La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Antonio de Guevara 1480-1545

Sobre las ideas de Américo Castro
a propósito de El villano del Danubio
de Antonio de Guevara *

por Leo Spitzer
(Boletín del Instituto Caro y Cuervo, Bogotá 1950.)


{(*) Américo Castro, Antonio de Guevara, «El Villano del Danubio» y otros fragmentos, Selections with an introduction (Princeton Texts in Literature and the History of Thought, Princeton, 1945, XXVI-22 págs.). El estudio a que se refiere Spitzer apareció por primera vez en el Boletín del Instituto Caro y Cuervo, I (1945), 46-67, con el título Antonio de Guevara: un hombre y un estilo del siglo XVI. Posteriomente fue publicado, en versión inglesa, como prefacio del citado volumen de los Princeton Texts.}

En la colección Princeton Texts in Literature and the History of Thought, que, desde el título, revela la influencia del historiador de las ideas de Princeton, Gilbert Chinard, vemos por la primera vez aparecer un texto español, gracias a la más reciente actividad de D. Américo Castro; y un texto español verdaderamente apropiado, pues el Villano del Danubio de Guevara es tanto obra de arte como obra de pensamiento inigualable. En sus veintiséis páginas de introducción Castro ofrece no solamente las aclaraciones históricas de rigor en este género sino una especie de explicación de la génesis de toda la obra de Guevara, lo mismo como obra de pensamiento que como obra de arte. Lo que equivale a decir que esta introducción pertenece mucho más que al dominio de la vulgarización, al de la ciencia.

Castro ve, en el episodio del Villano, una velada autocrítica española del imperialismo español oficial bajo Carlos V, autocrítica que se debe al «genio contradictorio de España» que procede de manera dialéctica, por afirmación y negación: frente [2] al plus ultra!, las acusaciones del noble salvaje; frente al triunfo de la monarquía, la predicación morosa de Guevara. La génesis de la obra de Guevara, vista por este aspecto, se debería, pues, a factores históricos, al genio nacional español.

Pero la obra, tan personal, del obispo de Mondoñedo, y en particular su peculiar estilo, que ha ejercido influencia en el mundo entero, no podrían, según Castro, explicarse exclusivamente gracias al espíritu de la época y de la nación; y así, nuestro sabio amigo se ve llevado a buscar una explicación en la vivencia personal (Erlebnis) del autor. Dicho sin ambages: Castro nos ofrece un estudio psicoanalítico de este personaje. El estilo de Guevara podría, según Castro, contener principalmente huellas de sus reprimidos complejos personales. De este modo la personalidad íntima, única e irrepetible en la historia, nos daría la clave de este estilo original, único. Predicador, moralista, censor, todo esto ha sido Guevara; pero el que se vuelve censor de los demás, nos dice Castro, tiene por lo general, «un alma amargada y estéril», inclinada a reprender a otros no más que porque a él le está vedada toda acción personal: «ese estilo amanerado y sorprendente es expresión directa de la vida frustrada de Guevara y de su ansia de salvarse.» Y así, los bien característicos rasgos de estilo de Guevara: paralelismos, antítesis, frases cortadas, no se deberán tanto a la imitación de procedimientos de la Antigüedad y el Humanismo, en suma de la tradición, cuanto a la personal expresión del «temor [de Guevara] de dar libre salida a sus emociones», de sus «impulsos reprimidos». «La vanidad... llenó... el hueco de la ambición insatisfecha; Guevara se esforzó por atraer la atención pública con todos los procedimientos a su alcance.» «Advertimos que él necesitaba esta peculiar forma de retórica para expresar su vida espectacular, como que los adornos de estilo pueden llegar a ser la carne misma de su creación literaria.»

