Diccionario de ciencias eclesiásticas
Imprenta Domenech, Editor, Valencia 1883
tomo primero
páginas 354-370

Alma

La etimología de esta palabra le da por lo pronto un sentido no abandonado posteriormente, ni aun después de haber sido aplicada por vía de semejanza, harto remota, en verdad, a los seres espirituales, pasando antes por una significación relativamente inferior a ellos. Porque, en efecto, alma quiere decir en su acepción primera, atendido su origen etimológico, principio de movimiento, usada dicha palabra en su acepción propia o material. Anima, se lee en el diccionario de Forcellini, anemos, ventus, aër, a voce graeca allata. Conforme con este origen es el uso de la palabra alma en el lugar siguiente de Horacio (lib. IV, Od. 12):

Jam veris comites, quae mare temperant
Impellunt
animae lintea Thraciae.

Y en Lucrecio (5, 23):

Aurarumque leves animae: callidique vapores.

Atendiendo asimismo a ese origen, entiéndese bien la metáfora de que usó Floro (iv, 3, 6), diciendo que el emperador era el alma del imperio, y la que suele emplearse cuando se dice del dinero, que es el alma de los negocios, sin duda porque los impulsa y conserva en movimiento. Pues como la vida sea también movimiento, y en esto se distingan los seres vivientes de los que no lo son, en que los últimos, a diferencia de los primeros, no tienen dentro de sí el principio de un movimiento, hubo de parecer muy natural que se llamase alma al principio de las operaciones inmanentes de toda cosa viva, aunque ésta no fuese por ventura animal. Sunt quaedam, decía Séneca (Epíst. 58), quae animam habent, nec sunt animalia; placent enim satis et arbustis animam inesse: itaque et vivere illa, et mori dicimus; y Juvenal (15) hacia distinción el alma, que la tienen también los brutos, y el ánimo, que es sólo del hombre, y decía:

Principio indulsit communis conditor illis
Tantum animas, nobis animum quoque.

Considerada, pues, el alma como principio de movimiento vital, común a los animales, incluso el hombre, y a las plantas, fue definida por Aristóteles (II de Anima) de dos maneras, ambas exactísimas, que corresponden a los dos respectos bajo los cuales puede ser considerada el alma, conviene a saber, según que anima al sujeto viviente, y según que es el principio radical formal de las operaciones del mismo. Considerándola bajo el primer respecto, definióla a el filósofo de Estagira: Actus primus corporis naturalis organici potentia vitam habentis; considerándola bajo el segundo: Anima est in quo vivimus, et sentimus et sentimus et movemur et intelligimus primo. Expliquemos ahora los términos de una y otra definición, empezando por la primera.

Llama ante todo Aristóteles al alma acto Primero (actus primus), porque en toda sustancia compuesta de materia y forma sustancial, esta última es comparada a la primera como el acto a la potencia; pues la materia de todo cuerpo está en potencia, y se encuentra indiferente para recibir esta o aquella forma o principio formal, mediante el cual es perfeccionada o actuada sustancialmente, y constituida en determinada especie. Una vez constituida la sustancia, corpórea, recibiendo la materia de ella, la forma o acto que específicamente la determina, de la misma sustancia procede el ser de los accidentes, que asimismo perfecciona la sustancia, pero en segundo término sea como actos segundos, pues el acto primero que perfecciona la materia del cuerpo es el alma. Dice Aristóteles, acto primero del cuerpo, excluyendo de este género de actuación al espíritu, donde no hay distinción entre capacidad receptiva del acto [355] sustancial (materia) y este mismo acto (forma), siendo esta la razón de la incorruptibilidad de las sustancias espirituales: del cuerpo natural (naturalis), o sea del que es movido de un principio interno, a diferencia del cuerpo artificial, que sólo es movido de alguna causa exterior, resultando en este caso un movimiento mecánico y violento, que hace contraste con el movimiento natural de las sustancias que son movidas por algún principio interno hacia aquel término a que naturalmente se inclinan. Cuerpo orgánico (organici) quiere decir que sus partes no son homogéneas, como las del agua, la plata, el oxígeno y demás sustancias minerales, sino heterogéneas o de índole diferente como en las plantas, por ejemplo, son muy diferentes las ramas de la raíz, y en el animal los ojos y las manos, &c. El cual cuerpo tiene la vida en potencia (potentia vitam habentis), con cuyas palabras no quiso Aristóteles decir, que el cuerpo informado del alma no sea verdaderamente cuerpo vivo o no esté constituido en alguna determinada especie de vivientes; antes, conforme a su doctrina, el decir cosa animada equivale a llamarla viviente; pero este viviente puede realmente serlo sin ejecutar actos vitales, aunque pudiendo ejecutarlos, porque el alma precisamente que le informa, y que es principio de su ser sustancial y específico, es también principio radical de sus movimientos; y así, por razón de ese poder, dícese que el cuerpo orgánico informado de ella tiene la vida en potencia, o sea que tiene virtud para producir acciones vitales.

