Cacería del yacaré*[Nota 6]

CHIQUITOS: Los dos perros de caza que yo tenía, no existen más. Uno lo perdí hace ya una semana en un combate con una víbora de la cruz; el otro fue triturado ayer por un inmenso yacaré.

¡Y qué perros eran, chiquitos míos ! ¡Ustedes no hubieran dado cinco centavos por ellos: tan flacos y llenos de cicatrices estaban. Mis pobres perros no se parecían a esos lanudos perros grises de policía que ustedes ven allí, juguetones y reventando de grasa, ni a esos leonados perros ovejeros, que peinan con el pelo partido al medio. Los míos eran perros de monte, sin familia conocida, ni padres muchas veces conocidos tampoco. Pero como perros de caza, bravos, resistentes y tenaces para correr, no tenían iguales.

Fíjense bien en esto: el instinto de cazar en los animales, y el perro entre ellos, es una cuestión de hambre. Cuanta más hambre tienen más se les aguza el olfato, y mayor es su tenacidad para perseguir a su presa. Un perro gordo, con el vientre bien hinchado, prefiere dormir la siesta en un felpudo a correr horas enteras tras tigre.

Los animales, como los hombres, hijos míos, son más activos cuando tienen hambre.

Bueno. Perdí mis perros, y si no pude vengar el primero, pues era de noche y estábamos en un pajonal, tuve en cambio el gusto de crucificar —como ustedes lo oyen— al yacaré que me devoró el segundo.

La historia pasó de este modo:

Ayer, al entrar el sol, estaba acampado a la orilla del río Bermejo, en el territorio del Chaco, cuando vi pasar, muy alto, una bandada de garzas blancas. Las seguí con la vista, pensando en el gusto con que habría bajado de un tiro dos o tres, para enviarles las largas plumas del lomo, o «aigrettes», como las llaman en las casas de modas.

Contra todo lo que esperaba de ellas, las vi abatir el vuelo sobre una pequeña laguna que dista un kilómetro de mi carpa. Cogí la escopeta, silbé a mi perro y nos lanzamos en persecución de las garzas. Estas bellísimas y ariscas aves se reúnen para dormir al caer la noche; y tomando precauciones, yo podía acercarme hasta tenerlas a tiro. Avancé, pues, lentamente y doblado entre el pasto hasta tocar con las rodillas el pecho, y sujetando al perro del collar.

Pero, fuera que una culebra lo hubiera mordido, o le hubiera hincado una semilla de enredadera del campo y aguda como un puñal, llamada uña de gato, el perro lanzó un grito cuando estábamos todavía a 80 metros de la laguna. Las garzas alzaron el vuelo con gran ruido, y apenas tuve tiempo de echarme la escopeta a la cara y descargar sobre ellas los dos cañones de la escopeta.

A pesar de la distancia, una garza cayó al agua. Mi perro se lanzó como una flecha, y cuando yo, que lo seguía corriendo, llegué a la laguna, ya el perro nadaba en dirección a la garza, que sólo estaba herida y se agitaba golpeando con sus alas el agua, como una tabla.

Ya estaba el perro a 10 metros de ella; ya la iba a alcanzar... cuando bruscamente lanzó un aullido y se hundió, chiquitos míos, como si lo hubieran tirado hacia abajo con fuerza incalculable. Sólo quedaba en la superficie de la laguna la garza golpeando siempre el agua, y, un poco más lejos, un borbollón de agua y burbujas de aire. Nada más.

¿Qué había pasado? ¿Qué fuerza era aquella para absorber intantáneamente a mi perro?

Durante un largo rato, chiquitos míos, quedé como atontado, mirando obstinadamente el sitio en que se había hundido mi pobre compañero. Yo sospechaba, estaba casi seguro de conocer el secreto de esa misteriosa laguna. Por eso, cuando al punto de cerrar la noche vi de pronto aparecer en la superficie tranquila tres puntitos negros que se mantenían inmóviles, cargué sin hacer el menor ruido el cañon derecho de la escopeta con una bala explosiva, y tomando cuidadosamente de mira el centro de los tres puntitos, hice fuego.

¡Qué brincos, chiquitos! ¡Qué sacudidas en el agua! El agua se removía en frenéticos remolinos y saltaba al aire, como si la batieran 10 hélices. Y la cola del yacaré —porque era un enorme yacaré a quien había tirado— golpeaba un lado y otro con tremendo estrépito.

¡Sí, chiquitos! Aquellos puntitos negros eran cuanto se ve de un yacaré, caimán o cocodrilo, cuando acecha en la superficie del agua. Y sólo se ven tres puntos del enorme cuerpo: los ojos, casi juntos, y un poco más lejos la extremidad de la nariz. Seguramente ese yacaré esperaba una presa cuando mi perro se echó a nado en la laguna. Y sumergiéndose entonces, nadó bajo el agua hasta alcanzarlo, abrió sus fauces sobre el vientre de mi perro... ¡y lo partió por el medio!