Como siempre me he interesado por la relación que el estilo de los grandes autores tiene con su alma y creo también que en materia de psicogénesis estilística el investigador debería aspirar a un consensus omnium, de la misma manera, digámoslo así, que en materia de etimología (pues se [3] trata de hallar el etymon psíquico de un estilo particular), creo que sólo la discusión del pro y el contra de una teoría sobre la génesis de un estilo puede llevarnos a resultados relativamente seguros. Bien sé que mi sabio colega Castro gusta menos que yo de la discusión, en la que él parece ver no más que pedantería more germanico; mientras a mí, por el contrario, me parece que sólo por la vía dialéctica –afirmación y negación, more hispanico, cf. lo dicho más arriba– podrá la estilística llegar a convencer, a ser sólidamente establecida.

Diré, para comenzar, que el análisis freudiano aplicado por Castro al estilo de Guevara (el monje no podía ser ni un enamorado ni un caballero conquistador, debía hacerse un predicador de efectos estilísticos originales) me hubiera seducido hace treinta años cuando yo mismo, bajo los auspicios del freudismo imperante en mi ciudad natal de Viena, comenzaba a explicar estilos literarios; pero luego he aprendido que aun cuando la biografía empírica de un autor del siglo XVI nos revele la existencia de ‘complejos’ y ‘represiones’, tal cosa no quiere decir en absoluto que esos complejos se traduzcan directamente en su estilo o que él haya adaptado a sus complejos los moldes estilísticos tradicionales (lo que, para el caso de Guevara, parece ser la idea de Castro). Lo que es válido para Joyce o para Proust, no lo es para Rabelais o para Guevara. En el siglo XVI {(1) Montaigne es el único escritor del siglo XVI, creo, que traicione en su estilo ciertos complejos personales (o idiosincrasias), pero ¿podría decirse que estos complejos se hacen autónomos en su estilo, a la moderna?}, y aun en el XVII, el arte de escribir no se había emancipado de toda vigilancia reflexiva y los complejos personales no eran a tal punto autónomos que la influencia: vida personal ® (complejos) ® estilo personal pudiera demostrarse de manera evidente. Solamente a partir del siglo XVIII, con la teoría del genio original, la sensibilidad de los autores logra libertarse de los cánones tradicionales y afirmarse en un estilo personal (por ejemplo, en el caso de Diderot). Y son los siglos XIX y XX los que abren todas las compuertas al stream of consciousness, a la escritura patológica, incluso al balbuceo alucinado. Imaginar que el elemento [4] subconsciente de un autor del siglo XVI corría, subterráneo, para, disimulado, emerger en rasgos estilísticos propios de tal autor es, creo yo, desconocer las relaciones, todavía sólidas en aquella época, entre el escritor y la tradición literaria. Entonces, lo mismo que hoy, existían iguales complejos; pero no se los vertía en literatura y, lo que es más, ni siquiera se era consciente de ellos.

Uno de mis alumnos de Johns Hopkins University entregado al estudio del estilo de Agripa d’Aubigné se sintió sorprendido en Les Tragiques por lo que él llamaba «racimos emocionales», asociaciones constantes que recordaban a las de Joyce: al presentar el poeta protestante a Catalina de Médicis como una ‘madre desnaturalizada’ (de su familia, de Francia, &c.) cuya leche se vuelve ‘ponzoña’, su seno una serpiente, &c., mi alumno tomaba tales cosas por un ‘complejo joyciano’. Conseguí, sin embargo, hacer comprender a mi alumno que d’Aubigné utilizaba sus asociaciones no por obsesión patológica (leche ® ‘ponzoña’) sino a causa de un sistema de ideas claramente pensado y en el que la relación ‘leche’-‘ponzoña’ no es otra cosa que el desarrollo lógico de la paradoja inicial ‘madre’-‘no madre’. Es el molde intelectual el que ha dado origen a las ‘parejas emotivas’ y no al revés. Sólo porque el catolicismo era considerado como fenómeno contra natura, la ‘leche’ se hace ‘ponzoña’. Por violento y apocalíptico que pueda parecernos a nosotros, los modernos, el d’Aubigné de Les Tragiques, se distingue de los modernos en lo siguiente: que en él las emociones están al servicio de ideas suprapersonales, que la tiranía de la forma suprapersonal está siempre vigilante a fin de que las fobias individuales del autor no desarticulen su estilo. Admitir la penetrabilidad del estilo (y también de la obra literaria) por el alma del autor como una cuantidad fija a través de los tiempos, me parece un gran error. Es el gran error de la escuela freudiana.