Expliquemos ahora la segunda definición del alma que se lee en Aristóteles (loc. cit.). Dice Aristóteles: Principio primero (principium quo vivimus... primo), porque hay principios de que proceden las operaciones, que no son primeros, sino subordinados, como, v. gr., la facultad de ver, que procede de la naturaleza sensitiva de los animales perfectos, así como esta naturaleza es consiguiente al alma que informa al respectivo organismo en cada cual de ellos; pero antes que el alma, no hay en el animal ningún otro principio de donde proceda la operación, y por esto se dice que con él o gracias a él (principium quo vel in quo) son producidas primeramente las operaciones de la vida. Añade vivimus el filósofo griego, significando ante todo el género que comprende a toda manera de operaciones de las sustancias animadas, desde la Planta más imperfecta hasta el hombre, donde se concluye el género de las sustancias animadas, el cual no comprende los espíritus puros o ángeles, ni mucho menos a Dios, que sobrepuja infinitamente a todo género, y en quien la vida es acto purísimo y perfectísimo. En las otras tres palabras significa Aristóteles las tres especies de operaciones que se observan en el animal y en el hombre, dos de ellas en el primero, y las tres íntegramente, conviene a saber, moverse, sentir y entender, en el segundo (et sentimus, et movemur, et intelligimus).

Definida el alma del primer modo, no hay duda sino que en la definición está comprendida el alma de los brutos y la de las plantas, o lo que es lo mismo, que de tal definición se deduce fácilmente que así los unos como las otras tienen alma. Aun en la otra definición se contiene la misma verdad, pues exponiendo el autor de ella las operaciones que proceden del alma, incluye las que son comunes a las tres clases de seres animados, o que tienen alma, conviene a saber, el acto de vivir, anima est in quo vivimus. Este acto, ahora le tenga el ser animado en potencia, potentia vitam habentis, ahora lo emita actualmente viviendo, es por tanto la nota característica del ser animado; por lo cual es preciso, para acabar de entender qué cosa es el alma, dar aquí alguna idea de lo que es la vida, considerada en acto segundo, o sea en el ejercicio de la actividad que pertenece a todo viviente.

Vivir es obrar; pero no toda acción es acción vital: los seres inorgánicos obran, y no viven. La vida consiste en las acciones o movimientos con que los seres vivientes obran y se mueven en cierto modo a sí mismos según su naturaleza. Así que para formarnos una idea completa en lo posible de qué cosa es vivir, hemos de atender a dos cosas: primera, a la inmanencia de las acciones vitales; y segunda, al modo como proceden estas acciones de los seres vivientes, a diferencia de aquel modo con que proceden de los no vivientes las respectivas acciones.

La vida es inmanente, consta de acciones inmanentes, las cuales se terminan en el agente mismo que las produce, conservándole o perfeccionándole de algún modo. Por esta razón carecen de vida los seres todos del reino mineral, cuyos actos no se terminan en ellos, sino pasan a otras cosas distintas: la luz;, por ejemplo, o sea la acción del cuerpo luminoso, no recae en el principio que la emite, sino ilumina a otros cuerpos; lo mismo puede decirse de la acción del fuego, de la atracción, y en general de los actos todos ejercitados por los agentes del reino mineral, que siempre recaen en cosas sustancialmente distintas de sus respectivos sujetos. Mas en el vegetal, donde ya reside la vida, si bien en su grado ínfimo, se dan actos inmanentes, que no salen de ellos, sino en ellos se perfeccionan, v. gr., la nutrición.

Lo segundo que ha de considerarse en [356] los actos vitales, es, que los ejecutan las respectivas sustancias, hallándose en su estado y disposición natural, y con tanta mayor eficacia, cuanto es mejor su estado y disposición, y más cumplido su desenvolvimiento y perfección, desfalleciendo, por el contrario, y acabando por morir cuando les falta lo que han menester, y cuando va disminuyéndose su perfección; pero los minerales, que no tienen vida, ejercitan su actividad natural cuando carecen del estado a que naturalmente se inclinan, moviéndose entonces hacia él, dejando de moverse, y constituyéndose en estado de inercia, del que no salen sino por causas extrínsecas, y nunca por sí mismos, luego que obtienen el reposo que apetecen en su respectivo bien. Finalmente, tratándose de la vida en general, es cosa digna de ser notada, que a diferencia de los minerales, que están determinados enteramente por el Criador a ejecutar de un modo invariable los actos a que se inclinan, no siendo, por tanto, indiferentes respecto de este o aquel movimiento a que les inclina su naturaleza, v. gr., la piedra no es indiferente a subir o bajar, ni el cuerpo atraído por otro sigue indiferentemente en su movimiento hacia éste la línea recta o la curva; los seres vivientes, inclusos los que no se determinan propiamente a sí mismos, por carecer de formas o representaciones del bien a que se dirigen, como son los vegetales, no tienen sus actos enteramente determinados, sino en muchos actos se han indiferentemente, moviéndose ya a unos, ya a otros, aunque por ventura sean contrarios entre sí, según las circunstancias, o sea según la oportunidad del objeto que en cada caso les mueve. En esto mismo se fundó Aristóteles para decir que los vegetales son seres vivientes. Unde et vegetabilia, dice en el 2° de Anima, tex. 14, omnia videntur vivere. Videmur enim in se ipsis habere potentiam, et principium hujusmodi per quod augmentum et decrementum suscipiunt secundum contraria loca. Non enim sursum quidem augentur, deorsum vero non. Sed similiter in utraque, et in omnem partem aluntur, quousque possunt accipere alimentum.