Lo abandonó seguramente en el fondo a que se pudriera para comerlo, y subió a la superficie a buscar otra presa... Por desgracia, yo había errado el tiro. Sus tremendas sacudidas eran sólo de furor, pues de haberlo tocado con la bala explosiva, la mitad de su cabeza habría saltado en pedazos por la explosión.

¿Qué podía hacer entonces, hijitos míos? La noche caía, y yo continuaba ardiendo de deseos de vengar la atroz muerte de mi pobre compañero. No habiendo podido matarlo en libertad, decidí cazarlo con trampa . Y he aquí lo hice:

Fui hasta la carpa y regresé a la laguna con un lazo, un pulmón de oso hormiguero que había matado la noche anterior, y un largo trozo de alambre. Saqué luego punta por los dos extremos a un corto palo de 15 centímetros —que me serviría de anzuelo— lo sujeté bien al alambre, añadí el lazo al alambre, até el pulmón del oso alrededor del anzuelo y, ¡zas!, todo al agua.

¿Saben ustedes por qué empleé de cebo el pulmón, o bofe como lo llaman en el campo? Porque el pulmón contiene mucho aire y boya. Y los yacarés andan siempre con sus ojitos a ras del agua, buscando qué comer.

Nada más me quedaba por hacer, fuera de atar a un árbol el extremo del lazo, e irme al campamento a dormir

Pero apenas comenzaba a aclarar al día siguiente, fui hasta una toldería de indios mansos que habían corrido conmigo un tigre negro la semana anterior:

—Che amigo —dije al cacique, hablando como ellos—. Prestame un caballo hasta medio día.

—Y vos ¿qué me vas a dar en cambio?— me respondió el cacique.

—Te voy a dar 10 balas de Winchester, una linterna eléctrica y cuatro estampillas. (Para los indios una estampilla vale tanto como para nosotros un cuadro.)

—Y una caja de fósforos —agregó el indio.

—Convenido.

—Y 20 centavos —agregó todavía .

—¡Muy bien! —concluí yo—. Aquí están todas esas cosas ¡Venga ahora el caballo.. y hasta luego!

Partí al galope en dirección a la laguna. Allí, tal como lo había dejado la tarde anterior, estaba el lazo atado al árbol. Pero el anzuelo había desaparecido de la superficie. Tiré apenas del lazo, y el lazo cedió.

Pero yo conocía las costumbres de los cocodrilos. Y me eché a sonreír, despacio también, mientras ataba con sumo cuidado el lazo a la cincha del caballo.

Y entonces, chiquitos, afirmándome bien en los estribos, comencé a alejarme de la orilla, en tanto que el lazo corría de un lado al otro en el agua, por las sacudidas del yacaré.

Pero cuando la enorme bestia asomó por fin su monstruosa cabeza negra, hizo pie en la orilla y afirmó sus patas en las barrancas, ¡oh, entonces, chiquitos, el caballo se estiró, sin poder arrancar a la fiera de la orilla! Y el lazo, tirante como un cable de metal, se puso entonces a sonar como una bordona de guitarra.

Durante un minuto entero (hay que darse cuenta de lo largo que es un minuto), el caballo cinchó y cinchó con todas sus fuerzas, y el tremendo yacaré, con el palo de dos puntas clavado en el fondo de la garganta, no cedía un centímetro de terreno. Y el lazo sonaba y gemía, de tirante que estaba.

¡Así un minuto entero! Por fin solté las riendas, crucé el vientre del caballo a dos rebenques, a tiempo que le hundía las espuelas en los ijares y lanzaba un estridente grito.

El caballo, enloquecido de dolor, dio un temendo arranque... ¡y avanzó un pasó! ¡Y otro más! ¡Y otro! Ya estaba vencido el monstruo. ¡Ya había aflojado! Desde ese instante, el caballo se lanzó a la disparada, llevando a la rastra al yacaré, que iba dando tumbos por el campo desierto.

Poco más queda ya por decir, chiquitos. Al cabo de media legua, descendí del caballo. El monstruo estaba "groggy", de porrazos, y lo concluí de un tiro en en el oído.

Ahora está estaqueado en cruz para mandarles la piel. Mide cinco metros bien contados, siendo uno de los grandes yacarés que hayan visto los mismos indios.

Acabo de devolver el caballo al cacique. Y para que quede más contento, le he regalado también un encendedor de yesca, un poncho colorado y una docena de bolitas.

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