Pero, volviendo al estilo de Guevara, Castro no niega la importancia de la tradición latina e italiana (humanista), Y a propósito: yo no llegaría hasta afirmar que Norden, en Die antike Kunstprosa, no ha destacado la relación del estilo de Guevara con esta tradición; por el contrario, Norden deja bien [5] establecida la línea Isócrates-Séneca, Cicerón-Guevara; cf. también mis Romanische Stil und Literaturstudien, II, 625. Pero también es cierto que Guevara ha creado un estilo individual, precisamente empleando el sistema de pièces rapportées. ¿Cuál es este espíritu infundido a los viejos procedimientos de estilo? Yo no creo de ninguna manera que sea el resentimiento personal el que pueda explicárnoslo sino más bien la visión del mundo, esencialmente barroca en Guevara, como un contraste permanente de engaño y desengaño, ilusión (mentira) y verdad, pecado y virtud. Es este dualismo fundamental el que lo empuja a cortar su frase o, más bien, a cortar el mundo todo en una serie de dualidades. El estilo de Guevara es la frase dual en su lujurioso pulular. Porque el mundo está roído por la gusanera de la mentira y de la simulación, Guevara decide mostrárnoslo como un hacinamiento de manzanas roídas por los gusanos, fragmentarlo en series de manzanas y sus gusanos. Es decir, que para mí la moralización desengañadora de Guevara debe tomarse en serio. Todo el episodio del Villano ¿no es, por lo demás, una dualidad verdad-mentira, un espejo colocado delante de la Roma fastuosa y triunfante y en el cual los que se creen conquistadores felices pueden contemplar su civilización carcomida por los vicios? La Germania de Tácito ha sido actualizada aquí por Guevara (a eso se debe que el noble salvaje venga del Danubio) y justamente en un estilo epigramático que recuerda el del historiador romano; sólo que el estilo antitético del español recalca más en la constante oposición verdadero-falso. Voy a citar algunas frases del comienzo destacando esos contrastes y poniendo de presente sus armónicos en un breve comentario interlineal:

¡Oh padres conscriptos, oh pueblo venturoso! [vosotros sois felices, nosotros desgraciados]. Yo, el rústico Mileno, vecino que soy de las riparias ciudades del Danubio, saludo a vosotros, los senadores romanos... [yo, el salvaje, desconfío de los nobles senadores romanos] y ruego a los inmortales dioses que rijan hoy mi lengua para que diga lo que conviene para mi patria, y a vosotros ayuden a gobernar bien la República, porque sin voluntad y parecer de los dioses, ni podemos emprender lo bueno ni aun apartarnos de lo malo... [el bien y el mal, tema del discurso] grande es vuestra gloria, ¡oh romanos!, por las [6] victorias que habéis habido y por los triunfos que de muchos reinos habéis triunfado; pero mayor será vuestra infamia en los siglos advenideros por las crueldades que habéis hecho [vuestra ‘gloria’, ‘ahora’, es ilusión; la infamia de los siglos... es la verdad]. Porque os hago saber, si no lo sabéis, que al tiempo que los truhanes van delante de los carros triunfales, diciendo: ‘viva, viva la invencible Roma!’, por otra parte los pobres captivos van en sus corazones diciendo a los dioses: `¡Justicia, justicia!´... [la voz del corazón de los cautivos sube a los dioses, pero vuestras ‘vivas’ no son más que vanidad]. ¡Oh qué gran consolación es para los hombres atribulados pensar y tener por cierto que hay dioses justos, los cuales les harán justicia de los hombres injustos!... [justicia-injusticia, recompensa y pecado]. Es mi fin de decir esto porque yo espero en los justos dioses que, como vosotros a sinrazón fuisteis a echarnos de nuestras casa y tierra otros vernán que con razón os echen a vosotros de Italia y Roma [la ley del contrappasso dantesco].

