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Filosofía política

[639]

Democracia como sistema político / Democracia como ideología

Las democracias no pueden considerarse resultados de una decisión democrática (como pretenden, en el fondo, las teorías del pacto social). La sociedad que se constituye como democracia debe estar ya constituida anteriormente como sociedad; y en su origen, una sociedad humana [553-557] estaría más cerca de la tiranía o de la aristocracia que de la democracia (tampoco una sociedad primitiva puede considerarse teísta, sin que por ello pueda ser llamada atea). Obviamente, esto no significa que la democracia, no por no ser originaria, tenga menos dignidad porque, si así fuera, el salvaje sería más digno siempre que el hombre civilizado. Pero tampoco por ello puede ser considerada la democracia, como la situación a través de la cual la humanidad ha alcanzado su realización suprema, el «fin de la historia». Quienes proclaman: «todos los demócratas condenamos este atentado terrorista», parece que quieren sugerir que la razón formal desde la cual se condenan esos atentados terroristas es la de «demócratas». ¿Acaso un aristócrata no condenaría también el terrorismo? ¿Acaso no se condenan los actos terroristas en las sociedades organizadas como «dictaduras del proletariado»? Damos por supuesto que la democracia es un sistema político con múltiples variantes «realmente existentes». Pero la democracia es también un «sistema de ideologías», es decir, de ideas confusas, por no decir erróneas, que figuran como contenidos de una falsa conciencia, vinculada a los intereses de determinados grupos o clases sociales, en tanto se enfrentan mutuamente de un modo más o menos explícito. Vamos a presentar dos consideraciones previas que sirvan de referencia de lo que entendemos por «realidad» en el momento de hablar de las democracias como nombre de realidades existentes en el mundo político efectivo.

Primera consideración. La democracia, en cuanto término que se refiere a alguna entidad real, dice ante todo, una forma (o un tipo de formas), entre otras (u otros), según las cuales (los cuales) puede estar organizada una sociedad política. Por tanto, «democracia», en cuanto realidad, no en cuanto mero contenido ideológico, es una forma (una categoría) política, a la manera como la circunferencia es una forma (una categoría) geométrica. Esta afirmación puede parecer trivial o tautológica, en sí misma considerada; pero no lo es de hecho en el momento en que advertimos, por ejemplo, el uso, muy frecuente en el lenguaje cotidiano, de la distinción entre una «democracia política» y una «democracia económica». Una confusión que revela una gran confusión de conceptos, como lo revelaría la distinción entre una «circunferencia geométrica» y una «circunferencia física». La confusión tiene, sin embargo, un fundamento: que las formas (políticas, geométricas) no «flotan» en sí mismas, como si estuviesen separadas o desprendidas de los materiales a los cuales con-forman. La circunferencia es siempre geométrica, sólo que está siempre «encarnada» o vinculada a un material corpóreo (a un «redondel»); por tanto, si la expresión «circunferencia geométrica» significa algo en la realidad existente, es sólo por su capacidad de «encarnarse» en materiales corpóreos (mármol, madera, metal...) o, más propiamente, estos materiales primogenéricos, en tanto puedan conceptuarse como conformados circularmente, serán circunferencias geométricas, realizadas en determinada materia corpórea, sin que sea legítimo oponer la circunferencia geométrica a la circunferencia física, como se opone la circunferencia de metal a la circunferencia de madera. La forma democrática de una sociedad política está también siempre vinculada a «materiales sociales» (antrópicos) más o menos precisos, dentro de una gran diversidad; y esta diversidad de materiales tendrá mucho que ver con la propia variabilidad de la «forma democrática» en su sentido genérico, y ello sin necesidad de considerar a la diversidad de los materiales como la fuente misma de las variedades formales específicas, que es lo que probablemente pensó Aristóteles: «Hay dos causas de que las democracias sean varias; en primer lugar... que los pueblos son distintos (uno es un pueblo de agricultores, otro es un pueblo de artesanos, o de jornaleros, y si el primero se añade al segundo, o el tercero a los otros dos, la democracia no sólo resulta diferente, porque se hace mejor o peor, sino porque deja de ser la misma». Política 1317a). No tendrá, por tanto, por qué «decirse de la misma manera» la democracia referida a una sociedad de pequeño tamaño, que permita un tipo de democracia asamblearia o directa, y la referida a un tipo de sociedad de gran tamaño, que obligue a una democracia representativa, con partidos políticos (al menos hasta que no esté dotada de tecnologías que hagan posible la intervención directa de los ciudadanos y la computación rápida de votos). Ni será igual una «democracia burguesa» (como la de Estados Unidos de Norteamérica) que una «democracia popular» (como la de la Cuba actual), o una «democracia cristiana» que una «democracia islámica». A veces, podemos inferir profundas diferencias, entre las democracias realmente existentes, en función de instituciones que muchos teóricos tenderán a interpretar como «accidentales»: instituciones tales como la lotería o como la monarquía dinástica. Pero no tendrá por qué ser igual la forma democrática de una democracia con loterías multimillonarias (podríamos hablar aquí de «democracias calvinistas secularizadas») que la forma democrática de una democracia sin esa institución; ni será lo mismo una democracia coronada que una democracia republicana. Dicho de otro modo: la expresión, de uso tan frecuente, «democracia formal» (que sugiere la presencia de una «forma pura», que por otra parte suele considerarse insuficiente cuando se la opone a una «democracia participativa») es sólo expresión de un pseudoconcepto, porque la forma pura no puede siquiera ser pensada como existente [66, 76]. No existen, por tanto, democracias formales, y las realidades que con esa expresión denotan (elecciones cada cuatro años entre listas cerradas y bloqueadas, abstención rondando el cincuenta por ciento, &c.) están constituidas por un material social mucho más preciso de lo que, en un principio, algunos quisieran reconocer.

