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  El Basilisco (Oviedo), nº 20, 1996, páginas 3-46
  
El darwinismo visto
desde el materialismo filosófico


David Alvargonzález
Oviedo
 
§1. Planteamiento de la cuestión
§2. Crítica de las diferentes interpretaciones sobre El origen:
2.1 Las interpretaciones no gnoseológicas:
2.1.1 interpretaciones psicologistas
2.1.2 interpretaciones sociologistas
2.1.3 interpretaciones logicistas
2.2 Las interpretaciones gnoseológicas:
2.2.1 interpretaciones descripcionistas
2.2.2 interpretaciones teoreticistas
2.2.3 interpretaciones adecuacionistas
§3 La idea de identidad sintética
§4 El origen de las especies entendido como la construcción de una identidad sintética sistemática
4.1 ¿Qué significa interpretar El origen como identidad sintética? La biología evolucionista como parte constitutiva de nuestra realidad presente
4.2 Argumentos para interpretar El origen como identidad sintética
4.2.1 El teorema de Darwin como modelo
4.2.2 Los cursos operatorios que confluyen en el modelo evolutivo tal como aparecen en El origen
4.2.3 Sobre la diferencia entre la concepción del teorema de la evolución tal como se le podía aparecer a Darwin y la interpretación propuesta desde la teoría del cierre categorial
4.3 Reinterpretación gnoseológica de la importancia de algunas circunstancias que hicieron posible El origen
4.4 El modelo evolutivo después de Darwin
4.5 Breve referencia al problema de los límites del darvinismo
Bibliografía citada
 

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§ 1. Planteamiento de la cuestión.

Conforme al tema titular, en esta conferencia trataremos de presentar, de un modo sumario, un análisis histórico de la teoría de la evolución biológica tal como aparece en la obra de Darwin. Ahora bien, como se advierte en ese mismo título, este análisis pretende estar hecho desde un perspectiva filosófica y, más concretamente, desde una filosofía materialista. Inmediatamente (en el apartado segundo) pasaremos a diferenciar el punto de vista filosófico de otros puntos de vista alternativos (psicológico, sociológico, lógico-formal) en el análisis de la historia de la ciencia, y también en el curso de esta conferencia (en nuestro apartado tercero) intentaremos explicitar lo que serían algunos de los contenidos de esa filosofía materialista que tomamos como referencia. Pero, en todo caso, estando como estamos en una facultad de ciencias y ante un auditorio compuesto mayoritariamente de científicos (no sólo geólogos y biólogos, sino también físicos, bioquímicos, matemáticos, &c.), nos parece necesario empezar justificando mínimamente el significado de nuestra presencia aquí. Efectivamente, podría considerarse impertinente que una persona ajena a la biología, un profesor de filosofía, trate de hablar acerca del darvinismo a un auditorio que, no sólo está perfectamente enterado, sino que además está inmerso en las propias discusiones internas de la teoría sintética de la evolución, un auditorio que está, en muchos casos, en la punta de lanza de los debates biológicos y geológicos y de los debates interdisciplinares entre biólogos y químicos o físicos, &c. Desde luego, no es nuestra intención discutir aquí cuestiones técnicas, internas, puntuales, de la teoría sintética de la evolución, pero tampoco nos vamos a contentar con un tratamiento de la obra de Darwin meramente erudito, propio de una historia de la ciencia entendida como una disciplina arqueológica exenta, positiva, un análisis de historiadores que sólo afecte a otros historiadores. No lo vamos a hacer así porque consideramos, en primer lugar, que la historia de la ciencia siempre es, en mayor o menor medida, interpretativa, y las interpretaciones distintas de los episodios históricos, esas interpretaciones que no siempre coordinan entre sí, dependen de las posiciones filosóficas que se defiendan: dependen, por ejemplo, de ciertas tesis acerca de qué es la ciencia, acerca de qué es la verdad científica, o de qué es la realidad y, en nuestro caso, como vamos a ver, dependen de cuál es el estatuto gnoseológico que se le conceda al darvinismo hoy. Pero es que, además, las discusiones sobre estos temas citados no tienen repercusión solamente en el gremio de historiadores de la ciencia sino que afectan de un modo central a la filosofía (a la ontología, a la gnoseología) que podemos construir en el momento presente. Porque el darvinismo, en cuanto integrado en las últimas versiones de la teoría sintética, no es hoy una mera reliquia histórica, como puedan serlo grandes tramos de la obra biológica de Aristóteles, ni tampoco es un «error necesario», como pudiera serlo la teoría de la pangénesis sostenida por el propio Darwin, sino que es una parte constitutiva fundamental de nuestro mundo actual, y por eso la discusión del darvinismo no es solamente una discusión de historia de la biología. La filosofía que se puede hacer antes y depués de Darwin es diferente porque la realidad antes y después de Darwin es también distinta. Desde nuestros presupuestos, no podemos afirmar, como hace Wittgenstein, que la teoría de Darwin sea irrelevante para la investigación filosófica{2}.

Es relativamente fácil advertir la importancia que las ciencias tienen para la filosofía ya que, si la función actual de las ciencias, su función más característica, es la de constituir eso que llamamos realidad, entonces se entiende que una filosofía actual, cualquier filosofía actual, no pueda abrirse paso de espaldas a las ciencias (y decimos esto siendo perfectamente conscientes de que muchos profesionales de la filosofía académica están, sin embargo, de hecho, dando la espalda a las ciencias, cultivando un tipo de filosofía que cree poder centrarse en torno a un núcleo de problemas que se presentarían como intemporales, eternos). Sin embargo, la mayoría de ustedes no dedican su tiempo al estudio de problemas filosóficos y más bien se estarán preguntando si desde un enfoque filosófico (no científico) como el que estamos anunciando aquí se pueden discutir cuestiones y, eventualmente llegar a algún tipo de conclusiones, que puedan tener algún interés para las ciencias y para los científicos. Si nosotros aceptamos el encargo de dictar esta conferencia es porque suponemos que, de hecho, la dinámica interna de las ciencias no es completamente ajena a las discusiones filosóficas sobre esas ciencias y su historia (y esto lo decimos independientemente de que nosotros seamos capaces de suscitar aquí cuestiones de interés para la biología de hoy y para su historia pues esto depende solamente de nuestra mayor o menor competencia). Como ya hemos dicho, desde la perspectiva filosófica no se abordan directamente asuntos internos de las ciencias (pues entonces estaríamos abandonando esa perspectiva sui generis, filosófica, para convertirnos en biólogos, geólogos, físicos, matemáticos, &c.): la tarea de evaluar si una teoría propuesta es verdadera en la inmanencia de un determinado campo científico es una tarea interna a ese campo y, por tanto, una tarea que habrán de resolver los propios científicos. Sin embargo, se adopta, de hecho, ineludiblemente, una perspectiva filosófica (más o menos espontánea, más o menos elaborada, más o menos consciente) siempre que se discuten los problemas del estatuto gnoseológico de una teoría pues esa discusión exige el análisis comparativo de las verdades constituidas en ciencias diferentes para poder clasificarlas y diferenciarlas (para poder llegar, por ejemplo, a concluir que no es lo mismo la verdad de la mecánica de Newton que la verdad de la teoría de la personalidad de Freud). Incluso dentro de una misma ciencia no todos los teoremas tienen el mismo estatuto gnoseológico: la mecánica de Newton construida en un contexto local de dos cuerpos graves (donde alcanza su máxima cientificidad) no tiene el mismo estatuto gnoseológico que las teorías de la Gran explosión caliente, aunque éstas estén hoy de moda y en una versión dogmática, mítica, sean más conocidas que la propia mecánica clásica. La moda es, en todo caso, un proceso sociológico con sus propias leyes, un proceso que tiene cierta independencia frente a las discusiones acerca del estatuto gnoseológico de las verdades: así se explica que la frenología gozara de gran predicamento durante buena parte del siglo pasado sin perjuicio de su falsedad. Creemos que la discusión gnoseológica (la clasificación de los diferentes teoremas de las diferentes ciencias) es pertinente cuando se hace historia de una ciencia (y es imprescindible cuando se hace una historia filosófica de la ciencia) y, si esos tramos de la historia de la ciencia están integrados internamente en la ciencia de hoy, como es el caso del darvinismo en la teoría sintética, entonces la discusión histórica afecta al estatuto gnoseológico de la ciencia actual. En nuestro caso, es imposible hacerse un juicio acerca de El origen de las especies, sin hacérselo también de la obra de Dobzhanski, Genetics and the Origin of Species (Dobzhansky, 1937), o de Mayr, Systematics and the Origin of Species (Mayr, 1942) y, recíprocamente, el resultado de la discusión gnoseológica de la teoría sintética de la evolución influirá de manera directa sobre nuestra interpretación (histórico filosófica) acerca del lugar de Darwin en la historia de la biología. Pero todas estos juicios dependen, a su vez, del análisis comparativo de las verdades biológicas frente a las físicas, las matemáticas, las culturológicas, &c.: esa perspectiva que exige analizar comparativamente las ciencias no sería ya, ella misma, una perspectiva científica sino filosófica y, sin embargo, es ésta una perspectiva que, con todas sus dificultades, si es ejercitada de manera adecuada, puede dar lugar a resultados (por precarios que sean) de interés para las propias ciencias. El necesario dogmatismo que acompaña a la enseñanza de las ciencias en nuestras facultades presenta las ciencias como sistemas doctrinales y oculta muchas veces la realidad de unas ciencias en marcha, infectas, donde no todos los teoremas estudiados son teoremas efectivamente demostrados, y donde necesariamente se infiltran ideas filosóficas de valor desigual (por ejemplo, las Ideas de Causa, de Realidad, de Verdad, de Pasado, de Naturaleza, de Mundo, &c.). Por otra parte, también es frecuente observar cómo muchos de los que se dedican a la filosofía académica son hombres de letras que, en el curso de ciertos debates, quedan inmediatamente en ridículo, descalificados, por su desconocimiento del estado de la realidad tal como nos viene constituida hoy, en buena medida, por las ciencias. Dada esta situación, debemos felicitarnos porque los organizadores del Seminario Interdisciplinar de la Universidad de Zaragoza hayan advertido la importancia de ciertas discusiones filosóficas para la buena marcha de las ciencias, para evitar, por ejemplo, que entre los científicos aniden ideas metafísicas o míticas. Por nuestra parte, debemos además agradecerles la confianza que nos otorgan al considerar que podemos contribuir, aunque sea modestamente y con la ayuda de todos ustedes, a esa tarea de discusión crítica, discriminadora, filosófica. En todo caso, esa confianza quizás no se dirija tanto hacia nosotros como hacia la filosofía del profesor Gustavo Bueno que tomaremos constantemente como referencia en este trabajo. En efecto, nuestra exposición intentará aplicar las ideas del materialismo filosófico de Gustavo Bueno al análisis del «teorema de la evolución biológica de Darwin» considerando este teorema como un caso eminente de identidad sintética sistemática, como una verdad científica en sentido estricto. Al realizar esta tarea hemos tenido presente mucha de la obra escrita de Bueno, y en particular aquellos lugares donde se desarrolla la idea de identidad sintética y que son los siguientes: (1) A propósito del «teorema del área del círculo», en Gustavo Bueno, Teoría del cierre categorial, (Bueno, 1992, v.1:164-172); (2) A propósito del «teorema de Mendeleiev», en la misma obra (pp. 172-180) y en Gustavo Bueno, «El cierre categorial aplicado a las ciencias físico-químicas» (Bueno, 1982:138 y ss); hemos tenido ocasión de consultar, además, ciertos textos aún no publicados: (3) A propósito del «teorema de Torricelli», en Gustavo Bueno, Estatuto gnoseológico de las ciencias humanas, (Bueno, 1976:899-931); (4) A propósito del «teorema de Mendel», en Gustavo Bueno, 1983, «Sobre el significado de la verdad biológica de los teoremas de Mendel» (ponencia presentada al II Congreso de Teoría y Metodología de las Ciencias, Oviedo, 1983). No hemos tenido acceso, sin embargo, al análisis de la mecánica de Newton presentado por el profesor Bueno al III Congreso de Teoría y Metodología de las Ciencias (Gijón, 1985). Nuestra presentación de El origen como identidad sintética intentará ser fiel al uso dado por Bueno a esta idea en las obras citadas. Ustedes mismos, y el propio Gustavo Bueno aquí presente entre nosotros, podrán enjuiciar hasta qué punto logramos este objetivo que nos proponemos.

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§2. Crítica a las diferentes interpretaciones sobre El Origen.

Desde los presupuestos del materialismo metodológico, la discusión de cualquier episodio de la historia de la ciencia exige previamente la elaboración de una clasificación fundamentada de las diferentes teorías o interpretaciones alternativas que se refieran a dicho episodio histórico, pues es al construir esa clasificación cuando se ejerce la propia racionalidad crítica filosófica. Sería pecar de una total ingenuidad el comenzar directamente el análisis histórico de la teoría de la evolución de Darwin ignorando la existencia de toda una larga tradición de interpretaciones que se han venido ensayando a lo largo del último siglo. De hecho, si vamos a proponer una interpretación histórica de El origen que pretende ser en algunos aspectos novedosa, será porque consideramos que las interpretaciones disponibles son, en todo o en parte, insuficientes o falsas. Pero para llegar a esa conclusión hace falta hacerse un juicio razonado acerca de cada una de esas interpretaciones. Ese juicio conduce a una clasificación, en nuestro caso, a una clasificación de las diferentes teorías (históricas, interpretativas) acerca de El origen. La intención de nuestra conferencia no es, por tanto, la de mostrar denotativamente el estado de la investigación histórica acerca de la célebre obra de Darwin como, en un congreso de biólogos o de paleontólogos, se podría mostrar el estado actual de la investigación acerca del hombre de Atapuerca. Entre otras cosas porque ese «estado actual de la investigación» cuando nos referimos a la historia (y a la historia de la ciencia en particular), no alude a unas conclusiones sobre las que existe consenso sino que encubre una pluralidad de interpretaciones históricas no necesariamente coordinables y, en ocasiones, abiertamente contrapuestas. Nosotros tampoco vamos a pretender hacer un catálogo fenomenológico, ordenado conforme a algún criterio arbitrario (por ejemplo, alfabético), de las diferentes interpretaciones existentes, un catálogo neutral, sin valoraciones. Al contrario, nosotros pretendemos defender una serie de tesis muy concretas acerca del lugar de El origen en la historia de la biología y en la historia general de las ciencias, y acerca de su estatuto gnoseológico y ontológico, y pretendemos defenderlas de un modo argumentativo, razonado, no gratuito ni dogmático. Y esa defensa, si es argumentada, exige valorar el resto de las interpretaciones disponibles, mostrando sus límites y, eventualemnte, sus errores. Esta exigencia no es un trámite, una formalidad que pudiera ser obviada por razones de brevedad (y en el contexto de esta conferencia la brevedad es obligada), sino que es el modo fundamental que tiene de abrirse paso la racionalidad filosófica como una racionalidad polémica donde, sin embargo, no todas las posiciones valen lo mismo (pues no todas son capaces de soportar ciertas críticas y de dar cuenta de ciertos materiales).

La crítica pormenorizada de las diferentes interpretaciones históricas que ha recibido El origen durante este siglo largo posterior a su publicación da como resultado un análisis excesivamente amplio como para poder reproducirlo aquí íntegramente. Sin embargo, precisamente por esa importancia que le concedemos, según lo dicho unas líneas más arriba, no podemos dejar de presentar aunque solo sea un resumen apretadísimo de ese análisis con el objeto de que resulten inteligibles nuestras ulteriores propuestas.

En primer lugar, creemos que es imprescindible diferenciar los estudios sobre el darvinismo que adoptan una perspectiva gnoseológica de aquellos otros análisis no propiamente gnoseológicos. De una manera muy sumaria (por eso, también, incompleta) caracterizaríamos las interpretaciones gnoseológicas como aquellas que se preguntan por la verdad de la teoría de la evolución de Darwin tratando de precisar en qué consiste esa verdad en cuanto verdad científica, y analizándola según lo que denominamos sus partes formales. Llamamos partes formales a «aquellas partes de un todo que conservan dependencia de la "figura total", de suerte que el todo (ya sea sustancialmente, ya sea esencialmente) pueda ser reconstruido o al menos codeterminado por esas partes formales. Los fragmentos de un vaso de cuarzo que se ha roto y que conservan la forma del todo (no porque se le asemejen) son partes formales del vaso (que puede ser reconstruido "sustancialmente"). Las células germinales de un organismo, que contienen genes capaces de reproducirlo, son partes formales suyas. Partes materiales en cambio son aquellas que no conservan la forma del todo: las moléculas de SiO2 (anhídrido silícico) constitutivas del vaso, o las moléculas de carbono o fósforo constitutivas de los genes, son partes materiales de las totalidades respectivas»{3}. Las interpretaciones gnoseológicas intentarán dar cuenta de la verdad del teorema de la evolución biológica a partir de las partes formales de ese teorema. Las interpretaciones no gnoseológicas, por el contrario, o bien dejan de lado el problema de la verdad de la ciencia para analizar otros aspectos históricos que pueden tratarse con cierta independencia (por ejemplo, las biografías psicológicas de los científicos o el contexto social y económico en el que aparecen formuladas sus teorías), o bien intentan analizar en qué consiste esa verdad pero refiriéndose exclusivamente a sus partes materiales (sean estas partes materiales procesos psicológicos, contextos sociales o, más comúnmente, unidades de carácter lógico-formal: enunciados, proposiciones, &c.).

Esta diferenciación no es meramente arbitraria o convencional, resultado de un afán por clasificar, sino que implica tesis muy determinadas. Para referirnos a lo fundamental, implica la tesis según la cual la ciencia se caracteriza frente a otras instituciones, otras construcciones, u otros modos de proceder (como las técnicas, las artes, &c.), por construir verdades científicas y éstas, a su vez, se caracterizan por tener un estatuto ontológico y gnoseológico irreductible a cualquier otra construcción, proceso psicológico, proceso socio-político, &c. Por tanto, entre las interpretaciones de los historiadores de las ciencias, es esencial (no sólo conveniente u oportuno) distinguir aquellas historias de la ciencia que pretenden reconstruir el proceso de construcción de las verdades científicas (en lo que este proceso tiene de exclusivo, de característico) de aquellas otros análisis históricos que dejan este asunto de lado (y pueden dejarlo de lado, entre otras cosas, porque desde las verdades de las ciencias actuales, comparando externamente, grosso modo, esas verdades con sus pretéritas -comparando la relatividad especial con la mecánica clásica, o la teoría sintética con el darvinismo- pueden hacerse un juicio aproximado de éstas sin necesidad de analizar su organización gnoseológica).

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2.1 Las interpretaciones no gnoseológicas

La dinámica de una ciencia y, en especial, su progreso interno (definido por la construcción de verdades científicas cada vez más potentes), va acompañada necesariamente de un juicio acerca de las verdades científicas pretéritas (determinando, por ejemplo, el conjunto de fenómenos que ellas cubren) y supone también una clasificación de lo que queda fuera de esa ciencia (segregado como falso o, simplemente, como impertinente). La ciencia actual nos proporciona ya esos juicios hechos y, por eso, es perfectamente posible hacer historia de una ciencia sin tratar el problema de la verdad de los teoremas considerados: la ciencia actual nos dice, retrospectivamente, lo que era verdad y lo que no, nos señala, por tanto, los materiales a los que merece la pena referirse como constitutivos de la historia de una ciencia ya sea como verdades, ya sea como errores, equivocaciones o falseamientos. El juicio (la clasificación) ya lo tenemos hecho de antemano y ello nos permite tratar cualquier aspecto puntual de esa historia sin necesidad de reconstruir, volver a justificar o analizar gnoseológicamente las verdades científicas pasadas. Una biografía de Darwin queda ya, automáticamente, dentro de la historia de la biología aunque no hable para nada de la teoría de la evolución, y resulta innecesario justificar por qué se elige a Darwin y no a Marx ya que todo el mundo está al tanto de que la teoría de la evolución de Darwin es, con las modificaciones correspondientes consabidas, una verdad científica biológica, mientras que nadie reconoce a Marx como científico (al menos fuera de la órbita de influencia del socialismo real). Este juicio previo del que partimos cuenta igual aun en el caso de que estemos haciendo historia de alguna de esas partes de una determinada ciencia declaradas erróneas, pues entonces, precisamente porque ya partimos de ese juicio, el motivo que justifica nuestro tratamiento histórico no es otro que el triunfo de esa ciencia sobre el error, la ingenuidad o la trapacería. Porque esos juicios están presentes es por lo que, probablemente, es distinta la historia de la biología de nuestros días de la que pudo hacerse a finales del siglo XIX y principios del XX, en la época del «eclipse del darvinismo» (para utilizar la célebre expresión acuñada por Julian Huxley en la década de los cuarenta). En todo caso, los juicios están ahí funcionando y, tomando como referencia ahora la biología de hoy, todos podemos hacernos una idea aproximada de lo que puede entrar a formar parte de una historia de la biología. Denotativamente, el campo de esa historia está suficientemente claro y, por tanto, cabe escoger temas puntuales, positivos, para su estudio, sin necesidad de detenerse en su justificación. Estos temas incluyen biografías (Darwin, Schleiden, Cajal, &c.), instituciones (la Linnaean Society, la Royal Society, &c.), aspectos psicológicos, sociales, económicos, políticos, ideológicos, y un largo etcétera. De este modo es posible hacer una historia de la ciencia no gnoseológica, una historia de la ciencia que: 1.- O bien deja de lado la historia de las verdades científicas, dándolas por supuestas, 2.- O bien aparenta poder reconstruir esas verdades a partir de sus partes materiales (a partir de esas partes que no son capaces de reconstruir internamente el todo que, sin embargo, constituyen), y puede llevar adelante esa pseudo-reconstrucción precisamente porque ya parte de esos juicios previos a los que venimos refiriéndonos, porque cuenta con el estado de la ciencia de hoy.

Naturalmente, una historia gnoseológica de la ciencia, una historia centrada en el análisis de las verdades científicas, también toma en consideración (y también resulta afectada por) el estado de la ciencia actual, pero la cientificidad de esas verdades de la ciencia pasada no podrá ser justificada solamente por su participación en la ciencia actual, sino que tendrá que ser reconstruida y analizada también en su inmanencia histórica pues, de no ser así, el proyecto de historia gnoseológica fracasaría como tal proyecto. Pero, si ese proyecto tiene éxito, podrá decirse que, así como la ciencia actual permite entender y justificar tramos de la ciencia pretérita (incluso permite entenderlos mejor de lo que pudieron hacerlo sus decubridores), así también la correcta reconstrucción de la estructura gnoseológica de la ciencia pasada es imprescindible para una compresión correcta (crítica, no dogmática) de la ciencia actual. Por vía de ejemplo, la teoría de la relatividad general nos permite entender ciertos problemas (históricos) de la mecánica clásica; incluso, podríamos decir que nos permite darnos cuenta de los límites de aquella mecánica en unos términos mucho más claros para nosotros de lo que lo fueron para Newton. Pero, recíprocamente, es imposible entender la relatividad general hoy de un modo correcto (dialéctico, no meramente dogmático, axiomático) sin referirse a la historia gnoseológica de la mecánica pre-relativista. Esta relación tan intrincada entre historia gnoseológica de la ciencia y ciencia actual no se da, sin embargo, a propósito de la historia no gnoseológica: la ciencia actual ilumina el campo de cada ciencia indicándoles a los historiadores (no gnoseólogos) qué asuntos deben tratar, pero los resultados de esas historias no gnoseológicas no afectan ordinariamente a la comprensión de las ciencias de hoy pues se refieren a una serie de aspectos (psicológicos, sociológicos, económicos, &c.) que, por decirlo con una fórmula abreviada aunque imprecisa, forman parte del contexto de génesis de esas verdades pero no afectan a la justificación de las verdades científicas de hoy.

Con todo, como vamos a ver, no estamos diciendo que estas historias no gnoseológicas carezcan de interés: lo tienen indudablemente. De hecho son imprescindibles para construir, a partir de ellas, la propia perspectiva gnoseológica. Solamente estamos tratando de clasificarlas y caracterizarlas para poder entender sus aportaciones a la vez que sus límites.

Vamos a referirnos a continuación a tres perspectivas no gnoseológicas en el análisis del darvinismo: las interpretaciones psicologistas, las interpretaciones sociologistas y las interpretaciones logicistas

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2.1.1. Interpretaciones psicologistas

Como representante del enfoque que nosotros hemos llamado «psicológico» puede citarse el documentado estudio de Howard E. Gruber, Darwin sobre el hombre. Un estudio psicológico de la creatividad (Gruber, 1974). Gruber, basándose en un minucioso análisis de los cuadernos de notas y de la correspondencia de Darwin (y teniendo también en cuenta los escritos de Darwin publicados), llega a determinar con precisión el momento en el que Darwin va descubriendo (emic{4}) los diversos componentes de su teoría (variación de los organismos, desaparición de unas especies, aparición de otras nuevas, presión demográfica, &c.). Precisamente el interés de esta obra de Gruber radica, si no nos confundimos, en esa confrontación entre el Darwin exotérico (el Darwin de los libros publicados) y el Darwin esotérico (el de los cuadernos de notas, los apuntes, la correspondencia, las relaciones con su familia y sus amigos, &c.). Gruber trata de contextualizar la figura de Darwin en su ambiente familiar y social, para deducir de esos contextos su extremada prudencia y el retraso premeditado en hacer públicas sus conclusiones. Efectivamente, de las fuentes esotéricas parece deducirse que el pensamiento de Darwin sobre la evolución de las especies, incluida la evolución del hombre, ya estaba plenamente formulado en 1838. El estudio de estas fuentes también probaría que una cierta orientación filosófica materialista estaba ya presente en Darwin con anterioridad a las primeras formulaciones de su teoría de la descendencia con modificación: de este modo la teoría de la selección natural sería, en parte al menos, una consecuencia del ejercicio de esos postulados materialistas, y no al revés, como quizás pudiera deducirse de otros escritos darvinianos, por ejemplo, de su célebre Autobiografía. En ese sentido, Gruber hace un excelente uso de ciertos materiales de Darwin poco conocidos como las Old and useless notes about moral sense and some metaphysical points, written about the year 1837 and earlier. Esta circunstancia es del máximo interés cuando se compara la trayectoria biográfica de Darwin con la de otros autores coetáneos como Lyell más apegados a la dogmática y a la ideología del cristianismo: para que luego se diga que las viejas e inútiles cuestiones filosóficas, metafísicas, no juegan ningún papel en la historia de la ciencia.

Otro trabajo que puede clasificarse dentro de esta historia psicológica de la ciencia sería la interpretación psicoanalítica que Phyllis Greenace hace de la figura de Darwin, y cómo no, de sus relaciones conflictivas con su padre, en su obra The Quest for the Father: A Study of the Darwin-Butler Controversy as a Contribution to the Understanding of the Creative Individual (Greenace, 1963). Greenace diagnostica una psicopatología al viajero del Beagle, una profunda neurosis, aunque reconoce que, curiosamente, ésta no influía en su trabajo como biólogo. Probablemente sería oportuno discutir si esta aproximación psicoanalítica es, antes que psicólogica, puramente mítica.

El éxito del enfoque psicológico, sobre todo en la línea más verosímil, documentada y ponderada de Gruber, está asegurado de antemano por el interés que tiene para la historia de la ciencia una reconstrucción lo más exacta posible de la biografía de un personaje como Darwin: de este modo se logra, por ejemplo, reconstruir una obra como El origen desde la perspectiva del ordo inventionis. Sin embargo, en este tipo de análisis no se entra para nada, ni se pretende, a discutir el problema de la estructura lógico-material del darvinismo, no se discute por qué el darvinismo es una construcción científica, y una construcción científica verdadera, o cuáles son los límites de su verdad: la verdad del darvinismo y su interés para la historia de la biología, sencillamente, se dan por supuestos. Lo que sí pretende Gruber de un modo explícito es dar cuenta de eso que él llama «creatividad» en cuanto proceso supuestamente psicológico. La idea de creatividad psicológica, cuando se utiliza para analizar el proceso de construcción de las verdades científicas, resulta insuficiente desde nuestros presupuestos pues también existiría esa creatividad psicológica en procesos no científicos (artísticos, técnicos, lúdicos, &c.): los procesos psicológicos (creativos o no) son partes materiales de las verdades científicas y de ahí su carácter genérico. Las verdades científicas no son científicas por ser resultado de procesos psicológicos originales o «creativos» sino por el modo como están construidas. Eso sin contar con la necesidad de criticar esa idea de creatividad psicológica como idea metafísica, como una idea que comparte ciertos rasgos con la idea teológica de la creación de la nada. En todo caso, esa crítica no nos impide reconocer la contribución principal del libro de Gruber, que ciframos en su reivindicación del Darwin esotérico. Al lado de esta importante contribución, sus intenciones de estar desvelando los secretos de la creatividad no afectan demasiado a sus conclusiones y resultan poco menos que anecdóticas.

En la línea de una historia fenomenológica biográfica, dando por supuesto la verdad de sus descubrimientos pero sin discutir directamente en qué consiste ésta, podemos encontrar varios estudios. De entre los que están traducidos al español merece la pena destacar el de J. Huxley y H.B.D. Kettlewell, titulado Darwin and his World (trad. esp. con el título Darwin; Huxley, Kettlewell, 1965), que pasa revista a las fases más importantes de su vida y a una selección de sus libros más importantes. No podemos dejar de citar la apasionante narración de Alan Moorehead en su libro Darwin. La expedición del Beagle (1831-1836) (Moorehead, 1969); aunque incluya algunas imprecisiones y tópicos que se han revelado falsos en posteriores investigaciones no deja de ser una magnífica recreación del famoso viaje oceánico del «Sabueso». También se encuentran expuestos aspectos de la biografía de Darwin en varios capítulos de la monografía de Jonathan Howard Darwin (Howard, 1982: caps. 1, 8, 9) y en el libro de Desiderio Papp, Darwin. La aventura de un espíritu (Papp, 1983: caps. 5, 6, 7, 9, 10). En estos dos últimos libros se combina una reexposición fenomenológica de la vida y obra de Darwin con algunos juicios acerca del significado de la verdad de la teoría de la evolución biológica; éstos suelen terminar desembocando en posiciones afines a las que nosotros caracterizaremos unas líneas más abajo como «adecuacionistas».