Quienquiera que lea estos pasajes sin ideas preconcebidas se sentirá sorprendido por la repetición de un molde ideológico: ilusión-realidad, maldad-bondad, que se mantiene estable a través de los fragmentos, de los diferentes aspectos del mundo, considerados todos desde este punto de vista dualista. Los paralelismos, antítesis, frases cortadas, de Cicerón o Séneca, han sido puestas por el predicador Guevara al servicio de un desengaño totalitario contemporáneo. Verdad es que a Castro un moralista le parece ‘aburrido’ (pág. VI) y apenas puede concebir uno verdaderamente serio que no se propusiera más que predicar, y predicar incluso con entusiasmo, empleando además un estilo brillante: tiene, por tanto, que buscar un motivo ulterior a esta prédica, a este estilo, ora sea la ‘vanidad’, el deseo de atraer la atención (por lo demás en esto consiste la definición que Croce nos da del barroco) o bien el de ofrecer un escape a sentimientos reprimidos. Pero, ¿por qué estos motivos habrían de ser más pausibles que el deseo de expresar una concepción del mundo de la época? Es que acaso motivos más egoístas, más mezquinos, más velados, ‘demasiado humanos’, tienen en principio mayores posibilidades de hacer comprensible la obra artística? Dante –también él– era probablemente vanidoso y tenía resentimientos, ¿explican acaso estos rasgos la Comedia o su estilo? Castro nos dice de Guevara: «Bajo el disfraz danubiano puede el autor dar suelta a la violencia de sus impulsos, y mostrar su animosidad contra empresa de conquista en que él no podía participar»; [7] lo que equivale a admitir muy gratuitamente que Guevara hubiera escrito en otra forma sobre el imperialismo de los romanos si hubiera sido un miembro de la organización militar de los españoles. ¿Qué prueba íntima encontramos nosotros de que Guevara haya sido una especie de Julián Sorel que abraza la vestidura ‘negra’ porque la ‘roja’ no le era concedida? Decididamente, la psicología del resentimiento no debiera hacer vacilar toda creencia en la rectitud humana ni arrogarse la pretensión de, por sí sola, explicar las grandes obras.

Y ¿qué prueba filológica tenemos a favor de la hipótesis de que resentimiento y vanidad conducen precisamente al estilo cortado, a las antítesis, a los paralelismos? Balzac, Stendhal, Flaubert fueron, en el siglo XIX, grandes resentidos; ¿puede definirse su estilo en los mismos términos que el de Guevara? (Advirtamos que Le rouge et le noir no está escrito en ese estilo.) Por otra parte, de todos los ejemplos citados se desprende claramente una cualidad del estilo de Guevara: el espíritu de equilibrio, de mesura, la simetría, la serenidad que inspiran sus frases. Si este monje ha sido un resentido, un vanidoso, es necesario convenir en que ha sabido triunfar brillantemente de sus complejos.

En cierto pasaje de una epístola que Castro parece considerar como decisivo porque dejaría ver al desnudo, por una vez al menos, las «inhibiciones» que pueden haber «frustrado» la vida de Guevara, yo, por mi parte, no veo más que equilibrio y mesura. Se trata de la carta que Guevara, a la edad de 33 años, dirige a un sesentón enamorado (Bibl. Aut. Esp., XIII, 140):

A la verdad, Sr. Mosen Rubin, ni sois vos ni soy yo a quien los amores buscan y con quien ellos se regalan; porque vos sois ya viejo y yo soy religioso: de manera que a vos sobra la edad y a mí falta la libertad.