Segunda consideración. Es preciso llamar la atención sobre un modo de usar el adjetivo democrático como calificativo de sujetos no políticos, con intención exaltativa o ponderativa; porque esta intención arrastra una idea formal de democracia, en cuanto forma que por sí misma, y separada de la materia política, está sirviendo como justificación de la exaltación o ponderación de referencia. Así ocurre en expresiones tales como «ciencia democrática», «cristianismo democrático», «fútbol (o golf) democráticos», «agricultura democrática». Estas expresiones, y otras similares, son, según lo dicho, vacuas, y suponen una extensión oblicua o meramente metonímica, por denominación extrínseca, del adjetivo «democrático», que propiamente sólo puede aplicarse a un sustantivo incluido en la categoría política («parlamento democrático», «ejército democrático» o incluso «presupuestos democráticos»). Ni siquiera podemos aplicar internamente el adjetivo «democrático» a instituciones o construcciones de cualquier tipo que, aun cuando genéticamente hayan sido originadas en una sociedad democrática, carezcan de estructura política: a veces porque se trata de instituciones políticamente neutras (la cloración del agua de los ríos, llevada a cabo por una administración democrática, no puede ser considerada democrática salvo por denominación extrínseca); a veces, porque se trata de instituciones sospechosamente democráticas (como es el caso de la lotería nacional) y a veces porque sus resultados son antidemocráticos, bien sea porque alteran las proporciones materiales exigidas para el funcionamiento del régimen democrático cualquiera (como sería el caso del Parlamento que por mayoría absoluta aprobase una Constitución según la cual las elecciones consecutivas de representantes deban estar distante en cincuenta años) o bien porque implican la incorporación a la sociedad democrática de instituciones formalmente aristocráticas (el caso de la monarquía hereditaria incrustada en una constitución democrática), o incluso porque conculcan, a partir de un cierto límite, los principios mismos de la democracia (como ocurre con las «dictaduras comisariales» que no hayan fijado plazos breves y precisos al dictador).

En general, estos modos de utilización del adjetivo «democrático», como calificativo intencional de determinadas realidades sociales o culturales, arrastra la confusión permanente entre un plano subjetivo, intencional o genético (el plano del finis operantis) y un plano objetivo o estructural (el plano del finis operis); y estos planos no siempre son convergentes. El mero reconocimiento de la conveniencia de tribunales de garantías constitucionales prueba la posibilidad de que una mayoría parlamentaria adopte acuerdos contradictorios con el sistema democrático de referencia. Es cierto que tampoco un tribunal constitucional puede garantizar de modo incontrovertible el contenido democrático de lo que él haya aceptado o rechazado, sino a lo sumo, la «coherencia» del sistema en sus desarrollos con sus principios (sin que podamos olvidar que la coherencia no es una cualidad democrática, como parece que lo olvidan tantos políticos de nuestros días: también una oligarquía puede ser coherente). El hecho de que una resolución haya sido adoptada por mayoría absoluta de la asamblea o por un referéndum acreditado, no convierte tal resolución en una resolución democrática, porque no es tanto por su origen (por sus causas), sino por sus contenidos o por sus resultados (por sus efectos) por lo que una resolución puede ser considerada democrática. Una resolución democrática por el origen puede conducir, por sus contenidos, a situaciones difíciles para la democracia (por ejemplo, en el caso límite, la aprobación de un «acto de suicidio» democrático, o simplemente la aprobación de unos presupuestos que influyan selectivamente en un sector determinado del cuerpo electoral). Y no sólo porque incida en resultados formalmente políticos, por ejemplo caso de la dictadura comisarial (aprobada por una gran mayoría parlamentaria), sino simplemente porque incide, por la materia, en la propia sociedad política (como sería el caso de una decisión, fundada en principios metafísicos, relativa a la esterilización de todas las mujeres en nombre de un «principio feminista» que buscase la eliminación de las diferencias de sexo).

Cuando decimos, en resolución, que la democracia no es sólo una ideología, queremos decirlo en un sentido análogo a cuando afirmamos que el número tres no es tampoco una ideología, sino una entidad dotada de realidad aritmética (terciogenérica); pero, al mismo tiempo, queremos subrayar la circunstancia de que las realidades democráticas, las «democracias realmente existentes», están siempre acompañadas de nebulosas ideológicas, desde las cuales suelen ser pensadas según modos que llamamos nematológicos [55]. También en torno al número tres se han condensado espesas nebulosas ideológicas o mitológicas del calibre de las «trinidades indoeuropeas» (Júpiter, Marte, Quirino) o de la propia trinidad cristiana (Padre, Hijo, Espíritu Santo); pero también trinidades más abstractas, no prosopopéyicas, tales como las que constituyen la ideología oriental y antigua de las tres clases sociales, o la medieval de las tres virtudes teologales (Fe, Esperanza, Caridad) o la de los tres Reinos de la Naturaleza viviente (Vegetal, Animal, Hominal) o la doctrina, con fuertes componentes ideológicos, de los tres axiomas newtonianos (Inercia, Fuerza, Acción recíproca) o la de los tres principios revolucionarios (Igualdad, Libertad, Fraternidad). Sin hablar de los tres poderes políticos bien diferenciados que, según un consenso casi unánime, constituyen el «triple fundamento» de la propia sociedad democrática organizada como Estado de Derecho: el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial. {DCI 11-15}


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