Prosiguiendo ahora en el tema del presente artículo, conviene exponer los tres géneros de almas que corresponden a los varios grados que hay de seres vivientes o animados. Para este fin conviene saber, que todo viviente, cualquiera que sea el grado que ocupe en la escala de la vida, se mueve a sí mismo en orden al respectivo fin, en lo cual se distingue de las sustancias no vivientes, que reciben el movimiento, no de sí mismas, sino de algún principio extrínseco, según se ha declarado arriba. Pero en el modo de moverse a sí mismos, hay diferencias muy notables entre los seres animados, las cuales explican muy bien los tres géneros de almas diferentes que hay en el mundo. El primer modo y el más inferior de moverse las sustancias vivientes a su respectivo bien, es careciendo de la forma intencional de él, o sea de toda representación o semejanza del bien y perfección a que se inclinan; y ese es el modo de moverse la planta a su aumento y propagación: no tienen las plantas en sí mismas ninguna forma o semejanza de este bien; y así se dirigen a él como la saeta se dirige al blanco, que no es ella quien se mueve a dar en el blanco, sino muévela y la endereza a él, quien la dispara. Las plantas, por su parte, tienden a su aumento y propagación con impulso absolutamente ciego, recibido en su primer origen del Criador, sin haber en ellas forma o semejanza alguna del bien mismo a que por su naturaleza se inclinan, haciendo las operaciones conducentes al fin que les ha sido prescrito por el Criador. Hay, sin embargo, esta diferencia entre el movimiento de la planta y el de la saeta: que la última es de por sí indiferente con relación a este o aquel blanco, y sobre ser indiferente es inerte, no se mueve a él sin ser movida en la dirección que asimismo recibe del que la mueve; mientras que en la planta no hay tal indiferencia ni tal inercia, pues antes debe decirse de ella que se mueve a sí misma según su naturaleza, aunque careciendo de forma que exprese el fin ni la dirección del movimiento, por lo cual apenas puede decirse que se mueve a sí misma o que tiene vida, pues es ésta imperfectísima y harto oscura, a veces difícil de discernir en los sujetos que así viven, de los seres no vivientes. El segundo modo de moverse a sí propias las sustancias vivientes, es mediante el conocimiento de las cosas a que se inclinan, las cuales están en ellas, y son unas en cierto modo con ellas por cierta semejanza de sí o forma que llaman intencional causada no solo por el respectivo objeto, sino por la virtud intrínseca sensitiva del viviente, en razón de la cual esa forma es propia hasta cierto punto de él. Puede decirse, por tanto, que las sustancias a que nos referimos se mueven a sí mismas al respectivo fin por la forma que hay en ellas, forma adquirida con la impresión del objeto que obra en sus sentidos; aunque cuando no están adornadas de razón, las cosas a que naturalmente se inclinan, aunque buenas para ellos, no las conocen como buenas, ni conocen los medios que conducen a su posesión en concepto de tales medios, ni por consiguiente la proporción que hay entre los medios y el fin, empleándolos instintivamente y por [357] ímpetu irresistible, más bien como quien es movido, que como quien a sí mismo se mueve por lo cual es tambien esta vida sobremanera imperfecta. Por último, el tercer medio es moverse la sustancia al fin que a sí misma se propone, mediante alguna forma concebida por ella en el acto del conocimiento, ordenando los medios al fin. A este género pertenecen las criaturas intelectuales, cuya vida es, por tanto, más verdadera y digna de este nombre que la de los animales y las plantas, donde se dan respectivamente los dos grados anteriores, aunque por ventura no sea esa todavía la vida perfecta, así porque también a ellas es aplicable el principio, que todo lo que se mueve, es movido por otra cosa, quod movemur ab alio movetur, y porque el fin a que se mueven, cuando menos el último, no se lo proponen absolutamente a sí mismas, sino tienden a él por una necesidad de su naturaleza impresa en ellas por el Criador, como porque la forma que precede a los actos con que se dirigen al fin, no la reciben solamente de sí, sino también del objeto a que estos actos se refieren, y en ellos concurre la causa primera, que interviene en todos los movimientos y acciones de las causas segundas. Dejando, pues, para Dios aquel modo perfectísimo de vida, según el cual la sustancia no recibe acción alguna de nadie, sino únicamente de sí misma, y considerando únicamente los tres modos que hemos considerado, en ellos tenemos claramente razón suficiente para distinguir en las sustancias vivientes tres géneros de almas o principios de vida, que corresponden a tales modos. En efecto, al primer modo de vida que se observa en las plantas, corresponde el principio vital de las mismas, que bien puede llamarse alma; el segundo, que se halla en los animales, procede del alma que los informa, llamada sensitiva, en razón de adquirir ellos por el sentido la forma o conocimiento; y el tercero, que se echa de ver en el hombre, es consiguiente al alma racional, que informa a nuestro cuerpo.

