La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Benito Jerónimo Feijoo 1676-1764

Teatro crítico universal / Tomo quinto
Discurso quinto

Observaciones comunes


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§. I

1. Gran número de errores comunes que podían ser comprendidos debajo del título de este Discurso, quedan propuestos e impugnados en otros Discursos de este, y los demás Tomos, a cuyas materias pertenecían. Así en éste sólo pasarán por nuestra censura aquellas Observaciones comunes que por razón de asunto no tuvieron lugar en los Discursos que hasta ahora hemos escrito, ni le tienen en los que para adelante hemos meditado.

2. Esto que se llama Observación Común, suele ser un trampantojo con que la ignorancia se defiende de la razón: un fantasma, que aterra a ingenios apocados: y coco, digámoslo así, de entendimientos niños. No decimos que el camino de la experiencia no sea el que lleva derechamente a la verdad; antes confesamos que para todas las verdades naturales colocadas fuera de la esfera de la demostración matemática, o metafísica, no hay otro seguro. Lo que afirmamos es, que frecuentemente para defender opiniones falsas, se alegan experiencias u observaciones comunes que no existen, ni existieron jamás en la imaginación del vulgo.

3. Inmenso trabajo toman sobre sí los desengañados, que en esta materia se meten a desengañadores; porque en cada individuo encuentran un nuevo fuerte que expugnar, [104] un fuerte en quien no hace mella la razón, ya porque los más no son capaces de penetrarla, ya porque la experiencia, que falsamente tienen aprendida, los obstina a cerrar los ojos para no ver la luz. A todo oponen, que así lo dicen todos, y que es observación común; siendo falso, que haya habido sobre el asunto controvertido observación común, ni aún particular, sí sólo un error común, originado, o de una aprensión vana, o de embustes, o de una casualidad mal reflexionada, que existiendo al principio en uno u otro individuo, con el tiempo fue cundiendo hasta ocupar Pueblos y Regiones enteras.


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§. II

4. La mayor parte de mi vida he estado lidiando con estas sombras; porque muy temprano empecé al conocer que lo eran. Siendo yo muchacho, todos decían que era peligrosísimo tomar otro cualquier alimento poco después del chocolate. Mi entendimiento, por cierta razón que yo entonces acaso no podría explicar muy bien, me disuadía tan fuertemente de esta vulgar aprehensión, que me resolvía a hacer la experiencia, en que supongo tuvo la golosina pueril tanta o mayor parte que la curiosidad. Inmediatamente después del chocolate, comí una buena porción de torreznos, y me hallé lindamente así aquel día, como mucho tiempo después; con que me reía a mi salvo de los que estaban ocupados de aquel miedo. Asimismo reinaba entonces la persuasión de que uno que se purgaba, ponía a riesgo notorio, unos decían la vida, otros el juicio, si se entregase al sueño antes de empezar a obrar la purga. Yo, considerando que muchos tomaban las píldoras que llaman de régimen (algunas veces en bastante cantidad), cuando estaban para ir a la cama, o ya puestos en ella, y después de dormir muy bien despertaban, llamados de la operación del purgante, sin lesión alguna; y no pudiendo en cuanto a esto hallar diferencia alguna entre los purgantes dados en forma líquida, o en forma sólida, ni aún en las varias especies de purgantes, me [105] dejé dormir lindamente en ocasión que había tomado una purga, sin padecer por ello la menor inmutación. Después oí decir, que el sueño impedía o minoraba la acción del purgante; lo cual también es falso, como he experimentado muchas veces; porque en mi juventud me purgaba con bastante frecuencia, de lo que ahora estoy muy arrepentido, y muy enmendado. Está, pues, tan lejos de ser nocivo el sueño sobre la purga, que antes es sumamente cómodo. Libra de las bascas que ocasiona el purgante, precave el vómito, y refuerza el cuerpo para tolerar mejor la purgación.

5. En Francia, no muchos años ha, había una aprehensión general semejante a la que acabamos de refutar. Creíase como cosa constante, que los que tomaban las aguas minerales de Fórges, si dormían después de comer, morían muy en breve; y sobre esto se referían muchos sucesos funestos: hasta que Dionisio Dodart, célebre Médico Parisiense, habiendo ido a tomar dichas aguas, quiso creer más a su razón que a la voz común; y todos los días que usó aquel remedio, durmiendo bellamente después de la comida, sin recibir el menor daño.

6. A vista de esto, no extraño, ni debe extrañar nadie la falsa aprehensión de los habitadores de la Isla de Madagascar; los cuales aunque abundan de uvas, ni las comían ni hacían vino de ellas, juzgándolas venenosas, hasta que arribando allí los Franceses, los desengañaron. Antes, si se mira bien, se hallará que su error es más disculpable que los que notamos arriba. Supónese, que los Madagascares que tenían por venenosas las uvas, nunca las habían probado; y así no tenían principio alguno por donde entrar en sospechas de su error. Pero los que juzgaban peligroso el sueño sobre la purga, mortífero después de la comida, durante el uso de las aguas de Fórges, tenían un gran motivo para presumir que la común aprensión era vana, por las continuadas experiencias de los beneficios que presta a nuestra naturaleza el sueño. Así se puede decir que el Vulgo de Francia, y de España no es [106] mas sabio que los bárbaros de Madagascar. Lo peor es, que para estas cosas casi todos los hombres son Vulgo, sin otra distinción que la de Vulgo alto, y Vulgo bajo.

7. Ya que estamos en Francia, no omitamos dos famosas Observaciones Comunes de aquella Nación, cuya falsedad califican sus mismas Historias, y de que hoy creo estarán todos desengañados. La primera, como testifica el Padre Zahn (tom. 3 Mund. mirab.), era que ninguna de sus Reyes pasaba de la edad de Hugo Capeto, Cabeza de la tercera Estirpe Real de Francia. !Notable error! pues fuera de otros algunos, que vivieron más que aquel Príncipe, el mismo que lo sucedió inmediatamente en la Corona, que fue Roberto el Devoto, le excedió en cuatro años de vida. Hugo vivió cincuenta y siete años, y Roberto sesenta y uno. La segunda, que era fatal inviolable destino de aquella Corona, que todos los Reyes que terminasen un septenario, habían de ser prisioneros. Este error fue ocasionado de dos o tres casualidades. Fue el Santo Rey Luis hecho prisionero por los Infieles. Contados después siete Reyes, fue el último del septenario el Rey Juan, a quien hicieron prisionero los Ingleses. Y al fin de otro septenario cayó Francisco I, que lo fue de los Españoles. Como el gran Luis XIV. no padeció la misma desgracia, aunque le tocaba por la regla del septenario, me persuado esté del todo desvanecido este error. Tampoco fue prisionero Roberto el Devoto, anterior otro septenario al Santo Rey Luis.