Castro imprime en cursiva los fragmentos de frase: yo soy religioso y a mí falta la libertad, con lo que venimos a obtener una confesión penosa, jadeante, trémula, apenas susurrada... Pero, quién no observa que el aislamiento de esos fragmentos de frase es algo artificial que impide ver la sobria simetría con la cual Guevara dispone dos hechos en forma de dualidad como [8] es su costumbre? Guevara restablece así su propia dignidad y la de su corresponsal, una y otra violadas por éste al consultarle cuestiones de amoríos. Yo soy religioso y a mí falta la libertad no son dos confesiones vergonzosas y censurables sino la escueta aseveración de un hecho que halla su pendant en la aseveración de otro hecho: sois un sexagenario = ‘vos sois ya viejo’! Citaré el pasaje in extenso:

Otra cosa quisiera yo, Sr. Mosen Rubin, que me escribiérades o me pidiérades: porque, hablando la verdad, esta materia de amores, ni vos estáis ya en edad para seguirla, ni cabe en mi gravedad escribirla. A mi hábito, a mi profesión y a mi autoridad y gravedad habeisle de pedir casos de confesiones, y no remedios de amores; porque yo mas he leído en el Hostiense, que amuestra a confesar, que no en Ovidio, que enseña a enamorar. [Sigue aquí el pasaje citado arriba.] Creedme, señor, y no dudeis que no son amores, sino dolores; no alegría, sino dentera; no gusto, sino tormento; no recreación, sino confusión, cuando en el enamorado no hay mocedad, libertad y liberalidad.

Guevara se considera incluído en el estado de privación del amor gracias a un ardid deliberadamente escogido, y no deja sospecha ninguna sobre el hecho de que el estado sin amor del religioso no tiene nada de lamentable. En las líneas que preceden a nuestro pasaje, el autor había presentado una comparación prolongada de sucesos que ponían a Mosén Rubín y a Guevara en una actitud semejante (en una escaramuza con los moros ‘salí yo herido y vos descalabrado’; acompañando ambos una vez al rey ‘yo me quejaba de no hallar qué comer, y vos, Señor, de no tener a do posar’), había pasado luégo a recordar una discusión, ocurrida largos años antes, a propósito del amor (‘os pregunté que en qué habían parado vuestros amores, y vos me respondistes que en mil dolores y trabajos’) para llegar por fin a la dualista expresión que se ofrece en la reciente epístola a Mosén Rubín: ‘yo, el predicador – vos, el sexagenario’. La disposición en forma de dualidad tiene por objeto apartar al anciano del amor mediante el paralelo con un sacerdote joven que, libremente, renuncia a él. Nada hay aquí de confesión involuntaria, todo se reduce a una consolación apacible y meditada. Guevara presenta su caso como un pendant a fin de no decir con toda la plenitud de las palabras que su renunciamiento es, para él, un ejemplo de nobleza [9] que sería completamente diferente de la forzada nobleza del sexagenario. Por lo demás, a mí falta la libertad no es otra cosa que la perífrasis, bajo forma negativa, del yo soy religoso, ya que religión es, etimológicamente, 'lo que liga' = ‘lo que priva de libertad’. Las dos frases subrayadas por Castro no son suspiros ahogados sino cimiento destinado a sostener una arquitectura simétrica.

Y –hagámoslo notar–, frente y por encima de los dos ‘renunciantes al amor’ se alza esta otra dualidad característica de la época barroca: ilusión (falta apariencia)-verdad: amores-dolores y trabajos. Y nuestro predicador deja correr en su carta otra frase-díptico que habla del desengaño: «no son amores sino dolores... no alegría sino dentera» (se notará que las palabras crudas o bajas se hallan en el segundo miembro de la frase, allí donde se descubre la falsa apariencia, lo que, muy del estilo barroco, desplaza un poco la simetría).Y prosigue Guevara: «Al enamorado necio mofa dél su dama, burlan dél los vecinos, engáñanle los criados, pélanle las alcahuetas, cébase de palabrillas, emplea mal sus joyas, anda desvelado, créese de ligero y al fin hállase burlado». Todo desemboca en burla y engaño. Nada hay que nos autorice a no tomar muy en serio la ‘autoridad y gravedad’ del predicador español que se apodera de un caso anormal, de un exceso (el amor de un anciano), para tratar con un admirable sentido del equilibrio –balanceo de la frase, balanceo entre el género serio y el gracioso, balanceo entre lo personal y lo supra-personal–, con todo el desasimiento y toda la gravedad de que es posible, el motivo, totalmente intelectual, del desengaño, motivo barroco por excelencia, expuesto en un estilo barroco que ha dejado su huella en toda la literatura europea de esa época.