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2.1.2. Interpretaciones sociologistas

Por su parte, el enfoque que hemos llamado «sociológico» nos presenta la teoría de Darwin de dos formas radicalmente contrapuestas. El primer tipo de explicaciones sería continuista ya que procederá resaltando que la teoría evolucionista estaba presente de una manera difusa, inconsciente, en el espíritu de la época. Frente a éstas estarán las interpretaciones discontinuistas que presentan la obra de Darwin sobre el origen de las especies como un caso sobresaliente de revolución científica.

Desde la posición que hemos llamado constinuista se reivindicará a los evolucionistas y transformistas predarvinianos (el transformismo de la Filosofía zoológica de Lamarck, el evolucionismo teista de los Vestigios de la historia natural de la creación de Robert Chambers, la Zoonomia del propio abuelo de Darwin, incluso se reivindicará a los evolucionistas del siglo XVIII: Goethe, Buffon, &c.) y se resaltará la significación de la coincidencia de Darwin y Wallace en su descubrimiento (como hace, por ejemplo, Merton). Ahora bien, desde los presupuestos de la teoría de la identidad material sintética no se puede comparar la magnitud de los materiales movilizados por Darwin en El origen con el opúsculo de Wallace de 1858 Sobre las tendencias de las variedades a separarse indefinidamente del tipo original. Y no se trata aquí de reivindicar la prioridad de Darwin como una prioridad «cronológica» (que Wallace, por otra parte, reconoció desde el primer momento), sino de defender una prioridad gnoseológica fundamentada en esa identidad sintética construida por Darwin en El origen sobre la confluencia de una cantidad ingente de materiales heterogéneos, frente a las limitaciones de la obra programática de Wallace. Sobre este asunto tendremos que volver más adelante. Por otra parte, el esquema de la invención simultánea e independiente se debilita cuando se dejan de ocultar ciertos hechos significativos: Wallace había leído los Principios de Lyell, y había leído repetidas veces el Diario de un naturalista de Darwin (obra a la que consideraba el mejor diario de viajes después del Personal Narrative de Humboldt) en donde Darwin habla sobre la ley de sucesión de tipos; Darwin, por su parte, conocía un opúsculo de Wallace de 1855 («On the law which has regulated the introduction of new species») y, desde esa fecha, mantuvo correspondencia regular con Wallace; ambos estaban bajo la influencia de la obra de Lamarck y de los Vestigios de la historia natural de la creación de Chambers, aunque fuera de un modo crítico; ambos conocían la obra de Malthus; &c.

De hecho, si no se establece una distinción clara entre el descubrimiento material de la selección natural y el descubrimiento formal que nosotros atribuimos a Darwin, se podría decir que ese descubrimiento hay que retrotraerlo a una obra de 1818, «An Account of a female of the white race of mankind parts of whose skin resembles that of a negro, with some observations on the causes of the differences in color and form between the white and negro races of man» de William Charles Wells y, posteriormente, a un apéndice de la obra On Naval Timber and Arboriculture de Patrick Matthew de 1831. El texto de Wells, efectivamente, no puede ser más explícito: «Aquellos que se dedican a la mejora de los animales domésticos, cuando se encuentran individuos que poseen, en mayor grado que otros, las cualidades que buscan, aparean un macho y una hembra, después seleccionan a sus mejores crías como paridoras y sementales, y continúan actuando de este modo hasta llegar tan cerca de sus objetivos como la naturaleza lo permita. Pero lo que en este caso ocurre por artificio, parece ocurrir, con la misma eficacia, aunque más lentamente, en la naturaleza, en la formación de las variedades humanas, adaptadas al país que habitan» (Wells, 1818; subrayado nuestro). La distinción entre descubrimiento formal y descubrimiento material de Gustavo Bueno (Bueno, 1989) resulta aquí imprescindible para poder valorar la importancia de los hallazgos de Wells y Matthew. Ilustrando brevemente la distinción con un ejemplo, decimos que el descubrimiento de América por Colón fué un descubrimiento material por cuanto, aunque Colón estuvo efectivamente (materialmente) en América, él creía haber llegado a Asia (a Cipango, a Catay); el descubrimiento formal vendría después cuando Juan de la Cosa, en 1500, rectificó el error que identificaba el tercero y el cuarto continente, y el nuevo descubrimiento quedó integrado en una nueva imagen cartográfica de la Tierra (la que Martin Waldseemüller difundiría en su Cosmographiae introductio de 1507 en la que aparece por primera vez el nombre de «América»). El descubrimiento material suele ser parcial y aparece mezclado con contextos no pertinentes: es un descubrimiento confuso y muchas veces pasa inadvertido pues está dado en el ejercicio y no llega a representarse adecuadamente. Por el contrario, el descubrimiento es formal cuando ya se puede considerar determinada con cierta claridad la totalidad del cierre operatorio que lo hace posible y que lo contextualiza. En el caso que estamos comentando, el descubrimiento por parte de Wells y Matthew de la selección natural, no hay indicios para sospechar que estos autores se dieran siquiera cuenta de la importancia de su descubrimiento, de que fueran capaces de reconocer el terreno que pisaban, para forzar la comparación con el caso de Colón. Las propias circunstancias de sus publicaciones, unas pocas páginas en un apéndice de un libro sobre construcción naval y arboricultura, y una breve digresión en un libro sobre patología de la piel, demuestran lo desapercibido que pasó para ellos mismos el problema del origen de las especies. Pero, incluso, Matthew, en una carta al Gardener's Chronicle, respondiendo a otra de Darwin en que éste se excusa de desconocer el trabajo de Matthew, llega a ser completamente explícito, de un modo ingenuo (ingenuo respecto a sus reivindicaciones de la prioridad del descubrimiento) cuando dice: «Para mí, la concepción de esta ley de la Naturaleza [refiriendose al proceso de diferenciación por selección natural] se produjo de forma intuitiva como un hecho evidente, casi sin un esfuerzo de concentración de mis pensamientos. El Sr. Darwin parece tener mayores méritos que los míos en este descubrimiento --a mí ni siquiera me lo pareció» (subrayado nuestro). Darwin, de hecho, puso en su sitio la contribución de Matthew a su teoría biológica cuando se disculpó de desconocer su trabajo en la carta citada más arriba al Gardener's Chronicle: «Me ha interesado mucho la comunicación que publica el Sr. Patrick Matthew en el número de su revista correspondiente al 7 de abril. Reconozco francamente que se ha anticipado en muchos años a la explicación que yo he dado del origen de las especies, con el nombre de selección natural. Creo que nadie se sorprenderá de que ni yo, ni, al parecer, ningún otro naturalista, conociéramos las teorías del Sr. Matthew, si se tiene en cuenta la brevedad con que las expone y el hecho de que aparecieran en un apéndice de una obra sobre madera para construcción naval y arboricultura. No puedo hacer otra cosa sino disculparme ante el Sr. Matthew por mi total ignorancia de su publicación. Si me piden otra edición de mi libro, publicaré en él una nota en este sentido» (subrayado nuestro). Darwin conoció también (hacia 1865) la obra de Wells de 1813 y fue siempre muy consciente de que el mérito de El origen no residía en la simple formulación del principio de la selección natural (no residía en el descubrimiento material, diríamos nosotros, de este principio) sino en la fuerza conjunta de todos los materiales aportados en el libro: en la quinta edición de El origen, en el breve bosquejo histórico que precede a la «Introducción», sale al paso de una supuesta reclamación de R. Owen acerca de la prioridad en el descubrimiento de la selección natural. Darwin vuelve a restar importancia a ese tipo de reclamaciones diciendo: «En lo que se refiere al simple enunciado del principio de la selección natural, carece totalmente de importancia el que el profesor Owen me precediera o no, porque a ambos [...] nos precedieron hace mucho tiempo el doctor Wells y el señor Matthew». Así pues, el descubrimiento formal de la variación de las especies por selección natural no se hace público, tal es nuestra tesis, hasta la publicación, en 1859, de El origen (con el adelanto de la comunicación conjunta de Darwin y Wallace a la Sociedad linneana), aunque Darwin venía trabajando en su puesta a punto, como se sabe, desde 1838, y antes. La razón que nos lleva a situar en ese momento, y no antes (en 1813 o en 1818), el descubrimiento formal de la evolución biológica es que sólo entonces puede hablarse de esta teoría como una identidad material sintética de carácter sistemático donde un conjunto de cursos operatorios heterogéneos confluyen sintéticamente (justificaremos esta tesis más adelante). En todo caso, la distinción entre descubrimientos formales y materiales no es sociológica sino gnoseológica (pues afecta a la verdad del descubrimiento): desde el punto de vista del sociólogo todo son «descubrimientos» y la reiteración de un mismo descubrimiento estaría demostrando su ubicuidad en una época determinada. Pero ¿qué sentido tiene decir que hay un descubrimiento cuando pasa desapercibido al supuesto descubridor? ¿Tendría entonces sentido decir que «descubrieron América» los individuos que en el noveno milenio antes de Cristo, en la época del Clovis, cruzaron el estrecho de Bering, o más bien habría que ponerlos en continuidad con otros animales que compartieron su migración?

Por lo demás, el propio Darwin mostró su desacuerdo con esta interpretación sociologista que deduce su descubrimiento de un espíritu evolucionista emergente en su época. La siguiente cita está tomada de su Autobiografía: «Algunas veces se ha dicho que el éxito del Origen probaba que 'el tema estaba en el ambiente' o 'que las mentes de los hombres estaban preparadas para él'. No creo que esto sea estrictamente cierto, ya que de vez en cuando sondeé a no pocos naturalistas y nunca tropecé con uno sólo que pareciera dudar de la permanencia de las especies. Incluso Lyell y Hooker, aunque me escuchaban con interés, nunca parecieron estar de acuerdo. Intenté una o dos veces explicar a hombres capaces lo que yo entendía por selección natural, pero fracasé por completo. Lo que creo que era estrictamente cierto es que innumerables hechos bien conocidos estaban almacenados en las mentes de los naturalistas, listos para ocupar sus lugares adecuados tan pronto como cualquier teoría que los recogiera estuviera suficientemente explicada». Reinterpretando esta última frase de Darwin desde la teoría de la identidad sintética diríamos: había innumerables materiales, agrupados en cursos operatorios distintos, dispersos unos con relación a los otros, confusamente mezclados en los contextos más heterogéneos que quepa imaginar y que, vistos con el anacronismo propio de toda interpretación ex post facto, estaban «listos» para ser ensamblados en esa construcción sintética, esencial, sistemática que es la teoría darvinista. Sin embargo, esto no obsta para que podamos afirmar, con el propio Darwin, que el Zeitgeist predominante en el siglo XIX incorporaba de un modo central concepciones opuestas e incluso incompatibles con el darvinismo que no sólo afectaban al público general sino a eminentes naturalistas de todo el mundo; entre los que se opusieron al darvinismo baste citar a Quatrefages, Beaumont y Claude Bernard en Francia, Agassiz en Suiza, Von Baer, Kolliker, Virchow, Braun y Hertwig en Alemania, &c.

Otra interpretación de carácter sociologista continuista tenderá a ver el darvinismo como la aplicación a la naturaleza de la lucha por la supervivencia presente en la sociedad inglesa victoriana del siglo XIX. Ya Marx, en una conocida carta dirigida a Engels en 1862, había destacado las semejanzas entre la sociedad inglesa coetánea y la caracterización darvinista de la naturaleza: «Es notable --dice Marx-- cómo Darwin vuelve a hallar en los animales y en las plantas su sociedad inglesa con su división del trabajo, la competencia, la apertura de nuevos mercados, las inversiones y la lucha por la existencia de Malthus [...]». El enfoque sociológico y psicológico convergen cuando se resalta que el propio Darwin era nieto de Josiah Wedgwood, uno de los impulsores de la revolución industrial de la Inglaterra decimonónica. También convergen estos dos enfoques cuando se pone como objetivo de la investigación histórica el detectar las posibles fuentes de inspiración psicológica que habrían actuado sobre Darwin (Malthus y Adam Smith como las bases ideológicas de la evolución, en la interpretación que hace S.J. Gould, 1993:139), aunque, a veces, precisamente los resultados de esa investigación sirvan para desmentir esa influencia: la importancia del episodio «lectura de Malthus», por ejemplo, ha quedado relativizada tras el estudio de los cuadernos de notas de Darwin (vid. Gruber, 1974). En una línea explícitamente sociológica (o social) Bernal, en su conocida Historia social de la ciencia (Bernal, 1954:49-50 y 497), presenta la teoría de la evolución como el reflejo de «la atmósfera intelectual no científica de la época, atmósfera que condiciona inevitablemente al investigador individual» de modo que la teoría de la selección natural de Darwin se basaría «en la opinión común de la justicia natural de la libre competencia» (loc. cit.). Quizás pudiera ser interpretada también como sociológica la teoría de Dühring (criticada por Engels en el Anti-Dühring, 1ª parte, cap. VII) según la cual Darwin no habría hecho más que trasferir a la naturaleza la teoría económica de Malthus sobre la población. Precisamente Radl, en su Historia de las teorías biológicas (t.2, pp.112-113 de la ed. esp.), hace suya esta interpretación destacando la similitud entre los razonamientos de los economistas del laissez-faire y los de Darwin, sobre todo en su opúsculo Extracto de un trabajo inédito sobre el concepto de especie, leído en la Sociedad Linneana en 1858. Para Radl la concepción de la naturaleza que tenía Darwin y su visión científica global estaban dominadas por las teorías económicas: «Darwin miraba el mundo viviente desde el punto de vista de la economía política» (Radl, loc. cit.).

Las interpretaciones sociológicas discontinuistas, por su parte, tenderán a destacar la ruptura que habría supuesto el darvinismo frente a toda la biología anterior. Kuhn, en su conocido opúsculo La estructura de las revoluciones científicas (Kuhn, 1962:263-265), da por supuesto que el darvinismo es una gran revolución comparable a las de Copérnico, Newton o Einstein. Pero esta revolución no residiría, para Kuhn, en el descubrimiento de la evolución, que ya se conocía (Lamarck, Chambers, Spencer, &c.), sino en haber desterrado las causas finales del campo de la biología. La caracterización de Kuhn es, cuando menos, imprecisa pues el evolucionismo implica, indudablemente, negar cierto tipo de finalidad (una finalidad global de la naturaleza tomada como un todo atributivo), pero no todo tipo de finalidad (por ejemplo, la finalidad y la intencionalidad que hay que suponer a los organismos con cierta capacidad proléptica, o la finalidad ejercitada que supone interpretar las estructuras de los organismos inferiores desde las de los superiores). No todos los partidarios de una interpretación sociológica discontinuista ponen en el mismo sitio la revolución darviniana. Para E. Mayr (Mayr, 1972) Darwin habría dado dos pasos revolucionarios: sustituir creación por evolución, y sustituir lamarckismo por selección natural. Ahora bien, Mayr también se da cuenta de que la revolución darviniana no puede ser explicada íntegramente con el esquema de Kuhn. P.J. Bowler, en su obra El eclipse del darwinismo (Bowler, 1983), ya ha tenido ocasión de destacar algunas características de la revolución darvinista que no se ajustan a ese esquema kuhnniano: en primer lugar, el darvinismo y el mendelismo no compitieron como dos paradigmas rivales incompatibles pues ambos se fusionaron en la nueva teoría sintética de la evolución; en segundo lugar, el darvinismo no triunfó como paradigma de un modo claro ya que a finales del siglo XIX y principios del XX la mayoría de los naturalistas no eran darvinistas (como demuestra la prolija obra de Bowler citada). Michael Ruse, por su parte, considera que la obra de Darwin revolucionó las creencias de la humanidad y cambió drásticamente nuestra concepción del mundo al sustituir los milagros por las leyes naturales en la explicación del origen de las especies. Además, aun sin negar la existencia de un evolucionismo anterior a 1840, Ruse considera que no habría una continuidad intelectual entre Darwin y los evolucionistas predarwinianos: mucho más habrían influido sobre Darwin las obras de Lyell y los escritos filosóficos de Herschel y Whewell (Ruse, 1979).

Sin negar que El origen suponga una revolución en ciertos sentidos (sociológica, ideológica, &c.), y sin negar la importancia de estas novedades que destacan Kuhn y Mayr (el abandono de las ideas creacionistas y lamarckistas y de una finalidad que afecte a toda la naturaleza), nos parece que estas interpretaciones no aluden suficientemente al contexto previo que hace posible la elaboración de una obra como la de Darwin. Y en este contexto no pondríamos solo a Lamarck o a Chambers sino, sobre todo, a Lyell, a Linneo, a Hunter, a Cuvier, a Ehrenberg, a la tradición de la selección artificial y la mejora animal (de caballos, de perros, de ovejas, de palomas, &c.), a Malthus, etcétera. Si se considera detenidamente este contexto, el darvinismo deja de aparecérsenos como un descubrimiento negativo, revolucionario, que corta totalmente con lo anterior y lo pone del revés, para dibujársenos como un descubrimiento particular, un descubrimiento que reorganiza el contexto previo rectificándolo y precisándolo. Y una de las tareas de la historia de la ciencia será entonces reconstruir, hasta donde sea posible, esa reorganización y dar cuenta tanto de sus novedades como de sus dependencias del contexto anterior{5}. En este último sentido, el enfoque que nosotros caracterizaremos enseguida como «gnoseológico» tendrá que recuperar todo aquello que permita entender el contexto donde tiene lugar la construcción de las verdades científicas, y tendrá que clasificar las diferentes maneras en que ese contexto previo influye sobre las nuevas verdades científicas. Por nuestra parte, en uno de los epígrafes del apartado cuarto de esta conferencia intentaremos abordar el estudio de estas influencias sin abandonar la perspectiva del materialismo gnoseológico.

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2.1.3. Interpretaciones logicistas

Las interpretaciones que llamamos logicistas se caracterizarían por abordar un análisis lógico formal de los episodios de la historia de la ciencia. Este análisis suele efectuarse utilizando la lógica de enunciados, la lógica de predicados, la teoría de conjuntos o nuevas axiomáticas construídas ad hoc que combinan en proporciones variables enunciados, predicados y conjuntos. Desde el materialismo gnoseológico de Gustavo Bueno consideramos, como es sabido, que la lógica formal es una ciencia más, al lado de otras, con un campo material específico de términos y con unas relaciones y operaciones características (las operaciones que llamamos autoformantes){6}. Como las diferentes ciencias tienen, cada una de ellas, campos materiales también específicos, con términos, relaciones y operaciones específicos, no hay ninguna razón para suponer, a priori, que la aplicación de un modelo lógico o matemático a la biología vaya a rendir más que la aplicación de un modelo tomado de la historia o de la física. Sin embargo, hay toda una tradición de «filosofía exacta», ligada al positivismo lógico y al unificacionismo del Círculo de Viena, que sigue considerando la lógica y las matemáticas como una especie de característica universal, como un lenguaje universal capaz de unificar a todas las ciencias, de modo que el proceso que conduciría a hacer de la biología una ciencia rigurosa pasa por la reconstrucción lógico-formal del campo biológico. El autor más conocido que ha aplicado el análisis lógico formal a la biología, y al evolucionismo, es J. H. Woodger, en la obra titulada The Technique of Theory Construction (Woodger, 1939), y en su libro Biología y lenguaje (Woodger, 1978). Con el objeto de hacer de la biología una ciencia exacta que se aleje del «pensamiento intuitivo», Woodger considera necesario construir para la teoría de la evolución «un conjunto de postulados análogos a los que encontramos en geometría». Ese conjunto de postulados tendrá que ser «consistente con la totalidad de los datos que poseemos sobre procesos evolutivos»{7}. En el capítulo titulado «Contribución lingüística al estudio de la evolución»{8}, Woodger hace un ensayo de cómo podría ser esa reconstrucción lógico-geométrica que propone para el evolucionismo. El análisis de Woodger supone que se pueden diferenciar sin ambigüedades los registros de observación frente a los enunciados teóricos, supone que el evolucionismo es un conjunto de enunciados teóricos, y supone, por último, que «todos los enunciados teóricos en biología pueden ser formulados con la sola ayuda de: (1) Las cinco operaciones sobre enunciados, (2) la cuantificación universal, (3) identidad estricta (=), (4) paréntesis, (5) variables individuales, (6) los signos numéricos ususales, (7) variables cuyos valores son números naturales y racionales, (8) funtores biológicos, de varios grados, junto con funtores tomados de otras ciencias según proceda, (9) variables cuyos valores son conjuntos de varios tipos»{9}. Efectivamente, con estos supuestos, Woodger es capaz de reformular partes importantes del campo de la «biología docens» de un modo artificioso y técnicamente intrincado que pone su «metodología biológica» más allá de la paciencia de muchos lectores. Sin embargo, merece la pena llegar hasta el final con el estudio de su libro para no quedar con dudas acerca de la inanidad de su intento: es esa vacuidad la que nos hace inmediatamente sospechar del relativo interés de sus supuestos de partida. Efectivamente, no cabe duda de que la biología evolucionista, como cualquier otro episodio científico, necesita del lenguaje, de los idiomas nacionales, y tampoco cabe duda de que éstos pueden ser formalizados, hasta cierto punto, por procedimientos lógicos. Desde luego, en ningún momento pretendemos decir que el evolucionismo quede al margen de la lógica (que sea ilógico) o que quede más allá de la lógica (que sea, por ejemplo, una verdad revelada). Ahora bien, la lógica representada (la lógica formal), sin perjuicio de su utilidad, no puede dar cuenta íntegramente de la lógica ejercitada en nuestras operaciones en general y en la construcción de las ciencias en particular, por las mismas razones por las que es imposible un mapa de Royce, un mapa que tuviera una coordinabilidad plena. Para empezar negamos que una ciencia o una verdad científica puedan quedar reducidas a su presentación axiomatizada o deductiva, y ello sin perjuicio de que esta presentación pueda tener su utilidad a efectos expositivos o de docencia. Jonathan Howard, en su libro Darwin (Howard, 1982:37-39) presenta la teoría de la evolución como un silogismo con tres premisas y una conclusión: las premisas serían (1) la variación de los caracteres, (2) la herencia de esa variación, y (3) la reproducción según una progresión geométrica, malthusiana, y la conclusión sería la selección natural. Esta presentación del darvinismo como sistema doctrinal enseñable puede ser útil, en un libro de divulgación científica, para informar sucintamente a un principiante acerca de lo que es la evolución biológica pero, en sí misma, no puede considerarse que dé cuenta de la organización gnoseológica de la verdad de la evolución. Las razones de esta imposibilidad son, según creemos, que la verdad de la evolución no es el resultado de una deducción o de un conjunto de deducciones establecidas en un terreno formal (de la lógica de enunciados o de proposiciones o del álgebra de conjuntos) sino que es resultado de procesos operatorios y relaciones establecidas materialmente en el curso de transformaciones que implican la utilización de las manos tanto o más que la utilización de la musculatura bucofaríngea (que, en todo caso, como sabemos, también es una musculatura estriada). Con relación a esas manipulaciones manuales, quirúrgicas, que conducen a la construcción de verdades científicas, y con relación a las propias verdades construidas, los enunciados y las proposiciones son partes materiales (no partes formales), lo mismo que las moléculas de carbono son partes materiales constituyentes del cuerpo humano (frente a los diferentes órganos, que sí serían partes formales). Y así como a partir de moléculas de carbono (y de hidrogeno, nitrógeno, sodio, &c.) tomadas al azar no se puede reconstruir un cuerpo humano, porque son necesarias unas totalidades intermedias (en ese caso, los órganos, los tejidos, &c.), tampoco a partir de enunciados puede reconstruirse la verdad de la evolución biológica ya que esa verdad no reside sólo (ni principalmente) en los enunciados que son capaces de formularla sino, sobre todo, como vamos a intentar exponer, en la síntesis de unos materiales heterogéneos (geológicos, taxonómicos, biogeográficos, embriológicos, citológicos, &c.) que están ya organizados a un determinado nivel.

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2.2 Las interpretaciones gnoseológicas

Si es cierto que las verdades científicas son un tipo de verdad sui generis, distinto de las verdades del sentido común, de las verdades de las religiones o de las verdades filosóficas, entonces parece posible ensayar una historia de la ciencias que intente reconstruir el proceso de elaboración de esas verdades, una historia de las ciencias centrada en la dinámica de esas verdades científicas. Esta historia de las ciencias, que llamamos gnoseológica, no pretende centrarse en el relato fenomenológico del ambiente social de una época o de las vicisitudes biográficas de un personaje, sino que trata de discutir el propio estatuto gnoseológico de las verdades científicas dadas a lo largo de la historia en lo que estas verdades tienen de específicamente científicas. Ni que decir tiene que para llevar adelante esta tarea es necesario partir de ese relato fenomenológico (social, biográfico, &c.). Esta historia gnoseológica ha sido ensayada ya reiteradamente, y desde ella se ha abordado, también repetidamente, el episodio del darvinismo. Ahora bien, los contenidos de esa historia, de un modo inevitable aunque no siempre sea explícito, están determinados por la idea de verdad científica que se mantenga en cada caso: lo que para unos aparecerá como una serie de descubrimientos de hechos seguidos de generalizaciones (Duhem) será para otros un conjunto de conjeturas falsadas por experimentos cruciales (Popper). Por tanto, no resulta posible hacer una historia gnoseológica de las ciencias que sea neutral, que no implique ya estar ejercitando alguna idea acerca de lo que es una verdad científica. Por nuestra parte, como ya dijimos al comienzo, tomamos como referencia la teoría del cierre categorial con su idea de verdad científica como identidad sintética. Sin embargo, esa idea, en cuanto que construida según la metodología de una filosofía dialéctica, no es una idea primitiva ni exenta. No es una idea primitiva porque se configura en gran medida como la única salida transitable después de la crítica a otras posibles ideas alternativas. No es una idea exenta pues, indudablemente, está codeterminada por otras ideas del sistema del materialismo filosófico (por sus ideas ontológicas, por su filosofía de la historia, por su epistemología, &c.). Resulta imposible dar cuenta aquí, ni siquiera sumariamente, del resto de ese sistema materialista: remitimos al lector interesado a la obra de Gustavo Bueno. Sin embargo, no podemos evitar referirnos a esas teorías de la verdad científica frente a las que se dibuja la idea de la identidad sintética. Y no podemos dejar de hacerlo porque de otra manera los argumentos que avalan nuestra propuesta no se entenderían suficientemente, si es cierto que nuestra posición es un resultado de la crítica a las otras alternativas disponibles. Por lo demás, en el contexto de esta conferencia, esa referencia crítica resulta obligada toda vez que son esas interpretaciones alternativas las que dominan el panorama del análisis histórico del darvinismo.

Hay que presentar, pues, una clasificación de las diferentes interpretaciones históricas gnoseológicas del darvinismo. Pero para justificar esa clasificación sería necesario discutir toda una teoría de teorías acerca de la verdad científica. No vamos a hacerlo aquí, sencillamente, porque esta tarea ya está realizada en los cinco primeros volúmenes de la Teoría del cierre categorial de Gustavo Bueno (Bueno, 1992-94). Nos basta entonces con decir que, para el materialismo filosófico, las diferentes ideas de verdad científica que aparecen en la historia de la filosofía hasta nuestros días pueden reexponerse a través de las relaciones entre las ideas de Materia y Forma (interpretando las «teorías científicas» como Forma y los «datos empíricos» o los «hechos» como Materia). Habría entonces cuatro concepciones básicas acerca de la verdad científica: (1) descripcionismo: aquellas concepciones que consideran las ciencias como descripciones, más o menos ordenadas, de «hechos» y conceden un papel subsididario, instrumental, a las teorías; (2) teoreticismo: concepciones que consideran la ciencia como un proceso de construcción de «teorías» cuya verdad radica en su coherencia interna, con una relativa independencia de los «hechos»; (3) adecuacionismo: concepciones que hacen residir la verdad científica en la adecuación o ajuste entre «hechos» y «teorías», y (4) circularismo: concepciones que niegan la propia distinción tajante entre «hechos» y «teorías» y suponen que las relaciones entre las multiplicidades formales y materiales de las ciencias son circulares (no de reducción, como en el descripcionismo y el teoreticismo, ni de yuxtaposición, como en el adecuacionismo).