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§. III

8. El hacer regla de las casualidades es el principio más ordinario de estas falsas observaciones. Apenas hay territorio alguno donde el Populacho no tenga por infausto para tempestades alguno de los días del Estío donde cae alguna festividad señalada. En una parte se tiene por falta el día de San Juan, en otra el de San Pedro, en otra el de Santiago, en otra el de San Lorenzo, &c. Si les preguntan, ¿por qué? responden, porque [107] es observación y experiencia continuada de tiempo inmemorial; y tal observación y experiencia no ha habido. Dos o tres tempestades que hayan acaecido en tal día por espacio de veinte o treinta años, hacen tal impresión en el Vulgo, que quedan en su idea señalado para siempre el día por infausto. Cuando yo vine a esta Ciudad, hallé en ella la general persuasión de que siempre el día de Santa Clara había truenos. Ha que vivo en ella veinte y tres años, y sólo dos veces oí truenos el día de Santa Clara. Aquí hay también la vanísima aprensión, de que todos los Martes Santos llueve indefectiblemente, hallando el Vulgo cierto misterio en ello; y es, que aquel día se celebran las lágrimas de San Pedro, y le parece debe en su modo el Cielo, como haciendo memoria del llanto del Apóstol.


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§. IV

9. ¿Pero qué hay que extrañar estas ridículas aprensiones de este o el otro Pueblo, cuando en todas partes vemos estampado como axioma, aquel disparatado proverbio de que no hay Sábado sin Sol? No hay que pensar que esto se dice sin creerse; pues a gente de buena ropa he visto tan encaprichada de aquella sentencia, que no hallaba modo de arrancársela del cerebro. La dificultad de disuadirlos consiste en que realmente es rarísimo el Sábado en que deje de asomar el Sol poco o mucho; y en Países poco lluviosos pasarán tal vez dos o tres años en que no haya un Sábado perfectamente nubloso desde que amanece hasta que anochece. Pero debieran advertir, que en otro cualquier día de la semana que quiera observar, experimentarán lo mismo; siendo cierto, que en los Países secos, apenas de trescientos y sesenta y cinco días que tiene el año, hay dos o tres en que no se descubra el Sol algún rato. A quien no me creyere ruego lo observe, y hallará que digo verdad. Aun en este País, que es excesivamente llovioso, apenas se encontrarán en toda la rueda del año siete días en que el Sol no se nos descubra algún rato. Eso de pensar que el [108] Cielo tiene esa atención con la Virgen Señora nuestra, a cuyos cultos está dedicado con alguna especialidad el Sábado, es, a la verdad, una piadosa imaginación; pero una piadosa imaginación propia de la Plebe ignorante. Mas justamente debiera el Cielo esos respetos al Domingo, como consagrado especialmente al culto de la Suprema Majestad. [109]

{(a) 1. El ningún fundamento con se forma un proverbio falso en materia de pronósticos de tiempo o de temporal, se esparce por una o muchas Provincias, y ya constituido en grado de Axioma, logra firme asenso en algunos tontos, se ve en un gracioso caso que refiere Goyat Pitaval en el tomo 7 de las Causas Célebres. El año de 1725 tuvieron grandes lluvias en Francia por la Primavera y principios del Estío. Estaba la gente desconsolada, temiendo una cosecha infeliz. Sucedió, que el día 19, o 20 de Junio de dicho año se tocó este triste asunto entre alguna gente que estaba en una Taberna de Café de la Ciudad de París. Hallábase entre ella un hombre llamado Bulliot, natural de Languedoc, que ejercía el negocio de Banquero en aquella Corte. Siendo así que lo que había llovido hasta aquel día era bastante para que se hablase melancólicamente en la materia, Bulliot entristeció mucho más la conversación con el infausto anuncio de que aún había de llover más cuarenta días consecutivos. Como despreciasen algunos de los presentes el pronóstico, porque nadie le tenía por Profeta, él insistió asegurando que sería así, y desafiando a cualesquiera que quisiesen apostar con él sobre el caso. Los que apostaron fueron muchos, y mucho lo apostado. Corrió la noticia por todo París. Apenas se hablaba de otra cosa. Era señalado con el dedo Bulliot en cualquier parte por donde pasaba. Dijo a este propósito un gran Señor, que si Bulliot ganaba la apuesta, debían castigarle por hechicero, y si perdía, encarcelarle en la casa de los locos. A pocos días cesó la agua, y Bulliot perdió su dinero. ¿Pero qué motivo tenía este hombre para esperar cuarenta días más continuados de lluvia? No fue menester tortura para que lo confesase. No mas que un refrancito que anda en el Vulgo de Francia, y que traduzco de este modo.

Si llueve el día de San Gervás,
Llueve cuarenta días más.

Por mal del pobre Bulliot, llovió el día de San Gervasio, y Protasio, que es el del 19 de Junio: con que fiado en el Proverbio, como [109] si fuese Artículo de Fe, dando por seguro pronóstico, perdió una gran parte de su caudal; creo que cuanto tenía de dinero efectivo dentro de su casa.

2. Nadie fíe en adagios. Hay muchos falsísimos, y el mas falso de todos es el que los califica a todos por verdaderos, diciendo que son Evangelios chicos.}

10. Debo advertir aquí, que como yo no puedo reducir a determinados capítulos todas las observaciones comunes que juzgo falsas, porque pertenecen a diversísimas materias, no espere de mi el Lector otro orden en proponerlas, que aquel que les diere la casualidad con que fueren ocurriendo a la memoria.