Que la frase-diptico y las antítesis o los paralelismos son verdaderamente indicios de la tendencia moralizadora que opone la verdad a la falsa apariencia, el bien al mal, puede comprobarse mediante paralelos tomados de otros ambientes y épocas. Pienso en los mismos rasgos que se ofrecen en el predicador de un nuevo cristianismo en el siglo XIX, el filósofo danés Kierkegaard. Tomo de su folleto de 1885, [10] El momento, los ejemplos. Cap. Estado-Cristiandad (nótese el dualismo de los títulos): «El estado está en una relación directa con el número, con lo numérico: Si un Estado declina, el número de sus ciudadanos puede disminuir a tal punto que cese de existir... El cristianismo tiene una relación diferente con el número: un solo cristiano verdadero basta para poder afirmar que el cristianismo existe. El cristianismo tiene una relación inversa con el número»; cap. Verdaderos cristianos-muchos cristianos: «El interés y la voluntad del cristianismo es que haya verdaderos cristianos. El egoísmo del clero exige, tanto desde el punto de vista del dinero como del poder, que haya muchos cristianos»; cap. Un genio-un cristiano: «Que cada quien no sea un genio es algo que todo el mundo admite de buen grado. Pero que un cristiano es algo todavía más raro que un genio es lo que, muy pícaramente, se nos ha hecho olvidar por completo»; cap. El teatro-la iglesia: «La diferencia entre el teatro y la iglesia reside, en lo esencial, en que el teatro, honesta y francamente, se presenta como él es, mientras la iglesia, por el contrario, es un teatro que torpemente busca disimular, por todos lo medios, lo que ella es en realidad. Es, pues, mucha suerte que la iglesia tenga el teatro a su lado; pues el teatro es un bufón, en verdad una especie de ‘testigo de la verdad’ que no guarda el secreto, pues lo que el teatro dice abiertamente la iglesia lo hace solapadamente.»

Pero, se dirá, Kierkegaard fue en su vida privada un verdadero resentido, precisamente lo que Castro nos dice que era Guevara: no habiendo gozado su juventud, perdida su inocencia en una aventura intrascendente, Kierkegaard no conoció jamás la felicidad, ni el amor, ni en la vida con sus semejantes, por encima de los cuales se alza con orgullo y desprecio («no me siento en mi elemento más que cuando estoy rodeado de la mediocridad y mezquindad humanas; con una condición: que pueda despreciarlas con toda tranquilidad, saciar la pasión que me llena el alma...»). Este paralelo con Kierkegaard, evocado por mí, se volverá en mi contra y dará la razón completamente a la teoría de Castro: moralista es sólo aquel que tiene el alma macerada de complejos? [11] Pero yo advertiré que las frases dualísticas citadas antes están tomadas de un folleto de Kierkegaard dirigido al gran público danés, destinado a destacar la diferencia entre el cristianismo oficial del país y el auténtico cristianismo de Cristo, redacción en la cual el esquema estilístico escogido por Kierkegaard es el mismo, objetivamente, que el de Guevara. En escritos más esotéricos de Kierkegaard encontramos, por el contrario, la influencia directa de sus complejos personales sobre su estilo –a la manera del siglo XIX, época en que el complejo puede manifestarse libremente en el estilo–, p. ej.: el embotellamiento de frases e ideas, los saltos de pensamiento y estilo, &c. Es en estos escritos más personales donde se muestra muy siglo XIX y entonces ya no es Guevara. Cuando, por el contrario, predica para el público, es Guevara.