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2.2.1 Interpretaciones descripcionistas

El descripcionismo gnoseológico sería un conjunto de teorías filosóficas acerca de la verdad científica que se caracterizan «por su tendencia a considerar el momento constructivo de las ciencias y, por tanto, los componentes formales de los cuerpos científicos, como subordinados enteramente a la materia dada que habría de ser meramente descrita (sin duda, valiéndose de instrumentos formales que se supone han de dejarla 'intacta'), inventariada y archivada. Al descripcionismo asociamos un concepto característico de la verdad científica, a saber, la verdad como des-velamiento o des-cubrimiento» (Bueno, 1992-94, vol.5:1397). La interpretación descripcionista del descubrimiento de la evolución biológica encontraría un posible fundamento en un fragmento de la narración autobiográfica de Darwin en el que nuestro naturalista, al final de su vida, reconstruye el proceso que le condujo a centrar su atención en la idea de selección. El texto de Darwin es el siguiente: «Abrí mi primer cuaderno en julio de 1837. Trabajé basándome en principios verdaderamente baconianos, y, sin teoría alguna, recopilé datos al por mayor -muy especialmente respecto a las producciones domesticadas-, mediante cuestionarios impresos, conversaciones con hábiles reproductores y jardineros, y extensas lecturas. Cuando veo la lista de libros de todo tipo que leí y resumí, incluyendo series completas de revistas y memorias, me sorprendo ante mi laboriosidad. Pronto percibí que la selección era la piedra angular del éxito del hombre en lograr razas útiles de animales y plantas. Pero cómo la selección podía aplicarse a los organismos que viven en estado natural continuó siendo un misterio para mí durante algún tiempo»{10}. Efectivamente, el texto es tan explícito que cualquier interpretación ulterior podrá parecer innecesaria, impertinente: así S. Toulmin y J. Goodfield, en su conocido libro El descubrimiento del tiempo (Toulmin y Goodfield, 1965:197), citan este párrafo de la Autobiografía de Darwin dando por supuesto que es ya por sí mismo una explicación histórica suficiente acerca de la verdad de la biología darvinista. Además, la sinceridad del autor parece estar asegurada ya que, según propia confesión, Darwin escribió su Autobiografía para uso de sus hijos y nietos pero no pensando en su publicación. Sin embargo, no vamos a dejar de hacer algunos comentarios de este párrafo, corriendo el riesgo de que se nos acuse de estar deformando su significado más evidente. Sabemos que en 1876, cuando Darwin escribe estas líneas, el darvinismo estaba lejos de poder considerarse como un paradigma victorioso y encontraba resistencia creciente en la calle y entre los naturalistas. Es en este contexto externo hostil en el que Darwin presenta la génesis de su descubrimiento. La Autobiografía parece un lugar adecuado para mostrar el lado sincero y honesto de su talante como científico. Efectivamente, hay muchos detalles en la redacción de este opúsculo que nos permiten dudar de su intención privada y avalan la sospecha de que el propio Darwin contaba con su posible publicación (en un momento oportuno tras su muerte). Y, por eso, la presentación que hace de su descubrimiento pretende, en primer lugar, salir al paso de todas aquellas críticas que lo presentan como una teoría especulativa: parece incluso haber una alusión directa a la crítica que le lanzara Adam Sedgwick para quien la teoría de Darwin no observaba los principios baconianos. Darwin se presenta a sí mismo (ante sus hijos, pero muy probablemente también ante el resto de los naturalistas y del público general, incluso ante un futuro historiador de la biología), como si hubiera quedado abrumado por unas evidencias tan abundantes y ajenas a su voluntad que resultarían imposibles de negar, como si él mismo hubiera resultado atrapado por ese des-cubrimiento involuntario. Pero la razón que más decididamente nos mueve a interpretar este texto como meramente retórico, propagandístico, es el contraste con el modo de proceder efectivo de Darwin en sus cuadernos de notas y con algunas de sus declaraciones más privadas en su correspondencia. H.E. Gruber, en el libro ya citado Darwin, sobre el hombre, desmuestra de un modo definitivo y reiterado que Darwin partía siempre de una serie de supuestos no sólo teórico-biológicos sino también filosóficos (como demostrarían sus Notas viejas e inútiles de 1837) en sus investigaciones, y que su recolección de materiales no estaba hecha «al por mayor» sino que, muy al contrario, algunos de esos materiales estaban realmente «buscados con candil». Por otra parte, si, según nuestra hipótesis, consideramos que cierta correspondencia es un documento más fiable para conocer lo que realmente pensaba Darwin que su equívoca (y propagandística) Autobiografia, entonces podrá valorarse la importancia del texto siguiente. Está tomado de una carta que Ch. Darwin dirige a Henry Fawcett (carta realmente privada al famoso economista, hombre de estado y amigo), y dice: «Hace unos treinta años se decía mucho que los geólogos debían observar y no teorizar; y yo recuerdo bien a alguien que decía que a este paso un hombre bien podría ir a una gravera y contar los guijarros y describir los colores. ¡Qué extraño es que nadie vea que toda observación debe ser hecha a favor o en contra de un punto de vista si es que ha de servir de algo!»{11}. Además de esta carta tenemos un importante comentario de su hijo Francis que vuelve a desmentir la imagen del Darwin baconiano cuando dice: «Con frecuencia repetía que nadie puede ser un buen observador sin ser un activo inventor de teorías. Esto me lleva de nuevo a lo que dije respecto a su instinto para captar las excepciones: era como si estuviera provisto de una capacidad teorizante dispuesta a desembocar en cualquier cauce a la menor confusión, de manera que ningún dato, por pequeño que fuera, podía evitar una descarga de teoría y, de este modo, el dato adquiría importancia»{12}. El carácter equívoco de la Autobiografía de Darwin se pone claramente de manifiesto cuando nos percatamos de que, al lado de ese pasaje claramente empirista, inductivista, descripcionista, baconiano, conviven otros pasajes de corte inequívocamente teoreticista, deductivista, como aquel en el que se refiere a la génesis de su teoría sobre los arrecifes de coral{13}.

De otra parte, dejando ahora de lado lo que Darwin pensara y dijera, está la discusión acerca de si es o no posible entender la teoría de la evolución biológica como una descripción de la realidad, como un desvelamiento, como un simple reflejo de un hecho en sí mismo evidente que queda, tras su descubrimiento, intacto. En nuestra opinión difícilmente se podrá mantener este supuesto aunque sólo sea porque el origen de las especies biológicas va referido al pasado, y el pasado, por definición, es lo que no existe ahora y, por tanto, algo que no es posible describir, descubrir, desvelar. Cuando hablamos del pasado tenemos que hablar más bien de su construcción a partir de unos materiales presentes (los materiales geológicos y paleontológicos en biología, las reliquias y los relatos en historia), teniendo siempre en cuenta que esa construcción no puede aspirar a ser, sin embargo, una reconstrucción íntegra.

Esta objeción, por sí sola, es bastante para hacernos desistir de una interpretación descripcionista (no constructivista) del darvinismo. Pero además, tuviera Darwin o no una autoconcepción baconiana de la ciencia, de lo que no cabe la menor duda es de que en su ejercicio, en su actividad diaria como científico, Darwin seleccionaba sus temas de investigación, sus experimentos, sus materiales, sus lecturas, &c., de acuerdo con unos intereses teóricos muy precisos. El proceso que conduce a la verdad de la modificación de las especies por selección natural es un proceso que tiene mucho de constructivo y esto se deja ver de modo ubicuo en todos los capítulos de El origen y en la manera como se van haciendo encajar los materiales de unos capítulos con los de otros: sobre este carácter constructivo materialista insistiremos en el apartado cuarto de esta lección.

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2.2.2 Interpretaciones teoreticistas

Las filosofías de la ciencia que designamos como teoreticistas se caracterizan porque ponen «el lugar en el que puede constituirse la verdad científica en el proceso formal de construcción de conceptos, o de enunciados sistemáticos» (Bueno, 1992-94, v.1:75). El teoreticismo considerará que las ciencias son, fundamentalmente, construcciones teóricas, sistemas hipotético deductivos cuya verdad radica, en gran medida, en su propia coherencia interna (formal). El teoreticismo es una alternativa configurada tras la crítica al descripcionismo, tras esa crítica que denuncia la imposibilidad de que la realidad pueda ser descrita de un modo inmediato y neutral, de un modo que deje intacta esa realidad que se describe. El teoreticismo se configura también como una filosofía de la ciencia ajustada a los avances científicos más recientes (sobre todo a los avances en la llamada física teórica: la mecánica cuántica y relativista, la teoría atómica, el principio de incertidumbre, &c.), porque es en este contexto donde el descripcionismo muestra más claramente sus limitaciones (¿Qué es lo que describe la ecuación de Einstein o la de Schrödinger? ¿Cómo hablar de una realidad que no resulta afectada por el científico después de la formulación del principio de incertidumbre?). El teoreticismo radical, que niega cualquier papel a la materia, a los «hechos», en la construcción de las verdades científicas, es una alternativa que, en la práctica, sólo es viable cuando se aplica a las ciencias formales (que para los teoreticistas explorarían una serie de posibilidades de construcción teórica que nada tendrían que ver con la experiencia). Sin embargo, sí existen modulaciones no tan extremas de la posición teoreticista: el falsacionismo de K.R. Popper, en su libro La lógica de la investigación científica (Popper, 1934), es, indudablemente, el ejemplo más significativo de filosofía de la ciencia teoreticista. Efectivamente, según el falsacionismo, la dinámica de las ciencias exige, en primer lugar, la proliferación de teorías, teniendo en cuenta que esas teorías nunca podrán encontrar justificación suficiente por vía de la inducción incompleta: esas teorías no proceden de los hechos, de la experiencia, sino que surgen a partir de teorías anteriores convenientemente modificadas. En un segundo momento, las teorías construidas han de poder someterse a falsación, han de poder contrastarse con los hechos: aquellas teorías que resistan esta prueba de la falsación serán consideradas teorías científicas verdaderas (provisionalmente, hasta que sean falsadas); aquellas otras que no superen la prueba serán teorías científicas falsas. Al margen quedan las teorías que no pueden someterse a falsación: éstas no pueden considerarse teorías científicas (verdaderas o falsas) sino metafísicas. (La necesaria brevedad que se nos impone en el contexto de esta conferencia nos impide extendernos en una reexposición más detallada del falsacionismo).

Cuando Popper utiliza la filosofía de la ciencia falsacionista como marco para el análisis del darvinismo en La miseria del historicismo (Popper, 1944-45) y en Búsqueda sin término (Popper, 1974) llega a la conclusión de que «el darwinismo no es una teoría científica, sino un programa metafísico de investigación» (Popper, 1974:227), y es un programa metafísico porque no es falsable, porque no es contrastable. El darvinismo, incluida su crítica al finalismo, es una ideología pesimista a la que habría que oponer una ideología moderna, optimista, donde el sujeto individual, con sus innovaciones, sería el motor de la evolución{14}. Además, según Popper, la teoría de la evolución biológica sería tautológica e incapaz de realizar predicción alguna (excepto, quizás, la predicción de la gradualidad de la propia evolución).{15} Los juicios que emite Popper acerca del evolucionismo biológico, incluyendo los «ocurrentes» añadidos de su teoría de la presión de selección interna (Popper, 1974:233-239), son, a nuestro juicio, una muestra evidente de la superficialidad de sus posiciones filosóficas que corre pareja con su ignorancia de los tópicos más básicos de la biología evolucionista. La biología evolucionista podrá parecer tautológica cuando analizamos algunas de sus formulaciones que se mantienen sólo en el terreno de la reexposición teórica, formal, deductiva, del darvinismo: es en este contexto en el que se argumenta que la explicación de la adaptación por la supervivencia del más apto y la explicación de la supervivencia como resultado de la adaptación forman un círculo vicioso, tautológico. Sin embargo, los biólogos que no se mueven exclusivamente en el nivel de la «deducción de unos enunciados por otros» sino que trabajan en el campo material del evolucionismo (comparando organismos, especies, variedades, procesos, &c.), saben perfectamente que este círculo deja de ser vicioso en la medida en que incorpora una gran cantidad de materiales (biogeográficos, poblacionales, ecológicos, paleontológicos, taxonómicos, &c.) y posibilita su organización y su codeterminación. La selección natural está, en primer lugar, codeterminada por la presión demográfica; depende también de la naturaleza de las diferencias entre unos individuos y otros y del modo como esas diferencias interactúan con un medio específico que puede cambiar; además, se pueden establecer analogías entre unos procesos de adaptación y de selección y otros: es este carácter sistemático y comparado el que hace que sea completamente formal el hablar de un círculo vicioso (vid. Caplan, 1977). En el límite, puede darse incluso el caso de que un aumento en la eficacia biológica pueda, por encima de cierto límite, no ser adaptativo: el depredador que «mejora» su capacidad de capturar a una determinada presa puede determinar la extinción de ésta y poner en peligro, de paso, la suya propia.

Por otra parte, es absolutamente falso que el evolucionismo biológico no sea contrastable pues hay numerosos ejemplos, no sólo de especies nuevas creadas artificialmente sino también de análisis de procesos de especiación natural en lapsos relativamente breves (vid, Jones, 1981). Las concepciones teoreticistas de la ciencia, cuando toman la física como ciencia de referencia, suelen insistir en la incapacidad de la biología evolucionista para producir predicciones. La idea de que la característica fundamental de toda ciencia es la capacidad de predecir fenómenos nuevos es una idea de procedencia positivista. Podríamos citar como uno de los lugares donde más radicalmente se defiende esta idea las Cartas de un habitante de Ginebra a sus contemporáneos (1803) de Saint-Simon donde aparece ligado el prediccionismo a un fuerte reduccionismo fisicista. Sin embargo, para nosotros, esta característica de la predictibilidad no puede considerarse como un rasgo gnoseológico general a toda ciencia: por ejemplo, resulta difícil interpretar qué pueda significar en las ciencias formales; incluso en la física la predecibilidad tiene un alcance muy limitado que no se debería olvidar. En todo caso, es erróneo decir que el darvinismo no produce predicciones: la teoría de la evolución permite predecir nuevos fenómenos del campo de la biología en un sentido muy parecido a como la tabla periódica de los elementos químicos predijo la existencia de nuevas sustancias simples. El mismo Darwin efectuó alguna de esas predicciones: por ejemplo, contra el argumento de Kölliker de que no existían en el registro fósil formas de enlace entre organismos, predijo la aparición de formas fósiles de transición. Y esta predicción se cumplió ya en 1861 con el descubrimiento, en las canteras de Solnhofen, del primer especimen de archaeopteryx (incluido por Darwin en la segunda edición de El origen) que es una forma transicional clara entre reptiles y pájaros. Un poco más tarde se encontrarían los restos del compsognathus, dinosaurio bípedo que se considera un eslabón entre reptiles y aves. También se encontraron, todavía en vida de Darwin, carnívoros fósiles reconocidos como formas intermedias entre organismos pasados y actuales. Esta predicción de Darwin también permite clasificar mejor (filogenéticamente) ciertas «formas de enlace» vivas como el pez pulmonado. Esta misma predicción se confirma contínuamente conforme el registro fósil se va haciendo progresivamente más denso.

El juicio popperiano que clasifica al darvinismo como una teoría metafísica implica situar la evolución biológica al lado de otras construcciones que efectivamente lo son como el argumento ontológico de San Anselmo, las vías tomistas para la demostración de la existencia de Dios o la idea de Espíritu absoluto de Hegel. Es decir, implica suponer que desde los conceptos de unidad de estirpe, de descendencia con modificación de las especies y de selección natural no se puede progresar de modo racional al mundo de los fenómenos biológicos lo mismo que es imposible este progreso desde las ideas de Dios, de Alma o de Espíritu absoluto. (Que en las verdades científicas se pueda progresar desde las esencias a los fenómenos no implica, desde luego, que se pueda dar cuenta íntegramente de todos los fenómenos en sus múltiples determinaciones, pero sí, al menos, de algunos). La historia de la biología de este último siglo después de Darwin abunda en pruebas sobre cómo desde los conceptos evolucionistas se progresa a nuevos fenómenos, fenómenos que, muchas veces, se dibujan y se construyen gracias al darvinismo. Por añadir algunos ejemplos más a los ya citados: la mayoría de los fenómenos paleoantropológicos conocidos, el estudio de la resistencia de las bacterias a los antibióticos, el estudio de la resistencia de determinados insectos al DDT, la construcción de nuevas especies por poliploidía como la Raphanobrassica de Karpetchenko, &c.

Por último, no podemos dejar de mencionar la circunstancia (quizás no deseada por Popper, pero los deseos aquí no cuentan) de que el creacionismo más confusionista y anticientífico de la segunda mitad de este siglo se ha apoyado frecuentemente en los diagnósticos hechos en La miseria del historicismo y en Búsqueda sin término. Citando a Popper como argumento de autoridad, algunos de estos nuevos creacionistas se congratulan de que la teoría de la evolución sea solamente eso, una teoría, y, por tanto, una teoría al lado de otras (como el creacionismo adámico): en el fondo, una cuestión de creencias o de gustos. Otros, como Etienne Gilson, presentan el evolucionismo biológico como una teoría filosófica y, a la vez que ensalzan al Darwin científico, disculpan y condenan ese Darwin que se metió a filósofo (en su teoría de la evolución) y se dejó confundir por el materialismo (Gilson, 1976).

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2.2.3 Interpretaciones adecuacionistas

Llamamos adecuacionismo a un conjunto de filosofías de la ciencia que se caracterizan «en primer lugar, por distinguir, en los cuerpos de las ciencias, una forma (lingüística, conceptual, teórica, &c.) y una materia (empírica, real, &c.), y, en segundo lugar, por definir la verdad científica como correspondencia (adaequatio) entre las construcciones formales de las ciencias y la materia empírica o real constitutiva de sus campos» (Bueno, 1992-94, v.5:1375).

Distinguimos dos modulaciones ligeramente diferentes a la hora de especificarse más este esquema adecuacionista general que acabamos de formular: en primer lugar, el adecuacionismo que vamos a llamar «realista» y, en segundo lugar, el adecuacionismo «neutro».

En su versión realista, el adecuacionismo es una filosofía «representacionista» de la verdad científica por cuanto entiende que ésta no es sino la representación adecuada de unos hechos y, en el límite, de una realidad (que se postula como existente independientemente de su representación). La representación puede situarse en el entendimiento (como en la versión tomista o en la de Maritain) o en el lenguaje (como en la versión de Tarski).

El adecuacionismo neutro estaría representado eminentemente por las filosofías de la ciencia estructuralistas (Sneed, Stegmüller, Moulines). El estructuralismo es adecuacionismo por cuanto supone la correspondencia entre una teoría nuclear y unas supuestas aplicaciones de esa teoría (que son las que permiten considerarla como verdadera). El estructuralismo es adecuacionismo neutro porque, una vez admitido lo anterior, no centra su atención, como sería de esperar, en precisar cómo es posible esa correspondencia postulada, es decir, no toma partido acerca de en qué consiste esa adecuación que, sin embargo, presupone. Por el contrario, dejando de lado ese problema central (central con respecto a los presupuestos de su propia teoría de la verdad científica y a su crítica a descripcionistas y teoreticistas), el estructuralismo deriva hacia una reconstrucción conjuntista de la supuesta teoría nuclear, reconstrucción que guarda un indudable parecido con los análisis clasificados unos párrafos más arriba como logicistas.

Un ejemplo de análisis del darvinismo desde las posiciones del adecuacionismo realista nos lo ofrece Ernst Mayr en su libro Una larga controversia: Darwin y el darwinismo (Mayer, 1991:85 y ss.). Según el célebre profesor emérito de la Universidad de Harvard, los componentes del modelo explicativo de Darwin de la selección natural son cinco hechos y tres inferencias. Tres hechos darían lugar a la primera inferencia. «Hecho 1: Crecimiento exponencial potencial de las poblaciones (superfecundidad)(Fuente: Paley, Malthus y otros). Hecho 2: Estabilidad de estado estacionario observada en las poblaciones (Fuente: observaciones universales). Hecho 3: Limitación de los recursos (Fuente: observación reforzada por Malthus)». De estos tres hechos surgiría la primera inferencia realizada por Malthus: «Inferencia 1: Lucha por la existencia entre los individuos (Autor de la inferencia: Malthus)». Esta primera inferencia se combinaría con los hechos 4 y 5 para dar lugar a la segunda inferencia. «Hecho 4: Unicidad del individuo (Fuente: criadores de animales, taxónomos). Hecho 5: Heredabilidad de gran parte de la variación individual (Fuente: criadores de animales)». Como hemos dicho, la combinación de la primera inferencia con estos dos últimos hechos daría lugar a la segunda inferencia: «Inferencia 2: Supervivencia diferencial, es decir, selección natural (Autor de la inferencia: Darwin)». Esta segunda inferencia conduciría, a su vez, sin necesitar del concurso de más hechos, a una última inferencia, a saber: «Inferencia 3: A través de muchas generaciones, evolución (Autor de la inferencia: Darwin)» (véase el cuadro adjunto tomado directamente de la obra de Mayr 1991:86). Los presupuestos del adecuacionismo realista son, en esta interpretación, explícitos: en primer lugar, se afirma la necesidad de diferenciar dicotómicamente entre «hechos» e «inferencias teóricas» como componentes del modelo de Darwin; en segundo lugar, se da un esquema de cómo esas inferencias teóricas y esos hechos se adecuan en el modelo de la evolución por selección natural. Al final, el modelo se interpreta como una representación adecuada de los hechos, de la realidad empírica. Una concepción adecuacionista realista de El origen sería, muy probablemente, la que tenía el propio Darwin quien, al resumir su libro en la «Recapitulación» (cap. XV) lo define como una argumentación compuesta por hechos y deducciones.

El adecuacionismo realista de E. Mayr da por supuesto que el crecimiento exponencial potencial de las poblaciones, la limitación de los recursos, la estabilidad de estado estacionario de las poblaciones, la unicidad del individuo y la heredabilidad de gran parte de la variación individual son «hechos», es decir, son observaciones que se nos presentan con claridad, sin más, de un modo que quizás podríamos llamar «intuitivo», y que no incluyen ni suponen nigún componente teórico. Estos hechos serían evidentes en sí mismos, independientes de cualquier posición teórica que se mantenga, y accesibles de una manera directa (no mediada por teorías pues por esa razón los llamamos «hechos»). Sin embargo, nada está más lejos de la realidad pues esto que Mayr llama «hechos» son en realidad construcciones muy complejas con cantidad de presupuestos teóricos implícitos: por ejemplo, el crecimiento exponencial potencial de las poblaciones no es propiamente un hecho si es que ese crecimiento es «potencial» (es decir, no se da efectivamente); la limitación de los recursos no tiene sentido en términos absolutos pues será siempre una limitación respecto de unas poblaciones que han de tener un determinado crecimiento «potencial» (postulado, pero no empírico); la heredibilidad de gran parte de la variación individual es más bien una hipótesis teórica que habría costado muchos años confirmar; la estabilidad de estado estacionario de la poblaciones no puede considerarse como una estabilidad «observada» sino como una construcción teórica acerca de la «economía de la naturaleza». En el esquema de Mayr nos asisten las mismas razones para decir que el crecimiento exponencial potencial de las poblaciones es un «hecho» como para decir que la lucha por la existencia de los individuos, una vez establecida, es también un hecho (aunque para Mayr sea una inferencia teórica). Realmente lo que ocurre es que Mayr llama «hechos» a las verdades establecidas en un momento dado, perdiendo de vista que esas verdades implican, a su vez, inferencias teóricas y observaciones no neutrales sino guiadas, organizadas y determinadas por las expectativas de ciertas hipótesis. Por eso, el análisis histórico de Mayr aunque, en el mejor de los casos, pueda darnos cuenta del modo como fueron ocurriéndosele las cosas a Darwin (y en esto se parecería a esa perspectiva del ordo inventionis propia del enfoque que hemos llamado psicológico), no puede, sin embargo, dar cuenta de por qué la evolución biológica es una verdad y es una verdad científica. La adecuación entre hechos e inferencias tomada como criterio de verdad deja de funcionar en el momento en que esos supuestos hechos están también, a su vez, cargados de inferencias, de modo que el esquema de ajuste propuesto (con cinco hechos y tres inferencias) se disuelve, se desintegra.

El adecuacionismo realista supone tener acceso a los hechos (por una vía directa que no implique la mediación de ningún componente «teórico») y tener también acceso a las teorías (por una vía que no sea en ningún sentido empírica) para poder comparar los unos con las otras y decidir acerca de su adecuación. Por esta razón, este adecuacionismo comparte con el descripcionismo gnoseológico una dificultad básica: la imposibilidad de acceder a los «hechos» de una manera no interpretativa, neutral, inmediata que deje a esos hechos intactos. Ya Darwin, en el texto antes citado de su carta a Henry Fawcett, se había dado cuenta de que «toda observación debe ser hecha a favor o en contra de un punto de vista si es que ha de servir de algo», lo cual es tanto como reconocer que los hechos, independientemente de las teorías, no existen. Pero, una vez admitido esto, resulta entonces ineludible llevar a cabo una rectificación radical de la propia distinción entre hechos/teorías: este es el objetivo de las filosofías de la ciencia circularistas.

El libro de Magí Cadevall titulado La estructura de la teoría de la evolución (Cadevall, 1988) sería un ensayo de interpretación de El origen desde las posiciones que nosotros caracterizamos como adecuacionismo neutro. La obra de Cadevall comienza con una crítica a los modelos epistemológicos del positivismo lógico, del popperismo, de la teoría de los programas de investigación de Lakatos y de la concepción semántica de la verdad. Cadevall defiende el carácter empírico y la contrastabilidad del evolucionismo, e intenta precisar en qué sentidos puede decirse que la teoría de la evolución es una teoría explicativa. Independientemente de nuestras coincidencias con algunos extremos de esas críticas (al positivismo lógico, a Popper, a Lakatos, &c.), nos parece, sin embargo, que la propuesta estructuralista de Cadevall no llega a rebasar muchas de las posiciones que ella misma critica: concretamente no llega en ningún momento a rebasar la concepción dicotómica de la ciencia como conjunto de hechos y teorías. Efectivamente, la filosofía de la ciencia estructuralista distingue explícitamente dos esferas autónomas: la «teoría» y las llamadas «aplicaciones» que desempeñan el papel de los «hechos» (en nuestra terminología diríamos que cumplen el papel de materia, aunque esta palabra sea evitada por el estructuralismo, como si así se pudiera conjurar la presencia de unas ideas que están, inevitablemente, funcionando). «La teoría -dice Cadevall en la p. 60- es una estructura matemática o conjuntista que contiene leyes de algún tipo y que no menciona ningún nombre propio. Las aplicaciones de la teoría son sistemas físicos que podemos especificar mediante nombres propios». Lo curioso es que, para Cadevall, prácticamente todos los contenidos de El origen caerían del lado de las aplicaciones pues «la paleontología, la biogeografía, la taxonomía, la embriología se convierten en aplicaciones de la teoría evolucionista» (p. 52 y cap. VI). Se postula, además, que el núcleo central teórico es el que da unidad al conjunto de las disciplinas evolutivas: la unidad viene dada por la teoría, no por los hechos, la unidad es, por tanto, formal, no material. En algún momento se encarece la importancia de esas aplicaciones, con el objeto de defender un cierto realismo, pero nunca llega a precisarse cómo se produce el ajuste, la correspondencia, entre el núcleo teórico y las aplicaciones (que habremos de suponer no-teóricas): precisamente clasificamos a este estructuralismo como un adecuacionismo neutro porque no llega a tomar partido acerca de este problema gnoseológico central. Si acaso, lo único que sí parece poder adivinarse es que la teoría guarda con respecto a sus aplicaciones las relaciones que guarda un todo distributivo con respecto a sus partes. En el todo distributivo, las partes son independientes las unas de las otras a la hora de conformar ese todo: en el esquema de Cadevall las aplicaciones son independientes unas de otras y la teoría evolutiva se distribuye íntegramente en cada aplicación. Si esto es así, y si las «aplicaciones» son esas disciplinas evolutivas que cita Cadevall, entonces sí estamos en condiciones de denunciar un grave error de la interpretación estructuralista pues, como veremos en el apartado cuarto, las relaciones que median entre biogeografía, embriología, genética de poblaciones, ecología, sistemática, morfología, paleontología y etología (por citar las disciplinas evolutivas a que hace referencia Cadevall) no se pueden reducir, de ningún modo, a las relaciones entre partes de un todo distributivo.

Pues bien, una vez hecha esta distinción entre teoría y aplicaciones, el estructuralismo se embarca en la tarea de axiomatizar la parte teórica de la ciencia por medio de la teoría de conjuntos dando lugar a una «axiomatización jerarquizada» que es, en realidad, una reconstrucción lógico-matemática de algunos tramos de «ciencia representada» (dejando para mejor ocasión la «ciencia ejercida» que cae del lado de las «aplicaciones»). El bajo rendimiento que este análisis logra cuando se aplica al estudio de la biología evolucionista podría tener que ver con la propia naturaleza de la «revolución lógica» implícita en el darvinismo. Gustavo Bueno, en la conferencia impartida en este mismo ciclo con el título de «La scala naturae y la lógica de la evolución», supone que la revolución lógica introducida por Darwin reside en la sustitución de todos y partes (géneros y especies) característicos de la lógica de clases por todos y partes que guardan entre sí las relaciones del género plotiniano, ese género concebido como género generador de las especies y de los nuevos géneros. Si esto fuera así, no tendría nada de particular que los análisis conjuntistas de la biología evolucionista encuentren dificultades a la hora de tratar con esas totalidades evolutivas (eminentemente los phyla) pues en estas totalidades es necesario tener en cuenta las relaciones sinalógicas. Son relaciones sinalógicas aquellas que se establecen entre términos mediante vínculos de continuidad, contigüidad o contacto espacial o causal (Bueno,1992-94, v.5:1432). Estas relaciones sinalógicas pueden ser de naturaleza muy diversa, desde las relaciones sinalógicas presentes en la recombinación genética propia de la reproducción sexual hasta las relaciones sinalógicas dadas en los ecosistemas y las cadenas tróficas. Los géneros plotinianos y las relaciones sinalógicas se dejan reducir mal a la lógica de clases. Además, algunas de estas relaciones sinalógicas entre términos del campo biológico son relaciones sinectivas, relaciones necesarias e imprescindibles entre dos o más términos a pesar de su diversidad: las relaciones de las células con el medio intercelular son de este tipo; también son de este tipo las relaciones implicadas en el heterotrofismo o las relaciones de cohesión interna de ciertas poblaciones biológicas. Por todas estas razones, cuando se intenta dar cuenta de las relaciones filogenéticas y ecológicas en términos conjuntistas lo más que se logra es una paráfrasis trivial y muy artificiosa de algunos enunciados evolucionistas (enunciados que se entienden igual de bien o incluso mejor si se formulan con precisión en un lenguaje nacional). Esta paráfrasis puede incluso llegar a encubrir la propia realidad que intenta aprehender, dado que los materiales de la categoricidad biológica (desde luego, los términos materiales propios de esa categoría pero también las relaciones -como quedó dicho-, y las operaciones específicamente biológicas) son de distinta naturaleza que los materiales del álgebra. Singularmente, hay un extremo en que la metáfora conjuntista resulta especialmente desafortunada: nos referimos a las operaciones. Esto es así porque el concepto conjuntista de operación parece tener que aplicarse sobre unas totalidades perfectamente definidas, si es que deben poder ser representables gráficamente. Por el contrario, las operaciones características de la categoricidad biológica (por ejemplo, las operaciones de hibridación, las operaciones quirúrgicas de los fisiólogos con fístulas, con quimógrafos, &c.) no generan esas totalidades tan perfectas sino que nos ponen en la inmanencia de un campo in fieri, imperfecto o infecto, indeterminado o indefinido en muchas de sus partes, inacabado, irregular.