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§. V

11. La observación de las mudanzas de temporal, arreglada a los cuatro ternarios de días de ayuno establecidos por la Iglesia, que vulgarmente llaman Cuatro Témporas, no tiene fundamento alguno ni en la razón ni en la experiencia; antes la razón y la experiencia militan contra ella. Dícese, que el aire que queda levantado al espirar cada Témpora, domina habitualmente hasta la Témpora siguiente. Mil veces que lo he notado, vi falsificado este rústico axioma. La razón también convence su falsedad; porque aquellos ternarios no tienen conexión con alguna causa física, capaz de establecer ese domino habitual del aire. Aunque se quiere decir, que hay alguna constitución en Astros que determina el temporal para los tres meses siguientes (lo que es una quimera) de nada servirá para el propósito; pues la disposición de la Iglesia no liga esos ternarios a tal determinada constitución de Astros; y así en distintos años caen debajo de aspectos muy diferentes.

12. Cítase a favor de aquella regla la autoridad de los Labradores, como de gran peso en esta materia, por ser los que con continua solicitud están atendiendo la duración y mudanza del temporal. A esto respondo, que [110] así los Labradores, como todo el resto de la Plebe, dan más asenso a las patrañas que heredaron de sus mayores, que a los desengañados que les ministran sus propios sentidos. El juicio del Vulgo, en todos los pleitos movidos sobre la verdad de las cosas, decide por la posesión, nunca por la propiedad.


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§. VI

13. La grande displicencia y fastidio, con que todos los Cristianos miramos a la Nación Judaica, produjo entre nosotros dos errores comunes en orden a esta desdichada gente. El primero, que todos los individuos de ella tienen cola. El segundo, que los Médicos Judíos quintan; esto es, que de cada cinco enfermos a quienes visitan, sacrifican uno al odio que nos tienen. Uno y otro manifiestamente es falso. En cuanto a lo primero consta, que los Judíos son organizados como los demás hombres; fuera de ser totalmente inverosímil que Dios esté cobrando contra las leyes de la naturaleza en los individuos de toda una Nación. El castigo temporal que se sabe les ha dado por su pecado y pertinencia, es la dispersión en las demás Naciones, y probablemente el odio de todas las demás Sectas. Todo lo demás es fábula originada de ese mismo odio.

14. En cuanto al quintar de los Médicos Judíos se convence la falsedad. Lo primero, porque no hay Médico alguno, que no ame más el interés y crédito propio, que la ruina ajena; así procurará la restauración de los enfermos, de donde pende su crédito, y por consiguiente su interés; salvo uno u otro caso particular, que espere no sea observado. Sin duda se desacredita sumamente un Médico, en cuyas manos muriesen tantos enfermos. Lo segundo, porque con eso mismo malograrían su depravado intento; pues a dos o tres meses de experiencia todos huirían de un Médico tan fatal, aún cuando lo atribuyesen a ignorancia o infidelidad. Nótese, que exceptuando el caso de epidemia o peste, de cien enfermos [111] que visita el Médico más ignorante, apenas mueren dos o tres. La razón es, porque son con grandísimo exceso más numerosas las enfermedades leves para que se llama el Médico, que las graves. De aquellas todas convalecen por más que el Médico yerre; y en muchas de las graves hay enfermos que resisten la fuerza de la dolencia, y el abuso de la Medicina. Si hubiese, pues, un Médico, el cual de cinco enfermos matase uno, sería tan visible la enormidad del estrago, que sin duda nadie le daría el pulso, y a breve tiempo se quedaría sin ejercicio: luego mejor le estaría, aún para el fin de su perversa intención, mantener su crédito y ejercer la Medicina toda su vida, en cuyo discurso podría matar cien Cristianos, o más, sin ser observado, que atropellar los homicidios de manera que sólo le durase el ejercicio dos o tres meses, en cuyo tiempo sólo podría matar ocho o diez.

15. Lo que yo, pues, únicamente creeré es, que algunos de esa canalla hagan en los Cristianos tal cual homicidio, que con dificultad pueda observarse; especialmente en las personas que consideran más útiles a la Iglesia, o más celosas por la verdadera creencia, fuera de los que acaso sacrificarán a su odio particular. Y esto basta para huir y abominar los Médicos Judíos. [112]

{(a) 1. A los dos Errores Comunes pertenecientes a los Judíos, que impugnamos en este Discurso, agregaremos a otro, que en caso de no ser común en España, testifica Tomás Brovvn, que lo es en otras Naciones. Esto es, que la Nación Judaica exhala un particular mal olor, que es común a todos los individuos de ella. El mismo Brovvn la impugna con sólidas razones, y con la experiencia. Lo primero, las propiedades particulares de esta o aquella Nación penden del Clima en que nacen, o donde viven. No teniendo pues hoy los Judíos Clima particular, como quienes están dispersos en todos los climas, no hay principio de donde les pueda venir ese particular hedor. Lo segundo, la dispersión de los Judios en todos los Climas infiere en ellos la conmixtión de sangre de las demás Naciones; siendo absolutamente inverosímil, que en diez y siete siglos que ha que [112] viven y comercian con ellas por la incontinencia de unos y otros no se haya derivado mucha sangre Judaica a individuos de las demás Naciones, como también de estos a ellos. De que se infiere, que si los Judíos tienen tan mal olor, en muchos Cristianos, Turcos, y Paganos se hallaría el mismo.

2. La experiencia confirma ser falso este rumor; pues los que tratan y comercian con Judíos, que se portan con limpieza y aseo, no perciben tal hedor en ellos, y verdaderamente se le tuvieran, sería fácil descubrir por él los Judíos ocultos; lo que por lo menos acá en España, no sé que a nadie haya pasado por la imaginación. De aquí se infiere, que no sólo no es natural a la Nación Judaica dicho mal olor, más tampoco preternatural, o efecto de la venganza Divina, como castigo de aquella gente por su atroz culpa en la muerte del Redentor.

3. La ocasión de aquel error pudo el que los Judíos pobres (como lo son los más) ganan la vida en las partes donde son permitidos, recogiendo y vendiendo vilísimos trapos de que andan cargados, y estos les comunican el mal olor, fuera del que es común a la gente pobrísima por la falta de limpieza.