Todavía se puede llegar a la misma conclusión —la de ser tres los géneros en que se distribuyen los principios que informan las sustancias animadas—considerando que según es más o menos material el ser y las potencias que tienen del alma los vivientes, así es la naturaleza del alma misma. Hay un ser vital enteramente material, según el cual todas las acciones se dirigen a conservar y aumentar el individuo y propagar la especie de él. Las potencias que tales acciones producen, tienen en resolución por único objeto el cuerpo del viviente, en esta forma: la potencia nutritiva lo nutre y conserva, la aumentativa lo aumenta, y la generativa lo propaga, trayendo a sí todas ellas para ese fin a las cosas exteriores. El alma, pues, de quien tienen los vivientes sólo estas potencias, y el ser que ellas suponen, es la que llaman vegetativa. Hay otro ser vital menos material que éste, un ser por el cual el viviente se hace en cierto modo otra cosa diferente de la que es, recibiendo la forma de las cosas sensibles que conoce, en el acto de conocerlas, mediante la cual se inclinan y dirigen a los objetos externos, y ejercitan las potencias conocidas con el nombre de apetito sensitivo y virtud locomotiva, cuyos actos se siguen naturalmente a las representaciones de la sensibilidad externa. El alma, pues, que a tales vivientes, que son precisamente los animales, les confiere el ser de tales, y las potencias que se siguen de él, es el alma sensitiva. Hay, finalmente, en otras sustancias animadas, superiores a las dos clases referidas, un ser y unas potencias y operaciones del todo inmateriales o espirituales; por ellas pueden hacerse idealmente todas las cosa, entendiéndolas sin ninguna de las condiciones materiales de ellas, y obrando con relación a las mismas mediante este conocimiento de orden intelectual. Ahora, el principio que da a ciertas sustancias el ser de espirituales, con las potencias y operaciones que resultan de él, lleva el nombre de alma racional o intelectiva.

De ésta principalmente debemos discurrir en este artículo, diciendo única y brevísimamente de las dos primeras algunas razones que disponen el ánimo para conocer las verdades tocantes al alma humana.

Sobre el alma de las plantas dispútase, lo primero, si realmente existe, o si hay solamente en ellas una organización del todo mecánica, que a sí propia se mueve, sin tener dentro de sí ningún género de motor; y segundo, cuál sea su naturaleza, y cuál su origen y su fin. Respecto de lo primero, no hay sino plantear la cuestión, para resolverla positivamente en el primer sentido, haciendo cuenta con lo que hemos dicho acerca de la vida, que es esencialmente diversa de la actividad de las sustancias inorgánicas o minerales. Suprimida el alma de las plantas, es de todo punto imposible dar razón de las acciones vitales que ellas ejercitan, y por consiguiente de la vida considerada in actu primo, según que es una cosa misma con el respectivo viviente. Verdad es esta tan clara e indubitable, que de todos los filósofos dignos de este nombre, y de los teólogos todos, ha sido reconocida y confirmada. In theologia, dice el eximio Suárez, certum, et in philosophia evidens est, et [358] plantas vivere et formam vegetativam esse veram animam tamque ob rem in hac veritate asserenda omnes philosophi et theologi conveniunt (De, Anima, 1. i, c. iv). Bien será, sin embargo, notar, que así los teólogos como los filósofos verdaderos atribuyen alma a las plantas, tomando la palabra alma en su acepción científica, según que es principio primero de vida, como dice Santo Tomás: Anima dicitur principium vitae in his quae apud nos vivunt (I, 75, I); mas no en la acepción vulgar, pues en ésta aquello se tiene por animado, que se mueve espontáneamente a sí mismo, y experimenta sensaciones. «Animatum, dice Aristóteles (1. I De An., c. II init.), duobus his ab inanimato maxime diferre videtur, motu ac sensu, et majoribus etiam nostris haec duo fere de anima accepimus».

La naturaleza del alma de las plantas, presuponiendo el conocimiento de la teoría escolástica acerca de la forma sustancial, que es uno de los dos principios constitutivos de los cuerpos, y el más principal, pues confiere a la materia, que es el otro, el ser que la determina y actúa en toda sustancia corpórea, se puede expresar diciendo, que es el principio sustancial y formal de tales vivientes. Este principio es simple; no consta de partes; es uno en cada sustancia animada; carece de subsistencia, pues depende de la materia; y finalmente, es principio radical de las potencias y operaciones vitales de la planta. Ahora, ¿de dónde procede esta alma? Tocante al origen y fin del alma de las plantas, baste decir, que no es propiamente criada ni propiamente aniquilada. En la semilla o germen de cada planta deposita ésta la virtud de producir una mutación, de la cual resulta la forma material o alma de la nueva planta. Dios comunicó a la tierra el poder de germinar este género de vivientes, y a cada uno de ellos el de producir la semilla o germen de otros individuos de la respectiva especie, según las palabras del sagrado Génesis: Germinet terra herbam viventem et facientem semen, et lignum pomiferum faciens fructum juxta genus suum, cujus semen in semetipso sit super terram. Et factum est ita (c. i). Según esto, el alma de cada planta procede inmediatamente de la virtud seminal del germen, como de causa instrumental, y de la planta misma generativa, como de causa principal, cuya es la semilla en que ha sido depositada dicha virtud, instrumento de que se vale el respectivo viviente para engendrar al nuevo, y en él y con él al alma que lo informa; pero inmediatamente procede de aquel, germinet, pronunciado por Dios en el principio del mundo.

