Para los niños*[Nota 16]

QUERIDOS HERMANITOS:

¡Qué gran cosa poderles escribir por fin, después de lo pasado! Un poco más y ya no queda más Dum-Dum en el mundo, chiquitos. Ya les conté que un tigre de Bengala, en Asia, me abrió una vez la espalda de un solo manotón, y que la sangre saltaba como de cinco manantiales. Las uñas de un tigre, hermanitos, son como cinco puñales atados en una pata de tremenda fuerzas ¡Figúrense ahora cómo habré quedado yo entonces!

Hace ahora 48 horas justas que maté en la orilla del río Salado a un enorme jaguar, o tigre, como los llamamos comúnmente. Estos tigres americanos son a veces tan grandes como los de la India, y allí mismo, en Buenos Aires, había en el zoológico un jaguar cebado (esto quiere decir que están acostumbrados a comer carne humana), que era casi del tamaño de un tigre de Asia...

(Aquí la letra no se puede leer y hay una mancha amarilla.)

Hermanitos: me desmayé mientras escribía. Estoy muy mal todavía y las heridas me hacen sufrir mucho. Continúo perdiendo sangre... ¿Notan esa gran mancha que hay arriba? Es una gota de sangre que cayó de las vendas de la cabeza...

¡Pero, ánimo, hermanitos! Dum-Dum tiene la vida muy dura, y pronto estaré como antes. Les voy a contar ahora lo que me pasó con el tigre.

Hace tres días estaba acampado en la orilla del río Salado, en el territorio de Chaco, cuando llegó corriendo a gritos un tropel de indios desnudos a decirme que a una legua de allí, en la orilla del Salado, un tigre había matado a un gran ciervo, y que el ciervo estaba todavía a medio comer, lo que era indicio de que el tigre volvería a la noche. (En efecto, chiquitos, el tigre tiene por costumbre volver a la noche siguiente de haber matado a un gran animal para concluir de comerlo.)

Yo fui en seguida con los indios y vi en la playa al ciervo, uno de cuyos cuernos estaba todo hundido en el barro y tenía el pescuezo torcido para arriba, y la lengua de fuera. En la orilla del río no había ni un árbol para trepar en él y cazar al tigre al acecho. Entonces se me ocurrió una excelente idea, y al caer la tarde me desnudé completamente, me unté todo el cuerpo con grasa, y metí la cabeza dentro de una gran calabaza para tomar mate. (Hay algunas de esas calabazas mucho más grandes que las pelotas de futbol.) Entonces me interné en el río hasta los hombros, y de mí no quedaba fuera del agua más que la calabaza.

No conocían ustedes este modo de cazar tigres, ¿no es cierto? Yo tampoco, y lo aprendí de los indios que así cazan patos. Pasan las horas enteras metidos en el agua, y los patos, que no desconfían de un mate que boya en el agua, se acercan. Los indios, entonces, los agarran despacito de las patas, por debajo del agua, y ¡adiós pato!

Claro está, hermanitos, yo no iba a agarrar de las patas al tigre; pero tenía en la mano una cosa mejor, y esta cosa es la pistola Parabellum de repetición, que carga siete balas y alcanza a 2500 metros.

La noche cayó, entre tanto. Yo permanecí inmóvil, con bastante frío, pero devorando con los ojos la playa por ver si se acercaba el tigre. En la oscuridad apenas alcanzaba a ver al ciervo. Ni a derecha, ni a izquierda, ni atrás: en ninguna parte veía a mi enemigo.

¡De pronto lo vi! O lo distinguí, mejor dicho, por que estaba oscurísimo. Estaba comiendo al ciervo ya, y oía el crujido de los huesos.

Yo no veía sino bulto negro inmóvil, que era el ciervo muerto, y otro bulto negro que forcejeaba encima roncando, y era el tigre.

No tenía tiempo que perder. Lentamente, muy lentamente, levanté del agua el brazo, y apuntando al tigre entre los dos ojos verdes, hice fuego.

Tras la detonación misma, como si los dos ruidos fueran simultáneos, sonó un tremendo aullido y el tigre rodó por el suelo. Yo salí del río chorreando, me quité el porongo de la cabeza, y me acerqué al tigre, que yacía tendido, estirando a sacudidas las patas de atrás y luego las de adelante como si tuviera cuerda.

Estaba, sin duda, mortalmente herido, pero no quería morir del todo. Me agaché por consiguiente, para rematarlo de otro tiro, cuando...¡ay, hermanitos!... De un solo zarpazo me lanzó al suelo. Caí de cabeza y choqué la frente contra un colmillo del tigre. La otra zarpa cayó como un rayo en mi nuca.

A pesar de sentir mis carnes desgarradas, tuve tiempo de buscar con la mano la boca del animal, y al encontrarla allí, dentro de la boca misma, chorreando sangre, hice fuego. Después... no sé lo que pasó.

Volví en mí al cabo de 24 horas. Los indios me habían retirado de entre la patas del tigre, y bailaban todos, cantando para que me curara.

—¿Y el tigre? —les pregunté.

—¿Tigre? —me respondieron—. Muerto, muerto para siempre... Cabeza deshecha...Bala palabubún (querían decir Parabellum) entró por la boca...

¡Linda Palabubún!

Y aquí tienen, queridos hermanitos, mi aventura con el tigre. Un indio muy resfriado que parte esta noche para el sur llevará esta carta. Y hasta otra, chiquitos, un abrazo de

Dum-Dum.

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