4. Juan Christóforo Vvagenselio, que en varias obras suyas se declaró enemigo implacable de los Judíos, lo defiende no obstante en el tomo 4 de su Synopsis Geográfica de otra común acusación igualmente, o más atroz que la de quintar a los enfermos. Esta es de que matan todos los niños Cristianos que pueden, y de su sangre se sirven para varios ritos supersticiosos. No niega el Autor citado algunos casos referidos en Historias fidedignas de niños Cristianos muertos a manos de Judíos, ya en odio de la Religión Cristiana, ya en venganza furiosa de lagunas injurias recibidas; pero afirma que estos casos son pocos, y no repetidos o vulgarizados, como pretende el Vulgo.}


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§. VII

16. La observación que ahora voy a notar, creo que está mas universalmente recibida que las pasadas, pues la he visto dar por asentada a personas de todas clases. Dícese, que todos los que mueren de enfermedades crónicas, expiran al bajar la marea. Protesto, que he observado varias veces lo contrario. La muerte es una gran señora sin duda; pero que no repara en formalidades, [113] y así viene, ya al subir ya al bajar la marea, tanto en las enfermedades crónicas, como en las agudas.

{(a) 1. Plinio, lib. 2. Cap. 98 cita a Aristóteles por la opinión de que ningún animal muere sino en el tiempo del reflujo del mar: His addit Aristoteles nullum animal, nisi aestu recedente expirare: Y el mismo Plinio lo confirma, aunque limitándolo al hombre: Observatum id multum in Gallico Oceano, & dumtaxat in homine compertum. Esta opinión se ha hecho comunísima, y todos dicen lo que Plinio; esto es, que consta de innumerables observaciones. Con todo Plinio se engañó, y se engañan todos los que le siguen; porque no hay ni hubo tales observaciones. En las Memorias de Trevoux del año de 1730, art. 22, está inserto el escrito de un Comisario de Marina, miembro de la Academia Real de las Ciencias, sobre varias cosas pertenecientes al mar; y entre ellas se toca el punto de que hablamos. El pasaje es muy importante, para que dejemos de ponerle aquí a la letra.

2. «Yo (dice el Autor) que he habitado muchos años en un Puerto de mar, he creído que esta opinión (la de que en los Lugares marítimos todos mueren al bajar la marea) merecía ser examinada con cuidado. En esta consideración pedí en diferentes ocasiones a los Religiosos de la Caridad, que cuidan del Hospital de la Marina en Brest, que notasen con exactitud el momento preciso en que morían [114] los enfermos. Hiciéronlo así; y habiendo leído todo el registro que formaron los años de 1727 y 1728, y los seis primeros meses del de 1729 hallé, que en el ascenso de la marea habían muerto dos hombres mas que en descenso, lo que absolutamente falsifica la observación de Aristóteles. No contento con las observaciones hachas en Brest, pedí a uno de los Médicos del Rey, que hiciese otras semejantes en Rochefort en el Hospital de la Marina. Hízolas, y salieron perfectamente acordes con las de Brest. Pudiera satisfacerme con esto; pero quise llevar más adelante mi curiosidad; haciendo la misma pesquisa en los Hospitales de Quimper, de San Pablo de León, de San Maló; y de todas las observaciones resultó, que los enfermos igualmente mueren en la creciente, que en la menguante de la marea.»

3. Todo esto es muy decisivo contra la opinión común, y en particular contra lo que dice Plinio de las muchas observaciones hechas en el Océano Gálico en confirmación de ella. Es dignísimo de notarse, que todas las observaciones contrarias a la opinión común, de que da noticia el citado Académico, fueron hachas en Puertos del Océano Gálico.}


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§. VIII

17. He creído mucho tiempo lo que todo el mundo cree, que las repentinas mutaciones de frío a calor, y mucho más de calor a frío, son perniciosísimas a la salud; de modo, que de estas últimas se dice, que no sólo causan peligrosas constipaciones, más aún muertes repentinas. Pero algunas años ha hice algunas reflexiones, que me persuaden que aquella máxima, si no es totalmente falsa, a lo menos padece muchas y grandes excepciones. Provoco a la experiencia; y lo primero arguyo así. Si estos tránsitos fuesen nocivos, lo serían tanto mas, cuanto los extremos son mas distantes; lo que nadie negará. Pues ve aquí, que las mozas de cántaro son la gente que padecen estas mutaciones entre los extremos mas distantes de frío y de calor, yendo y viniendo todos los días del hogar al río, [114] y del río al hogar; de modo que en el Invierno allí se hielan, y aquí casi se abrasan: no obstante lo cual, no se nota que esta gente sea más enfermiza, ni viva menos que los demás. Si se me responde, que el estar habituadas a eso preserva, preguntaré, ¿cómo no enferman, y mueren antes de habituarse, pues es cierto que no nacieron con ese hábito?

18. Lo segundo, muy pocas son las personas que en los mayores fríos del Invierno no padezcan todos los días esas repentinas mutaciones; pues casi todas la levantarse de la cama pasan (por mas abrigado que esté el cuarto) de un calor bastantemente intenso, a un frío bastantemente vivo. Haga cualquiera la experiencia, y hallará, que trasladando el termómetro del mismo cuarto al sitio de la cama donde reposa cuando está para levantarse, sube el licor más de seis dedos, y no bajará tanto trasladándole del cuarto a las calles. ¿Pues cómo se cree, que el salir de un cuarto abrigado a la calle en tiempo frío pueda hacer mucho [115] daño, no haciendo alguno el salir de la cama al cuarto?

19. Si se me opusiere, que en sentir de los Médicos los Otoños son enfermizos, por las frecuentes mutaciones de calor a frío, y de frío a calor: niego la casual; pues en la Primavera hay del mismo modo esas frecuentes mutaciones, sin que sea enfermiza aquella estación; antes salubérrima en sentir de Hipócrates.