El éxito que pueda llegar a cosechar el estructuralismo en el gremio de los filósofos de la ciencia, como en el caso del enfoque logicista, obedecería a dos razones: lo costoso que resulta (en términos de tiempo) llegar a advertir la trivialidad de este estructuralismo, y la circunstancia de que esos estructuralistas se presentan como miembros de una comunidad de «filósofos científicos especialistas», como si esa cofradía fuese homologable con los grupos de investigación existentes en las ciencias efectivas.

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§3 La idea de identidad sintética

Cuando hablamos de las diferentes interpretaciones gnoseológicas de la verdad del evolucionismo nos referimos a cuatro tipos básicos de teorías de la ciencia y cada uno de ellos llevaba asociada una determinada idea de verdad científica: la verdad como desvelamiento, en el descripcionismo; la verdad como coherencia, en el teoreticismo; y la verdad como correspondencia en el adecuacionismo; nada dijimos entonces acerca de la idea de verdad científica del circularismo. Nuestra crítica a las tres primeras concepciones acerca de la verdad científica reiteraba en todos los casos la imposibilidad de hacer una distinción dicotómica entre hechos y teorías que nos permitiese referirnos a unos hechos accesibles al margen de todo supuesto teórico (en el descripcionismo), o a unas teorías elaboradas al margen de toda experiencia empírica (en el teoreticismo), o a ambas cosas a la vez (en ese adecuacionismo que exige la dicotomía para luego postular la correspondencia). Ahora bien, si somos consecuentes con nuestras críticas, es evidente que la división de la realidad en hechos y teorías habrá de ser retirada: no habrá «hechos puros», y lo que llamamos parte empírica de las ciencias estará inevitablemente inundada de supuestos teóricos (más o menos explícitos); recíprocamente, no existirán «teorías puras» ni ciencias formales puras pues toda construcción, por teórica que parezca, tendrá que estar dada en cierto contexto material. Si aceptamos que hechos y teorías no se pueden separar, entonces la verdad científica no podrá residir en los hechos (como en el descripcionismo) ni en las teorías (como en el teoreticismo), ni tampoco en la correspondencia hechos/teorías (del adecuacionismo) pues esa correspondencia pide la separabilidad que estamos negando. De este modo, se nos han ido cerrando los caminos por los que transitan buena parte de las filosofías acerca de la verdad científica. Siendo así, la opción circularista se nos presenta, en este momento, como negación de esas otras opciones que hemos tenido que descartar pero, precisamente por su carácter eminentemente crítico, parece, en un principio, incapaz de generar una idea de verdad científica alternativa. En estas circunstancias, no elegimos esta opción porque presente una solución inmediata a las dificultades que venimos planteando sino, sencillamente, porque es la única que nos queda, si es que sostenemos consecuentemente las críticas realizadas.

Definimos el circularismo en filosofía de la ciencia como aquel conjunto de teorías que supone que las relaciones entre las multiplicidades formales y materiales de las ciencias se ajustan a esquemas circulares, de modo que ambos tipos de multiplicidades se codeterminan mutuamente de forma constante. Pero el circularismo, así entendido, resulta indeterminado, y de él no se deduce ninguna idea de verdad científica concreta. El circularismo materialista supone una especificación de ese esquema general en dos sentidos: en primer lugar, por cuanto interpreta que esas multiplicidades (formales y materiales) nunca son independientes del plano de las operaciones que los sujetos realizan con objetos corpóreos; en segundo lugar, porque supone que los esquemas circulares que puedan establecerse tienen unos límites, que son los que definen el campo de cada ciencia y las franjas de verdad de cada teorema, y que, por tanto, no tiene sentido hablar de una circularidad referida a la totalidad de los fenómenos existentes.

Desde esta filosofía circularista materialista se supone que la esencia de la verdad científica tiene que ver con la identidad entre algunos términos del campo de una ciencia. La verdad de una ciencia no será, en ningún caso, extrínseca a los materiales propios del campo de esa ciencia sino que será específica de los materiales característicos de cada campo. Esa identidad, aunque se formula mediante proposiciones, se construye y resulta de las operaciones con los objetos corpóreos y de las relaciones entre los distintos materiales. Es, por tanto, una construcción que exige objetos, operaciones quirúrgicas y relaciones materiales. Por eso, consideramos que esa identidad es una identidad sintética. Ahora bien, la identidad, tal como la entiende el materialismo filosófico, no debe confundirse con la propiedad de la reflexividad. La interpretación que pone el núcleo de identidad en la reflexividad está a menudo ligada a modos de entender la verdad científica como si ésta se situara exclusivamente en un plano proposicional. Es una idea de identidad deducida de la lógica formal y de las matemáticas o, dicho con mayor precisión, de una interpretación de la lógica formal y de las matemáticas que es, ella misma, formalista. En todo caso, además, para la teoría del cierre categorial, la relación de reflexividad no es nunca una relación primitiva, ni siquiera en el contexto tecnológico tipográfico de la lógica formal, sino que, por el contrario, no sólo es una propiedad derivada de otras (por ejemplo, de la simetría o de la transitividad) sino que es una propiedad límite, resultado de un proceso constructivo dialéctico. Se trata de un concepto límite, como pueda serlo la clase vacía en lógica de clases. La clase vacía es una clase que no es clase (pues no tiene elementos) pero, sin embargo, es necesaria, dialécticamente, si es que se quiere llegar a cerrar un sistema operatorio en el que figuran operaciones como la intersección de conjuntos (pues esa intersección, cuando se lleva al caso límite de la intersección de conjuntos disjuntos, exige la clase vacía).

La identidad sintética, para el materialismo gnoseológico, se diferencia también de la igualdad pues la identidad de la que estamos hablando, muchas veces, se abre paso a través de situaciones de desigualdad, de situaciones en las que no se aplican las propiedades de la simetría, la transitividad y la reflexividad. Esto es especialmente frecuente en las ciencias biológicas donde las relaciones biológicamente más significativas entre los organismos de una biocenosis no son, desde luego, relaciones de igualdad; incluso refiriéndonos a organismos de una misma especie, la igualdad entre esos organismos puede considerarse, en muchos aspectos, abstracta, frente a las desigualdades efectivas que son el material mismo del proceso de descendencia con modificación.

La relación de identidad, según lo dicho, exige siempre una construcción material (o una multiplicidad de construcciones): esta es la razón de que hablemos de identidad sintética. Ahora bien, desde un punto de vista semántico (y aunque toda identidad sea, por su génesis, constructiva, material, operatoria), el contenido de la identidad puede ir referido a la esencia o a la sustancia. Los términos griegos isos y autos se referirían respectivamente a una identidad esencial y sustancial. En la reinterpretación que el materialismo de Gustavo Bueno hace de las relaciones materia/forma, la idea de sustancia queda definida como «invariante de las transformaciones sinalógicas»: un ejemplo de esta invariancia podría ser el punto donde se cortan las diagonales de un rectángulo como invariante (por tanto, sustancialmente idéntico) en relación con ciertos giros, rotaciones, etc. Como ya dijimos, llamamos «sinalógica» (de synallaso = «juntar, casarse») a aquella unidad que se produce por contigüidad, por ajuste, y produce una totalidad atributiva, como la unidad del tipo llave-cerradura, mientras que la unidad isológica es una unidad de tipo distributivo (donde las partes de la relación son sustitubles) que en el límite nos remite a la igualdad. «La identidad esencial es un modo extremo de unidad isológica, así como la identidad sustancial lo es de la unidad sinalógica» (Bueno, 1992-94, v.1:152). Pues bien, las identidades sintéticas que conforman las verdades científicas exigen simultáneamente identidades sustanciales y esenciales.

La idea de verdad científica no se confunde, sin embargo, con la idea de identidad sintética porque no toda identidad sintética constituye una verdad en sentido estricto, gnoseológico. La razón es que cabe distinguir dos tipos generales de identidades sintéticas: las identidades sintéticas esquemáticas y las identidades sintéticas sistemáticas. Las identidades esquemáticas (o «esquemas de identidad») son configuraciones que resultan de las operaciones. La configuración «circunferencia» en Geometría sería un ejemplo de identidad esquemática: el esquema material de identidad será aquí la equidistancia de los puntos de la circunferencia con respecto del centro, y la operación que genera la circunferencia podría quedar descrita como «trazar arcos sucesivos con el compás». La idea de especie exclusivamente morfológica y los sistemas de clasificación «artificiales», anteriores al darvinismo, pueden considerarse esquemas materiales de identidad cuando se contemplan desde el teorema de Darwin o desde la teoría sintética de la evolución (si se supone que éstos son ya identidades sintéticas sistemáticas). Estos esquemas materiales de identidad son imprescindibles para la construcción de las verdades científicas puesto que a partir de los elementos primarios de una ciencia, dados sin ninguna configuración especial (por ejemplo, los puntos y las rectas, en Geometría o los organismos individuales en biología), esas verdades no se podrían construir. Por su parte, las identidades sintéticas sistemáticas son construcciones que exigen el entrelazamiento de varias identidades esquemáticas (o esquemas de identidad). En el ejemplo geométrico anterior, esa misma circunferencia con sus radios, sus diámetros, sus arcos, &c., en la que se puede inscribir un triángulo cuya hipotenusa sea el diámetro, genera un contexto que hace posible el entrelazamiento entre esas diferentes identidades esquemáticas (de radios, de diámetros, de rectas secantes), y la construcción de la identidad sintética sistemática en que consiste el teorema del triángulo diametral. Precisamente, en los apartados siguientes intentaremos analizar los esquemas de identidad que se entrelazan y reajustan en la construcción de la identidad sistemática del «teorema de Darwin». Ahora bien, siguiendo con nuestro ejemplo geométrico, para poder decir que ese conjunto formado por la circunferencia y los triángulos inscritos constituyen una multiplicidad de identidades esquemáticas hace falta que el propio teorema del triángulo diametral esté ya construido como identidad sistemática. Igualmente, sólo desde el modelo de la evolución de Darwin podrá decirse que ciertas construcciones (taxonómicas, biogeográficas, geológicas, &c.) cumplen el papel de identidades esquemáticas.

Es necesario insistir una vez más en que el contexto material en el que se construye una identidad sintética sistemática es siempre un contexto limitado a unas determinadas clases de fenómenos y a unos contextos materiales finitos. Es este carácter finito el que hace que el circularismo por el que hemos caracterizado la teoría del cierre categorial sea un circularismo que exige determinar los materiales característicos de cada ciencia, de modo que una verdad científica esté limitada siempre a un conjunto específico de fenómenos susceptible de ser desconectado de la totalidad del mundo.

Los teoremas de las ciencias son identidades sintéticas sistemáticas. El teorema es, desde el punto de vista gnoseológico, la unidad funcional básica de una ciencia. Ahora bien, para que el campo de una ciencia llegue a constituirse como tal, para que pueda llegar a tener lugar su «cierre categorial», es necesario que se dé una multiplicidad de teoremas entrelazados. Esos teoremas estarán regidos por el mismo conjunto de principios gnoseológicos. Por esta razón, al analizar el «teorema de Darwin» tendremos que hacer alguna mención, por breve que sea, a la «topología» del campo de la biología posdarvinista y a los principios gnoseológicos que definen ese campo.

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§4. El origen de las especies entendido como la construcción de una identidad sintética sistemática

Prácticamente nadie duda hoy de la importancia que para la biología ha tenido El origen de las especies como el lugar donde se exponen de un modo suficientemente pausado y sistemático los contenidos de lo que pasó a llamarse la teoría de la evolución biológica, y tampoco nos parece necesario insistir en este foro acerca del lugar central que la teoría darvinista ocupa en el campo de la biología: podría decirse sin exagerar que el cierre categorial biológico (y, por tanto, la constitución de la biología como ciencia en sentido moderno, estricto) tuvo lugar por medio del darvinismo (acompañado, sin duda, de otros teoremas como la teoría celular y los teoremas de la genética y la biología molecular). No se trata aquí, por tanto, de reivindicar la verdad de la teoría de la evolución, ya que eso nos parece improcedente. A pesar de las refluencias creacionistas que han llevado a dos presidentes recientes de los E.U.A. a defender nuevamente, en plena década de los ochenta, el relato adámico, la teoría de la evolución, en su última versión (precisamente llamada teoría sintética), goza hoy de una inmejorable salud y de un potencial indudable para guiar la moderna investigación en biología. Esos presidentes creacionistas, aunque hayan sido personajes de relevancia en la historia política reciente, no pasarán a la historia de la ciencia como grandes científicos, y sus declaraciones antievolucionistas sólo son un indicio de la falsa conciencia que les envuelve y, quizás también, interpretadas en términos sociológicos, de una situación educativa degradada en la democracia más poderosa del mundo. Por tanto, en vez de dedicarnos a una reivindicación innecesaria e inoportuna (pues la discusión de lo que es verdad o no en una ciencia compete, como ya hemos dicho al principio, a sus propios científicos), se trataría más bien de ver cómo debe ser entendida esa verdad científica, cuáles son sus principales constituyentes, dónde radica su objetividad, cómo fue posible su constitución y, por último, cuáles son sus límites internos. En todo caso, aun descartando la necesidad de volver sobre la discusión del relato adámico, en nuestro análisis tendremos que tomar en consideración, inevitablemente, las dificultades que se han puesto al teorema de la evolución desde dentro del propio campo biológico.

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4.1 ¿Qué significa interpretar El origen como identidad sintética? La biología evolucionista como parte constitutiva de nuestra realidad presente

La cuestión que plantea este epígrafe afecta al estatuto ontológico que concedemos a las verdades científicas. Hemos negado que el darvinismo pueda ser considerado una descripción de la realidad exterior, una descripción que nos muestre la realidad dejándola intacta. Hemos negado también que la evolución pueda entenderse como una teoría, más o menos especulativa, en el límite, metafísica (como cree Popper), una teoría, quizás, al lado de otras (creacionistas, procesionistas, &c.). Hemos negado, incluso, que la evolución biológica pueda entenderse como una hipótesis cuya verdad radicara en adecuarse a los hechos, en adecuarse a una realidad a la que representa fielmente (como un modelo tecnológico, una esfera armilar o un planetario, por ejemplo, pretende ser una representación de una realidad externa a él). La inexistencia presente de esos «hechos evolutivos», que son, por definición, pasados, es una de las razones más poderosas (aunque, desde luego, no la única) para descartar las concepciones descripcionista y adecuacionista a la hora de enjuiciar el estatuto ontológico y gnoseológico del evolucionismo. Pero, entonces, ¿cómo debe ser entendida la verdad de la evolución?

Las verdades científicas y, por tanto, la evolución biológica, se refieren efectivamente a la realidad, no son construcciones espurias o especulaciones vacías producto de una «razón raciocinante». Pero se refieren a la realidad no porque «penetren en ella» o «la representen adecuadamente» sino «porque son ciertas partes de la realidad misma las que quedan incorporadas a las cadenas constitutivas del cuerpo científico» (Bueno, 1992-94, v.3:900). De este modo, la realidad ha de considerarse como un proceso in fieri dependiente, en muchos de sus tramos, de la propia construcción de las verdades científicas. Así, se va conformando una especie de «hiperrealidad», una realidad «ampliada» que tiene en cuenta no sólo aquello que se aparece directamente a nuestros sentidos (las apariencias, los fenómenos) sino también aquello que actúa y determina lo existente, aunque no lo percibamos: las ondas electromagnéticas o gravitatorias, las estructuras atómicas, o los procesos evolutivos biológicos{16}. Por eso la función más característica de las ciencias es esa función de constituir partes importantes de la realidad, es la construcción de una «hiperrealidad» que se va ampliando simultáneamente al progreso de esas ciencias. Si es así, las ciencias no describen o representan la realidad sino que son tramos importantes de la realidad previa existente los que entran a formar parte de las ciencias para dar lugar a una realidad nueva. Por eso, desde nuestros presupuestos, la verdad de la biología evolucionista debe entenderse como una verdad que constituye nuestra realidad presente y que constituye también nuestra propia conciencia lógica. Nuestra realidad presente no puede prescindir del teorema científico de la evolución biológica. El creacionismo es un modo claramente irracional de construir esa realidad pues la creatio ex nihilo no es más que la formulación de un principio, no ya falso, sino ininteligible. Además, nuestra conciencia lógica quedará al margen de una cantidad muy importante de fenómenos, de conceptos y de ideas si no tiene presente la biología evolucionista. Por eso, los que se oponen al evolucionismo biológico científico renuncian a contar con una parte importante de la realidad actualmente accesible, y esta renuncia es doblemente penosa cuando estos esquemas racionales se ven sustituidos por un conjunto de mitos o de ideas metafísicas.

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4.2 Argumentos para interpretar El origen como identidad sintética

Trataremos ahora de argumentar por qué El origen de las especies puede considerarse un lugar donde se formula una verdad científica. Supondremos, de acuerdo con lo dicho en los párrafos anteriores, que las verdades científicas son identidades sintéticas sistemáticas donde se entrelazan relaciones isológicas y sinalógicas. Además, como ya quedó dicho, para la construcción de una verdad científica no podremos partir de una multiplicidad de términos completamente vírgenes y desorganizados sino que será necesaria la existencia de conjuntos de términos enclasados (sin perjuicio de que esas clases se puedan luego rectificar) y organizados parcialmente de acuerdo con estructuras fenoménicas y esquemas materiales de identidad. Esto es, efectivamente, como vamos a ver, lo que hace Darwin en El origen toda vez que él no parte de un magma caótico de fenómenos sino de una serie de disciplinas en curso (tecnológicas, protocientíficas, científicas) con grados de desarrollo desigual: la geología, la biogeografía y la paleontología, la morfología y anatomía, las taxonomías, las técnicas de selección artificial y de hibridación, los análisis poblacionales, &c. La identidad sintética sistemática estará construida en la convergencia de ciertas relaciones que se van decantando a partir de estos materiales organizados en esferas, en principio, heterogéneas. Precisamente, la necesidad de considerar temas tan aparentemente alejados entre sí hizo que Darwin tuviera que ser, en la práctica, geólogo, paleontólogo, zoólogo, botánico, fisiólogo, psicólogo. Ello contribuyó a que la Academia de Ciencias de París le honrara con el calificativo de «diletante», muestra de una ligereza de juicio (¿fruto, esta vez, de cierto chauvinismo?) que se coordina bien con el innecesario retraso de la recepción del darwinismo en la patria de Lamarck. Pues bien, lo que aquellos académicos consideraron diletantismo es lo que nosotros consideraríamos más valioso al juzgar la obra de Darwin, y eso, aun teniendo en cuenta que Darwin no estuvo solo pues contó con la ayuda de prestigiosos geólogos, anatomistas, morfólogos, botánicos, ornitólogos, &c.(sobre esto diremos algo más en el apartado 4.3). En la perspectiva gnoseológica, lo que a otros pudo parecer diletantismo es para nosotros la circunstancia que posibilitó la identidad sintética sistemática, la verdad científica, del teorema de la evolución biológica.

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4.2.1. El teorema de Darwin como modelo

Desde nuestros presupuestos gnoseológicos creemos poder diagnosticar que el núcleo del teorema de la evolución biológica tiene el formato de un modelo que toma como patrón el modelo de la selección artificial, aunque sea para introducir en él importantes modificaciones. De la naturaleza de esas transformaciones tendremos ocasión de hablar en el apartado siguiente.

No ignoramos, sin embargo, que de la teoría de la evolución se deducen importantes consecuencias para las taxonomías biológicas, al poder ahora hacer una reinterpretación filogenética de unas taxonomías basadas hasta entonces en la morfología, y consideradas inmutables. En este contexto, la analogía y la homología entre partes de organismos distintos podrá ahora ser explicada en términos de la comunidad de estirpe. Otras veces la analogía será interpretada como indicio de la adaptación a medios semejantes. Tampoco nos pasa desapercibido el hecho de que la evolución biológica implica una re-definición del concepto de especie. El concepto tipológico, morfológico, deja paso al concepto evolucionista de especie: según este concepto la especie es un linaje que evoluciona con independencia de otros. Esta especie evolutiva podrá luego componerse con la especie en sentido biológico y genético, y desde ella se podrá reinterpretar el concepto morfológico de especie. Por último, no negamos que la teoría de la evolución biológica, en muchos de sus tramos, exija razonamientos o demostraciones de carácter proposicional donde se manejan, a menudo, argumentos apagógicos que, en ningún sentido, pueden considerarse meramente ornamentales, superfluos. Muchos de estos argumentos tratan de presentar al evolucionismo como una metodología que se mantiene de intento en la inmanencia de los procesos biológicos, y que se recorta polémicamente contra la oscuridad de los esquemas alternativos creacionistas. El propio Darwin, al comienzo de la «conclusión» de El origen habla de su libro como de «una larga y sola argumentación».

Sin embargo, sin perjuicio de reconocer que estos aspectos de la evolución biológica (como clasificación, como definición y como demostración) tienen una presencia importante en la obra de Darwin y en el evolucionismo posterior, nosotros creemos poder intepretar el teorema darvinista como un modelo, un modelo construido por analogía con el modelo de la selección artificial. La novedad darvinista frente al evolucionismo anterior estaría, si no nos equivocamos, en ese modelo y desde él se irradiaría la organización de esas nuevas clasificaciones, definiciones y demostraciones que, sin duda, también son partes formales del teorema de Darwin en cuanto contenidos constitutivos de su franja de verdad. El concepto de especie, por ejemplo, meramente fenomenológico en las taxonomías predarvinistas, y, en cierto sentido, anómalo en el transformismo de Lamarck o en el «evolucionismo» de Chambers, aparece como una necesidad interna del modelo evolutivo de Darwin. La reinterpretación filogenética de las taxonomías biológicas estaría también materialmente determinada por el funcionamiento y el rendimiento del modelo. Y otro tanto ocurriría con las demostraciones.

La relación entre el modelo de la selección artificial y el modelo evolutivo es, en cierto sentido, parecida a la relación entre el modelo planetario de Kepler y Newton y los primeros modelos atómicos (el átomo de Rutherford y luego el de Bohr). El modelo de Kepler tuvo una influencia conformadora sobre el modelo de Rutherford (mediando entre ambos los consiguientes ajustes y modificaciones) y del mismo modo el modelo de la selección artificial, con los cambios consabidos, habría influído sobre el modelo de la selección natural. Sólo que, en el primer caso, era un modelo ya científico el que se exportaba a otra ciencia, mientras que en el caso de la biología se estaba importando un modelo tecnológico, el de la mejora animal y vegetal. De cualquier forma, tampoco es inusual en la historia de la ciencia la importación de modelos tecnológicos: el modelo del movimiento parabólico está tomado, en mecánica, de las prácticas de balística, así como el modelo de ciertos ciclos termodinámicos resulta indisociable de las máquinas de vapor o de los motores de combustión interna.

Al hacer nuestro diagnóstico del teorema de la evolución biológica como un modelo no estamos queriendo decir que Darwin comenzara la construcción de ese teorema partiendo del modelo de la selección artificial, y no porque empezara por otra parte y llegara al modelo como conclusión, sino porque sabemos, por sus cuadernos de notas, que Darwin comenzó por varios sitios a la vez (taxonomías, cuaderno A; biogeografía y registro fósil, cuaderno B; selección artificial y selección natural, cuaderno C; problemas poblacionales, cuaderno C; materiales sobre el hombre, cuadernos M y N); incluso sabemos que el interés de Darwin por la selección artificial estuvo, en un principio, movido por el objetivo de determinar directamente las causas de la variación (objetivo que Darwin nunca llego a alcanzar), y sólo más tarde empezó Darwin a interesarse por el proceso de selección en sí mismo. Pero nosotros no pretendemos afirmar la prioridad cronológica del modelo de la selección artificial, como si en él hubiera que poner el origen del propio teorema de Darwin, sino que tratamos de argumentar a favor de su prioridad lógico-material, de su prioridad como conformador material y organizador de los términos, relaciones y operaciones del teorema. Nuestro diagnóstico del teorema de Darwin como un modelo no implica que ese modelo sea originario en el ordo inventionis sino que el formato gnoseológico del núcleo de ese teorema, una vez construido, es el de un modelo: es ese modelo el que, internamente a sus partes, hace posible explicar el origen de nuevas especies y la extinción de especies antiguas, sin la intervención directa del hombre (ni de ningún Dios creador) como agente de la selección. Ahora bien, ese modelo alcanza un nivel esencial sistemático (despegando, por tanto, de su génesis tecnológica) gracias a que en él convergen los materiales de una serie de tecnologías y disciplinas que Darwin ya encontró en curso, y de las que recopiló información pertinente en los cuadernos de notas citados. Esta convergencia, que en un primer momento parece meramente empírica, es la que pide regresar desde una multiplicidad de términos (términos materialmente diferentes y enclasados en conjuntos según criterios fenomenológicos diversos) a ciertas relaciones esenciales (sistemáticas) que son las que quedan definidas en el modelo darviniano de la descendencia con modificación: en particular, las relaciones filogenéticas y las relaciones de competencia y lucha por la supervivencia. Y estas relaciones que componen la identidad sintética del teorema incluyen tanto aspectos isológicos (la igualdad intraespecífica en donde se define la variación, los principios del actualismo y del uniformitarismo en Geología, &c.), como sinalógicos (las relaciones filogenéticas, las relaciones de lucha y competencia, los procesos reproductivos, &c.). Ahora bien, estas relaciones esenciales y, por tanto, el modelo, no podrán entenderse nunca como relaciones exentas (relaciones dadas en un plano proposicional o teórico) pues no significarían nada al margen de esos mismos términos de partida (aunque, ahora, esos términos aparezcan reorganizados según nuevas clases, y según nuevas relaciones entre clases). A continuación, muy brevemente y, desde luego, sin pretender en ningún momento ser exhaustivos en nuestra exposición, vamos a intentar referirnos a algunos de los materiales de esos cursos constructivos que convergen y piden la construcción de las relaciones sistemáticas características del modelo evolutivo tal como lo presenta Darwin en El origen.

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4.2.2. Los cursos operatorios que confluyen en el modelo evolutivo tal como aparecen en El origen.

