía que hacerse sin escrúpulos. La ley y la constitución —lujo de otros países más avanzados democráticamente— se habían hecho en Bolivia para ser violadas. No podía subsistir otra voluntad que la del rico minero o la del señor feudal, dueño y árbitro en sus haciendas. Aquel que se atreviese a impedir la ley y la constitución de las violaciones diarias, se exponía a perder la vida. El libro, considerado como talismán, era un mal consejero y, además, no hacía falta. La “sabiduría” de los doctores —al servicio del sistema feudal— resolvía todos los problemas difíciles, aún aquellos de considerar la injusticia un bien, la explotación de los indios un derecho, y la constitución de la república un simple mamotreto, utilizable según los casos.

La minoría feudal que sabía leer y escribir tenía horror de pensar, y cuando lo hacía, ausente de moralidad –o mejor dicho, con su “moralidad”–, resolvía todos los asuntos a su favor, sintiéndose feliz de haberlos resuelto así, contando siempre con el apoyo de la religión. “En todas las épocas existieron pobres y ricos, estaba escrito en el libro del Señor”. ¿Qué tenía de extraño, pues, que en Bolivia una clase íntegra de la sociedad estuviese sometida a los más duros servicios? ¡Estaba escrito en el libro del Señor!

Y los que no tenían fortuna —pero pensaban tenerla poniendo esfuerzo y voluntad, en realidad la clase media—, se sometían incondicionalmente a los señores feudales, les hacían toda clase de adulaciones, disputándose en servilismo e indignidad.

Como en todo país feudal, en Bolivia la situación de las clases humildes tenía que ser lamentable y desastrosa. Ya analizaremos a su tiempo cuando estudiemos las diferentes clases sociales. Los siervos del medioevo no lo fueron menos. Sin conocimientos elementales y en las peores condiciones de vida, su mentalidad pobrísima es producto de su raquítica experiencia y en buena parte de su superstición. El feudalismo, para subsistir, remachó en las tinieblas ciertas ideas madres, las cuales, sostenidas por la Iglesia y la sociedad, siguen gravitando con tal prestigio y fuerza, que es preciso una catástrofe para arrumbarlas. Así, por ejemplo, la desgracia y la pobreza las soporta el humilde trabajador, creyendo que es un legado legítimo de su destino fatal e irremediable. Con absoluta buena fe, se imagina que Dios, desde lo alto, ocúpase en establecer rangos, distingos y privilegios entre los hombres, premiando a los mejores y a los buenos. Pero la práctica nos enseña que el Señor del cielo, gran humorista, premia a los peores y a los malos. (El trabajador no puede darse cuenta de esta malicia celestial sino cuando tiene conciencia de clase).

Todo pueblo ingenuo y presa de la superstición, cree mucho más en los misterios, en los filtros de brujas, en los hombres mesiánicos y providenciales, que en su propia fuerza. Y como existe un empeño formal de parte de la clase opresora para mantenerlo en el oscurantismo —a pesar de las promesas y discursos—, no es raro sorprenderse que el pueblo boliviano, como otros pueblos sudamericanos, ponga su destino en la suerte, en la lotería y en el milagro.

Elementos Sociales

En el extranjero se tiene una idea confusa de lo qué es Bolivia. La mayoría no se equivoca al pensar que el pueblo del altiplano vive aún una vida feudal, aislado entre sus montañas, sin contacto con la ola civilizadora del mar, con el extranjero inquieto y con el libro. Bolivia es un Tibet misterioso donde es posible encontrar todavía los rastros fehacientes de la colonia, del inkanato y de las más antiguas tradiciones americanas. Al lado del arado de palo, está, sin embargo, el motor Diessel. Las minas son la contradicción de la agricultura primitiva. El indio guarda una distancia, socialmente, de tres siglos al mestizo y al blanco. La vida económica, por consiguiente, prosigue un ritmo incoherente en la ciudad y el campo. El imperialismo se ha incrustado en el feudalismo. En la ciudad y en los villorrios habitan el blanco y el mestizo; en la campaña, íntegramente el indio. El mestizo y el blanco poseen una mentalidad pseudo—republicana; el indio ignora absolutamente la república.