20. Si se me arguyere con la experiencia y observación; digo, que la experiencia es ninguna, y la observación torcida. El que está preocupado de la aprehensión de que estos tránsitos son muy nocivos, les achaca sus indisposiciones, aunque nazcan de otras causas. Muchas veces el frío hace daño a sujetos delicados, no por haber hecho tránsito del calor al frío, sino por ser el frío excesivo; pero el error común hace creer, que el daño vino de aquella causa, y no de esta. Otras veces daña el aire, o frío, o caliente, no por estas cualidades, sino por otras adjuntas a ellas. Finalmente, nadie dará tantos experimentos por la opinión común, como yo doy por la mía, ni aún el diezmo; pues en las dos partidas de los que se levantan de la cama en Invierno, y las mozas de cántaro, propongo infinitos millones de millones de experimentos por mi opinión; a la cual doy tan firme asenso, que cuando me ocurre hacer jornada en tiempo muy frío, me caliento cuanto puedo al fuego, estando para salir, y así tolero bien el frío cerca de hora y media, no pudiendo sufrirle media hora cerca de esta diligencia. No sólo eso; más sucesivamente en las casas que encuentro repito la misma; de modo, que hago cinco o seis mutaciones de un extremo a otro en un día, y así me va muy bien.


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§. IX

21. La fascinación, o mal de ojos (como vulgarmente se llama) no puede menos de tener lugar en este Discurso. Entre todas las observaciones vanas entiendo que esta es la más común, y también la más antigua. Entre los Romanos ya era ordinaria esta cantilena, como [116] se colige de testimonios de Plinio, Plutarco, Aulo Gelio, y otros. Bien trivial es lo de Virgilio:

{(a) San Juan Crisóstomo (homilia 8. super cap. 3. Epist. Ad Colossenes) se ríe e la fascinación, despreciándola como cosa fabulosa: At inquis (dice) oculus quisquam fascinavit puerum. Quousque Satanica ista? Quomodo non ridebunt nos Graeci? Quomodo non subsanabunt?}

Nescio quis teneros oculus mihi fascinat agnos.

22. Plutarco, que trató determinadamente esta materia en un Diálogo, da a conocer, que ya venía el concepto de la fascinación de más remota antigüedad. En la Grecia era también común en tiempo de Aristóteles, pues en los Problemas dice que la ruda se tenía por remedio para la fascinación. A la posesión de tantos siglos se añade el sufragio de muchos hombres doctos, tanto Teólogos, como Médicos.

23. A vista de esto, cualquiera que siga las reglas de la Crítica vulgar, asentirá a que verdaderamente hay fascinación; y aún tendrá por insigne temeridad el negar lo que en todos tiempos el común consentimiento de las Naciones. Pero a mí, que con el conocimiento de la facilidad con que una opinión falsa, pasando velozmente de uno a otro, se apodera del común de los hombres, tengo muy desembarazado el espíritu del medio, o de la veneración que ordinariamente se concilia la multitud, ninguna fuerza me hace, ni el consentimiento de las Naciones, ni el de los siglos. Antes siento, que cuando se dice de fascinaciones es mera fábula, nacida y criada entre gente ignorante, ruda, y supersticiosa, y comunicada después, por falta de reflexión, a los de más capacidad.

24. Llámase fascinación la acción de dañar a otro con la vista; pero se añade comúnmente, como precisa circunstancia, que el fascinante mire al fascinado con afecto de envidia. Créese, que los niños hermosos están más expuestos a este daño; porque la ternura de su edad es más capaz de recibir la maligna impresión, y la hermosura excita la envidia en los que la miran. Quieren algunos, que no [117] sólo la envidia, mas también el amor produzca a veces este mal efecto, y no sólo mirando, más aún alabando al sujeto.

25. Es claro en buena Física, que nada de esto puede suceder. La vista no es activa, sino dentro del propio órgano. Los ojos reciben las especies de los objetos; pero nada envían a ellos. Las palabras, por ser de alabanza o vituperio, no tienen acción física alguna, sí sólo la significación o representación intencional que les dio el libre arbitrio de los hombres. Luego cuanto se dice de fascinaciones es una quimera. De los Autores Médicos que tengo en mi Librería y tocan este punto, sienten lo mismo que yo, Valles, Paulo Zaquías, y Lucas Tozzi; y sólo Miguel Luis Sinapio afirma lo contrario.

26. Valles sospecha que este error nació de que los niños, cuanto más hermosos, sanos, y carnosicos están, tanto están más expuestos a caer en alguna grave indisposición; para lo cual alega el Aforismo de Hipócrates: Habitus, qui ad summum bonitatis pertingit, periculosus est; y el de Cornelio Celso: Qui nitidiores solito sunt, suspecta bona sua habere debent; y el Vulgo, ignorando esta regla de la Medicina, o esta ley de la Naturaleza, atribuye aquel repentino tránsito de la salud a la enfermedad, a la pasión de quien los mira. Pero sea lo que fuere de la verdad de los dos Aforismos, la aplicación de Valles no es oportuna: Lo primero, porque ni Hipócrates, ni Celso dicen, que en aquel estado de perfecta salud, la decadencia a la enfermedad sea repentina: Lo segundo, porque entrambos son igualmente aplicables a los adultos que a los niños; y así los entienden generalmente los Médicos. Tampoco creo, que esa decadencia repentina de los niños sea frecuente. Si sucede en ellos más veces que en los adultos, se debe atribuir a la ternura o poca firmeza de sus fibras, las cuales siendo de tan débil resistencia, por varias causas internas y externas, pueden perder prontamente su tono.

27. Esta es sin duda la causa más verosímil de esas repentinas mutaciones, y totalmente inverosímil la del mal [118] influjo de los ojos ínvidos, no sólo por la razón que ya hemos dado; más también, porque si fuese así, padecerían ese daño con mucha más frecuencia aquellos niños en quienes hay más que envidiar; esto es los hijos de Nobles y personas ilustres, que andan comúnmente más limpios, más bien tratados, más tersos, y más ricamente ceñidos; y no sucede así, antes lo contrario; pues las que más comúnmente se quejan de que sus hijuelos han sido fascinados, son las mujeres pobres y humildes, lo cual consiste en que como los cuidan menos, y los exponen frecuentemente ya al viento, ya al frío, ya al excesivo calor, ya a otras muchas incomodidades, mas fácilmente caen en esos accidentes repentinos. Bien que a veces otra alguna causa puede originar, respecto de los hijos de los Nobles, esa supersticiosa creencia. Oí a una Señora, que siendo niña, todos los días de fiesta padecía alguna indisposición. Era el caso, que para sacarla a Misa, por componerla bien, la apretaban demasiadamente la ropa. Esto la producía dentro de poco tiempo la indisposición que hemos ducho, lo que ella conocía y lloraba. Pero a los domésticos no había quitarles de la cabeza, que como había salido en público, a que se añadía la circunstancia de linda, alguien la había dado mal de ojo.