En primer lugar, aunque pueda parecer innecesario por demasiado evidente, hay que destacar que, en tiempos de Darwin, el ámbito de lo que hoy consideramos biología es un conjunto de disciplinas muy heterogéneo que giran en torno a ciertas estructuras fenoménicas (y éstas se nos dibujan como fenoménicas, precisamente, cuando las evaluamos hoy desde el teorema de la evolución o desde la teoría celular). Un caso de estas estructuras son los sistemas de clasificación basados en la anatomía, la morfología y la fisiología comparadas. Los sistemas de clasificación de los organismos vivos existen ya de un modo meramente práctico, y por eso mismo parcial, en las culturas preestatales estudiadas por la etnología. La parcialidad de esos sistemas no debe hacernos ocultar las coincidencias de estas clasificaciones primitivas con tramos importantes de las clasificaciones aristotélica y linneana. Estas tecnologías clasificatorias de origen inmemorial se van depurando progresivamente conforme crece su radio y conforme se va incrementando la comprensión anatómica y fisiológica de los organismos, y llegan a su culminación predarvinista con los sistemas de clasificación de las plantas de Linneo y De Candolle y sus homólogos para los animales de Cuvier y Lamarck. Darwin se encuentra, por tanto, con unos sistemas de clasificación muy elaborados (y así reconoce su deuda para con Linnneo, Cuvier o Aristóteles), y con una situación en la que estos sistemas estaban llegando, en algunos puntos, a los límites de sus propias posibilidades. Un indicio de que esto es así sería la discusión confusa, arrastrada insistentemente durante todo el siglo XVIII y la primera mitad del XIX, acerca de cómo debería ser un sistema de clasificación para poder ser llamado «natural», en contraposición con los sistemas llamados «artificiales». Otro indicio claro de que esos sistemas clasificatorios empezaban a ser insuficientes eran los abundantes casos en los que resultaba poco menos que imposible distinguir entre variedades, subespecies y especies: éste era, sin duda, uno de los precontextos más claros donde «la cuestión de las especies» se dibujaba como un asunto problemático, como una anomalía interna a esas disciplinas clasificatorias. De hecho, parece ser que los problemas taxonómicos que Lamarck se encontró al tratar con los invertebrados fueron una de las razones que condujeron a este autor a sus conocidas posiciones transformistas. Las taxonomías predarvinianas, como sabemos, están basadas en la morfología, la anatomía y la fisiología comparadas. Estas disciplinas habían alcanzado un grado de desarrollo y de rigor metodológico notable en la Europa de la primera mitad del XIX, especialmente, en Inglaterra. Cada una de ellas tiene sus términos y operadores característicos. La fisiología, por ejemplo, fué separándose paulatinamente de la morfología conforme lograba aplicar procedimientos químicos y físicos al estudio de los organismos: las fístulas, el quimógrafo, la bomba mercurial y el calorímetro respiratorio son algunos de sus primeros operadores y la primera construcción, desde la química, de una sustancia orgánica fué, como es bien sabido, la síntesis de la urea por Wöhler en 1828. La morfología, por su parte, amplió su campo espectacularmente con el perfeccionamiento del microscopio (el primer microscopio acromático es de 1807) que trajo aparejado el desarrollo de las técnicas de tinción de tejidos y el invento del microtomo: Alemania fué, como se sabe, la primera potencia mundial en morfología microscópica en el XIX. La anatomía comparada de la primera mitad del XIX también muestra un progreso espectacular de la mano de autores como Cuvier, Lamarck, Etienne Geoffroy Saint-Hilaire, Meckel, von Baer, Owen, Huxley, &c.{17} No podemos, por razones de brevedad, reconstruir toda la historia de estas disciplinas pero sí, al menos, vamos a llamar la atención sobre ciertos aspectos que afectan muy directamente a nuestra argumentación. En primer lugar, destacar cómo estas especialidades tenían tradiciones relativamente independientes dado que exigían el dominio de técnicas y habilidades diferentes. En segundo lugar, es necesario darse cuenta de que todas ellas, adoptando una perspectiva comparada más o menos explícita, fueron determinando las analogías y diferencias entre organismos: de ahí surgió una primera organización muy sólida del campo biológico no sólo en el sentido que podríamos considerar más abstracto de la sistemática clasificatoria, sino en un sentido que, retrospectivamente, podemos interpretar como específicamente biológico (anatómico, fisiológico, morfológico). Esta organización era, desde luego, una discriminación de las diferencias entre grupos de organismos pero también trajo aparejada una sólida fundamentación de las analogías: analogías no sólo de forma sino también en la composición química y en las funciones fisiológicas. En esa perspectiva comparada surge el problema de las homologías y se construyen las primeras teorías acerca de este fenómeno, en particular la teoría del arquetipo de Owen. Muchas de estas analogías y homologías alimentaron la sospecha del parentesco entre grupos y, en el límite, la idea de un origen común. Estas ideas, como es bien sabido, no son de Darwin sino que son comunes a todos los evolucionistas predarvinianos. Hacía falta construir un mecanismo de descendencia que permitiera dar cuenta de la modificación de unas especies en otras y asegurara, al mismo tiempo, su relativa estabilidad. Una vez constituido ese mecanismo se podría sacar partido de ese potencial evolucionista que presentaban la anatomía, la morfología, la fisiología y las taxonomías entendidas como disciplinas descriptivas. Darwin, conocedor de este potencial, tomó sus notas sobre taxonomías en el Cuaderno A. En las argumentaciones del capítulo catorce y de la conclusión de El origen, una vez propuesto su conocido mecanismo de la selección natural, Darwin supo sacar buen rendimiento de los materiales anatómicos, morfológicos y fisiológicos, reinterpretándolos desde la perspectiva filogenética, y ajustándolos, en ocasiones minuciosamente, con su modelo de la selección natural (por ejemplo, en lo relativo a las homologías y a los órganos rudimentarios): de este modo, el modelo ensanchó considerablemente su franja de verdad. Con posterioridad a Darwin, sin negar el interés de realizar clasificaciones fenéticas, por ejemplo las de la taxonomía numérica, será necesario tener en cuenta las clasificaciones genealógicas (cladistas, evolutivas, &c.), que traerán consigo, como es bien sabido, problemas característicos.

En el citado capítulo catorce, Darwin añadió, además, materiales procedentes de otra especialidad cercana a las anteriores pero relativamente diferenciada: la embriología. Esta disciplina, aunque próxima a la anatomía y a la morfología, también contaba con su tradición específica como especialidad académica pues no se detenía en las consideraciones anatómicas sino que había creado su propio campo de operaciones estudiando las reacciones de los diferentes embriones a los cambios de luz, de temperatura, de presión, a las alteraciones mecánicas, &c. Como es bien sabido, las homologías se detectan mejor en los estados embrionarios que en los adultos hasta el punto de que, como reconocía Louis Agassiz, si no se etiqueta un embrión de un vertebrado en el momento de su obtención, luego resulta muy difícil determinar si es de un mamífero, de un ave o de un reptil. Es muy conocido el hecho de que la ley biogenética de Meckel-Serres data de 1811, mucho antes de la publicación de El origen. Pero esta circunstancia no debe inducirnos a confusión ya que dicha ley no exige, por sí misma, una posición evolucionista, incluso fué aducida en múltiples ocasiones como una prueba de la imposibilidad del evolucionismo (en el contexto de la teoría de los tipos básicos de von Baer, por ejemplo). Darwin conocía esta ley, probablemente a través de los Principios de Geología de Lyell donde aparece discutida (y descartada la interpretación evolucionista). En El origen, Darwin saca partido de los materiales embriológicos, argumentando que la semejanza de las partes homólogas de los organismos en el estado embrionario puede interpretarse como un indicio más que corrobora la verdad del modelo de descendencia con modificación por él propuesto, pues el embrión, al no estar afectado directamente por la selección natural, no ha sido modificado y es como un testigo de los estados más primitivos. Darwin no se arriesga, sin embargo, con la ley de Meckel-Serres; será Haeckel el que dará ese paso con su sugerente y errónea teoría de la recapitulación. Esa doctrina de la recapitulación probablemente actuó como un importante motor de la investigación embriológica pero, en todo caso, en la década de los ochenta habían quedado ya discutidas minuciosamente muchas de sus limitaciones.

Desde nuestra interpretación según la cual la verdad del teorema de Darwin reside en la trama de relaciones entre diferentes cursos constructivos, nos atendremos ahora a otro grupo de disciplinas cuyos materiales están recogidos en el llamado Cuaderno B y en los capítulos décimo al décimotercero de El origen. Estas materias son, de una parte, la geología y la paleontología, y de otra, la biogeografía. La proximidad que guardan entre sí estas disciplinas era ya evidente en tiempos de Darwin, que había estudiado con detenimiento los Principios de Lyell y había tenido ocasión de contrastarlos con los materiales de origen americano recogidos en la expedición del Beagle. Sin embargo, estas disciplinas tenían una tradición y unos orígenes independientes entre sí y, desde luego, diferentes de esas otras que hemos considerado en primer lugar. Por ejemplo, los orígenes tecnológicos del campo de la geología científica deben ser rastreados en las tecnologías de prospección y explotación minera que, a su vez, están estrechamente relacionadas con las tecnologías de la metalurgia. En este contexto, la existencia de los fósiles aparece ya mencionada en Jenófanes y Herodoto. Los fósiles habían recibido todo tipo de interpretaciones. Considerados «juegos de la naturaleza» por Plinio, fueron interpretados en ocasiones como productos errados de la generación espontánea e incluso, desde posiciones platónicas y neoplatónicas, se llegó a creer que eran plasmaciones de las Ideas en las rocas. Ahora bien, el estudio de los fósiles se incrementó notablemente en las últimas décadas del siglo XVIII y principios del XIX dando lugar a trabajos sistemáticos. Cuvier, por ejemplo, clasificará materiales correspondientes a vertebrados extintos, y lo mismo hará Lamarck con las conchas marinas. La asociación de tipos de fósiles con tipos de estratos geológicos explicaría el interés práctico de los primeros como indicios para la determinación del tiempo geológico (relativo). Los trabajos estratigráficos de William Smith fueron, en este extremo, de la máxima importancia. La primera estimación de la edad de la Tierra hecha desde un racionalismo ajeno a la religión no fué, sin embargo, geológica: fué Buffon quien, en su Introducción a la historia de los minerales de 1774, dió un valor de al menos ciento ochenta mil años (aunque él se inclinaba por un cifra superior de aproximadamente medio millón de años), valor que hoy nos parece ridículo pero que, en todo caso, se alejaba ya escandalosamente del cálculo que hiciera el arzobispo Usher a comienzos del siglo XVII a partir del relato bíblico. Las estimaciones de Buffon estaban basadas en datos físicos derivados del estudio de los tiempos de enfriamiento de diferentes sustancias. En este momento histórico el enfoque físico (más o menos científico pero, en todo caso, claramente racionalista) contribuyó a hacer viable un pensamiento evolutivo o transformacionista, al contrario de lo que ocurriría en 1865 cuando las estimaciones de lord Kelvin, con su error necesario por el desconocimiento de la radiactividad natural, fueron utilizadas como argumentos en contra de Darwin.

No podemos aquí ni siquiera hacer un repaso sumario de las contribuciones de autores tan importantes en la historia de la geología como Burnet, Steno, Werner o Hutton, de las polémicas entre vulcanistas y neptunistas o entre los partidarios de un tiempo geológico cíclico o lineal. Sí vamos a decir dos palabras sobre Lyell y sus Principios de geología pues la influencia de Lyell sobre Darwin, y de esta obra sobre El origen de las especies, es inmediata y explícita, y es una referencia obligada que de ningún modo podría estar ausente en nuestro análisis. Prácticamente todo el mundo admite que los Principios de Lyell son una parte muy importante, si no la fundamental, del contexto previo a partir del cual Darwin elabora su modelo de la transmutación de las especies. Darwin mismo nos narra cómo la metodología de Lyell fué su guía a la hora de estudiar la geología de América del Sur. Siendo así, era obligado que Darwin se interesase por los procesos de elevación y hundimiento del terreno, y el análisis de esos procesos traía aparejado, de acuerdo con el propio modo de proceder de los Principios, el estudio de la distribución biogeográfica, tanto de los organismos vivos como de los fósiles. Desde luego, antes de Lyell y de Darwin, la biogeografía era ya, indudablemente, una disciplina en marcha. Los conocimientos biogeográficos, existentes a un nivel tecnológico desde tiempo inmemorial, habían recibido un importante impulso, por su valor estratégico, en la época en la que el capitalismo colonialista alcanzó una escala planetaria. Estos conocimientos, en principio ordenados de forma enciclopédica, empezaron a generar ciertas regularidades (que nosotros podemos calificar gnoseológicamente como estructuras fenoménicas con sus identidades esquemáticas) en la segunda mitad del siglo XVIII. Así se establecieron nexos entre los tipos de fauna y flora y la altura, se trazaron mapas donde se apreciaba de un modo gradual el reemplazo de unos organismos por otros, se determinaron relaciones entre la flora y la fauna, especialmente en islas y archipiélagos tanto oceánicos como cercanos al continente, &c. En la obra de Lyell es explícito el interés de los análisis biogeográficos para la propia geología y paleontología, puesto que el uniformitarismo y el actualismo de los Principios exigía interpretar los estratos geológicos y el registro fósil como un resultado de procesos similares a los que se pueden contemplar en el presente. En la primera mitad del siglo XIX el registro fósil era muy incompleto, como Darwin se encargó de resaltar en el capítulo diez de El origen, pero era ya suficiente como para poder empezar a plantear problemas biogeográficos también a propósito de organismos extintos. Y, para alguien que se situaba en las coordenadas metodológicas de Lyell, lo mismo que para nosotros hoy, la distribución geográfica y estratigráfica de los organismos en el registro fósil debía ser explicada con las mismas leyes que rigen los estudios neontológicos. En los Principios queda ya muy claro que la distribución de los organismos vegetales y animales está determinada, en buena medida, por las condiciones de la superficie en cada momento de la historia geológica (la temperatura, la altura, la humedad, el tipo de suelo, y el resto de organismos). Si esto es así, los cambios en las condiciones de la superficie traerán aparejados cambios en las especies animales y vegetales y en su distribución geográfica. Por eso Lyell admitía que algunas especies, en la lucha por la supervivencia, podían llegar a extinguirse pero, a renglón seguido, suspendía el juicio acerca de cómo surgían las especies nuevas. Esta prudencia respecto al tema del surgimiento de nuevas especies, al margen de que estuviera o no determinada por motivos religiosos, era justificable desde una argumentación consistente con el actualismo: nunca se había observado la aparición de una nueva especie y, según Lyell, era muy posible que nunca se llegara a observar, dado lo infrecuente del proceso cuando se consideraba en relación con las magnitudes del tiempo geológico, de modo que el asunto debía permanecer abierto (aunque, para Lyell, ese «permanecer abierto» era, en la práctica, afirmar la creación independiente). Como se puede apreciar también en este contexto geológico y biogeográfico la «cuestión de las especies» aparecía como una anomalía pendiente de resolución. Quizás por eso, a la hora de discutir la deuda de Darwin para con Lyell, Toulmin y Goodfield, en su famosa obra El descubrimiento del tiempo (Toulmin y Goodfield, 1965:198), consideran que puesto que ya Lyell había descubierto que la guerra entre los organismos podía destruir especies, el genio de Darwin habría consistido en darse cuenta de que también podía crearlas. Pero, sin entrar ahora a discutir si ésta fué o no una de las vías de razonamiento seguidas por Darwin en el ordo inventionis de sus hipótesis, creemos que la genialidad y la importancia histórica del teorema constituído en El origen no está en ese lugar puntual, concretísimo, sino en el ajuste de los múltiples cursos constructivos en una trama que es la que da solidez al modelo de la evolución biológica, tal como estamos intentando argumentar aquí. Por otra parte, tampoco se trata de acercar esas dos grandes figuras (Lyell y Darwin) hasta el punto de olvidar diferencias obvias entre sus posiciones: no hay que perder de vista que para Lyell el registro fósil no debe entenderse de forma progresiva sino en términos de un principio de equilibrio dinámico entre lo que se crea y lo que se destruye. Efectivamente, todavía en 1851, en una reunión de la Sociedad Geológica de la que era presidente, Lyell continuaba defendiendo una interpretación del registro fósil que de ningún modo podría ser considerada «evolutiva» (lo que le valió una dura réplica de Owen{18}). La interpretación de Lyell en esa ocasión no consideraba para nada esquemas de tipo arborescente con ramificaciones y divergencias, siendo, sin embargo, esos esquemas tan característicos del modelo darvinista. Como es bien sabido, el proceso que condujo a Lyell a abandonar la hipótesis de la creación independiente de las especies para sustituirla por una perspectiva evolutiva fué lento y no culminaría hasta el año 1865. Precisamente los numerosos materiales de los estudios biogeográficos que se incorporaron rápidamente al modelo evolutivo resultaron el argumento que más pesó a la hora de producirse este cambio de perspectiva. Y es que los descubrimientos biogeográficos fueron, ya desde los primeros momentos de la formulación del modelo darvinista, uno de los lugares donde éste se mostró más fértil y donde siempre encontró una base sólida. Las semejanzas y diferencias entre especies (independientemente de que fueran extintas o actuales), interpretadas en combinación con su distribución geográfica y temporal, podían hacerse encajar con el supuesto de una ascendencia común. La rápida aclimatación de algunas plantas traídas desde las colonias a Europa y llevadas desde Europa a países lejanos, y el modo como estas plantas importadas ocupaban nuevos nichos ecológicos e incluso desplazaban a otras autóctonas, era un argumento muy potente contra la hipótesis de la creación independiente que pone a cada organismo, de un modo providente, en su lugar óptimo (y hasta el propio Lyell fué consciente de esta dificultad). Contra ese mismo creacionismo irenista también se alzaba la evidencia de aquellas situaciones en las que dos regiones con las mismas características físicas (por ejemplo, dos islas) aparecían habitadas por especies endémicas diferentes. Sin embargo, esos procesos y estas situaciones encajaban con toda facilidad en el modelo evolutivo, como Darwin se encargó de destacar y explicar en El origen.

Los materiales de las disciplinas consideradas por nosotros hasta este momento (anatomía, fisiología, morfología, embriología, geología, paleontología, biogeografía) ya son suficientes como para poder empezar a percibir esas convergencias, confluencias y rectificaciones a través de las cuales, según nuestros presupuestos, se construye materialmente la trama de toda verdad científica. Darwin mismo destacó con suma claridad estos lugares de encaje, de isología, y de rectificación. Como mera ilustración, sin pretender recorrerlos todos, baste destacar algunos de los más sobresalientes. Todos los organismos conocidos, tanto actuales como extintos, pertenecen a un número reducido de grandes clases. Esas afinidades, desde el punto de vista de la taxonomía fijista eran fenómenos y serán precisamente estos fenómenos los que queden ahora causalmente interpretados en términos filogenéticos (que incluyen identidades isológicas y sinalógicas). Los fósiles de formaciones geológicas consecutivas presentan más afinidad entre sí que con terceros, y los de formaciones geológicas intermedias presentan rasgos intermedios. Estos fenómenos se explican suponiendo que hay descendencia con variación y selección natural. También, desde la teoría de la descendencia con modificación, se pueden explicar las afinidades entre ciertos organismos actuales y otros fósiles, y se pueden ligar estas afinidades con procesos biogeográficos. La selección exige, a su vez, la extinción de muchas especies, esa extinción que encajaba con dificultad en la teoría de Lamarck, dado que para el francés los organismos se van adaptando al medio según lo requieren. La extinción resultaba ya necesaria desde las estructuras fenoménicas de la paleontología preevolucionista y queda perfectamente incorporada como una pieza clave del modelo de Darwin. En el límite, si un grupo desaparece completamente, no podrá volver a aparecer al haberse roto la cadena de las relaciones sinalógicas que une una generación con la siguiente. Por su parte, la variación y la divergencia se refieren a un conjunto de fenómenos construido tanto desde la paleontología como desde la biogeografía (y lo será también desde la mejora animal), si es que tanto en un contexto como en otro se construyen estructuras que revelan la sustitución progresiva de unos organismos por otros. El fenómeno de la variación también es un fenómeno taxonómico: Darwin lo discute como tal, de un modo detenido, en el capítulo segundo de El origen.

En cuanto a las rectificaciones exigidas por la identidad sintética sistemática, quizás merezca la pena mencionar la necesidad de descartar la idea de unos organismos diseñados y adaptados de un modo perfecto (reflejo de la perfección de su creador), para ir sustituyéndola por la idea de una adaptación relativa a las condiciones de vida, una adaptación que puede estar por debajo del óptimo e incluso puede ser compatible con las situaciones llamadas de hipertelia; en suma, la rectificación del esquema armonista de Paley. Todos estos nudos de la trama del modelo darvinista, y otros más que se podrían mencionar, están discutidos con detalle en El origen y son sobradamente conocidos por todos.

Pero para intentar reconstruir la confluencia de materiales que hacen del modelo de la evolución de Darwin una identidad sintética sistemática, nos falta referirnos a otros dos cursos operatorios alejados, en apariencia, de las disciplinas biológicas académicas de la primera mitad del siglo XIX. Los materiales referentes al primero de estos cursos constructivos están recogidos en el Cuaderno C de Darwin y en el capítulo primero de El origen: nos referimos a las técnicas de selección artificial (Darwin escribiría, además, en 1868 una obra monográfica sobre este tema, Las variaciones de animales y plantas en estado de domesticación). Estas técnicas de mejora animal y vegetal habían dado lugar a una serie de estudios de carácter práctico que, para utilizar la propia expresión de Darwin, habían sido «muy comúnmente descuidados por los naturalistas»{19} a pesar de que, si se acepta el teorema de la evolución, «aumentará[n] inmensamente de valor»{20}. Los materiales darvinianos sobre selección artificial incluyen referencias a dos opúsculos sobre el tema: uno de ellos de John Sebright, de 1809, (The Art of Improving the Breeds of Domestic Animals, in a Letter Addresed to the Right Hon. Sir Joseph Banks), y otro de John Wilkinson, de 1820 (Remarks on the Improvement of Cattle, etc., in a Lettter to Sir John Saunders Sebright). Darwin se interesó por el estudio de los procesos de hibridación en un intento de determinar los agentes causantes de las variaciones de los organismos, agentes que habrían de explicar la descendencia con modificación. Darwin, sin embargo, nunca llegó a dar cuenta adecuadamente de cuáles eran las causas de las variaciones (sobre su apoyo a la teoría de la pangénesis diremos alguna cosa más adelante), lo cual es un indicio de que la perspectiva del ordo inventionis frecuentemente no conduce donde inicialmente se pretende (y, consiguientemente, que la historia de la ciencia no puede reducirse a la recuperación de esta perspectiva si es que resulta obligada la reconstrucción gnoseológica de las verdades científicas y no su mera suposición). Siendo así, no es de extrañar que el capítulo quinto de El origen («Sobre las leyes de la variación») tenga el formato de una rapsodia de fenómenos agrupados de un modo meramente tentativo. Sin embargo, el interés original de Darwin por los procesos de hibridación le condujo al estudio de la selección artificial. Los orígenes de las técnicas de selección artificial a propósito de ovejas, bueyes, caballos, perros, palomas, gallos, gallinas y plantas son, en algunos casos, muy remotos, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que estas técnicas gozaban de muy buena salud en la Inglaterra decimonónica. Darwin se interesó muy especialmente por la cría de palomas, quizás por razones de tradición familiar pero, fundamentalmente, porque en este caso existían pocas dudas de que todas las razas domésticas tuvieran idéntica procedencia. Nos interesa mucho resaltar en este momento la circunstancia de que, antes de que la verdad del modelo de la evolución biológica estuviera constituída, las técnicas de mejora animal y vegetal eran cultivadas por ganaderos, agricultores, jardineros, cazadores, coleccionistas o sportmen más o menos ociosos, y estaban muy alejadas de esas otras disciplinas a las que hemos hecho ya referencia (las contenidas en los Cuadernos A y B de Darwin). Y nos interesa destacar esta lejanía (en cuanto a su origen y a su tradición) y esta independencia para insistir en el carácter constructivo del teorema de Darwin, carácter constructivo que supone la confluencia y el ajuste de materiales pues, precisamente, desde nuestros presupuestos, es en esa confluencia y ajuste donde radica su verdad y, seguramente también, su mayor mérito.

A nosotros nos parece que estos fenómenos acerca de la cría y mejora, y las consiguientes reglas tecnológicas, prácticas, construidas en este contexto, tienen una importancia indudable en la constitución del teorema de Darwin, si es que este teorema se configura fundamentalmente como un modelo, como el modelo de la selección natural. La mejora animal y vegetal es el contexto donde la fecundación, mediada por la selección, se constituye como auténtica operación gnoseológica cuyos resultados generan términos nuevos. Estas operaciones de fecundación selectiva estaban determinadas, en cada caso, por los intereses prácticos de los criadores (gallinas que pongan más huevos, gallos más fieros en las peleas, caballos más veloces, &c.) pero, por analogía, podría considerarse la situación en la que la selección fuera un resultado no proyectado de antemano, un resultado de fuerzas que actuaran de un modo espontáneo, no mediado por el hombre. Darwin habría tenido presente, sin duda, el importante papel que su profesor y amigo Herschel concedía a la analogía en el proceso de elaboración de las verdades científicas. Analizada desde el materialismo gnoseológico, esa analogía entre la selección artificial y la selección natural permitiría interpetar el modelo de la evolución biológica como una variante del verum est factum. Sólo que nosotros no interpretaríamos el verum de la evolución como el conocimiento (por participación) de una realidad diseñada por un demiurgo, sino como la construcción de una realidad, construcción que resulta posible, entre otras cosas, porque tiene rasgos comunes con el factum tecnológico de la selección artificial. La crítica a la expresión «selección natural» por su formato antropomorfo (al considerar que la naturaleza es un agente que selecciona) es muy temprana. El mismo Wallace propuso a Darwin que sustituyera esa expresión por la fórmula spenceriana «supervivencia del más apto». En cualquier caso, Darwin dejó muy claro en múltiples lugares de El origen que esa selección natural no era efectuada por ningún sujeto (como en el caso de la selección artificial), sino que era un resultado de la lucha por la existencia. Ese resultado, en muchas ocasiones, era consecuencia de procesos subóptimos, contingentes, oportunistas. Y, siendo así, Darwin no veía mayor inconveniente en usar esa fórmula tan pregnante, aunque reconocía su carácter metafórico; pero también los físicos hacían uso de fórmulas metafóricas, por ejemplo, cuando hablaban de la «atracción».

Llega el momento de referirse a los materiales del Cuaderno D de Darwin, el cuaderno de notas dedicado a los problemas de las poblaciones. Nuevamente apreciamos el carácter constructivo, sintético, del teorema de Darwin, ese carácter que exige la convergencia de materiales tomados de contextos muy diversos. Como es bien sabido, Darwin, leyendo el Primer ensayo sobre la población de Malthus de 1798, tiene conocimiento de la «ley de Malthus» que describe el crecimiento de la población humana como una progresión geométrica, frente al crecimiento de los recursos alimentarios según una progresión aritmética. De esta ley, deductiva y cuantitativa, paradigma para Darwin de cientificidad, se sigue la lucha por la existencia y la necesidad de que muchos de los hombres que llegan a nacer encuentren enseguida la muerte. Se ha discutido mucho sobre la importancia biográfica del episodio «lectura de Malthus» en el proceso que condujo a Darwin a la elaboración de su teorema. Desde nuestros presupuestos, para ponderar la importancia de este episodio en relación con otros descubrimientos implícitos en el teorema darviniano habría que diferenciar la perspectiva biográfica de la perspectiva lógico material. Desde un punto de vista biográfico, ateniéndose a los cuadernos de notas de Darwin, parece que no hay razones para interpretar como un ¡eureka! el hallazgo de las leyes de Malthus. Darwin da tan sólo una descripción breve, a la que no acompaña ningún signo de exclamación (cuando Darwin utilizaba hasta tres de estos signos en otros contextos en los que él consideraba haber descubierto algo importante), y esta impresión de no conceder demasiada importancia a Malthus en ese momento se ve confirmada por el hecho de que al día siguiente del hallazgo continuara con otros trabajos no relacionados con él (pues en el cuaderno de notas aparecen, al día siguiente, notas sobre la curiosidad sexual del chimpancé). Pero, lo que más nos interesa aquí es el análisis desde la perspectiva lógico material. En este contexto, el episodio de la «lectura de Malthus» no es sino otro de esos múltiples cursos operatorios que Darwin logra ajustar y hacer confluir en su modelo. Que esa pieza sea o no la última que se ajusta puede tener importancia desde una perspectiva subjetiva, pero resulta menos importante desde la perspectiva de la estructura esencial, gnoseológica, del teorema que se ha construído.

En cualquier caso, la idea de «lucha por la supervivencia» aplicada a poblaciones no humanas juega un papel muy importante a la hora de trasladar el modelo de la selección artifical a la naturaleza pues el papel del criador será jugado ahora por esa lucha entre organismos, lucha que se genera, en gran medida, por el exceso de población. Al final del capítulo cuarto de El origen, Darwin hace un resumen del modelo de la selección natural. Lo reproducimos íntegramente porque su brevedad y concisión hacen que carezca de sentido ofrecer una paráfrasis: «Si en condiciones cambiantes de vida los seres orgánicos presentan diferencias individuales en casi todas las partes de su estructura, y esto es innegable; si, debido a su progresión geométrica, hay una rigurosa lucha por la vida en alguna edad, estación o año, y esto, ciertamente, es innnegable también; entonces, considerando la complejidad infinita de las relaciones de los seres orgánicos entre sí y con sus condiciones de vida, que hacen que sea ventajosa para ellos una infinita diversidad de estructura, constitución y costumbres, sería el hecho más extraordinario que nunca hubieran tenido lugar variaciones útiles para la prosperidad de cada ser, del mismo modo que se han presentado tantas variaciones útiles al hombre. Pero si las variaciones útiles a un ser orgánico ocurren alguna vez, los individuos caracterizados de este modo tendrán seguramente las mayores probabilidades de conservarse en la lucha por la vida y, por el poderoso principio de la herencia, estos tenderán a producir descendientes con caracteres semejantes. A este principio de conservación o supervivencia de los más adecuados lo he llamado selección natural. Este principio conduce al perfeccionamiento de cada ser en relación con sus condiciones de vida orgánica e inorgánica, y, por consiguiente, en la mayoría de los casos, a lo que puede ser considerado como un progreso en la organización. Sin embargo, las formas inferiores y sencillas persistirán mucho tiempo si están bien adecuadas a sus sencillas condiciones de vida». Y, después de este párrafo, añade Darwin una explicación del modo cómo la extinción (que nos muestra la geología), la divergencia de caracteres (descrita por la biogeografía), y las afinidades entre grupos (conocidas por la taxonomía y la sistemática), pueden explicarse coherentemente desde su modelo de la selección natural. El texto citado tiene el formato de una inferencia, formato que se ajusta muy bien a la concepción que Darwin tenía acerca de la ciencia, si es que esa concepción era, como nosotros suponemos, una variedad del adecuacionismo (sobre este asunto añadiremos alguna cosa más en nuestro apartado 4.2.3). Sin embargo, desde la interpretación que nosotros estamos ensayando, podría verse en este texto uno de esos momentos en los que se hace explícito el ajuste de los diferentes materiales (los diferentes esquemas de identidad) que confluyen en el teorema-modelo de Darwin.

Consideremos, por otra parte, otro asunto tratado por Darwin en El origen: el tema del instinto, abordado en el capítulo octavo. El propio autor reconoce que el análisis de los instintos de los animales está todavía muy poco desarrollado pero trata de ajustar algunos fenómenos aparentemente ininteligibles con su modelo de la supervivencia de los más aptos. El instinto podrá sufrir variaciones, como cualquier otro aspecto del organismo, y no hay nada de contradictorio en pensar que, de esas variaciones, puedan seleccionarse aquellas que sean importantes para la supervivencia del animal. Y así tenemos otro curso constructivo convergente que, si bien no está dotado de la fuerza de los materiales biogeográficos o paleontológicos, sí permite ajustar con el modelo evolutivo unos fenómenos que resultarían ininteligibles desde otras perspectivas (por ejemplo, desde el creacionismo).