En realidad, coexisten tres Bolivias perfectamente definidas y marcadas por la mentalidad de los habitantes, por sus costumbres y aún por los trajes que usan. El mestizo y el blanco imitan servilmente a Europa, copian sus leyes y sus constituciones, admiran la civilización occidental con todos sus vicios y virtudes; particularmente vicios. (No puede imponerse la civilización occidental sin el alcohol, la prostitución, el juego y la moda). El indio conserva sus costumbres patriarcales, su amor a tierra y al trabajo agrícola. Como no frecuenta la escuela, su vida está repleta de supersticiones. Como ignora sus derechos, es simplemente explotado sin misericordia.

Pero el mestizo, que integra el cuarenta por ciento de la población en las ciudades, constituye la gleba electoral, al servicio de los blancos. Son los escuderos y siervos en las mal llamadas luchas democráticas, así como los indios se encuentran entre el servaje y la esclavitud.

Hacemos esta generalización y nos encontramos con que hay tres ramas de población diferenciadas: los blancos directores, llamados decentes y caballeros; los mestizos calificados despreciativamente de cholos, y, finalmente, los indios, o sean los campesinos agricultores. Si bien es cierto que la fortuna nivela en muchas ocasiones clases sociales, pero con mucha dificultad las jerarquías. Tendrán que pasar una o dos generaciones para que los cholos e indios enriquecidos obtengan una situación de privilegio y figuren en el mismo rango que las “familias aristocratizadas”. Esto es pleno feudalismo. Pero al desarrollarse la industria minera, una nueva capa ha sobrepuesto a los rangos sociales, mezclándose en vida de los latifundistas hasta dominarlos.

La política caudillista ha sido también la escala oportuna para el encumbramiento de las pandillas triunfantes. El liberalismo que estuvo más de veinte años en el poder, enriqueció y aristocratizó a sus dirigentes más conspicuos. Esta situación de jerarquía social, volumen político, prestigio, han de tomarse muy en cuenta, si se quiere comprender el sentido de las luchas civiles y militares en Bolivia, Sin duda alguna, el blanco jugó durante cien años de vida pseudo—republicana el papel preponderante. Las pugnas fueron entre facciones emergidas de la misma entraña, con el exclusivo objeto de asaltar el poder y beneficiarse largamente de él. No hay ideas en estas luchas ni se lucen programas a realizar, ni a los hombres les empuja un noble propósito. Son bandas desorbitadas que se combaten con ferocidad y con el más reconcentrado odio para asistir al festín, reconciliándose en la desgracia de la oposición y destrozar al caudillo que les ha defraudado sus pretensiones.

El elemento mestizo ha desempeñado un importante rol en estas luchas a muerte; pero su papel ha sido siempre de segundón, de soldado de los caudillos, de carne barata de motín o de instrumento de cuartelazo. El indio jamás se mezcló en las contiendas de las ciudades, desinteresándose totalmente de ellas hasta ignorar el nombre del caudillo triunfante, aún de los diputados elegidos en su localidad. El campesino, el más humilde de todos, cuya condición en la sociedad boliviana es igual a la de los intocables de la India, sólo fué considerado como un ente mecánico de trabajo, sin sensibilidad ni derechos.

Luchas Caudillistas

Hasta el año 1879 la guerra caudillesca revistió toda su brutalidad, y la República Boliviana –mi país– contó en su haber más de ciento cincuenta motines de cuartel, asonadas y desórdenes, promovidos por las facciones políticas que seguían incondicionalmente a generales y doctores, ambiciosos de llegar al poder.