28. Y no dejaré de notar aquí que la precaución que comúnmente se toma contra el mal de ojo, colgando a los niños una higa de azabache, u otra figura que significa irrisión y desprecio, como que esta rebata el mal aspecto de los ojos ínvidos, viene por legitima sucesión de la superstición gentílica. Entre tantas ridículas Deidades como adoraban los Romanos, era una el Dios Fascino, a quien dieron este nombre porque le tenían por Protector contra el mal de la fascinación. La imagen de esta Deidad, que era torpísima, e irrisoria en extremo, colgaban, no solamente a los niños más aún a los carros triunfales, persuadidos a que los que iban en ellos gozaban la gloria del triunfo, como objetos de la mas rabiosa envidia, necesitaban [119] de aquel socorro. La conformidad de los dos mitos muestran que el posterior nació del anterior.

29. El argumento, que a favor de la fascinación hacen los patronos de ella con los hálitos o efluvios nocivos que manan de algunos cuerpos, ninguna fuerza hace, ni es del caso. Lo primero, porque el movimiento de esos efluvios no depende de la acción de mirar. Que el que tiene efluvios malos mire, o deje de mirar, no dejará de despedir esos efluvios. Lo segundo, porque tampoco depende su movimiento de los afectos de envidia o de amor; sí sólo del calor, o interno o externo que nos agita, y hace salir del cuerpo. Dirase acaso, que hay una especie particular de efluvios venenosos, los cuales sólo salen por los ojos; pero esta será una nueva física, inventada a placer sólo a fin de mantener la fábula. Mas: Demos que los poros de los ojos sean los únicos conductos de esos efluvios: luego que estos se despidan al ambiente, se esparcirán por él como todos los efluvios, en vez de ir en derechura a la persona que se mira. La acción de mirar no puede dirigirlos a su objeto; porque, como ya se insinuó, aquella acción es inmanente, como dicen los Filósofos; esto es, no tiene efecto alguno hacia afuera, todo se ejerce dentro del órgano de la vista.

30. A otro argumento que se hace, fundado en varios ejemplos de morir las aves, romperse los espejos, &c. sólo por la acción de mirarlos los que tienen esta especie de veneno nativo, no daremos otra respuesta que la que tiene Valles diciendo: Merae nugae, merae fabulae: Meras patrañas, y fábulas. No hay que alegarme testigos del hecho, porque me remito a las reglas dadas en el Discurso primero de este tomo. Pero basta de este asunto; pasemos a otro.


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§. X

31. La observación generalísima de que nacen y hay en el mundo más mujeres que hombres, no está bien justificada. Bernardo Nievventyt refiere, que el Matemático Inglés Arbuthnot examinó poco ha, por los [120] Registros de Londres, cuantos hombres ymujeres habían nacido en aquella Ciudad por espacio de 82 años; conviene a saber, desde el año 1629, hasta el de 1710, y se halló, que en todos los años, tomados uno con otro, habían nacido más hombres que mujeres. El menor exceso fue el del año de 1703, en que nacieron 7765 niños, y 7683 niñas. El exceso fue de 82 niños. El mayor exceso fue el del año 1661, en que nacieron 4748 niños, y 4107 niñas. El exceso fue de 641 niños.

{(a) 1. Exhibiremos nuevas pruebas testimoniales de ser falsa la opinión de que hay más mujeres en el mundo que hombres. En el cuarto tomo de los Soberanos del Mundo, citado en las Memorias de Trevoux, año de 1734, art. 90, se refiere que el año de 1687 se contaron los hombres y mujeres que había en Roma, y se halló ser aquellos sesenta y dos mil, estas cinquenta y una mil.

2. Monsieur Derhan, Filósofo Inglés, citado y aplaudido en las mismas Memorias de Trevoux del año 1728, art. 19, testifica que por las suputaciones hechas en Inglaterra y otras partes, resulta que el número de los hombres que nacen, excede algo el de las mujeres; lo que es diametralmente contrario a la observación común que se supone en esta materia.

3. En el Tibet, País grande de la Tartaria Oriental, es permitido a la mujer casarse con muchos maridos, que son comúnmente de una misma familia, y muchas veces hermanos. El motivo que dan para este abuso, es, que hay en aquella Región muchos más hombres que mujeres. En efecto dice el Padre Regis, Misionero de la China, que estuvo mucho tiempo en el Tibet, que discurriendo por las casas o familias, se encuentran muchos más muchachos que muchachas. (Hist. De la China del Padre Duhalde, tom. 4, pág. 461.)}

32. De aquí se sigue una de dos cosas: o bien que la regla general contraria de que nacen más hombres que mujeres es la verdadera; o bien que no hay en esto regla general, sino que en unas Regiones nacen más hombres que mujeres; en otras, más mujeres que hombres; y en otras acaso igual número de uno que de otro sexo. ¿Quién duda, que la diversidad de los climas puede producir esta variedad? Pero sospecho que aún respecto de nuestra Región, [122] la cuenta se ha echado muy a bulto; esto es atendiendo sólo a los individuos existentes en los Pueblos de donde son originarios, sin hacer memoria de los hombres que salieron para la guerra, o para Indias, o para Roma, o a tunar por el mundo, &c. De suerte, que estos hombres peregrinos, (llamémoslos así) ni se cuentan en el Lugar de donde son naturales, ni en aquel donde son extranjeros, y por esto se halla en una parte y otra menor el número de los hombres, que el de las mujeres; las cuales por lo común viven y mueren donde nacen, y rarísima es omitida en la cuenta.

33. Otra equivocación pienso que hay también en esta materia. Dícese que muchas mujeres se quedan sin casar por falta de hombres; y de aquí se infiere que no hay tantos hombres como mujeres. El antecedente es equívoco, y la consecuencia no sale. Faltan hombres para muchas mujeres, no porque no haya en el mundo número correspondiente de uno a otro sexo, sino porque una gran extracción de hombres para la guerra, mucho mayor para las Religiones, y generalmente para el Estado eclesiástico; respecto de cuyas partidas, la extracción de mujeres para Religiosas no llega a ser de veinte partes la una. Añádase, que la guerra y los viajes, especialmente por mas, no sólo excluyen infinitos hombres de la cuenta, pero hacen que muchos de esos mismos no puedan contarse, porque les abrevian la vida.