Por otra parte, Kierkegaard ha tenido el cuidado de definir el arte del predicador de una manera que indica que se ha dado cuenta de las leyes objetivas de este género augusto. En 1844 escribe en La concepción del miedo: «el pecado es el tema de la predicación, en la cual el individuo habla al individuo. En nuestro tiempo el ajetreo cientificista tiende a que se considere a los sacerdotes como locos, de suerte que deben convertirse en especie de sacristanes asimilados a profesores, ser también ellos servidores de la ciencia y relegar a segundo plano su dignidad de predicadores. No hay que admirarse, por tanto, que el arte de predicar sea tenido actualmente por arte en extremo mediocre. Y sin embargo, es el más difícil; es, precisamente, el arte glorificado por Sócrates, el arte de dialogar... Lo que Sócrates hallaba censurable en los sofistas cuando decía que sabían hablar pero no dialogar era esto: que podían decir mucho a propósito de no importa qué, pero que les faltaba el elemento de la ‘dirección adecuada a su público’. Ahora bien, que la facultad de saber ‘dirigirse a un público’ es el secreto del diálogo.» Creo que la predicación sobre el amor dirigida a Mosén Rubín es el arquetipo de un diálogo-sermón socrático. [12] {(2) Estaban ya escritas estas líneas antes de poder leer el docto trabajo de la señora Lida sobre Guevara aparecido en la RFH, VII, 346 y sigs. La señora Lida demuestra allí que el estilo del obispo de Mondoñedo procede, en línea recta, del [12] de San Isidoro y San Ildefonso; es decir, que aquel estilo del Siglo de Oro debe lo esencial a la primera Edad Media (siglos VI-VII). Después de haber suministrado ejemplos del estilo del De virginitate Sanctae Mariae del último escritor citado, dice: «No es este estilo el de la conversación, ni de la oratoria, ni de la enseñanza: es puro alarde virtuosista, como lo prueba el hecho de que las restantes obras de San Isidoro y San Ildefonso... están escritas en lengua normal.» Y ese mismo virtuosismo es el que ella vuelve a encontrar en Guevara quien, lo mismo en sus ideas que en su estilo, en el fondo de todo su ser, sería un medieval puro que no hace más que velar su medievalismo con el oropel superficial de una ciencia pseudo-humanista. La teoría de la radical identidad del estilo antitético de Guevara y San Ildefonso ha sido comprobada de manera absoluta por la señora Lida y, aunque ella no lo diga expresamente, hace perder todo fundamento a la teoría freudiana de Castro: no es posible, en un estilo tradicional, heredado de antepasados españoles, encontrar ninguna huella personal. (Confieso que yo mismo, que he estudiado repetidas veces el estilo isidoriano en la Edad Media, hubiera debido hablar, más que de las fuentes humanistas y antiguas, de los orígenes medievales del estilo de Guevara). Por otra parte, el hecho mismo de que los predicadores de los siglos VI-VII, al igual que el del siglo XVI, empleen un estilo rebuscado (alejado de lo normal) justamente para tratar temas que les son caros al corazón, con los que buscan convencer a su público de la sensatez de su doctrina, acudiendo a artificios de estilo, en suma, dirigirse a él, creo que invalida algo la frase de la señora Lida citada antes: «no es este el estilo...» Hay virtuosismo, sí, pero el virtuosismo es inherente y está subordinado a el arte de persuadir, al arte del predicador definido anteriormente por Kierkegaard: allí donde se trate de persuadir, habrá necesariamente diálogo; bien que los predicadores, en todo tiempo, corran el riesgo de deslizar monólogos autoritarios bajo el disfraz de diálogos, aplastar a su público con el peso de su argumentación y retórica acumuladas. En cuanto a saber por qué Guevara, en su tiempo, ha exhumado procedimientos estilísticos y razonamientos medievales es una cuestión que está ligada a otra más vasta: la de la supervivencia (o recrudecimiento) del elemento medieval en la literatura barroca. El tema básico de esta literatura, el tema del desengaño, predilecto de Guevara, ¿no es acaso un topos medieval? Todo el arte barroco no está delimitado por el recrudecimiento de los ideales de la Edad Media que el arte del Renacimiento parecía, de buenas a primeras, haber ocultado a los ojos, y por ese estado de tensión polar en el que, uno al lado de otro, uno dentro de otro, se mantienen los dos climas espirituales opuestos? Ha correspondido a la señora Lida, precisamente, el privilegio de hacernos ver cómo había elementos medievales ocultos en la retórica barroca de Guevara.}