Una pequeña lista, trágica y sangrienta, ilustra mejor el comentario. El mariscal José Antonio de Sucre, segundo presidente de Bolivia, pero virtualmente el primero después de que el Libertador se alejó del Alto—Perú, fué herido en un brazo por sus propios soldados colombianos al aproximarse a sofocar una asonada de cuartel. El general Blanco muere asesinado a los tres días de ser elegido presidente. El mariscal Santa Cruz se extingue en el destierro. El general Manuel Isidoro Belzu cae asesinado por el brazo de Melgarejo; pero ya otra vez atentó contra su vida, y lo dejó tendido a balazos, el general Agustín Morales, salvándose casualmente. El general Morales, que llega a la presidencia más tarde, fué igualmente asesinado. El general Melgarejo, que dominó a Bolivia durante seis largos años, desplómase en Lima del balazo que le asestó su favorito y cuñado Sánchez. El general Córdoba, que ocupó la presidencia después de Belzu, muere bárbaramente asesinado durante las matanzas que ordena Yáñez, prefecto de La Paz. El general Hilarión Daza, presidente durante la guerra que sostuvo Bolivia con Chile, a su regreso del exilio fué asesinado. El anciano presidente Frías sucumbe tristemente en el destierro, olvidado de todos, igual que el dictador Linares. El presidente Arce tiene que sofocar revueltas frecuentes, librándose por azar del veneno y de los atentados. El general José Manuel Pando fué encontrado despedazado en una zanja, asesinado por hombres oscuros al servicio de políticos. El presidente Gutiérrez Guerra, derrocado en 1920, fallece pobremente en el destierro. El tiranillo Siles se libra de la muerte escudado en el cuerpo de una mujer, la cual paga con su vida. El ex presidente Saavedra, actualmente vive en el destierro.

El historiador Arguedas divide los períodos de la historia boliviana y les da nombres pintorescos: “La época de los caudillos; los caudillos letrados; y, finalmente, los doctores”. Arguedas examina la superestructura boliviana en su “historia monumental”, cuyos ocho tomos están nutridos de anécdotas, de chismes e incoherencias. Arguedas jamás se preocupó de examinar el origen de los males bolivianos ni le interesó la economía. He aquí por que esta historia monumental, en ocho tomos, sobre un país en formación, con todos los defectos humanos, no tiene gran importancia, si exceptuamos la parte pintoresca y calumniosa. En otro sitio nos ocupamos con mayor detención de su obra. Lo que nos interesa, por el instante, es probar la influencia del industrial minero en la política, y cómo el caudillismo militar se subordinó a él, igual que el terrateniente.

Fueron los caudillos Arce y Pacheco, grandes industriales y millonarios, los que inauguraron la política de preponderancia de la mina sobre la tierra. Hasta entonces el poder había sido disputado en el propio cuartel, y los presidentes eran ungidos por sus propios soldados con el beneplácito de los terratenientes. Al aparecer en el escenario público Arce y Pacheco, los caudillos militares pobres y audaces, muy a su pesar, tuvieron que inclinarse ante ellos y servirlos, pero no ya en calidad de primeras espadas, sino de segundones. El último militar, Narciso Campero, dió a su gobierno un tinte liberal y cedió el poder. El ejército ya no tenía la influencia de antaño y se encontraba en completa desorganización. Arce, caudillo civil, industrioso y pacifista, le dió nueva estructura. Lo subordinó a su política conservadora representó en Bolivia el mismo papel que García Moreno en el Ecuador, siendo, desde luego, Arce hombre de negocios.

Arce y Pacheco, después del éxito económico de sus minas, formaron partidos políticos alrededor de sus personas. Tenían nombres sugestivos: partido constitucional y partido demócrata. Arce, hombre tenaz, inteligente y con un fuerte carácter, agrupó a la clase feudal y la quiso transformar en burguesía progresista. Le dió conocimiento. Fué el primero que construyó el ferrocarril boliviano al Pacífico para exportar el producto de sus minas. Pacheco, su rival, buscó la alianza de los descontentos, y, sirviéndose de su dinero, repartido pródigamente, pudo competir con Arce. Pero ambos partidos eran conservadores, remachados en las viejas y rancias tradiciones, y sus programas se referían inciertamente a las libertades políticas. En el hecho, ninguno de los dos, cuando subieron al poder, respetaron esas libertades ni las canalizaron. Siguieron la regla común y torpe: anular al adversario, persiguiéndolo sañudamente.