Decimos en segundo lugar que el alma de las plantas no es propiamente aniquilada, ni aun en el punto de perecer, porque la aniquilación, así como la creación, se refiere al ser simplemente considerado, o sea a las sustancias; y la forma vital de la planta no es propiamente sustancia, sino parte sustancial de ella, con la cual es engendrada, y con la cual juntamente perece. El alma, en efecto, de la planta tiene su ser en el organismo de ella, no a la verdad como el accidente en la respectiva sustancia, pero sí como forma del todo dependiente del tal organismo, sin el cual no puede subsistir ni un solo instante; y por esto no decimos de ella que muera o se corrompa per se, pues no existe de este modo, sino que su corrupción es per accidens, o sea en cuanto este organismo perece o se corrompe, lo cual sucede cuando pierde la forma que actualmente lo anima, y toma otra forma sustancial diferente.

Con respecto al alma de los brutos, no hay duda sino que aventaja con mucho a la de las plantas, cuyas potencias contienen los animales por modo superior, añadiendo a ellas las que les son propias, a saber, la virtud locomotiva y los cinco sentidos exteriores (ambas tratándose de los animales perfectos), a que se allegan las funciones que pertenecen a la sensibilidad interna, a saber, el sentido común, la fantasía, la memoria sensitiva, la estimativa, y los apetitos sensitivos con el instinto. Pero no obstante las ventajas que hacen a las almas de las plantas las de las diferentes innumerables especies de animales brutos, así estas últimas como las primeras son formas no subsistentes, pues dependen de la materia en el ser y en la actividad que de ellas procede, y son asimismo corruptibles, aunque por accidente, pereciendo en el punto que muere el animal, sin poder hacer parte de ninguno otro, ni transmigrar de un cuerpo a otro cuerpo, según algunos filósofos soñaron.

Tratemos ahora del alma racional, en que se contienen virtualmente todas las potencias del principio vital de las plantas y del alma sensitiva de los brutos. Acerca del alma racional puede tratarse, primero, de sus facultades o potencias, así de las que virtualmente contiene como principio que es en el hombre de vida, sensibilidad y movimiento, facultades inferiores y comunes a los animales, y las más inferiores de ellas a las plantas, como de las facultades superiores, el entendimiento y la voluntad, que el hombre tiene de común con los espíritus puros; segundo, de la naturaleza espiritual del alma; tercero, de su unión con el cuerpo; cuarto, de su origen; y quinto, de su inmortalidad. [359]

§I.
Potencias del Alma racional o humana.

Las potencias superiores del alma consisten en el entendimiento y la voluntad. Ambas son facultades inorgánicas o espirituales, porque no han menester de órgano alguno corpóreo para ejercitar su actividad; en lo cual se diferencian de las facultades inferiores que del alma misma tiene la naturaleza humana, o sea el compuesto sustancial de espíritu y materia, que es el hombre, las cuales no conocen ni apetecen cosa ninguna corpórea sino mediante algún órgano corporal excitado de algún objeto externo. Aun en los objetos sensibles, no perciben propiamente los sentidos sino lo que parece por defuera, y los impresiona materialmente; mas la esencia de ellos no la percibiría nuestra alma si únicamente poseyera tales instrumentos, o si no tuviera capacidad de leer interiormente en las cosas, llamada por esta razón inteligencia, de intus legere. El entendimiento, en efecto, tiene la virtud de conocer lo que hay debajo de los fenómenos sensibles, que los sentidos perciben haciéndose en cierto modo una cosa con ellos mediante las imágenes o semejanzas que de tales fenómenos se forman en los respectivos sentidos, y que la imaginación reproduce en representaciones que así nos ponen delante las cosas percibidas cual si estuvieran presentes. A estas imágenes, el entendimiento empieza por iluminarlas y convertirlas en inteligibles para entender por ellas las razones de las cosas materiales que exceden a la facultad interior de conocer; y las ilumina despojándolas con fuerza abstractiva de las condiciones materiales que tienen en la fantasía, con lo cual son trasformadas naturalmente en semejanzas de los mismos objetos según que pueden y de hecho llegan de este modo a ser objetos del entendimiento, y así trasformadas determinan a esta potencia para que pueda conocerlos, formando dentro de sí una como expresión mental o verbo o concepto con que el mismo entendimiento se pone en cierto modo delante de los ojos la misma cosa entendida. Es de advertir, que aunque el objeto del entendimiento en el estado actual de unión del alma y del cuerpo, es la esencia de la cosa material (quidditas rei materialis), con todo eso, partiendo de este conocimiento, puede investigar y conocer por el discurso de la razón, otras muchas cosas, inclusas las suprasensibles y espirituales, y sobre todas ellas a Dios, principio y fin de todo lo que es y puede ser: Ex essentis rerum comprehensis diversimode negotiatur ratiocinando, et inquirendo (D. Th,, qq. disp. de Verit., q. i a 12). Todos esos objetos superiores al sentido se ofrecen al entendimiento a la luz de la abstracción, que va sucesivamente abstrayendo de la materia, hasta no considerar sino lo inteligible puro, que es del todo inmaterial, luz objetiva, inmensamente superior a la que alumbra nuestros ojos. También se da el nombre de luz (luz subjetiva) al mismo entendimiento en cuanto hace inteligible a la cosa misma sensible, luz participada, impresa y sellada en nosotros por el mismo Dios, según aquellas palabras del Psalmista: Signatum est super nos lumen vultus tui Domine (Ps. iv, 7). El Doctor Angélico distingue admirablemente estas dos luces, conviene a saber, la del sol divino, de quien proceden la luz objetiva de la inteligibilidad y la luz subjetiva del entendimiento abstractivo, de esta segunda luz, participada y finita: Dicimus quod lumen intellectus agenfis, de quo Aristóteles loquitur, est nobis inmediato impressum a Deo... Sic igitur id, quod facit in nobis intelligibilia actu per modum luminis participati, est aliquid animae, et multiplicatur secundum multitudinem animarum et hominem. Illud vero, quod facit intelligibilia per modum solis illuminantis, est unum separatum, quod est Deus. (Qq. disp. c. unic. de Sp. ct. a. 10.)