Que, desde un punto de vista gnoseológico, haya que considerar el teorema de Darwin como un modelo (el modelo de la selección natural) no implica que su verdad se sostenga solamente sobre los materiales de la mejora animal y vegetal. Su verdad radica en la confluencia de todos esos materiales heterogéneos a los que nos venimos refiriendo. Si nos atuviéramos solamente a la selección artificial, el modelo darvinista presentaría importantes problemas. Uno de estos problemas, denunciado ya tempranamente por Fleeming Jenkin en 1867, podría resumirse de este modo: las operaciones de la selección artificial chocaban con unos límites irrebasables, ya que resultaba imposible crear especies distintas nuevas (hoy en día, se han llegado a crear especies nuevas de drosophila en el laboratorio por procedimientos de selección artificial severa). Por tanto, los conocimientos de mejora animal y vegetal probaban, precisamente, que habría límites que no se podrían sobrepasar en la modificación de los organismos. Darwin no pudo hacer frente directamente a esta crítica y, por eso, admitió que esta imposibilidad de crear especies nuevas (definibles por la inviabilidad de sus cruces) era, de momento, un hecho empírico, y prefirió hacerse fuerte en otros frentes (geología, paleontología, biogeografía, &c.). Así, Darwin volvió a insistir en el carácter convergente de los argumentos que sostenían su teorema. Es en este ajuste entre los diversos cursos materiales considerados donde reside la objetividad del teorema donde se aprecia su carácter de construcción cerrada. Por ejemplo, quizás se pudiera considerar un modelo de evolución en que haya una variación de caracteres discontinua que no vaya seguida de selección natural, de modo que los organismos no muestren adaptación alguna al medio (en la línea propuesta por Eimer y Bateson). Sin embargo, la coincidencia en varias especies de mecanismos de adaptación análogos (como, por ejemplo, puede ser el mimetismo) resulta inexplicable desde el supuesto de la evolución no adaptativa, mientras que es perfectamente posible desde el modelo evolutivo de la selección natural.

Quizás sí resulte conveniente recordar que, desde nuestra interpretación, esta confluencia de fenómenos y de cursos operatorios no debe entenderse como una síntesis exclusivamente proposicional, argumentativa, silogística o conjuntista, ni como una mera convergencia de inducciones (como probablemente la entendía Darwin, siguiendo a Whewell), sino como una construcción material que incluye los fenómenos mismos a los que nos venimos refiriendo considerados como partes imprescindibles constitutivas del teorema. Si es así, nuestra interpretación está muy alejada del estructuralismo adecuacionista que presentaba las disciplinas evolutivas como aplicaciones de la teoría evolutiva. El concepto de aplicación parece sugerir una perspectiva descendente según la cual la teoría se construye previamente y luego se aplica a contextos diferentes e independientes como, por ejemplo, la mecánica de Newton cuando se aplica tanto al control de la trayectoria de un ingenio espacial como al análisis de las fuerzas que actúan sobre un automóvil en marcha. Pero, para el materialismo gnoseológico, la verdad del modelo evolutivo es posible, precisamente, por la confluencia y el ajuste de ciertos aspectos de esos cursos constructivos heterogéneos que venimos considerando: taxonomías, morfología, fisiología, paleontología, geología, biogeografía, análisis de poblaciones, mejora animal y vegetal. Esta confluencia y ajuste no es un proceso que se mueva en una esfera formal, proposicional, sino que es un proceso que se efectúa con los propios materiales (con los objetos, con las operaciones quirúrgicas efectuadas con esos cuerpos, gracias a las relaciones materiales que se van estableciendo entre ellos, &c.) a pesar de su naturaleza, en principio, tan heterogénea. Esa verdad del modelo, esa identidad sintética sistemática, exige progresar constantemente hacia los fenómenos tratados y hacia otros fenómenos nuevos que se van dibujando gracias, precisamente, al modelo construido: nuevos fenómenos taxonómicos, biogeográficos, paleontológicos, &c. Y ello sin contar con que la franja de verdad del modelo se pueda ensanchar para, con los ajustes convenientes, dar cuenta de nuevos cursos constructivos auténticamente imprevistos: citológicos, bioquímicos, etológicos (nos referiremos a este asunto cuando hablemos del modelo evolutivo después de Darwin). En todo caso, el teorema deberá tener una franja de fenómenos finita, no podrá extenderse indefinidamente a la omnitudo rerum. El doble circuito que va desde los materiales (construidos y definidos por las operaciones y las relaciones) a los componentes esenciales del teorema para progresar nuevamente desde estos hacia nuevos fenómenos y nuevos materiales, y el carácter finito, limitado, de los materiales incluidos en el teorema, caracterizan las construcciones científicas frente a las teorías teológicas y metafísicas. Esta dialéctica fenómenos/esencias puede observarse con claridad a propósito del teorema de Darwin. También es una constante en el proceder de Darwin restringir su teorema a las especies existentes y extintas, y dejar fuera problemas más generales como el origen de la vida o la evolución futura. Resulta chocante, entonces, que Popper clasifique el teorema de Darwin al lado de las teorías metafísicas. Precisamente en el género de la metafísica y de la teología el doble circuito esencias/fenómenos o no existe o está mal construido. Resulta también chocante que Popper no se dé cuenta de las diferencias de radio que hay entre la obra de Darwin y las de Chambers o Spencer.

Siendo así las cosas, si la verdad del teorema de Darwin radica en la confluencia y el ajuste de todos estos cursos constructivos y exige aclarar los contextos materiales que posibilitan ese ajuste, estamos ahora en condiciones de entender aquello que el enfoque sociológico no podía más que dar por supuesto, a saber: las razones que nos exigen descartar las obras de Patrick Matthew y William Charles Wells como los lugares donde se formula el teorema de la evolución. El teorema está en estas obras presentado de un modo oscuro, imperfecto, muy incompleto, mezclado con contextos impertinentes hasta el punto de que pasa inadvertido: se trataría, como ya hemos dicho, de un descubrimiento material. Todo lo contrario de la discusión pormenorizada, completa (para la época), explícita, sistemática, «clara y distinta» que aparece en El origen, características de un descubrimiento formal. Desde perspectivas descripcionistas o adecuacionistas, sin embargo, habría que seguir reivindicándo a Matthew o a Wells como los autores del descubrimiento de la evolución biológica; no así desde nuestros presupuestos, pues de ningún modo se puede decir que esos autores construyeran identidad sintética alguna. Y si esto es así, también habría que sacar conclusiones gnoseológicas sobre las diferencias entre la obra de Darwin y la de Wallace; esta última, aunque explícita y acertada (olvidándose ahora, por un momento, de sus nexos con el espiritismo de Wallace) no deja de ser meramente programática si se la compara con El origen. Pero, hablando en términos históricos, el programa para la construcción de una identidad sintética no es lo mismo que la identidad sintética sistemática ya constituida.

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4.2.3. Sobre la diferencia entre la concepción del teorema de la evolución tal como se le podía aparecer a Darwin y la interpretación propuesta desde la teoría del cierre categorial.

Vamos a referirnos ahora a la diferencia entre la autoconcepción gnoseológica que tenía Darwin de su propio teorema y la interpretación que estamos intentando esbozar desde la teoría del cierre categorial. El asunto merece un comentario, por breve que sea, porque hay coincidencias aparentes entre ambas que encubren importantes diferencias. Es bien sabido que, en lo relativo a sus ideas sobre la ciencia, Darwin estuvo influenciado directamente por el filósofo y teólogo William Whewell a quien conoció en Cambridge, y cuya amistad siguió cultivando intensamente durante su estancia en Londres posterior al viaje del Beagle. No podemos referirnos ahora a la interesante biografía intelectual de Whewell ni a sus relaciones con Darwin (su oposición frontal al darvinismo le llevó al extremo de prohibir que la biblioteca del Colegio de la Trinidad de Cambridge, bajo su dirección, incluyera un ejemplar de El origen). Lo que sí nos interesa resaltar aquí es su teoría de las ciencias inductivas en la que se define la verdad científica como el resultado de una convergencia de inducciones independientes acompañada de una vera causa (Whewell, 1840). Así como en un juicio las diferentes pruebas convergen en el veredicto de culpabilidad, el científico de la naturaleza va buscando pruebas inductivas que converjan en una determinada verdad, en una vera causa. Esta vera causa se construye deductivamente y podrá ser considerada verdadera cuando confluyan en ella un conjunto de inducciones independientes. Michael Ruse argumenta que Darwin conocía estas ideas de Whewell y estaba de acuerdo incondicionalmente con ellas, de modo que El origen no sería más que «un ejemplo escolar de convergencia» (Ruse, 1875, 1979 y 1986). Según Ruse, la teoría de la evolución tendría la estructura de un abanico de subdisciplinas girando en torno al eje de la selección natural (Ruse, 1979:250-51). Desde estos presupuestos, la interpretación histórica que Ruse hace de Darwin pretende reexponer a Darwin desde el propio Darwin, presentando El origen como una aplicación, al caso de la evolución biológica, de la concepción que tenía Darwin acerca de la ciencia. Así se evita Ruse la molestia de tener que tomar partido por una idea de ciencia determinada y parece poder mantenerse en la inmanencia del siglo XIX, como un historiador «neutral». En realidad lo que ocurre es que la idea de ciencia del propio Ruse está muy cercana, en algunos momentos, a la de Whewell, y quizás más cercana aún a la de Darwin.

Vaya por delante que a nosotros nos parece muy plausible la influencia de Whewell sobre Darwin en los asuntos tocantes a la filosofía de la ciencia, y tampoco tenemos inconveniente en reconocer que esta influencia se aprecia, en el ejercicio, en el modo como están dispuestas las partes de la obra de Darwin que venimos comentando. Seríamos, sin embargo, algo más cautos en lo tocante a la cuestión de si muchas de las discusiones características del idealismo kantiano presentes en la filosofía de Whewell pueden reconocerse también, en la misma medida, en la obra de Darwin. Decimos esto porque es evidente que Darwin no tenía los intereses ni la formación filosófica de Whewell (y esto probablemente fué para él una ventaja si es que contribuyó a alejarle de posiciones idealistas). Su interés por la filosofía de la ciencia era más inmediato: conocer los métodos a seguir para construir una teoría verdaderamente científica, y las características que debería tener esa teoría para que fuese reconocida (por científicos y filósofos) como científica, para que se pareciera lo más posible, por su formato, a la mecánica newtoniana. Resulta difícil imaginar a Darwin discutiendo cuestiones puramente filosóficas de la obra kantiana y whewelliana, como la distinción entre conceptos e ideas, o entre verdades necesarias y verdades empíricas, o intentando dilucidar la relación entre la forma y la materia de las leyes fundamentales de la naturaleza. Esta distancia entre Darwin y Whewell estaría determinada también por la influencia sobre Darwin de la filosofía de la ciencia de John Herschel, con su insistencia en la importancia para la ciencia de la analogía y de las verificaciones empíricas. Así pues, creemos poder concluir que la autoconcepción que Darwin tiene de su tarea puede ser calificada sin tergiversación como un realismo adecuacionista: la realidad está dada de una vez por todas y el científico elabora teoremas que se adecuan, en mayor o menor medida, con esa realidad. Ese adecuacionismo yuxtapone esquemas teoreticistas y descripcionistas: escora hacia el teoreticismo cuando encarece la importancia de progresar desde las hipótesis hacia la experiencia, y se inclina hacia el descripcionismo cuando insiste en la importancia decisiva de la convergencia de inducciones como la mejor garantía de la verdad de una ley científica. Por ejemplo, dice Darwin en su obra de 1868, La variación de animales y plantas bajo domesticación: «Ahora esta hipótesis [la hipótesis de la selección natural] puede verificarse (y ésta me parece que es la única manera justa y legítima de considerar toda la cuestión) comprobando si explica varias clases grandes e independientes de hechos; tales como la sucesión geológica de los seres orgánicos, su distribución en épocas pasadas y actuales, y sus afinidades mutuas y sus homologías. Si el principio de la selección natural explica realmente estos y otros grandes grupos de hechos, debería ser aceptado» (Darwin, 1868, v.l:657; subrayado nuestro).

Ahora bien, no hay que olvidar que las autoconcepciones que los científicos ofrecen de su trabajo no tienen por qué ajustarse a su proceder efectivo, aunque puedan cumplir y cumplan una función metodológica (como guías de la investigación, como organizadoras de metas en la perspectiva emic, incluso como motores de la voluntad de los científicos). La creencia de estar descubriendo la organización de la naturaleza dada por el Sumo Hacedor, antes que una cortapisa, fue para Linneo un objetivo que le animó en la gigantesca tarea del Systema Naturae, y resulta prácticamente imposible analizar la historia que condujo a Kepler a la construcción de sus famosas leyes sin referirse a las concepciones teológicas del Mysterium cosmographicum. Naturalmente, sería necio negar la necesidad de referirse a la perspectiva emic a la hora de reconstruir un episodio de la historia de la ciencia. Ahora bien, esa perspectiva emic habrá que confrontarla con la perspectiva etic, si es que se es capaz de adoptar una perspectiva etic adecuada y suficiente para dar cuenta del proceso en cuestión. Por nuestra parte, como ya hemos dicho varias veces, nuestra perspectiva etic a la hora de analizar las ciencias desde el presente es la de la teoría del cierre categorial. Dejamos para otra ocasión la discusión pausada de las semejanzas y diferencias entre la filosofía de Whewell y la de Bueno. Esta discusión, aunque reviste la mayor importancia, no podemos incluirla aquí pues nos exigiría inevitablemente una revisión crítica de la errónea distinción de Whewell entre ciencias inductivas y ciencias formales y, más en general, requiere argumentar contra tramos importantes de la filosofía kantiana, lo que nos aleja excesivamente de los problemas propios de esta conferencia.

Volviendo, por tanto, a Darwin, a nadie se le escapa que el esquema de la convergencia de inducciones seguido en El origen presenta similitudes con la idea de la verdad como identidad sintética sistemática: se nos podrá acusar, entonces, de que, desde nuestra interpretación, no hemos hecho otra cosa que presentar los capítulos de El origen tal y como los diseñó Darwin. Podría parecer una mera quaestio nominis el que hablemos de «convergencia de inducciones» o de «identidad sintética»: al fin y al cabo, en ambos casos, es esa convergencia o confluencia la que asegura la legitimidad de la verdad científica. Sin embargo, no es lo mismo entender esa confluencia desde una perspectiva adecuacionista, como la que suponemos en Darwin, que desde la perspectiva circularista del cierre categorial. La perspectiva adecuacionista va ligada a un realismo que presenta la evolución biológica como una realidad dada, cuyas leyes habrán de ser descubiertas por la ciencia biológica. Para ello los científicos elaborarán sus hipótesis y las someterán a verificación o a refutación. Para la teoría del cierre categorial, sin embargo, el descubrimiento de la evolución biológica no es un descubrimiento manifestativo, un descubrimiento que saque a la luz una configuración preexistente (como se supone que existió previamente el acto de un sujeto que se reconstruye, en un juicio, a partir de una serie de pruebas circunstanciales independientes y convergentes). Para el materialismo gnoseológico el descubrimiento de la evolución biológica es un descubrimiento constitutivo, una construcción sui generis que literalmente constituye la realidad y, consiguientemente, la amplía.{21} Y para constituir ese descubrimiento no se parte de unos hechos para proceder inductivamente a verificar o refutar unas hipótesis (pues insistimos en negar la existencia de hechos puros o de hipótesis teóricas puras), sino que se parte de una realidad constituida ya de antemano por un conjunto de teoremas y principios de rango menor, teoremas y principios que habrá que confirmar o rectificar, y rango que se intentará ampliar al mayor número de fenómenos, teoremas y estructuras posible. En el caso del darvinismo, ya lo hemos dicho, podemos referirnos a los teoremas clasificatorios de la sistemática, los teoremas y principios geológicos que aparecen en la geología de Hutton y de Lyell, las leyes de la difusión biogeográfica, los principios prácticos ejercitados en la mejora animal y vegetal, los teoremas de Malthus, los teoremas sobre el desarrollo embriológico, sobre la fisiología común de los organismos, &c. El teorema de Darwin logra precisamente la convergencia de partes muy significativas de estas construcciones independientes en torno a un modelo que posibilita encajar esos teoremas y principios previos en una unidad sistemática, esencial. Esta confluencia, en todo caso, no tiene por qué tener la simetría que Ruse presupone en su modelo «en abanico». La metáfora del abanico sigue presa de la dicotomía hechos/teorías: las disciplinas biológicas son los hechos que se relacionan con la teoría de la selección natural como los radios del abanico con su centro de giro (pues las diferentes áreas de esa ciencia derivarían de un mismo principio: la selección natural). Pero para el materialismo filosófico la verdad del teorema de Darwin surge de la confrontación y el ajuste entre esos cursos constructivos diferentes, surge, por así decir, en las relaciones «transversales» entre esos diferentes cursos operatorios, y estas relaciones «transversales» no tienen por qué ser simétricas ni transitivas, y ligan de diferente manera los materiales de unos cursos y los de otros. No todas las partes de esa trama operatoria que se genera quedan anudadas con la misma fuerza ni del mismo modo. Precisamente, los detalles hasta los que baja Darwin en cada uno de los capítulos de su obra sobre las especies no son detalles oligofrénicos sino que tratan de mostrar cuál es la topología de esta trama que se está construyendo y en la que se hace residir la verdad del teorema. Y porque es así, es por lo que surge una verdad científica con una solidez, un alcance y una potencia explicativa muy superior a la que tenían por separado esos contextos previos y esos «detalles» cuando «flotaban», independientes unos de otros, en una masa caótica de fenómenos.

En todo caso, el carácter constitutivo de las verdades de las ciencias naturales y formales no tiene por qué conducir necesariamente a las posiciones del idealismo trascendental kantiano (ni del «kantismo whewelliano»). Cabe una interpretación materialista en la que esa constitución se entiende como indisolublemente ligada a procesos constructivos materiales, a procesos de tranformación de la realidad que tienen lugar a través de las operaciones manuales, quirúrgicas, de los sujetos. Porque esa trama de confluencias y ajustes no es una trama exclusivamente proposicional (un libro) sino que compromete a los estratos geológicos mismos, a los organismos mismos con sus partes anatómicas y su fisiología, a los embriones, a las poblaciones, o a los fósiles que, en cuanto objetos corpóreos, también constituyen esa verdad. En el último párrafo de esta conferencia, cuando discutamos los límites del teorema de Darwin, podremos apreciar cómo esos límites no están determinados por la mayor o menor potencia lógico-formal (proposicional, conjuntista, &c.)del teorema sino que dependen, fundamentalmente, de las posibilidades operatorias y constructivas de los propios materiales con los que está forjado el teorema.

Observemos, por otra parte, que, desde la interpretación ofrecida por la teoría del cierre categorial, podemos dar cuenta del papel metodológico que han jugado las concepciones realistas adecuacionistas en la historia de la ciencia (y, desde luego, también en la propia Historia con mayúsculas, es decir, no ya entre los científicos objeto de esa historia, sino entre los propios historiadores). Efectivamente, si es acertado nuestro diagnóstico, con toda probabilidad Darwin compartía la idea de un método científico, inventado por los físicos y exportable a la biología, que se basaría en el ajuste entre hechos y teorías. Frente a la interpretación ensayada por nosotros podría parecer más clara una historia que tenga el siguiente argumento: las ciencias existentes antes del descubrimiento que se considera (pongamos por caso, los Principios de Lyell, en cuanto ciencia probada anterior a El origen) son los hechos (se hablará del hecho del registro fósil, del hecho de las afinidades entre géneros o especies, del hecho de la distribución geográfica, del hecho del crecimiento exponencial de las poblaciones, &c.), y la hipótesis que se propone (en nuestro caso la hipótesis de la evolución con sus hipótesis asociadas) es una teoría científica gracias a la convergencia de inducciones cuya materia son esos hechos. El origen sería la obra donde esas hipótesis aparecen, en primer lugar, verificadas y, ulteriormente, contrastadas, ya que las sucesivas ediciones incluyeron las respuestas de Darwin a sus críticos. Habría una segunda manera de entender el método científico y de organizar la interpretación histórica: se supondría ahora que la ciencia existente con anterioridad a El origen constituye un conjunto de teorías (parcialmente erróneas) que han de adecuarse a los nuevos hechos que se van descubriendo; algunos de esos hechos anómalos los habría recogido el propio Darwin en la expedición del Beagle, otros procederían de otros contextos. A la vista de estos nuevos hechos se rectificarían aquellas teorías. En un caso a la ciencia previa se le considera «materia» (hechos) y en el otro se le considera «forma» (teoría). El adecuacionismo se ejercita así en una perspectiva diacrónica que puede tener cierta utilidad como autoconcepción asociada al trabajo de los propios científicos, en la medida en que trata de sistematizar las relaciones de un científico con el precontexto de su descubrimiento. Lo que es más dudoso es que este tipo de interpretaciones pueda sostenerse a la hora de ensayar una historia gnoseológica de las ciencias pues la misma posibilidad de aplicar ad hoc, según convenga en cada caso, uno u otro de estos dos esquemas incompatibles es un indicio de su falsedad. En efecto, tan improcedente es considerar la geología predarvinista como un hecho o una multiplicidad de hechos empíricos, como considerarla como una teoría o conjunto de teorías, porque esas ciencias, técnicas y protociencias a partir de las cuales está constituido el darvinismo son ya construcciones materiales complejísimas donde los aspectos formales y materiales están tan intrincadamente entrelazados que carece de sentido referirse a ellas globalmente como «hechos» o como «teorías». Precisamente, y para decirlo una vez más, nuestra reexposición del teorema de Darwin desde la filosofía del cierre categorial pretende que la verdad de ese teorema no reside en un ajuste pensamiento/realidad o teorías /hechos, sino en el ajuste entre unos cursos constructivos materiales ya dados a una determinada escala y otros dados en contextos materiales diferentes. Cuando ese ajuste es posible y está correctamente realizado es cuando se constituye una nueva realidad que es la del nuevo teorema.

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4.3 Reinterpretación gnoseológica de la importancia de algunas circunstancias que hicieron posible El origen

Como ya quedó dicho, nos parece que cuando se estudia un episodio de la historia de la ciencia se puede distinguir el enfoque sociológico del enfoque gnoseológico. El primero trata de analizar las circunstancias económicas, sociales, políticas, &c., que rodean un descubrimiento, sin discutir directamente el estatuto gnoseológico de la verdad construida. El segundo se centra, precisamente, en el problema de la verdad científica y de los procesos que conducen a su constitución como tal verdad. Ahora bien, ateniéndonos ahora concretamente al enfoque gnoseológico de la teoría del cierre categorial, la verdad científica aparece, como ya hemos dicho, por la confluencia y el ajuste de cursos operatorios inicialmente independientes. Estos cursos se construyen a partir del «mundo heredado», o el pre-contexto del descubrimiento, e incluyen una serie de materiales, de objetos, de técnicas, de aparatos, &c., como partes constitutivas de esas ciencias y de esas verdades científicas (cuando éstas llegan a constituirse). Por eso, ciertos aspectos sociales, económicos, tecnológicos, políticos, &c., pueden llegar a formar parte de una historia de la ciencia gnoseológica (materialista) sin que el enfoque gnoseológico se confunda con el enfoque sociológico.

En todo caso, la hora de analizar el precontexto material (social, económico, político, tecnológico, &c.) que influye en un determinado teorema científico habrá que hacerlo desde los componentes gnoseológicos de ese teorema y, eminentemente, desde los cursos constructivos que posibilitan la verdad del teorema (incluyendo, además, las circunstancias que hacen posible que tenga lugar la confluencia de esos cursos heterogéneos e independientes). Tomando como referencia los componentes gnoseológicos que hemos venido analizando en el modelo de la evolución de Darwin, vamos ahora a referirnos a la influencia que el precontexto de ese teorema pudo haber tenido en su constitución.

Pues bien, esta influencia del «mundo heredado» sobre el nuevo mundo recién construido (sobre la nueva verdad científica) puede ser de tres tipos (Bueno, 1992-94, v.1:§14). En primer lugar, una influencia limitativa: el estado de la investigación en bioquímica, en biología molecular y en citología en 1859 no permitía conocer los mecanismos de la herencia ni las causas responsables de la variabilidad. Este hecho fue uno de los obstáculos más importantes con los que tropezó reiteradamente el darvinismo, y condujo al propio Darwin a sostener posiciones ambiguas y erróneas (posiciones lamarckistas, teoría de la pangénesis, &c.). Estos límites del mundo heredado por Darwin solo serían sobrepasados tras su muerte, pues exigieron la mejora de muchas tecnologías (de microscopía, de síntesis de compuestos orgánicos, de química analítica, de espectroscopía, tecnología de rayos X, &c.). Y estas tecnologías se desarrollaron en algunas ocasiones por razones internas a la investigación evolucionista pero, las más de las veces, por razones, en principio, externas a esa investigación (aunque luego se muestren relevantes para hacer la historia gnoseológica de ese evolucionismo). La investigación en medicina, y el desarrollo de una industria (textil, alimentaria, metalúrgica, de la automoción, de guerra, &c.) cada vez más dependiente de la química orgánica podrían ser algunas de estas razones.

En segundo lugar, el mundo heredado por Darwin, el precontexto de su descubrimiento, ejerció sobre él una influencia directiva, selectiva, pues el tema del origen de las especies aparece reiteradamente de un modo más o menos explícito en la biología del siglo anterior a Darwin. Los transformistas y evolucionistas predarvinianos (y precientíficos o, en el mejor de los casos, protocientíficos) serían un indicio de este hecho. Como ya hemos dicho, el «problema de las especies» estaba ya definido como tal desde contextos taxonómicos, anatómicos, fisiológicos, paleontológicos, biogeográficos. La Inglaterra en la que Darwin construyó su teorema era un estado colonialista con intereses prácticos inmediatos en la botánica, en la zoología, en la geología, en la geografía, &c., y todas estas disciplinas en marcha posibilitaron y dirigieron la investigación de Darwin. Por otra parte, tampoco hay que olvidar que, dentro de ese estado colonialista, Darwin pertenecía a una clase social que tenía influencia allí donde hacía falta tenerla, lo cual posibilitó su formación, su periplo marítimo y sus relaciones con las personas adecuadas. Basta recordar que los materiales recogidos en la expedición del Beagle fueron estudiados y catalogados por naturalistas tan prestigiosos como Owen, Waterhouse, Gould, Jenyns, Hooker, Lyell, Bell. Probablemente en ningún otro país del mundo podrían haberse encontrado, en aquel momento, un elenco de geólogos, botánicos, y zoólogos con tan alto grado de especialización y conocimiento.

Por otra parte, durante aquel siglo, la actitud de las iglesias, manteniéndose fieles al relato literal del Génesis y del mito adámico, contribuyó, por paradójico que pueda parecer, a seleccionar los intereses de aquellos biólogos y geólogos cristianos y, también, a dirigir muchas de sus discusiones (independientemente del partido que tomaran a favor o en contra del creacionismo). Es en este punto donde los Vestigios de Chambers tendrían su puesto asegurado en la historia de la biología (dejando al margen ahora las interpretaciones psicologistas que nos presentan esta obra como un producto de la hexadactilia de su autor). Desde luego, como es bien sabido, la presión social de la Inglaterra victoriana anglicana influyó sobre Darwin, obligándole a trabajar sobre sus materiales durante un periodo de veinte años antes de dar a conocer sus conclusiones, y exigiéndole, en todo momento, tener presentes (para refutarlas) las líneas de la argumentación teológica. Esta afirmación no implica para nada negar el hecho de que, en el último tercio del siglo XIX, las iglesias adoptaron una actitud de cierto repliegue en relación con sus pretensiones de seguir manteniendo una interpretación literal del Génesis. La crítica bíblica de los historiadores alemanes (la Vida de Jesús de Strauss), la progresiva sistematización de la investigación en arqueología y prehistoria, y los absurdos a los que conducía una interpretación literal de la Biblia puestos de manifiesto, entre otros, por el propio obispo Colenso, despejaron indirectamente el camino al darvinismo.

Por último, el contexto previo a la elaboración de El origen influyó sobre el naturalista de Down de un modo conformativo. Fué conformativa la influencia de los Principios de Geología de Lyell, sin duda, en la medida en que esa geología fue para Darwin la llave que le permitió interpretar otros muchos materiales geológicos y paleontológicos, los de la América meridional, hasta el punto de conducir a la rectificación de algunos de sus puntos de partida. Pero quizás esta influencia será considerada por los historiadores de la historia sociológica demasiado «interna» como para que pueda hablarse de «aspectos sociales o socioeconómicos que influyeron sobre el darvinismo». Serán esos historiadores los que tendrán que explicarnos entonces qué es lo que significa «interno», ¿o acaso la geología de Lyell, aun siendo como es ciencia universal, no es también, en su origen, «ciencia de la universidad inglesa de la primera mitad del siglo XIX», ciencia social y económicamente implantada? También podríamos interpretar como conformativa la atmósfera ideológica de la economía del laissez-faire (Malthus, Adam Smith), según la interpretación de Gould, lo que exigirá precisar en qué medida el modelo evolutivo biológico y el modelo económico pueden considerarse isomorfos. En todo caso, donde los historiadores de esta historia que nosotros caracterizamos unos párrafos más arriba como sociológica tendrán que reconocer el carácter conformativo de una influencia, en principio, externa a la ciencia biológica es en el modelo de la selección artificial tomado, sobre todo, de la práctica de los ganaderos, agricultores, cazadores y colombófilos. Efectivamente, si no nos equivocamos, las técnicas de mejora animal y vegetal se abrían paso, en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX, dentro de instituciones sociales y económicas de naturaleza muy heterogénea: explotaciones agrícolas y ganaderas en busca de mejores rendimientos y determinadas por el crecimiento de la población urbana, actividades de recreo de una nobleza y una burguesía que sale de caza regularmente, ociosidad de «coleccionistas» que se enfrascan en la obtención de nuevas variedades de palomas o de perros, &c. La familia Darwin era conocida en los círculos colombófilos, y el tío de Darwin, Josiah Wedgwood, era uno de los grandes criadores de ovejas de la Inglaterra de la primera mitad del XIX. Desde luego, estas instituciones y gremios de ganaderos, de criadores, &c., no formaban parte de la ciencia pues incluso los naturalistas dedicados a la ciencia amable cuidaban mucho de no ser confundidos con jardineros y hortelanos. Sin embargo, desde nuestra particular perspectiva gnoseológica resulta indudable que la teoría de la descendencia con modificación por selección natural está conformada a imagen y semejanza del modelo de la selección artificial, y en continuidad con él. Si es así, estaríamos entonces ante un caso en el que unos contenidos «externos» a la biología («externos» antes de 1859), y procedentes de grupos sociales diversos y de prácticas con funciones sociales y económicas diferentes, ejercen una influencia conformadora (por tanto, a partir de ese momento «interna» en cuanto dator formarum de la nueva realidad que se construye) sobre la verdad científica de la evolución biológica.