Arce fue el representante típico de las minas. Encarnación de una burguesía naciente y conservadora que tuvo una influencia considerable hasta el advenimiento del partido liberal, compuesto, éste, en su mayoría de intelectuales, de abogados, de gente con cierta inquietud de la época, que reaccionaba contra un gobierno autoritario, prestigioso y teocrático. Al desarrollo industrial, a las carreteras y ferrocarriles que Arce hacía en el país, los liberales oponían su programa de libertades, sus ideas anticlericales mal definidas, sus conceptos confusos, entresacados de los pocos libros que llegaban de Europa. Pero cuando estos liberales llegaron al poder, después de una larga lucha y aún batiéndose en guerra civil, tampoco respetaron ninguna libertad ni cumplieron ningún precepto democrático, a pesar de que se titularon enfáticamente “doctrinarios”. Eran los mismos políticos de antaño, con los mismos vicios y complacencias. Su liberalismo era muy peculiar: consistía en el discurso, el traje y la concesión al extranjero. Reformaron la constitución y como el primer punto del programa era resolver su situación personal, a la sombra del poder se enriquecieron, transaron con la Iglesia, se burlaron de la democracia y, por último, se tornaron más conservadores que las huestes de Arce.

Ni Montes, ni Pando, ni Gutiérrez Guerra, personajes emergidos del liberalismo, hicieron obra liberal. Fueron a engrosar la burguesía conservadora e imitaron todos sus métodos políticos. Se inauguró la política del “chalet”, y La Paz, asiento del gobierno, se llenó de calles nuevas y construcciones suizas y vascas, que eran las residencias de los señores liberales. Todas esas casas y esos “chalets” brotaron de la entraña presupuestívora. La época de los chanchullos y de los peculados hizo su aparición con el gobierno liberal. Arce y Pacheco habían gobernado Bolivia gastando su dinero, corrompiendo al pueblo con sus caudales privados; pero como los liberales surgidos de las facultades de derecho y medicina, y, en general, de la pequeña burguesía, no poseían otra fortuna que sus discursos demagógicos, abrieron para sí las arcas públicas con prodigalidad y se repartieron las prebendas hasta que fueron derrotados por los republicanos en 1920.

A la par de estas luchas “políticas” alrededor del presupuesto, la industria minera fué desarrollándose en mayor escala. A la explotación de la plata sucedió la del estaño. Aparecieron nuevos industriales como los Argandoña, los Lora, los Sainz, los Ibanergaray, los Arteche, los Díaz y otros, que se sumaron a los partidos constitucional y demócrata. En el fondo, los industriales dirigían la política y la vida social, en sus diferentes aspectos, aliados a los terratenientes y abogados, con los cuales se distribuían las prebendas y los cargos públicos. Nadie, en realidad, podía surgir con entera independencia en esta maraña de intereses. Era preciso estar con Arce o con Pacheco, ejes de la política, enmarcados los dos en un fondo conservador. Las pugnas, como se comprende, no podían ser ideológicas, sino de un puro sabor caudillista. Los partidarios de Arce se titulaban “negros”, amigos de la constitución, entusiastas del progreso, remachados en la sacristía. ¿Cómo se comprendía esto? Además eran pacifistas y se acercaban a Chile después de la guerra del Pacífico. El partido demócrata de Pacheco, compuesto de gentes que se decían liberales pero tan conservadoras como las de Arce, querían simplemente el poder para beneficiarse largamente y con el objeto de que su caudillo Pacheco, hombre de millones, tuviese la vanidad del mando. Entre Arce y Pacheco no había diferencia de doctrina, puesto que no existía ninguna. Los liberales surgieron como reacción a esta política. Contaban con su juventud, con su audacia y sus discursos demagógicos. Pero sin el dinero de mineros enriquecidos, tales como los Ramírez, los Sainz y otros, jamás habrían podido abrirse paso. El general Camacho, líder máximo del liberalismo, era pobre, igual que Pando y Montes, jefes caracterizados[1].

*  *  *

¿Qué es lo que hacía la masa popular en los tiempos de Arce y Pacheco? Desde el comienzo de la historia boliviana la masa oscurecida y sin visión, presta su apoyo a los caudillos de uno u otro bando. Sometida a los señores, se entusiasma por sus querellas e intereses, y llegado el caso, da su sangre por los que saben halagar sus pasiones y estimular sus apetitos. También se habla ocasionalmente de reformas. Pero ellas jamás se cumplen son olvidadas al día siguiente que los caudillos llegan poder.

Mas lo evidente es esto: desde el comienzo de la república se delinearon dos partidos opuestos por clases, por tendencias, por fortunas. Estos partidos sin doctrina, sin programa, tuvieron, sin embargo, una cierta intuición al explicar sus contactos: privilegio, de una parte; de la otra, miseria.