Aunque el entendimiento es una sola facultad de entender, bien que tenga esas dos funciones que acabamos de indicar, una (intellectus agens) de abstraer de las condiciones materiales de la materia, haciendo actualmente inteligibles las cosas que impresionan a los sentidos, y otra (intellectus possibilis) de aprehenderlas en el acto del conocimiento, formando interiormente el verbo interior que las expresa y pone ante los ojos del espíritu; con todo eso, la misma facultad de entender recibe diferentes nombres por razón de los objetos a que se aplica: los nombres de inteligencia, mente, razón, conciencia, atención, reflexión, asociación de ideas, memoria intelectual, &c. Por inteligencia se entiende el acto de entender los primeros principios, que son verdades conocidas por sí mismas, o bien el hábito natural que nos inclina a prestarles asenso. Mente es el entendimiento mismo, que con dichos principios mide y regula los demás conocimientos. Atención es la aplicación del entendimiento al objeto que se contempla; y reflexión, el acto con que esta facultad vuelve sobre sí misma, que es a lo que llaman conciencia los modernos, o bien el acto con que piensa de nuevo sobre cosas ya conocidas. La asociación de las ideas es el vínculo percibido o establecido por el entendimiento entre dos conceptos; y memoria intelectiva, el mismo entendimiento, según [360] que conserva y reproduce las ideas adquiridas. Por último, se da el nombre de razón, o al entendimiento considerado en sí, o más propiamente a esta misma potencia cuando discurre y pasa de una verdad a otra.

De la facultad de entender germina la voluntad o facultad de querer, llamada asimismo apetito racional, voluntas nominat rationalem appetitum (Sum. Th., I, 2, q. 6, a. 2, I), porque naturalmente se inclina al bien que le propone la razón. Esta potencia tiene dominio sobre sus propios actos, y en razón de este dominio se dice que está dotada de libre albedrío: Sub te erit appetitus tuus, et tu dominaberis illius. (Gen., IV, 7). Deus ab initio constituir hominem, et reliquit eum in manu consiliisui. (Ecciesiastic., XV, 14.) La sana filosofía demuestra esta verdad a posteriori y a priori, o sea por la experiencia de lo que pasa en nosotros mismos, y por la naturaleza de la misma voluntad, que ningún bien particular y finito es capaz de llenar ni atraer, por tanto, necesariamente, de suerte que no la deje dueña de su querer. Pruébala asimismo, fundándose en el orden moral, que no se explica sin el libre albedrío de la voluntad, antes desaparecería por completo, y con él todo orden social y religioso, si el alma careciese de tan sublime prerrogativa. Verdad confirmada por la voz del género humano, que universalmente la proclama en todos los lugares y en todos los tiempos, dando así testimonio al sentimiento íntimo de la conciencia y a las enseñanzas divinas de la fe.

§II.
Espiritualidad del Alma.