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§. XI

34. Concluyo este Discurso, proponiendo cierta duda sobre otra observación generalísima: esta es, que el sonido de las campanas conduce para disipar los terrores de los nublados. No hablo aquí de la virtud moral que para este efecto se considera existente en la bendición de las campanas; o por mejor decir, en las preces que intervinieron en la bendición, la cual no es otra cosa, que aquel influjo moral con que generalmente mueven a la piedad Divina las oraciones. Tampoco hablamos aquí de otro influjo moral indirecto, existente [123] en el mismo sonido de las campanas, que consiste en despertar la memoria de los Fieles para que imploren la Divina Clemencia contra los amagos de su Justicia. Verdaderamente este influjo moral indirecto era grande en la primera institución de este rito, porque se ordenaba a convocar los Fieles al Templo, donde todos unidos oraban para apartar el peligro; pero hoy se puede considerar ninguno; porque quien no se mueve a orar y compungirse por el estampido del trueno, tampoco se moverá por el sonido de la campana.

35. Sólo, pues, se trata de aquella virtud natural y física que universalmente se atribuye al sonido de las campanas, suponiendo que esté conmoviendo el aire interpuesto entre el nublado y la tierra, llega a conmover, atenuar, y dividir el mismo nublado; de suerte, que reduciéndose a menor densidad, pierda mucho de su malicia.

36. De esta virtud me ha hecho dudar, y aun inclinado a sospechar la contraria, un suceso acaecido en Francia el año de 1718. El día de Viernes Santo cayó una furiosísima tempestad en parte de la costa de Bretaña. Veinticuatro Iglesias fueron heridas de rayos. Lo que es muy de notar, y lo que hace a nuestro intento, es, que los rayos cayeron precisamente en aquellas Iglesias donde se pulsaron las campanas, sin tocar en alguna de otras muchas donde se observó el rito de no tocarlas el día de Viernes Santo. El Vulgo, cuya Religión es sumamente resbaladiza a la superstición, creyó que hubiese sido una insigne profanación violar aquel rito, por lo cual irritado el Cielo, había explicado sus iras con los Templos donde se había faltado a él; como si el precepto de una ceremonia Eclesiástica subsistiese en su vigor, cuando la necesidad pública, o verdadera o existimada, dispensa en esa obligación: delirio semejante al de los Judíos de la Ciudad de Modín, que por juzgar que profanaban el Sábado trabajando en el ejercicio de las armas, al verse invadidos por los soldados del Rey Antíoco, se [123] dejaron degollar todos como unas ovejas. Fuera de que, aun cuando en aquella circunstancias obligase el rito, la ignorancia y la buena fe de los que le violaron, los eximía de toda culpa. Debe, pues, suponerse, que no fue castigo de esa imaginaria profanación aquella ruina.

37. Por otra parte, ningún cuerdo lo calificará de puro acaso. Es demasiado para mera casualidad, el que estando entreveradas las Iglesias donde se guardó la ceremonia (muchas en número) con aquellas donde se tocaron las campanas, sólo estas padeciesen, y ninguna de aquellas: Luego parece preciso conceder, que el sonido de las campanas obró como causa física en el descenso de los rayos. ¿Pero cómo puede ser esto? De este modo: Aquel sonido, comunicándose por el aire intermedio hasta el nublado, le abre un poco en la parte colocada verticalmente o casi verticalmente sobre el Templo donde se pulsan las campanas. Hecha esta abertura, la exhalación encendida, hallando salido por ella, cae por la misma línea por donde subió el sonido de las campanas. Así discurrió un Filósofo Francés que se hallaba en el sitio de la tempestad, y comunicó el suceso referido a la Real Academia de las Ciencias; concluyendo de él, que el sonido de las campanas es útil para desviar más el rayo que está algo distante; pero llama el que está vertical o cerca del punto vertical. [124]

{(a) 1. Francisco Bayle que escribió su Curso Filosófico muchos años antes que sucediese el estrago referido de los Templos de Bretaña donde tocaron las campanas, sólo por discurso filosófico conjeturó que el sonido de ellas, aunque útil mientras está distante el nublado, puede ser perjudicial cuando el nublado está perpendicular sobre el sitio donde se pulsan. Así dice (tom. 2, part. 1, lib. 3, sect. 3, n. 34.): Si vero nubes immineat loco, in quo sonus editur, metuendum est, no sono via aperiatur fulmini in eos ipsos, qui sonum edunt. Hinc forte efficitur ut fulmen Turres Campanarias frequentis laedat, quam reliquas.

2. La observación, que en estas últimas palabras insinúa Bayle, de ser mas frecuente heridas de los rayos las torres de Campanas, [124] que las que no las tienen, siendo cierta, es una eficacísima confirmación de que el sonido de las Campanas facilita el descenso, o abre el camino al rayo para que caiga sobre las mismas torres.

3. El Padre Regnault tom. 4, Conversac. 4, después de referir el suceso de la tempestad de Bretaña, y filosofar sobre él en la forma misma que el Filósofo Francés que hemos citado en el Teatro, añade, que se ha observado que los Campaneros que están mucho tiempo tocando las Campanas cuando hay nublado, frecuentemente son heridos de los rayos. Desdicha, dice, que evitarían, si fuesen tan físicos como celosos por el Público. Digo lo mismo de esta observación que de la pasada: esto es, que confirma también eficacísimamente, o por mejor decir convence por evidencia lo que decimos de llamar al rayo el sonido de las Campanas.

4. No sólo porque para observar el método dicho de pulsar las Campanas, cuando el nublado está distante, y abstenerse de tocarlas cuando está cerca, es menester tener conocimiento de su distancia o proximidad; más también porque esto conduce para aliviar de una gran parte del susto a la gente tímida, daré aquí una regla por donde se puede medir la distancia.