Ya desde el tiempo del general Ballivián se notaron estas diferencias. Su partido, por ejemplo, es de cepa aristocrática, militar. El de Belzu, su competidor y rival, tiene sus raíces en la entraña popular. El uno es el triunfador de Ingavi; el otro, el caudillo emergido del pueblo, oscuro soldado que se apoya en las clases humildes y en los oficiales de baja graduación.

Belzu, nacido en el cuartel, igual que Melgarejo, Daza Morales, no puede ostentar el prestigio del apellido. Santa Cruz, Ballivián y Linares pertenecen a familias con lustre, enriquecidas y dirigentes. La inmensa popularidad del general Belzu antes y después de su gobierno, es preciso buscarlo en su origen plebeyo. Más tarde, los liberales, para derrocar a los caudillos conservadores vinculados a la tradición, volvieron al pueblo y le hablaron un lenguaje de libertad embriagador.

Pero nadie fue tan respetado entre los caudillos conservadores como Arce. Había subido al poder con muchísimos millones, ganados en sus minas de plata, y quiso tener el placer de gastarlos en empresas diversas, que nunca supo explotar bien, arruinándose años más tarde. En su juventud fué muy pobre, trabajó como obrero para costear sus estudios y se abrió paso demostrando un carácter de hierro y una voluntad a prueba. De familia estimable y distinguida, aunque desestimada, Arce, a pesar de su inmensa fortuna, fué amable y demócrata a su manera. Al descender de la presidencia notó que había gastado toda su fortuna, enriquecido a algunos, corrompido otros y agotado sus energías. Los liberales le acusaron implacablemente de corruptor y tirano. Nunca le dejaron en paz y por todo el país sembraron la conspiración y el desorden. El anciano sofrenó a todos sus adversarios, empleó cuantos métodos de seducción tuvo a su alcance, y muchas veces su mano férrea hizo apretar algunas gargantas. Triunfó, convirtiéndose en el único elector, dueño y señor de sus huestes conservadoras y del país. Arce, para los liberales, no sólo era el presidente clerical, enemigo del pensamiento libre, sino también el “amigo de Chile” —arma que se esgrimió en contra de su gobierno con singular perfidia—, aprovechándose de los estrechos contactos que tenía su firma minera con hombres de negocios de aquel país. Los liberales, en la oposición, se titulaban patriotas y puritanos, exagerando su extraordinario interés por las libertades y el bien público. Treinta y tantos años después el partido republicano —compuesto de todos los deshechos de los demás partidos—, para derrocar a los liberales les hacía las mismas acusaciones que ellos le hicieron a Arce, de ser amigo de Chile. Se repitió a las masas, el año 20, que Montes y Gutiérrez Guerra estaban vendidos a este país y subordinados a sus intereses. Y había un pie de referencia en los negocios que realizaba el presidente Montes y la facilidad que tenían los chilenos para explotar minas en Bolivia.

La ingenuidad y la ignorancia de la masa boliviana ha sido aprovechada por los caudillos en su beneficio, engañándola groseramente en el instante de asaltar el poder. Los artesanos, maestros de taller, en el fondo pequeños burgueses —con las mismas aspiraciones de los burgueses y su espíritu individualista–, tuvieron siempre una inconstancia política, prendidos a la cola de los latifundistas y patrones mineros. No hicieron una política diferenciada ni hablaron de sus propios intereses. El artesano creía en la heráldica de los señores y respetaba sus escudos que se perdían en la noche de los tiempos. Se avergonzaba de ser obrero, y lo que más le hería era el calificativo de “Cholo”. Prefirió cobijarse bajo el ala del caudillo de sus simpatías y luchar por sus éxitos políticos. Si triunfaba él, triunfaba su pasión. Si perdía. moría con gusto, vivando a su hombre. En la persona del caudillo estaban significados para él la patria, el civismo, la energía y su interés. Sumiso, llegaba hasta sus plantas, y le rendía admiración.