Conocidas las potencias superiores del alma, las que está sustancia posee, no es difícil conocer qué deba entenderse por ser espiritual, ni la razón en que se funda la filosofía para atribuir a nuestra alma esta preciada excelencia. Gravemente erró, así en este punto como en tantos otros, el célebre Descartes, prescindiendo de la naturaleza de las potencias superiores del alma y de la distinción de las que poseen, así el hombre como los animales brutos. Creyó el fundador de la filosofía moderna, toda ella plagada de errores, que la espiritualidad del alma humana es una cosa misma con su simplicidad; de cuya confusión resultaron estos dos errores: el primero, que pues el alma de los brutos no es espiritual, como lo es la del hombre, tampoco puede ser tenida por simple, ni distinta por consiguiente del cuerpo animal, o mejor y más claro, que no tienen los animales alma o principio de vida, sino que son meras máquinas o simple materia organizada con maravilloso artificio, une machine, qui ayant été faite des mains de Dieu, est incomparablement mieux ordonnée et a en soi des mouvements plus admiraventées qui aucune de celles qui peuvent être inventées par les hommes (Discours de la mètode, cinq. part,); conclusión absolutamente contraria a lo que enseñan la razón y la experiencia sobre la vida de los animales y de las plantas, que es imposible reducir a movimientos mecánicos originados de causas extrínsecas, y no de la misma naturaleza de los seres vivientes. El otro error es despojar al alma humana de espiritualidad propiamente dicha, y por consiguiente de inmortalidad; porque se concibe muy bien una sustancia simple, y distinta por consiguiente del cuerpo, sin ser por eso espiritual ni inmortal, como acaece precisamente en los animales y en las plantas, y aun en las mismas sustancias inorgánicas, cuyas respectivas formas sustanciales son simples e indivisibles, pero de tal suerte están en la materia y dependen de ella, que no existen ni pueden existir en sí fuera del compuesto que hacen con la misma materia. Así que, aun cuando Descartes hubiera cumplido lo que prometía en sus Meditaciones, conviene a saber, demostrar la distinción real entre el alma y el cuerpo del hombre, dans lequelles on prouve clairement... la distinction réelle entre l’âme et le corps de l’homme, todavía habría dejado sin probar que el alma es espiritual; propiedad de que podría estar privada a ser únicamente simple y distinta del cuerpo, como lo es en los vivientes inferiores al hombre. También probó Santo Tomás, y cierto con mejores razones que Descartes, la simplicidad del alma y su distinción del cuerpo, pero no se detuvo aquí; sino después de plantear la cuestión de si el alma es o no distinta del cuerpo, utrum anima sit corpus, y de responder negativamente, fundándose precisamente en la simplicidad del alma misma, contra est quod anima simplex dicitur respectu corporis, quia mole non diffunditur per spatium loci (Sum. th. I, q. 75, a. I), pasó más adelante, probando no ya que el alma es incorpórea, propiedad que asimismo conviene a las almas de los vivientes inferiores, sino que es además subsistente, que no depende en su ser ni en sus actos específicos de la materia. Natura mentis humanae, non solum est incorpórea, sed etiam est substantia, scilicet aliquid subsistens (Sum. I p., q. 75, a. 2). Conforme a esta doctrina, profesada por los teólogos y filósofos católicos, la sustancia espiritual no sólo es simple, sino independiente de la materia, así en razón de sus potencias y operaciones, como en razón ante todo su mismo ser de sustancia, unida cierto con [361] nuestro cuerpo, pero de tal manera, que puede existir y ejercitar sus propios actos específicos sin necesidad de esta unión. Aquí se declara primero la espiritualidad del alma por la espiritualidad de las potencias y operaciones que no han menester órgano corpóreo para su ejercicio, habiendo necesidad de proceder así, porque el alma no se conoce a sí misma directamente, no ve ni puede ver en esta vida su propia esencia, sino lo que ve y percibe en sí son los actos producidos por las fuerzas o potencias de que está dotada, en los cuales se echa de ver asimismo la inmaterialidad de estas fuerzas, la cual le revela a su vez la inmaterialidad del principio primero de tales actos, de la sustancia inmaterial de donde estas potencias resultan, conforme a los aforismos: Operatio sequitur esse. Unumquodque operatur secundam quod est. Esta es la razón de la gravísima importancia que tiene en el sistema ideológico del Ángel de las escuelas la distinción entre las operaciones sensitivas y vegetativas comunes al hombre con los animales, y el entendimiento y la voluntad, por las cuales se distingue clarísimamente de ellos; y ésta es asimismo la razón que hemos tenido para decir que una vez conocidas estas potencias superiores, la espiritualidad del alma, adornada de ellas, es una verdad manifiesta. Si Descartes, como hemos visto, no la llegó a discernir de la mera simplicidad del alma y de su distinción de nuestro cuerpo, fue sin duda porque antes confundió en una sola facultad de conocer la sensibilidad y el entendimiento, asegurando torpemente que sentir, imaginer et même concevoir des choses purement intelligibles, ne sont, que de façons differenfs d’apercevoir (Les principes, &c., prem. part., n. 32). En esta misma confusión caen generalmente los secuaces del filosofismo galo-escocés, descendiente y heredero de los errores de Descartes; y gracias a ella el dogma filosófico y teológico de la espiritualidad y aun de la inmortalidad del alma está cercado a sus ojos de sombras vanas, las cuales no acertarán a desvanecer sino con la luz de la sabiduría cristiana. Véanse ahora, aunque sólo indicadas, las razones que prueban la espiritualidad de nuestra alma.