Desde luego, los encargados de hacer la historia social y económica del darvinismo no analizan la influencia del mundo heredado sobre el nuevo descubrimiento en los términos que acabamos de utilizar, es decir, distinguiendo la influencia limitativa, directiva y conformativa de aquél sobre éste, pues esta clasificación implica un juicio que es ya, en sí mismo, gnoseológico. Desde ese punto de vista gnoseológico no se trata sólo de reconocer la continuidad entre los fenómenos y las operaciones mundanos y los propiamente científicos sino que se trataría de mostrar la diferente manera en que esas influencias limitativas, directivas y, sobre todo, conformativas, hacen posible la construcción de una verdad científica, y cómo ésta reabsorve y reorganiza todos esos materiales para constituir una realidad nueva cuyo significado rebasa ampliamente el de esos contextos de partida. Esa nuevo teorema que constituye una nueva realidad será, a su vez, un nuevo lugar desde el cual seguir haciendo más ciencia.

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4.4 El modelo evolutivo después de Darwin

Una de las pruebas más fiables para considerar un determinado teorema como verdaderamente científico es que ese teorema sirva de punto de partida para el desarrollo fértil de la ciencia posterior, y se entreteja con los otros teoremas del campo. Casi siglo y medio después de El origen podemos estar seguros de que eso ha sido así en el caso del modelo de Darwin, sin duda. En este apartado no pretendemos hacer una historia de la biología después de Darwin, pues esta tarea excedería claramente los límites que nosotros mismos nos hemos impuesto, pero vamos a referirnos a ciertos contextos que han desarrollado y ampliado el modelo evolutivo y lo han dotado de una solidez y una potencia muy superiores a las de su primera formulación. (No estamos, con esto, pretendiendo que no haya continuado habiendo un modo de hacer biología al margen del evolucionismo o incluso contra él, por ejemplo, la morfología formalista de D'Arcy Wentworth Thompson, pero su historia nos alejaría demasiado de nuestra argumentación que presentamos necesariamente simplificada).

En primer lugar, se podría asegurar que el teorema de Darwin reordenó, de un modo notable, no sólo las relaciones entre ciertas disciplinas tecnológicas y científicas ya en curso, sino también la organización interna de los materiales de muchas de esas materias. Por ejemplo, en lo relativo a la anatomía comparada y a la morfología, Haeckel y Huxley, ya en un primer momento, desarrollaron estas disciplinas desde la perspectiva darvinista. Más importantes fueron todavía las contribuciones de Carl Gegenbaur a la anatomía comparada filogenética de invertebrados y, sobre todo, de vertebrados. Gegenbauer fundó en 1875 el Morphologisches Jahrbuch, una revista de anatomía comparada evolucionista. En 1883, publicó su Lehrbuch der Anatomie des Menschen donde se estudia al hombre desde los presupuestos de la anatomía evolucionista comparada, y en el periodo 1898-1901 apareció su monumental Vergleichende Anatomie des Wirbelthiere donde se hace otro tanto con los vertebrados.

Por otra parte, el teorema de Darwin hizo que la paleontología pasara de ser una disciplina clasificatoria a ser un intento de reconstruir la historia evolutiva. En 1873, V.O. Kovalevski presentó una historia paleontológica de los ungulados del terciario construida a partir del análisis de las extremidades y las piezas dentales, y hacia 1900 se habían construido ya líneas evolutivas relativamente fiables de corales y amonitas. Por su parte, la paleontología humana es posdarvinista en su práctica totalidad: antes de 1850 no se conocía ningún fósil humano o prehumano que pudiera considerarse seguro, en cuanto a su clasificación y datación. El famoso descubrimiento del valle de Neander es, como se sabe, de 1856, y el del homo sapiens de Cromagnon es de 1868. Por su parte, el primer homo erectus descubierto fué el famoso «hombre de Java» que halló Dubois en 1891, mientras que los australopithecos pertenecen ya a la paleontología del siglo XX. Pero esta paleontología humana no es una aplicación más de la teoría de la evolución (como pretende Cadevall desde presupuestos estructuralistas, adecuacionistas) sino que es un curso constructivo (pues no es meramente empírico), que se ajusta con todos los anteriormente considerados, y cuyos materiales amplían la franja de verdad del teorema de Darwin (que, dado que incluye todos esos materiales, todos esos fósiles que son objetos corpóreos, es también un teorema material).

Los estudios biogeográficos, tanto de organismos actuales como extintos, conocieron también un importante avance posibilitado por los principios del modelo de Darwin y, a su vez, este modelo se benefició de los datos aportados por la biogeografía. Por lo demás, a nadie se le oculta el ajuste mutuo entre la biología evolucionista y la teoría de la deriva continental. El modelo de Wegener, visto desde el teorema de Darwin, es otro curso constructivo más que contribuye a dar solidez al teorema y que demuestra su fertilidad.

También es evidente que el teorema de Darwin determinó que creciera el interés por el estudio de las relaciones entre los organismos. Estos estudios condujeron a la constitución de una disciplina biológica nueva: en 1866, en su Morfología general de los organismos, Haeckel presenta un programa para la investigación en este nuevo campo al que él mismo dió el nombre de «ecología». Sería Karl Möbius, en un estudio sobre la bahía de Kiel publicado en 1877, el que introduciría el concepto de «biocenosis», de tan importante rendimiento en la futura investigación ecológica. Dollo, por su parte, ampliaría estos estudios ecológicos a los materiales paleontológicos.

La teoría de la evolución también contribuyó al estudio de las semejanzas entre el hombre y los animales en lo relativo a cuestiones psicológicas y etológicas. Ya Darwin, en los cuadernos M y N, había tratado de analizar esas semejanzas en lo relativo a los actos propositivos, estudios que se continuaron en La expresión de las emociones en los animales y en el hombre y en La descendencia del hombre. Por lo demás, a nadie se le oculta la importancia que tienen en la actualidad los estudios del comportamiento animal en el contexto de las investigaciones en biología evolutiva. Y destacamos esta importancia aun a sabiendas de que éste es uno de los lugares donde la verdad del teorema de Darwin tiene que enfrentarse con una serie de materiales que resultan especialmente problemáticos. Nos estamos refiriendo a la circunstancia de que, a través de la etología, las operaciones de los animales entran a formar parte, como términos, del campo de la biología evolucionista. El teorema de Darwin tendrá entonces que intentar dar cuenta de estas operaciones: ya sea como resultado de relaciones físico-contiguas (el caso de las hormonas sociales), o ya sea como resultado de estructuras que envuelven esas operaciones y las determinan desde fuera (el caso de las estructuras topológicas o de las estructuras culturales){22}. Sin embargo, no parece imposible enfrentarse a este reto desde la confluencia de los otros cursos constructivos entre los que cabría destacar especialmente la ecología (sin olvidar la anatomía y la fisiología).

Ahora bien, la consideración del modelo evolutivo después de Darwin exige necesariamente referirse a dos nuevos frentes de investigación que Darwin no pudo considerar y que, sin embargo, aportan nuevos materiales y nuevos fenómenos a la identidad sintética de la evolución biológica. Nos referimos, por una parte, a la teoría celular y, por otra, a los importantísimos logros de la biología molecular y de la genética de poblaciones durante el presente siglo, logros que condujeron, como es bien sabido, al nuevo ajuste de la teoría sintética.

El desarrollo de la teoría celular, desde las primeras formulaciones de Schleiden, Schwann y Henle hasta su culminación con los descubrimientos de Cajal sobre las células nerviosas, supuso el abandono progresivo de una serie de principios erróneos que acompañaban el estudio de los organismos, y posibilitó, tanto o más que la teoría de la evolución, el cierre categorial del campo biológico. En primer lugar, la teoría celular eliminó, de una vez por todas, la hipótesis de la generación espontánea: toda célula proviene de otra célula y, por tanto, todo organismo proviene de otro anterior, lo que asegura la continuidad reproductiva ininterrumpida. Este principio es un auténtico principio gnoseológico que define la inmanencia del campo biológico. Es uno de esos principios materiales que un campo se da a sí mismo como norma indispensable para su constitución. No hace falta insistir en que este principio se encuentra ejercido en el teorema de Darwin cuando se niega la creación puntual ex nihilo y cuando se afirma la unidad de descendencia de todos los organismos. Aquí tenemos uno de los lugares en los que el teorema de la evolución se articula con otros teoremas del campo biológico (pues consideramos la teoría celular como uno de los teoremas más importantes de ese campo). La teoría celular, además, rompió la barrera entre el reino animal y vegetal y estableció la célula como unidad morfológica y funcional de todos los organismos. En este extremo, su ajuste con el teorema de Darwin es también muy evidente si se interpreta esa ubicuidad de la célula en todos los organismos como una prueba de la unidad de estirpe. La teoría celular también contribuyó a eliminar una serie de hipótesis animistas y vitalistas acerca de fuerzas o energías que serían específicas de los organismos vivos, para sustituirlas por el estudio físico-químico de los procesos que tienen lugar en los diversos componentes de la célula. El teorema de la célula y el teorema de Darwin se coordinan a la hora de descartar las hipótesis vitalistas, porque la vitalidad de los organismos no obedece a un principio inmaterial sino a una determinada organización, y esa organización es fruto de la selección natural. La teoría celular sin teoría de la evolución correría, quizás, el riesgo de degenerar en un reduccionismo químico y físico (por ejemplo, el del propio Schwann que compara el proceso de citogénesis, a partir de lo que él llama el citoblastema, con el proceso químico de cristalización) o, en otro sentido, correría el peligro de volver a formular un principio vitalista a propósito de la célula o a propósito del organismo (considerado como un todo que, misteriosamente, es más que la suma de las partes, por ejemplo, en la interpretación de Henle). Pero la consideración evolutiva del origen de la célula y de los procesos que conducen a sus sucesivas especializaciones vuelve a dejar estos asuntos en la inmanencia del campo biológico. El establecimiento de la célula como unidad funcional biológica (sede de la actividad metabólica, secretora, nerviosa, reproductora, &c.) subraya esta inmanencia pues permite el estudio de los procesos de reproducción celular y del desarrollo embrionario en términos de sus causas próximas (físico-químicas) y de su historia evolutiva, lo que descarta las explicaciones de tipo epigenético. Fué en el marco de la teoría celular donde los trabajos de Weismann sobre la relación entre las células sexuales y el resto de las células del organismo condujeron a descartar la teoría de la pangénesis (apoyada por Darwin) y el lamarckismo (y ya estamos, entonces, en los orígenes del neodarvinismo, el darvinismo sin herencia de los caracteres adquiridos, en la definición que diera Romanes en 1896). Subrayamos el hecho de que el modelo de Darwin se articula con el teorema de la célula (y vicecersa) no sólo porque consideremos que la teoría celular es otro de los cursos constructivos que, en muchos aspectos, convergen con el modelo de Darwin, sino también porque suponemos que un teorema científico (como el de la evolución) no es nunca un teorema aislado sino que forma parte de un campo constituido por una multiplicidad de teoremas entrelazados y regulados por los mismos principios.

Por último, tenemos que referirnos a un conjunto de construcciones científicas nuevas, que Darwin no podía haber previsto de ningún modo, fundamentalmente lo que actualmente se conoce con el nombre de biología molecular y genética de poblaciones. En este nuevo contexto es donde se formula uno de los principios gnoseológicos más importantes del campo actual de la biología, principio que inmediatamente afectará al teorema de la evolución y al teorema de la célula. Este principio, el llamado «dogma» de la biología molecular, acaba ya de una vez por todas con la hipótesis de la herencia de los caracteres adquiridos y obliga a una modificación del teorema de Darwin que conduce a un nuevo teorema, aún más sólido y más potente, con una banda de fenómenos más amplia y más rico en posibilidades constructivas, que es la teoría sintética. Teoría «sintética» porque aúna el darvinismo clásico con los principios de la biología molecular y de la genética mendeliana. Pero, como venimos argumentando, también el teorema evolutivo en la versión de Darwin era «sintético» (tenía el formato gnoseológico de una identidad sintética sistemática) pues estaba posibilitado por el ajuste de una multiplicidad de cursos constructivos. Y en el nuevo teorema, aquellos cursos referidos por Darwin (paleontológicos, biogeográficos, ecológicos, &c.) seguirán jugando su importante papel, sin duda alguna. A ellos se unirán ahora nuevas construcciones que resultarán convergentes con esos cursos taxonómicos, paleontológicos, anatómicos, morfológicos, &c. que continúan, por su parte, ampliándose con materiales renovados. Por ejemplo, son materiales que consolidan el teorema de Darwin la semejante composición bioquímica de todos los organismos (los azúcares, las bases nitrogenadas, los aminoácidos y, slobre todo, la estructura ubicua de las moleculas de ADN y ARN); también contribuye a ampliar la cientificidad del teorema la confluencia entre las secuencias filogenéticas construidas desde los análisis comparados de los mapas genéticos de diversos organismos con las construidas desde la anatomía y la fisiología comparadas o desde la paleontología (y no estamos aquí haciendo apología del reduccionismo bioquímico sino insistiendo en la necesidad de ajustar las partes del teorema, en este caso, la necesidad de ajustar la reconstrucción bioquímica con la fenotípica, con la paleoecológica o la paleogeográfica, &c., para construir conceptos tan importantes y fértiles como el de «evolución en mosaico» o para desenmascarar casos crípticos de convergencia). También añaden solidez al teorema los análisis matemáticos de la genética de poblaciones, donde el concepto de selección natural puede reconstruirse en términos mucho más precisos que en cualquier otro contexto precedente.

El análisis del teorema de Darwin desde la nueva teoría sintética de la evolución quizás nos permita entender algunas de las dificultades irrebasables con las que tuvo que enfrentarse el autor de El origen. Y así como desde la teoría de la relatividad general podemos entender, incluso mejor que Newton, ciertos aspectos de la mecánica clásica (la coincidencia entre masa gravitacional y masa inercial), así también hoy, desde la teoría sintética, podemos entender, quizás mejor que Darwin, la circunstancia de ciertos errores necesarios: nos referimos a la teoría de la pangénesis ya citada. El propio Darwin se dió cuenta perfectamente del carácter problemático de esta teoría a la que consideraba sólo una hipótesis floja y provisional, hipótesis desaprobada por algunos de los darvinistas más fervientes como el propio Huxley. De hecho, Darwin nunca incluyó esta teoría en El origen aunque sí aparece formulada en su obra de 1868 sobre las variaciones de los animales y las plantas en estado de domesticación. Si nos atenemos estrictamente a El origen podemos decir que Darwin se conforma con dar por supuesta la variabilidad espontánea ligada a la herencia, haciendo compatible esta variabilidad con la influencia directa del medio (manteniendo siempre un cierto grado de lamarckismo compatible con su teoría de la selección natural). Darwin no conoció la obra de Mendel, aunque es sabido que Mendel le envió una copia de su trabajo de 1865 que no llegó nunca a consultar. En todo caso, Darwin sí conocía los estudios del francés Charles Naudin, que llegaba a conclusiones parecidas a las del sacerdote austríaco, y, sin embargo, se opuso una vez más a la hipótesis de la herencia dura en favor de la herencia mezclada, y mantuvo esas mismas posiciones hasta el final de su vida. Para poder entender las razones de esta oposición tan tenaz quizás sea pertinente recordar que Darwin construyó su teorema de la evolución en polémica contra el creacionismo y contra cualquier hipótesis que supusiera en la historia natural algún tipo de salto o discontinuidad inexplicable en términos biológicos. La reiterada apelación darviniana a la inexistencia de saltos en la naturaleza (el famoso lema tomado de Leibniz: Natura non facit saltum) podría interpretarse no tanto como un requerimiento ontológico (la naturaleza es continua) o matemático (la continuidad en biología puede ser definida en términos matemáticos), cuanto como un principio gnoseológico: no puede haber en la filogénesis de los organismos procesos que no tengan una explicación internamente biológica (ésta sería la lectura que nosotros haríamos del párrafo final del capítulo séptimo de El origen). Desde estos presupuestos, y en ausencia de una teoría celular y una teoría genética firmemente desarrolladas, las hipótesis de la herencia blanda y de la pangénesis podían parecer más atractivas. De hecho Darwin, aunque reconoció la variabilidad espontánea (probablemente porque no tenía más remedio, ya que ésta se daba en el contexto de la selección artificial), siempre desconfió de esa variabilidad dado su carácter opaco, inanalizable en términos biológicos.

Vamos a terminar este párrafo acerca del teorema de la evolución después de Darwin haciendo una brevísima referencia a los principios gnoseológicos que van asociados con este teorema. Llamamos principios gnoseológicos de una ciencia a aquellas normas que el campo de esa ciencia se da a sí mismo para hacer posible su constitución como tal campo. La unidad y organización interna de un campo científico es posible a partir del momento en que se dispone de un número mínimo de teoremas, si es que consideramos el teorema como la «célula gnoseológica», el elemento funcional básico de la ciencia. Pero una multiplicidad de teoremas, cuando pertenecen a un mismo campo o están en trance de constituirlo, no tienen una independencia total, no están aislados, sino que se nos aparecen entrelazados unos con otros compartiendo un conjunto de principios. Ahora bien, estos principios no son principios en un sentido lógico (axiomas, postulados), ni en un sentido ontológico (primeros principios por razón de su obviedad o de su «claridad y distinción»), sino en un sentido gnoseológico y constructivo. Con esto queremos decir que estos principios comprometen a los objetos corpóreos y a las operaciones manuales que conforman los campos materiales de las ciencias. De ningún modo habrá que considerarlos principios en un sentido cronológico (aquello que se pone al comienzo), entre otras cosas porque su justificación no se alcanza hasta que no se construyen esos teoremas que los exigen y los hacen posibles. De los principios de la biología no se van a derivar las configuraciones de las especies, de los organismos o de las biocenosis. Son los propios principios los que se construyen a partir de los organismos, las especies, las biocenosis o los fósiles ordenados en estratos; sólo si los principios se muestran útiles en el análisis de estas configuraciones podrán ser reivindicados como auténticos principios materiales del campo, como principios no espurios. En el marco de esta conferencia, la discusión sistemática acerca de cuáles deban considerarse los principios gnoseológicos de la biología contemporánea rebasa claramente nuestro espacio disponible pues obligaría a analizar el resto de los teoremas de ese campo. Pero con todo, vamos a intentar referirnos, aunque sea de modo sucinto, a algunos principios que afectan más directamente al teorema de Darwin en su formulación actual de la nueva síntesis.

En primer lugar, el teorema de Darwin es indisociable del establecimiento de un principio gnoseológico que llamaremos, con Bueno, el «principio del cierre interespecífico», según el cual el problema de la transformación de unas especies en otras queda definido como un problema biológico. Este principio quedará, a su vez, limitado por el «principio del cierre específico», exigido por el teorema de Mendel, que supone que los organismos se reproducen manteniendo sus características específicas según leyes determinadas (Bueno, 1983). Precisamente, la teoría sintética de la evolución se construirá conservando la tensión entre estos dos principios. Como ya quedó dicho, nosotros seríamos partidarios de interpretar el lema Natura non facit saltum en el contexto de este requerimiento gnoseológico de mantenerse en la inmanencia de los fenómenos biológicos a la hora de reconstruir los procesos filogenéticos. En todo caso, si analizamos el principio interespecífico desde la actualidad, resulta que, tras su apariencia inocua y trivial, esconde las mayores dificultades, si es que se pretende entender de un modo no dogmático el teorema de la evolución biológica. Si interpretamos ese principio como un principio ontológico, como una verdad evidente en sí misma, intuitiva (desde el descripcionismo), o como un auténtico primer principio axiomático justificado en su adecuación con la realidad, estaremos cayendo en esa concepción dogmática, metafísica, del modelo evolutivo. Pero si lo interpretamos como un principio gnoseológico, constructivo, dentro de una estrategia materialista y circularista, resultará ser un auténtico «postulado de cierre» que nos estará marcando críticamente muchos de los límites de la franja de verdad del teorema de la evolución. Estos límites se dibujan frente a otras ciencias en curso (mecánica cuántica, geodinámica, climatología, &c.): en el último apartado de esta lección diremos alguna cosa más acerca de este asunto.

El modelo de la evolución exige, por razones evidentes, utilizar el principio del actualismo (tomado de la geología) en el contexto de los fenómenos biológicos, con el objeto de poder establecer relaciones isológicas entre los materiales pretéritos y los actuales. Ahora bien, no creemos que este principio pueda considerarse un principio ontológico o lógico formal. No es un principio ontológico porque no habría ninguna justificación ontológica para mantener el actualismo más que el catastrofismo. No es lógico formal porque sus contenidos están claramente determinados por materialidades muy específicas (no exclusivamente tipográficas). Nosotros interpretamos este principio como un principio gnoseológico, un principio que se adopta en virtud de su fertilidad para generar cursos constructivos e identidades sintéticas. Ahora bien, el alcance del principio del actualismo está inmediatamente compensado por el principio de Dollo, formulado ya por Darwin, acerca del carácter irreversible e irrepetible de los procesos evolutivos. También aquí el teorema de Darwin se mueve en la tensión entre estos dos principios, y también de esta tensión se derivan importantes consecuencias para la comprensión no dogmática del teorema, como veremos enseguida.

Por otra parte, es importante referirse a ciertos supuestos que hace falta negar para poder constituir el teorema de Darwin, y que dan lugar a principios negativos, principios que centrifugan de la categoricidad biológica ciertas tesis, y que, precisamente por esto, posibilitan la constitución de ese campo científico. Por ejemplo, es indudablemente un principio del campo biológico, que posibilita todos sus teoremas, el principio que niega la generación espontánea. La conformación de este principio se consolidó históricamente en torno al teorema de la célula pero afecta de manera central, como no podía ser de otro modo, al teorema darviniano. Afecta a este teorema, en primer lugar, como principio de los términos porque implica la imposibilidad de un organismo que aparezca ex abrupto, sin proceder de otro, creado de la nada. Pero afecta, además, como un principio que regula las operaciones porque, en el contexto de la mejora animal y vegetal, la reproducción selectiva puede considerarse, desde el punto de vista gnoseológico, una operación y, para nosotros, como quedó dicho, esta operación (de origen tecnológico) habría quedado incorporada, gracias al teorema de Darwin, en el campo de la biología. Una vez establecido este principio, la generación espontánea y la creatio ex nihilo serán incompatibles con la constitución de la biología como campo científico y quedarán relegadas a disciplinas metafísicas, como la Teología, o a contextos acausales como, por ejemplo, en la magia.

El conocimiento negativo no es la ausencia de conocimiento: el segundo principio de la termodinámica, definido como la imposibilidad de construir un móvil perpetuo de ciertas características, es, sin embargo, imprescindible para que el campo pueda constituirse como tal campo científico. En el caso del teorema de Darwin, otro de los supuestos que resulta negado es el de que los organismos están adaptados de una manera óptima, como consecuencia de que participan de la perfección del Dios que los creó. Como es bien sabido, el teorema de la evolución sólo exige que la adaptación sea suficiente como para posibilitar la reproducción (diríamos nosotros que se trata de un concepto de adaptación diamérico, frente a la definición metamérica que exige la referencia al demiurgo{23}). Si es así, no puede resultar sorprendente que la mayor parte de los organismos muestren caracteres subóptimos, y dejan de resultar tan enigmáticos los casos de hipertelia.

Como una prueba más acerca del carácter constructivo de los principios gnoseológicos de una ciencia, como una prueba también de que esos principios no son evidentes por sí mismos sino que, por decirlo de algún modo, «se prueban por sus conclusiones», nos basta con observar que algunas de las grandes discusiones actuales de la biología evolucionista tienen que ver, precisamente, con la determinación de algunos de esos principios. Por ejemplo, en la versión ortodoxa de la teoría sintética, son principios establecidos que las unidades de variación son los genes, las unidades de selección son los organismos individuales, y las unidades de evolución son las especies. Se trata de una correspondencia biunívoca que define, unos por otros, ciertos procesos biológicos y ciertas clases de términos característicos del campo. Pero, en este momento, la discusión apasionante acerca de los contenidos de esta ortodoxia es una discusión esotérica que compete exclusivamente a los biólogos profesionales y que, si nuestro diagnóstico es correcto, no seguirá tanto la vía ex principiis cuanto la vía ex consequentiis.

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4.5. Breve referencia al problema de los límites del darvinismo

La verdad de la teoría de la evolución biológica, tal como aparece formulada en las versiones modernas de la teoría sintética, organiza una cantidad tal de fenómenos biológicos que, hoy en día, puede decirse, con Dobzhansky, que es casi imposible hacer biología al margen de las explicaciones evolucionistas. La teoría de la evolución, junto con la teoría celular, son dos de los teoremas constitutivos más importantes del campo categorial de la biología científica. Ahora bien, la potencia indudable de la teoría de la evolución como identidad sintética no debe tampoco ocultarnos los límites de la «franja de verdad» abarcada por esta teoría. Todas las verdades científicas y todas las ciencias tienen unos límites que vienen determinados, fundamentalmente, por las verdades y las construcciones de las otras ciencias; por esta razón la discusión de esos límites se convierte necesariamente en una reflexión de segundo grado, filosófica, una reflexión que puede diferenciarse de la evaluación de la verdad de los teoremas científicos tal como la realizan los propios científicos desde la inmanencia de sus campos. Esta discusión es, para nosotros, importantísima ya que, desde las posiciones del circularismo materialista, la misma posibilidad de las verdades científicas es indisociable de la definición de un campo de inmanencia que pueda ser desconectado, en ciertas condiciones, del resto de los fenómenos. Por eso, sería inmediatamente sospechoso un teorema que pretendiera referirse a la totalidad de los fenómenos existentes.

Vamos a referirnos aquí a tres frentes en donde se nos dibujan los límites del evolucionismo biológico, unos límites que, si no nos equivocamos, serían inseparables de esa verdad y vendrían determinados por los propios fenómenos que posibilitan su existencia. Estos límites marcan, a la vez, algunos de los contornos más importantes del cierre categorial biológico, un cierre categorial efectivo, pero «infecto» y problemático (aunque quizás no más problemático que los cierres de otras ciencias que, sin embargo, se presentan a sí mismas como «perfectas» sin serlo).

En primer lugar, es un problema actualmente abierto y sujeto a importantes discusiones e investigaciones el de determinar en qué momento el modelo evolutivo deja de ser aplicable cuando descendemos en la escala filogenética: ¿puede aplicarse el modelo de la lucha por la supervivencia y la selección natural a macromoléculas orgánicas separadas, o a los protobiontes anteriores a los primeros procariontes? ¿Puede establecerse una modulación climacológica del modelo que nos permita entender, desde sus determinaciones internas, su funcionamiento diferencial conforme descendemos en la escala evolutiva, hasta llegar a su propia degeneración, degradación y desaparición como tal modelo, pongamos por caso, en el nivel de ciertas estructuras de la química del carbono? Si estas preguntas pudieran ser respondidas o, al menos, precisadas en alguna medida, se arrojaría mucha luz acerca de los límites de la categoría biológica con respecto a la categoría físico-química y, más en general, sobre el alcance de ciertas teorías metafísicas que pretenden poder progresar causalmente desde las moléculas, los átomos, o incluso, las estructuras subatómicas, hasta las células, los tejidos, y los organismos de la biología. Al descender en esa escala filogenética, el momento en el que el modelo de la evolución deja de engranar con los materiales y los fenómenos habrá que interpretarlo como un indicio sólido de que esos procesos considerados ya no son categoriales, determinados, sino que conducen a teorías metafísicas, a teorías que son incapaces de progresar nuevamente a los fenómenos. Pero la crítica de estas teorías sólo puede hacerse desde las ideas de materia y tiempo en sentido ontológico general. El riesgo incesante de convertir los procesos categoriales en teorías metafísicas (Alexander con su «emergencia absoluta» o Bergson con su «evolución creadora») vuelve a reproducir la oscuridad y el error del creacionismo. Si el creacionismo predarvinista imposibilitaba el cierre categorial de la biología, este emergentismo también es hoy un obstáculo para poder precisar los límites inmanentes de ese cierre.

No faltan quienes pretenden borrar estos límites del campo biológico proponiendo una reducción de ese campo al campo de la física (una reducción que nosotros calificaríamos de «reduccionismo descendente»): J.J.C. Smart, en su Philosophy of Scientific Realism (Smart, 1963, p. 57), da por supuesta esta reducción, y E. Nagel, en La estructura de la ciencia (Nagel, 1961, cap. XI), considera el problema de la reducción de la biología a la física como una cuestión empírica pendiente de los posibles desarrollos de la biología molecular (como si la biología molecular pudiera llegar a dar cuenta, desde sus principios, de la etología, la ecología o la biogeografía implicadas en el evolucionismo biológico).