Alguna vez –y eso en éstos últimos tiempos— al artesano más obsecuente o al que se distinguió por su combatividad, se le eligió concejal o se le dió un cargo :honorífico, de tal manera que estuviese representado el “pueblo” . . . Pero nunca, en las cámaras, llegó a sentirse un obrero genuino, fiel intérprete de su clase y de sus aspiraciones. Ni artesanos ni indios ingresaron al parlamento: les estaba prohibido. Y si alguna vez, por rara casualidad, emergió un hombre de la plebe, generalmente dúctil y de poca inteligencia, los bandos caudillistas lo absorbieron en sus filas, tallando su personalidad con el halago y la seducción. A los otros, a los que lucían un fuerte carácter, les estaba señalado el destierro y la prisión. Iturralde, caudillo conservador, se atrevió a decirle a un líder obrero, cierta ocasión, que su banca de diputado –honesta y legalmente ganada, en disputa victoriosa contra los dos partidos tradicionales–, estaba reservada para los “caballeros” . . . Se le invalidó, por consiguiente, su acta de representantes. ¡Iturralde fué aplaudido por sus colegas! . . .

Todo ha girado en Bolivia, como es natural, alrededor de intereses privados. Los caudillos no sólo se han servido de las masas, más o menos disculpables por su ignorancia, sino que han utilizado a los profesionales, a los intelectuales y periodistas. El artesano, como acabamos de ver, abundante en las ciudades y villorrios bolivianos, no se ha independizado de la burguesía completamente. Ha integrado sus filas sin recibir recompensa alguna, aún despreciado y miserable.

El caudillo ha sido y es el reflejo de una época. Inútil negarlo. Su influencia perdura en Bolivia y en muchos países sudamericanos con la vibración tan particular de este continente. Unas veces surge de entraña conservadora y católica y defiende ferozmente los intereses de su rango; otras, cuando se debilita la clase opresora o sufre lesión pasajera, aparece el caudillo popular, demagógico, y toma el poder.

No hay duda que en estas luchas caudillescas el capital extranjero arroja sus cartas al ganador. Chilenos e ingleses tuvieron fuerte influencia desde el tiempo de Arce, como hoy día los norteamericanos, esqueleto y alma de la mínima burguesía nacional.

Si en el pasado vemos disputarse el predominio dos caudillos enriquecidos en las minas: Arce y Pacheco, hoy día la corriente política gira alrededor de Patiño y Aramayo —con sus satélites—, los cuales influyen poderosamente por medio de sus diputados, senadores y presidentes, evitándose de esta manera las responsabilidades personales. Así, cuando es derrocado un presidente en Bolivia, los millonarios no aparecen comprometidos. Pero inmediatamente se apresuran a felicitar al nuevo gobernante emergido de la elección fraudulenta o del motín. Amarrados a una serie de negocios grandes y pequeños, ninguno de los presidentes últimos hizo una política contraria a los intereses de los millonarios. Patiño opina con terrible insolencia sobre tal o cual candidatura presidencial, insinuando sus antipatías o sus singulares preferencias. Aramayo hace lo mismo. ¡Bolivia es una hacienda! En cuanto a la masa popular, continúa aún manejada por republicanos y liberales. Pero ya desde 1920 brotó en las minas, entre los obreros, los estudiantes y los espíritus más inquietos, un germen de descontento, que diaria y tenazmente ha ido creciendo, hasta formar cierta conciencia proletaria. Es de aquí, de esta minoría, que se orienta trabajosamente, de donde surgirá la llama que alumbre a la enorme masa explotada en su ruda lucha de liberación.

Comprendiendo este peligro, tanto Siles como Salamanca, desde hace años, han reprimido las organizaciones, clausurado sus diarios, perseguido a sus líderes e instaurado el terror.

[1] La “revolución federal” contra el presidente Alonso, fue en realidad, el triunfo de los comerciantes y burgueses paceños, que deseaban su independencia y libertad económica, rompiendo el acatamiento debido a la capital aristocrática Sucre, y a su feudalismo acentuado de cepa española.

 

[La tragedia del Altiplano. Buenos Aires: Editorial Claridad, 1935? Esta obra consta de tres partes: “La tragedia del Altiplano”, “Bolivia Feudal. Divisiones sociales” y “Bolivia y la guerra”. Aquí se incluyen sólo las dos primeras partes. Preparación digital del texto de Marina Herbst]

  

© José Luis Gómez-Martínez
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