Haré mías aquí las conclusiones de un estudio sobre la crítica de tipo freudista que Kenneth Burke incluye en su libro Philosophy of Literary Form (Louisiana, 1940). Hace notar sagazmente el autor la tendencia de este reciente estilo de crítica a insistir, en la obra de arte, más en lo que Burke denomina el ‘sueño’ que en la ‘oración’. La crítica de cuño freudiano, bajo la influencia de tendencias schopenhauerianas, [13] hartmanianas, &c., hace hincapié en la auto-expresión del inconsciente del poeta en su obra y desdeña en ésta lo que hay de comunicativo y solidario, la estrategia consciente para con el público al cual el poeta dirige su obra, la particular retórica (ora consista en encantamiento, ora en invectiva) que él se ve forzado a adoptar. Burke observa que el arte oratorio y el arte epistolar deben, de manera especial, tener en cuenta la dirección a un público, no así el arte dramático y aún menos la poesía lírica. Diremos por tanto: aplicar la crítica de arte freudiana basada en los sueños a un género oración como el arte oratorio de Guevara, tiene grandes probabilidades de hacer que el crítico yerre el blanco. Un sermón no es el sueño de opio de Kubla Khan. Hoy creo yo, en general, que los complejos nada tienen que ver con las obras clásicas. {(3) Aún tratándose de autores modernos que, como decíamos, son susceptibles de traducir en su estilo sus propios complejos personales, resulta imprescindible atender a los motivos antiguos, a los topoi que retoman y reviven con su nervioso temperamento de modernos. Es lo que B. Blume, en un sugestivo ensayo, Das Motiv des Fallens bei Rilke (MLN., LX, 295) observa a propósito del poeta alemán que, obsesionado con la idea de que la vida es el enemigo del hombre, decide aceptar su suerte ‘dejándose caer’, dejándose ‘hundir’ a impulso de las leyes de la naturaleza, por anticipado, sin lucha: el hombre debe aprender de las cosas que saben ‘caer, geduldig in der Schwere ruhen’. Ahora bien, Blume recuerda un pasaje paralelo del místico alemán Eckhart que dice: «Todas las cosas persiguen el reposo, consciente o inconscientemente. La piedra no cesa en su movimiento sino cuando reposa sobre la tierra... Lo mismo ocurre a las criaturas; persiguen su bien natural. De igual manera el alma amante no debería reposar sino en Dios.» Nosotros por nuestra parte, podemos ir más lejos. San Agustín decía: amor meus pondus meum y daba como argumento que así como la ley de la gravedad imprime a todas las cosas la tendencia hacia su situación ideal (suo loco), así también el alma humana tiende por el amor a su punto natural, Dios; y la física escolástica fundó su cosmología sobre este ‘amor que mueve las estrellas’, exaltado por Dante. No negaremos, pues, que el poeta moderno Rilke ha padecido un complejo, el de el hombre que se hunde, pero este complejo adquiere expresión, como desde hace 1.500 años, en un topos: el de la ‘caída’ del alma en ‘su lugar’.} Seducidos por la psicología del siglo XX, que nos hace ver dondequiera nuestros bajos instintos sublimados, nos hemos deshabituado a la idea ya antigua, y mucho más simple, de que lo grande y lo bello no se realizan con la parte mezquina de nuestra alma humana, que las bajas pasiones no son las que, como dice Claudel, «componen». ¿Que Milton fue un albino, huraño e hipócrita? Si esto es verdad, no es ese Milton el que [14] ha escrito Paradise lost: su autor es un Milton sublime, no un escritor que ha sublimado sus pasiones. El estilo literario no se ha vuelto permeable a los traumas sino mucho tiempo después, y este mismo hecho quizá no sea una ventaja para la literatura moderna...

Leo Spitzer
The Johns Hopkins University, Baltimore


{Leo Spitzer, «Sobre las ideas de Américo Castro a propósito de El villano del Danubio de Antonio de Guevara», Boletín del Instituto Caro y Cuervo (Bogotá), Año VI, número 1, Enero-Abril 1950, páginas 1-14.}


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