5. Se ha de advertir lo primero, que por varias experiencias consta que el sonido de un minuto segundo camina ciento ochenta brazas; o lo que es lo mismo, trescientas sesenta varas: de modo, que si de noche disparan un arcabuz, y desde que veo la llama del fogón hasta que llega a mis oídos el trueno pasa un minuto segundo, haré juicio cierto de que le arcabuz se disparó distante de mí ciento ochenta brazas. Se ha de advertir lo segundo, que el intervalo de tiempo que hay de una pulsación nuestra a otra, se puede regular por un minuto segundo; porque aunque en muchos es algo menos, es la diferencia cortísima.

6. Puestas estas advertencias, se viene a los ojos la regla que propusimos. Al punto que veo el relámpago, aplico el dedo a la arteria, y voy contando las pulsaciones que da, hasta que oigo el trueno. ¿Son, pongo por ejemplo, cuatro pulsaciones? Infiero, que dista el sitio donde se encendió la exhalación, setecientas y veinte brazas. ¿Son seis pulsaciones? Infiero, que dista mil y ochenta brazas. Bien que de este número algo se ha de rebajar, aunque poco; porque si el pulso no es mas tardo que el ordinario, no iguala perfectamente el intervalo de las pulsaciones la cantidad de un [125] minuto segundo. ¿Es una pulsación? Dista ciento ochenta las brazas. ¿Al momento que se ve el relámpago, sin distinción sensible de tiempo oigo el trueno? Está el nublado muy próximo, y este es el tiempo del mayor riesgo. Hago juicio de que habiendo lugar para dos pulsaciones, ya no hay peligro alguno; porque aunque el rayo se despida de la nube dirigido al sitio donde está el que cuenta las pulsaciones, me parece imposible que antes de correr la distancia de trescientas sesenta varas no se consuma enteramente, y haga ceniza la exhalación. Es verdad, que esto se debe limitar a la suposición de que todo el nublado esté a distancia, o poco menos; porque siendo la nube tempestuosa de bastante extensión, puede una parte suya estar muy cerca, y la otra distar trescientas o cuatrocientas brazas: en cuyo caso la experiencia de distar dos minutos segundos la percepción del trueno de la del relámpago, no asegura; porque aunque la exhalación, sobre que se hizo la experiencia, se hay encendido en la distancia de trescientas o cuatrocientas brazas, pueden otras encenderse en parte de la nube que esté mas vecina. Pero regularmente la porción tempestuosa de la nube es de poca extensión, como muchas veces he observado.

7. El Padre Regnault, en el lugar que citamos arriba, da mil pasos de progresión al sonido en cada minuto segundo, y cita, sin determinar lugar, las experiencias de la Academia Real de las Ciencias. Pero en los libros de la Historia y Memoria de la Academia, sólo una parte he visto tocado este punto, que es en las Memorias del año de 1699, pág. 27, y allí se señala el espacio que hemos dicho de ciento ochenta brazas. Esta fue sin duda equivocación, no ignorancia del docto Jesuita, pues en el tom. 3, Convers.2, dice lo mismo que nosotros.

8. La regla que acabamos de dar, igualmente tiene cabimiento en la particular de que los rayos que causan los estragos, se encienden acá abajo (a la cual nos inclinamos en el Discurso 9 del 8 Tomo), que en la común de que bajan de las nubes.

9. A las Observaciones Comunes, que como falsas hemos impugnado en el Discurso destinado a este fin, agregaremos ahora otras que después de escrito aquel Discurso nos han ocurrido.

10. No hay cosa más válida entre rústicos y no rústicos, que esperar las mudanzas de tiempo en determinados días de Luna, principalmente el primero y el décimoquinto. Alguna parte se suele [126] dar a los otros dos de cuadratura; y hay quienes entran también en la cuenta el cuarto y quinto. Ningún fundamento tiene esto en la experiencia, como me consta por innumerables observaciones, las cuales me han hecho ver que con igual frecuencia acaecen las mudanzas en los demás días de la Luna, que en los expresados. ¿Quién duda de que todos los demás hombres pudieron desengañarse, atendiendo y observando como yo? Es lástima que en las cosas patentes a los ojos, casi todos se gobiernan únicamente por los oídos.

11. No es menos falsa la influencia que tantos Naturalistas atribuyen a la Luna, respecto de la médula de los huesos y carne de Ostras, y Cangrejos, diciendo que crecen estas cosas en la creciente de la Luna, y menguan en la menguante. El Marqués de San Aubin en el Tratado de la Opinión, tom. 3, lib. 4, cita Filósofos que con la experiencia hallaron ser falsísima esta creencia.

12. Al mismo Autor debo el desengaño de aquella decantada máxima, que como fundada en firmes observaciones, nos ha venido desde Hipócrates por mano de Galeno y de los demás Médicos que fueron sucediendo, que el parto Octimestre nunca es vital. El citado Autor nos asegura que los Médicos modernos han observado todo lo contrario: esto es, que cuanto 36 0 0 4203 /empresa 1 27 0 0 0 18047135 0 0 14293 /franquiciasynegocios/newsletters160404/images/placadef1_09.gif 1 27 0 0 0 18047135 0 0 17220 /franquiciasynegocios/newsletters160404/images/placadef1_10.gif 1 28 0 0 0 18027526 0 0 117684 /portfolio/o2/b.gif 1 3 3 0 0 17872978 0 0 11852 /ipc/fiestas03/frenteipc03.htm 1 1 0 0 0 18003762 0 0 4203 /preload/dtv 1 1 1 0 0 17841213 0 0 2783 /directv-image/imprimir.asp?nombre=nom&numero=num&nombre=Pedro+Corvalan&numero=93791&nom=Pedro+Corvalan&num=93791 1 5 0 0 0 17965242 0 0 21015 /pics/gracias.gif 1 183 0 0 0 18040995 0 0 427872 /carladisi/webmail/images/carla_055.gif 1 2 0 0 0 17916064 0 0 13072 /argra/images/argra_r2_c2.jpg 1 57 0 0 0 18035321 0 0 29920 /bot2/abajo_r2_c08_f2.gif 1 1 0 0 0 17992561 0 0 4203 /franquiciasynegocios/def/images/mail_03.gif 1 38 38 0 0 18042937 0 0 35048 /directv2/preload.htm 1 13 0 0 0 17864120 0 0 71841 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