Pero también hay un modo de entender estos límites del modelo evolutivo que supone considerarlos necesarios, necesarios como límites que posibilitan y constituyen el modelo y el mismo campo biológico. Desde esta posición, resulta improcedente considerar un defecto del darvinismo el no poder explicar el origen de la vida, como hace Popper (Popper, 1974:228). Popper, además, deduce de esa imposibilidad que el darvinismo es entonces una lógica situacional ya que exigiría asumir «que la vida y su marco constituyen nuestra 'situación'». Nuevamente volvemos a topar aquí con la sutil agudeza de Sir Karl. Darwin, por su parte, se dió cuenta muy tempranamente (en sus Notas viejas e inútiles de 1837) de que el problema del origen de la vida quedaba fuera del horizonte de su teoría pues ésta exigía partir in medias res de los organismos vivos como términos del campo ya dados, para intentar esclarecer los mecanismos responsables de la descendencia con modificación. Darwin sabía que los términos característicos del campo biológico eran los organismos (actuales y extintos) y el origen de la vida no era un asunto inmanente al campo biológico. En la conclusión de El origen, Darwin se defiende de aquellos que critican su teoría por no poder dar cuenta «de la esencia u origen de la vida» argumentando que tampoco la mecánica de Newton, paradigma indiscutible de cientificidad, «explica qué es la esencia de la atracción de la gravedad». Darwin también fué plenamente consciente de la imposibilidad de reducir íntegramente el mundo orgánico al mundo inorgánico, dada la especificidad material de los fenómenos biológicos y, en este sentido, fué siempre contrario a ese «reduccionismo descendente» (y ello a pesar de que considerara las ciencias físicas como un modelo metodológico para las biológicas).

En segundo lugar, la verdad de la teoría de la evolución biológica encuentra también sus límites cuando se intenta aplicar a las últimas decenas o incluso centenas de miles de años de la especie homo sapiens, a la culturología e incluso a la historia. El proyecto de los sociobiólogos sería la muestra más importante de este intento, aunque no la única, puesto que caben versiones del evolucionismo culturológico menos dependientes de la genética (en la línea del llamado darvinismo social de Spencer). Pero ¿puede utilizarse la teoría de la evolución biológica con algún sentido (y con algún rendimiento) para analizar la especie homo sapiens sapiens actual dados los propios progresos de la biología y de las tecnologías biomédicas? ¿Acaso no son, precisamente, esas tecnologías las primeras encargadas de mantener estables las características de la especie subsanando ortopédicamente las variaciones que se produzcan? ¿La selección natural y la selección sexual pueden aplicarse sin más, directamente, al hombre actual sin mediar contenidos históricos y culturales? Si vamos a fijarnos en el parecer de Darwin, no es fácil exponer de modo resumido su posición. Por una parte, él consideraba que el modelo de la evolución biológica no era aplicable al terreno social, y por eso no consideraba de ninguna utilidad la obra de Spencer (como nos narra en su Autobiografía), y más absurdas todavía le parecían las comparaciones entre el evolucionismo biológico y la historia política{24}, pero, por otra parte, según sabemos por su correspondencia, Darwin trasladaba la lucha por la existencia a las razas humanas y sostenía que las razas caucásicas, más civilizadas, habían vencido a la raza turca{25}.

No podemos abordar ahora el análisis de aquellas situaciones en las que ciertos componentes del modelo evolucionista refluyen en el seno de materiales etnológicos e históricos. Esta refluencia se da, sin duda, y su estudio es una tarea urgente pues tiene implicaciones para la filosofía moral y política del presente; es, además, una tarea que exige tomar partido sobre el carácter prescindible, sustituble o imprescindible de la refluencia en cada caso. A pesar de reconocer estas refluencias, las prognosis acerca de la evolución biológica del hombre actual (y de otros organismos) entrarían, sin embargo, para nosotros, dentro del género de la ciencia ficción. Incluso parece pertinente dudar hoy de la aplicabilidad del modelo de la selección natural no sólo a nuestra especie sino a todas las demás en la medida en que el hombre ha alterado de forma muy importante la «economía de la naturaleza» y está dispuesto a alterarla aún más (sea en el sentido que sea, incluido el de un conservacionismo ecologista --culturalmente construído, sin duda-- que no parece tener muy bien definidos los contenidos de aquello que pretende conservar: ¿el paisaje? ¿la biomasa? ¿la diversidad, incluido el virus de la viruela?); y esta alteración de etiología humana obedece, sin duda, a causas que ya no caen dentro de la categoría biológica (la lucha por la supervivencia, &c.) sino dentro de otras categorías (culturología, historia, economía, sociología, política, &c.). Este intento de aplicar el esquema de la evolución biológica a materiales culturológicos, históricos, sociopolíticos, éticos, morales, &c., cuando se presenta como el único modo científico de tratar estos asuntos, da lugar a un «reduccionismo ascendente». Los límites de este reduccionismo no siempre son fáciles de determinar ya que puede darse el caso de contenidos aparentemente culturales o históricos que resultan efectivamente reductibles por vía biológica. Así ocurre, por ejemplo, con la fobia hacia el consumo de leche de muchas poblaciones humanas, que en vez de explicarse como un tabú dietético de etiología cultural, debe entenderse como un efecto de una deficiencia de lactasa genéticamente determinada, de modo que las poblaciones con capacidad de sintetizar cantidades suficientes de lactasa serían un resultado de un proceso de evolución biológica.

El tercer frente en el que se dibujan también importantes límites de la verdad de la teoría de la evolución implica criticar un uso del modelo que conduce a la construcción de una historia natural atributiva, global. Son totalidades atributivas «aquellas cuyas partes están referidas las unas a las otras, ya sea simultáneamente, ya sea sucesivamente» frente a las totalidades distributivas «cuyas partes se muestran independientes las unas de las otras en el momento de su participación en el todo» (Bueno, 1992-94, v.5:1441). Se entiende el modelo de la evolución biológica como modelo atributivo cuando se supone que este modelo permite hablar de una historia natural científica total. Las partes de este modelo serían, entonces, las diferentes fases de la filogénesis que se podrían conectar sucesivamente en una construcción global científica. Ahora bien, si entendemos el modelo evolutivo como modelo atributivo global, entonces todas esas conexiones que aseguran la unión de las partes de ese todo sucesivo (de esa historia natural global) serían conexiones científicas, y lo serían gracias, precisamente, a ese modelo de la evolución biológica. Nos parece, sin embargo, que esa totalidad atributiva histórica, cuando pretende dar cuenta causalmente de la totalidad de los fenómenos que cubre, cae inevitablemente en el sofisma del post hoc ergo propter hoc. Y este error no sólo se da en el ámbito de la historia natural, sino también en el de la historia cosmológica y en el de la historia política. La causalidad, como sabemos, no es mera sucesión, porque puede haber acontecimientos sucesivos no ligados causalmente. La causalidad tampoco es, para nosotros, percepción de una regularidad (como pretendía Hume), porque puede haber regularidades no causales o cuyas causas estén en terceros componentes no aparentes. En este sentido la teoría científica de la evolución biológica no puede explicar todo acontecimiento como un efecto de la sucesión histórica porque de ese modo «probaría demasiado». Quizás pudiera pensarse que la biología molecular podría asegurar la continuidad material efectiva de esa historia evolutiva. Pero este supuesto choca con la incertidumbre cuántica, donde la posibilidad de construir esquemas causales encuentra sus límites, y conduce nuevamente o al reduccionismo descendente o a las concepciones metafísicas.

La verdad de la teoría de la evolución la haríamos residir en su carácter de modelo genérico, distributivo, variacional, pero también de modelo determinado, limitado. Entendido de este modo, el modelo es una totalidad, un género, pero una totalidad cuyas partes, cuyas especies, son distributivas y, por tanto, independientes las unas de las otras en la conformación del todo. Esa independencia de los diferentes tramos o contextos donde funciona el modelo exige su relativo aislamiento (temporal, espacial o ambas cosas a la vez) y, por tanto, requiere determinar los límites del proceso evolutivo que se está considerando en cada caso. De este modo, el modelo será variacional y modulante pues cubrirá una multiplicidad de situaciones heterogéneas: desde aquellos contextos en los que el modelo pueda aplicarse con la máxima perfección y un alto rendimiento (por la abundancia de los fenómenos, por su accesibilidad, por su fácil manipulación, por la posibilidad de hacer un tratamiento matemático de los resultados, &c.), hasta aquellos contextos donde la aplicación del modelo sea problemática, precaria, incluso mínima (debido también a razones diversas: el ignorabimus fenoménico{26} como uno de los límites internos de la paleontología, las dificultades debidas a la destrucción y alteración de muchos ecosistemas, &c.). Tanto Darwin como los creadores de la teoría sintética intentaron estudiar comparativamente los diferentes procesos de especiación para construir un cierto sistema básico modulante que se repitiera en todos ellos. Lo anteriormente dicho no significa negar que gracias al darvinismo se pueda fundamentar la categoría de la biología como categoría atributiva. Pero esta categoría no sólo resulta del teorema de Darwin sino del resto de los teoremas del campo biológico, entre los que están los teoremas de la célula, de la genética de poblaciones o de la biología molecular. Además, la categoría biológica no debe ser confundida, sin más, con la idea de Naturaleza, idea que nosotros consideramos mítica en cuanto presupone la unificación metafísica de una serie de categorías heterogéneas (física, termodinámica, biología, &c.) cuyas relaciones son, de hecho, polémicas.

Nosotros pretendemos que el proceso de evolución biológica considerado como historia natural total, como proceso idiográfico global, resulta ininteligible si partimos de la inexistencia de otros mundos (al menos accesibles) donde haya habido evolución biológica, para poder efectuar comparaciones, para poder construir una identidad esencial sistemática aún más general acerca de los procesos evolutivos considerados globalmente. En este sentido, el carácter idiográfico del tiempo total (geológico, biológico, histórico, cosmológico) no es un componente de una identidad sintética, de una verdad científica. Ese tiempo total es una idea mítica, metafísica. Esa idea deberá ser sustituida por una idea de tiempo crítica (como la idea de tiempo en sentido ontológico general que nosotros hemos expuesto en otro lugar). Será entonces, desde esa idea crítica desde donde podremos apreciar los límites de cada una de esas categorías (geología, biología, historia, física relativista). Es difícil pronunciarse acerca de hasta qué punto Darwin fué consciente de este tercer frente de dificultades. En todo caso, de lo que Darwin se dio perfectamente cuenta en El origen fue de la imposibilidad de aplicar el determinismo reversibilista característico de la mecánica clásica a los materiales de la biología porque «una especie desaparecida no reaparece jamás, incluso aunque se vuelvan a dar las mismas condiciones vitales orgánicas e inorgánicas»{27}. La ley de Dollo (Dollo, 1893) marcaría por vía negativa uno de los límites más importantes de la franja de verdad del darvinismo, afectando de manera central y ubicua a la estructura de la identidad sintética de la que venimos hablando. Al mismo tiempo, esta ley pondría de manifiesto el carácter trascendental (en sentido positivo, recursivo) que tiene la estructura de los organismos actuales (su anatomía, su fisiología, sus relaciones ecológicas y etológicas, &c.) respecto de los procesos evolutivos próximos.

La negación de esa historia natural atributiva global, total, no significa, sin embargo, negar la posibilidad y la efectividad de una teoría de la evolución científica cuya identidad sintética sistemática sea un modelo limitado capaz de desplegarse como un género distributivo, variacional (como es variacional el género «palanca» respecto a sus especies), a propósito de los materiales más diversos del campo biológico (hasta tal punto esto es así que ese campo biológico empieza a quedar internamente definido por los conjuntos de materiales que pueden pasar a constituir ese modelo). De este modo, la evolución biológica no sería una identidad sustancialista sino funcional, un modelo genérico en el sentido de los géneros combinatorios (esos géneros que se construyen por combinación de los rasgos específicos), un modelo susceptible de aplicarse a contextos finitos que puedan desconectarse unos de otros y de la totalidad del mundo o de esa historia total a la que hacíamos referencia. Si entendemos el modelo de este modo resulta fácil argumentar contra la acusación (ya formulada muy tempranamente) de que la teoría de la evolución no es más que una tautología (pues explica la supervivencia por la adaptación y recíprocamente): esta acusación se sostendría sobre la falsa expectativa de poder dar cuenta íntegramente de esa historia natural total.

Este tercer frente de limitaciones en la franja de verdad de la teoría de la evolución afectaría por igual a los diferentes momentos de la filogénesis (no ya sólo a sus orígenes o a sus postrimerías) pues es, en buena medida, un resultado de las dificultades que plantea el concepto de «medio de un organismo». Como sabemos el concepto de «medio» y de «adaptación al medio» es central en la teoría de la evolución biológica, tanto en su versión darvinista como en la teoría sintética. Ahora bien, el «medio» de un organismo se puede referir a materiales muy heterogéneos: en principio, es todo aquello que afecta al organismo. Y al organismo le pueden afectar los rayos cósmicos, la radiactividad natural, los procesos geológicos (el vulcanismo, los cambios del nivel del mar, la deriva continental), el clima y los meteoros y, desde luego, también los otros organismos (la biocenosis de la que forma parte) que son parte importantísima constitutiva de su medio. Incluso acontecimientos de etiología extraterrestre como el meteorito que, en la hipótesis de Álvarez{28}, podría haber sido responsable de la extinción de los dinosaurios. Siendo así las cosas, podría decirse que, dado que el medio de un organismo es todo aquello que le afecta, y puesto que no podemos saber qué es lo que le afecta hasta que ya se haya visto afectado, y puesto que ningún agente puede descartarse a priori (pues las vías en que un agente externo puede afectar a un organismo son, en principio, impredecibles), parece indudable que el cierre categorial de la teoría de la evolución es, en este sentido preciso, problemático. Hoy, mucho más que en tiempos de Darwin, somos conocedores del importante papel que juegan en la evolución biológica los procesos estocásticos y las contingencias más diversas que se intercalan en secuencias deterministas: las mutaciones, las roturas de cromosomas y su entrecruzamiento, &c, se intercalan en los mecanismos hereditarios; la misma selección de los gametos en la reproducción sexual resulta, en parte, fruto del azar, por no hablar de los avatares climatológicos, geológicos, o astronómicos, o, incluso, de las contingencias etológicas que pueden ser decisivas en los procesos de especiación. De este modo, estamos en condiciones de poder dibujar con mayor precisión los límites gnoseológicos del campo biológico, esos límites que se van definiendo en la dialéctica entre las categorías: entre la biología evolucionista y la física cuántica o la astronomía o la geodinámica , &c. Los límites, en todo caso, son necesarios si es verdad que los contextos científicos son, obligadamente, contextos finitos, limitados, susceptibles de desconectarse relativamente de su entorno.

Darwin consideró, en la primera edición de El origen, que el aislamiento era responsable, en muchos casos, de la especiación. Ulteriormente, sin embargo, al preparar la última edición de esta misma obra (en 1876), Darwin restó importancia al aislamiento como factor de especiación, probablemente porque consideró que las causas que producían el aislamiento de una especie eran, en muchos casos, abióticas. Darwin prefería explicar la especiación mediante procesos internamente biológicos (o que él consideraba, en aquel momento, como propiamente biológicos): variación, herencia, multiplicación, lucha por la supervivencia. Esta diferente importancia dada al aislamiento, en el '59 y en el '76, quizás podría interpretarse como un intento de «mejorar» más la teoría de la evolución en el sentido de hacer de ella una teoría «lo más biológica posible», si se nos permite esta expresión, en el sentido de limitar y determinar el contexto determinante de la evolución como un contexto exclusivamente biológico (no geológico o geográfico). Este intento, sin embargo, ha resultado ser ilusorio pues, como sabemos, la importancia de los factores abióticos (astronómicos, geodinámicos, físico-químicos, cuánticos, &c.) en la historia natural ha ido revelándose cada vez mayor. En todo caso, Darwin fué muy consciente de que la selección natural no era el único medio responsable de la modificación, aunque sí fuera el más importante{29}. Todavía en nuestros días, los biólogos evolucionistas siguen discutiendo acerca del mayor o menor peso que ha de concedérsele, en cada caso, a la selección natural como mecanismo causante de evolución.

Desde nuestros presupuestos, los factores abióticos que entran a formar parte de la historia natural, sobre todo aquellos que son determinantes de procesos de extinción masiva, cumplen una función gnoseológica muy específica en relación con el modelo de la evolución biológica que venimos comentando. Son, en cierto, sentido, componentes de la historia natural que nos sacan fuera de la inmanencia del campo biológico. Así como el individuo psicológico, entendido en primera persona a través de la introspección, queda fuera del campo de la psicología empírica, del mismo modo que el valor de uso queda fuera de la economía política (que sólo se interesa por el valor de cambio), de modo análogo los factores abióticos que determinan la historia natural quedan, en parte, fuera de modelo evolutivo biológico. Con esta afirmación no estamos negando la presencia de esos factores, su presencia empírica en el ámbito de la historia natural; lo que estamos es precisando en qué medida determinados acontecimientos (por ejemplo, una extinción masiva de etiología extraterrestre) pueden quedar incluidos en las concatenaciones que anudan los términos del modelo de la evolución biológica. Porque esos acontecimientos habría que interpretarlos, en muchas ocasiones, como los interruptores que nos permiten construir el modelo como modelo distributivo, modulante y variacional, como un modelo cuya estructura se repite en las diversas épocas geológicas a propósito de materiales biológicos diferentes. Estos «interruptores temporales» serían los análogos de la interrupción espacial que supone el aislamiento biogeográfico (y ese aislamiento espacial es también imprescindible para que el modelo funcione como modelo distributivo). Y, siguiendo con esta analogía entre aislamiento geográfico y aislamiento temporal (determinado por extinciones masivas), habrá que considerar la situación en que esos «cuellos de botella» que representan las grandes extinciones sean responsables de una explosión ulterior de nuevos procesos de especiación. Una comprensión dialéctica del teorema de la evolución implica reconocer que estos componentes abióticos, por una parte, nos ponen en los límites del modelo en cuanto modelo específicamente biológico (no geológico, geodinámico o astronómico) pero, por otra parte, esos mismos componentes son, en muchas ocasiones, los responsables del carácter distributivo del modelo y, por tanto, de su posibilidad como identidad sintética sistemática, como modelo científico. Con esto no estamos queriendo decir que estos componentes abióticos no deban ser estudiados: es imprescindible estudiarlos, pero no tanto para colonizar nuevos terrenos en favor del campo biológico como para comprender, dibujar y delimitar los límites de este campo. Esta situación dialéctica no debe confundirse, sin más, con el problema de la macroevolución. En primer lugar, porque los factores abióticos afectan tanto a la macro como a la microevolución, y, en segundo lugar, porque los procesos macroevolutivos podrían explicarse, en ocasiones, por mecanismos internamente biológicos, como en los modelos de especiación peripátrica de poblaciones con alto grado de homozigosis.

Pero, en todo caso, la franja de verdad del teorema de Darwin es indudablemente amplia pues incluye materiales cuya construcción procede por vías muy heterogéneas, lo que le da una riqueza y una solidez indiscutible. Por supuesto, ni el modelo de Darwin, ni sus reformulaciones en la teoría sintética, son capaces de reducir la totalidad de los fenómenos que rodean a los organismos vivos (actuales y extintos). Esto ocurre en la biología como en cualquier otra ciencia pues ningún teorema (o conjunto de teoremas) de ninguna ciencia reduce íntegramente todos los fenómenos del campo. Si fuera así, ese campo, esa ciencia, sería ya una ciencia acabada, perfecta, sería una ciencia muerta. Una comprensión no dogmática del darvinismo exige reconocer los límites de su franja de verdad, pero ello no niega la existencia del teorema de Darwin como teorema científico en aquellos contextos materiales donde efectivamente pueda constituirse. Contando, desde luego, con que su desarrollo puede conducirnos a una nueva variedad del teorema aún más sólida y potente.

* * *

Aquí termina, por fin, nuestra exposición, aunque en absoluto pretendemos haber agotado los problemas filosóficos suscitados por la biología evolutiva. En particular, no podemos dejar de referirnos a un asunto central que quizás haya causado cierta perplejidad. Nuestro análisis gnoseológico del darvinismo, en la medida en que está hecho desde una filosofía de la ciencia constructivista circularista, supone considerar la evolución biológica como un teorema que construye una realidad nueva (una realidad, por tanto, que no existe previamente como tal). Por eso hemos argumentado que no es posible describir el pasado, o construir una teoría que se adecue al pasado, y hemos preferido hablar de la constitución del pasado o, por lo menos, de la constitución de algunas partes del pasado. El pasado, por definición, no existe, y tan sólo podemos hablar con sentido de él en cuanto construcción realizada a partir de vestigios, reliquias y cursos operatorios presentes. Ahora bien, parece evidente que el teorema de la evolución biológica, una vez construido, exige la existencia de una serie de procesos que son anteriores a la aparición del teorema; anteriores, incluso, a la existencia de sujeto gnoseológico alguno. Efectivamente, los procesos evolutivos resultarían ininteligibles si no suponemos su existencia previa al siglo XIX. Pero, la pre-existencia de los procesos evolutivos parece que entra en contradicción con nuestra interpretación del modelo de Darwin como descubrimiento constitutivo. Estaríamos diciendo, por una parte, que la evolución biológica no existe previamente a la construcción del teorema de Darwin y, por otra, que tendría que existir previamente, si es que ese teorema ha de resultar inteligible. Estaríamos, en fin, hablando de un descubrimiento constitutivo que, sin embargo, exigiría la preexistencia de lo descubierto.

Vamos a referirnos a esta dificultad considerándola desde un punto de vista gnoseológico, aunque no estamos muy seguros de que sea posible separar aquí la perspectiva gnoseológica de la ontológica. Pues bien, desde la gnoseología materialista, habrá que reconocer explícitamente una tensión ineludible entre dos requerimientos que afectan a toda verdad científica. Por un lado, consideramos que una verdad científica es posible por la neutralización de los aspectos subjetivos de las operaciones, y suponemos que esta neutralización se produce cuando múltiples cursos operatorios confluyen en una identidad sistemática. Hemos intentado exponer cómo este proceso tiene lugar en el teorema de Darwin. Nos alejamos así del operacionalismo radical del primer Bridgman que llega a reducir los conceptos de las ciencias a series de operaciones. Para nosotros, la neutralización de los aspectos subjetivos de las operaciones supone reconocer en las verdades científicas ciertos componentes que no están en las operaciones, fundamentalmente, los contenidos de esas verdades que se imponen a los propios sujetos gnoseológicos. Ahora bien, por otro lado, es necesario hacer notar que, desde el punto de vista gnoseológico, esos contenidos no se imponen al sujeto de un modo inmediato, ni en la perspectiva del Mundo o del Hombre, sino que implican sólamente la franja de fenómenos que cubre el teorema. La verdad del teorema de la evolución se impone si es que hay que mantener necesariamente esas armaduras de cuya confluencia surge: el registro fósil, las analogías y homologías anatómicas y fisiológicas, la distribución biogeográfica, &c. Esto es tanto como decir que esa verdad no puede considerarse como una verdad exenta, separada totalmente de los fenómenos y de las estructuras fenoménicas de donde brota, y por eso es imprescindible restituirla contínuamente a esos contextos que la hacen posible (y esos contextos están dados en el presente, necesariamente). Si esto es así, y ateniéndonos al punto de vista gnoseológico (si es que ello es posible), el reconocimiento de la evolución biológica como un proceso pasado no exige una concepción descripcionista o adecuacionista de la ciencia. Tan sólo es necesario reconocer que el pasado está constituido siempre desde el presente (con todo lo que esto supone), y que la verdad científica que construye ese pasado, aunque tenga componentes que se imponen como objetivos: (1) no llega nunca a ser independiente de los cursos operatorios fenoménicos que la hacen posible, (2) no es una descripción del pasado, (3) no es una teoría que se adecua al pasado, y (4) puede ser considerada una construcción material sintética que conforma nuestra realidad actual. La realidad presente incluye el «pasado construido» porque ese pasado, aunque no lo percibamos directamente, afecta y determina lo existente.

El análisis de la idea de Pasado en su relación con la teoría ontológica del materialismo filosófico conduce, por su parte, a multitud de problemas que merecen una discusión detenida. Ello exige, en primer lugar, exponer la distinción entre ontología general y especial, y referirse a la teoría de los géneros de materialidad (Bueno, 1972 y 1990b). También supone desarrollar una teoría filosófica acerca de la idea de Tiempo y analizar cómo las ideas de Pasado y de Tiempo se abren paso a través de una multiplicidad de categorías (físico-química, biología, historia, &c). Será necesario, además, decidir cuál es la figura dialéctica que permite constituir una idea de Pasado que no sea metafísica (por ejemplo, habría que responder a preguntas como la siguiente: ¿se acomoda esta idea al modelo de la catábasis o de la catástasis?). Pero todo ello habrá de quedar para mejor ocasión.

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{1} Texto de la conferencia impartida en Zaragoza, el 3 de julio de 1995, dentro del Seminario Interdisciplinar de la Universidad de Zaragoza.

{2} vid. C. Burret (ed.), 1967, p.26. El desarrollo de la biología evolucionista no parece haberse visto afectado, en cualquier caso, por el desprecio del autor del Tractatus. Sin embargo, es discutible que una obra como el Tractactus pueda escribirse si uno se toma la verdad de la evolución biológica en serio.

{3} Citamos a Gustavo Bueno, 1994, vol.5, p. 221.

{4} A lo largo de esta lección utilizaremos la distinción emic/etic tal como la usan los antropólogos culturales (por ejemplo, Harris) para distinguir el punto de vista del nativo, interno a una cultura (en nuestro caso, a un momento histórico que ya no existe), que sería el punto de vista emic, frente al análisis de esa cultura desde fuera, tal como la reconstruye el antropólogo (en nuestro caso, tal como aparece ese momento histórico al historiador actual), que sería la perspectiva etic.

{5} vid. Bueno, 1989, para más información acerca de la distinción entre descubrimientos negativos y descubrimientos particulares.

{6} vid. Gustavo Bueno, 1979.

{7} J.H. Woodger, 1978: 155.

{8} vid. op.cit., pp. 154-183.

{9} op. cit., p. 33.

{10} Ch. Darwin, 1876, Autobiografía (publicada en 1887), en el último capítulo titulado: «Residencia en Down, desde el 14 de septiembre de 1842 hasta la fecha, 1876», en el apartado titulado «Mis publicaciones».

{11} tomado de F. Darwin y A.C. Seward (eds.), 1903.

{12} Francis Darwin ,1892, The Autobiography of Charles Darwin and Selected Letters, citamos por la versión española de Alianza (1977, 1984), vol.1, pp. 160-161.

{13} Dice Darwin: «Ningún otro trabajo mío comenzó sobre una base tan deductiva como éste, ya que había imaginado toda la teoría [mientras me hallaba] en la costa occidental de Sudamérica, antes de haber visto un verdadero arrecife coralino», Darwin, Autobiografía, en el apartado en el que narra su estancia en Londres 1839-1842.

{14} vid. Popper, K.R., 1984: 32-34. Popper cita a Bergson y vuelve a insistir en su errónea teoría de la presión interna de selección de 1974.

{15} Sobre el carácter tautológico de la teoría de la evolución vid. Manser, A.R., 1965. Sobre la imposibilidad de realizar predicciones desde el evolucionismo biológico vid. Rosenberg, A., 1983.

{16} Con algunas modificaciones parafraseamos a Gustavo Bueno, 1992-94, v.3:869.

{17} Para una visión de conjunto de la anatomía comparada anterior a Darwin puede consultarse López Piñero, 1992.

{18} Un resumen de las posiciones de Lyell y de la réplica de Owen puede verse en Michael Ruse, 1979:170 y ss.

{19} Darwin en el «Prólogo» a El origen de las especies.

{20} Darwin, en la «Recapitulación y conclusión» de El origen.

{21} Sobre la diferencia entre descubrimientos constitutivos y manifestativos puede verse Bueno, 1989.

{22} La teoría del cierre categorial analiza estas situaciones en las que las operaciones de los sujetos (animales) entran a formar parte, como términos, del campo de las ciencias por medio de la distinción entre metodologías a y b operatorias. Un resumen reciente de esta teoría puede encontrarse en Gustavo Bueno, 1995: 74-88.

{23} Diamérico: «Dado un término o configuración definidos, diamérico es todo lo que concierne a la comparación, relación, cotejo, confrontación, inserción, coordinación, &c. de este término o configuración con otros términos o configuraciones de su mismo nivel holótico (distributivo o atributivo)». Metamérico: «Para un término o configuración dados es metamérica toda relación, comparación, inserción, &c. de este término o configuración con otros de superior [...] nivel holótico» (Bueno, 1992-94, vol.5: «Glosario»).

{24} Darwin escribió en 1879: «Qué absurda idea parecen sostener en Alemania sobre la conexión entre socialismo y evolución por selección natural», en F. Darwin, 1887, vol. III:237.

{25} Darwin, F., 1887, t.1:316.

{26} Con Bueno, llamamos ignorabimus fenoménico a aquellos fenómenos que ignoramos en la actualidad y que ignoraremos siempre sencillamente porque han desaparecido como tales fenómenos, atomizados en sus partes materiales. Los organismos del pasado que no se han fosilizado o que, habiéndose fosilizado, han desaparecido ulteriormente por erosión o por la acción de altas prsiones y temperaturas serían ejemplos de este ignorabimus. También son ejemplos de este ignorabimus la situación fenoménica de hace, pongamos por caso, tres mil o cuatro mil millones de años: esos fenómenos no existen y, contrariamente a lo que se suele decir, no se pueden reproducir en un laboratorio las condiciones fenoménicas de ese mundo de hace tres mil o cuatro mil millones de años. Lo que se construye en el laboratorio es, siempre, algo bien diferente, sin duda. Véase Bueno, 1990a.

{27} On the Origin of Species, 5ª ed., 1869, p.388.

{28} Álvarez, L.W; W. Álvarez; F. Asaro; y H.V. Michel, 1980. Álvarez, L.W., 1982. Un magnífico análisis de la extinción masiva en E. Molina, 1995.

{29} vid. el final del «Prólogo» a El origen.

 

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