El primer argumento en pro de esta hermosa verdad puede exponerse con las palabras siguientes del doctor Angélico: «El Principio intelectual, que suele llamarse mente o entendimiento, tiene una operación que le es propia, en la cual no concurre el cuerpo. Ahora, como ninguna cosa puede obrar por sí, que no subsista por sí, pues el obrar es propio del ente según que está en acto, y por consiguiente toda cosa obra en aquel modo en que es, síguese que el alma humana, llamada también inteligencia y mente, es incorpórea y subsistente por sí: Intellectuale principium, quod dicitur mens vel intellectus, habet operationem per se, cui non communicat corpus. Nihil autem potest per se operari, nisi quod per se subsistit; non enim est operari nisi entis in actu; unde eo modo aliquid operatur, quo est. Relinquitur igitur animam humanam, quae dicitur intellectus vel mens, esse aliquid incorporeum et subsistens (Sum. th. I p., q. 75, a. 2). El nervio de esta rigurosísima prueba está en la proposición que afirma tener el entendimiento su propia operación, en la cual no hay parte alguna para el organismo corpóreo; y así para confirmarle, el Santo doctor acude a varias y muy eficaces razones. Una de ellas es, que el conocimiento intelectual no se ciñe a cosa ninguna determinada, sino tiene por objeto lo universal, que puede predicarse de muchos individuos, como la idea de hombre; y si las representaciones con que conocemos las cosas fuesen recibidas en alguna facultad orgánica, tendrían de seguro determinaciones tan concretas y materiales como el órgano respectivo, y sólo podrían referirse a objetos individuales: Ex hoc quod anima humana universales rerum naturas cognoscit, percipit quod species, qua intelligimus, est inmaterialis; alias esset individuata, et sic non duceret in cognitionem universalis (99 disp. quaest. de mente, a. 8). Otra razón alega el Santo Doctor a este propósito, y es, que el entendimiento percibe en las mismas cosas materiales no solamente lo que hay en ellas de común con las inmateriales, a saber, la razón de ser, de unidad, de bien, de sustancia, &c., sino las razones específicas de ellas, o sean las cosas absolutamente consideradas, v. gr., el árbol, la piedra, independientemente de las mutaciones que acaecen en ellas, dejando a salvo su esencia, cosa absoluta y en cierto modo necesaria, inaccesible por tanto a los sentidos, y patente al entendimiento. Ahora, como para ser conocida alguna cosa es preciso que la forma de ella sea recibida idealmente en el sujeto que la conoce por un modo conforme con la naturaleza del mismo, síguese, que pues esta forma representa una naturaleza absoluta, es decir, ajena e independiente de condiciones materiales, el alma que la recibe debe de ser también absoluta o independiente de la materia. Omne quod recipitur in aliquo, recipitur in eo secundum modum recipientis. Sic enim cognoscitur ummquodque sicut forma ejus est in cognoscente. Anima autem intellectiva cognoscit rem aliquam in sua natura absoluta, puta, lapidem, in quantum est lapis absolute. Est igitur forma lapidis absolute, secundum [362] propriam rationem formalem, in anima intellectiva. Anima igitur intellectiva est forma absoluta (I p., q. 55, a. 5). Por último, sin salir del conocimiento de las cosas corpóreas, el Doctor angélico prueba la espiritualidad del alma con otro argumento decisivo. Enséñanos la experiencia que no solo conocemos la naturaleza de nuestro propio cuerpo, sino también la de muchos otros, y que absolutamente somos capaces de conocerlos todos. Ahora, si de una parte se advierte que el conocimiento acaece en el alma uniéndose las cosas conocidas con el sujeto conocedor, de modo que éste reciba el ser ideal de ellas, o sean las formas ideales que corresponden con las naturales o reales; y de otra, que ningún ser material, o dependiente de la materia, puede recibir forma alguna representativa de otra naturaleza diferente de la suya, pues está determinada su naturaleza de suerte, que mientras existe, no puede hacerse otra, como sería preciso que se hiciera para conocer la naturaleza de otra cosa diferente, mucho menos tratándose de la naturaleza de todos los cuerpos, para cuyo conocimiento tiene aptitud el alma. Impossibile est quod principium intellectuale sit corpus, et similiter impossibile est quod intelligat per organum corporeum, quia natura determinata illius organi corporei prohiberet cognitionem omnium corporum (I p.. q. 75, a. 2).

Esta última prueba se da la mano con otra todavía más poderosa que ella. Porque si aun el conocimiento intelectual de las cosas sensibles, así por razón del modo de representarlas, haciendo abstracción de las condiciones individuales, como por el objeto mismo representado, que es lo que hay en ellas de absoluto y necesario, pide una virtud cognoscitiva independiente del organismo, y una sustancia adornada de esta virtud, ¿con cuánta mayor razón deberá concluirse en favor de esa misma independencia, considerando los innumerables objetos a que se eleva nuestro espíritu más allá de los límites de lo material y sensible? El ser, la unidad, la perfección, la belleza, el orden moral, la eternidad, Dios: he aquí objetos que sobrepujan a todas las cosas que vemos y tocamos sensiblemente, los cuales no hacen impresión alguna en los sentidos, y no obstante, son conocidos de nosotros, se reflejan a los ojos de nuestra alma en el mundo visible, y aun a su estudio y consideración reflexiva está consagrada la mente de los sabios. Sería, pues, imposible dar razón del conocimiento que versa sobre cosas espirituales y divinas, a no haber en el hombre un alma espiritual donde resplandece la imagen del mismo Dios.

Y no concluyen aquí las razones que trae el Santo Doctor de la espiritualidad de nuestra alma: contraponiendo siempre la virtud de entender con qué está adornada a las potencias sensitivas, y teniendo fija la vista en el principio: Operatio sequitar esse, el Santo Doctor deduce rigurosamente esa excelencia de nuestra alma de la espiritualidad misma del entendimiento, la cual se muestra con singular claridad, haciendo contraste con la materialidad de los sentidos y de los órganos en donde radican. Estas dos diferencias hace notar Santo Tomás entre el alma espiritual, dotada de entendimiento, y los órganos donde radican los sentidos: la primera, que el entendimiento no sufre, sino antes se perfecciona con la excelencia y claridad de la luz inteligible u objetiva de la verdad, por más viva y radiante que sea, mientras que el sentido, por el contrario, cuando es grande o en extremo vehemente la potencia del objeto sensible, sufre y se inmuta harto, y hasta puede en tal caso perecer. La segunda es, porque los órganos de los sentidos carecen de virtud reflexiva, no pueden volver sobre sí y percibir sus propios actos; así, por ejemplo, el ojo que ve tantas cosas y tan diversas, y a tanta distancia colocadas, no puede verse ni mirarse a sí mismo. Por el contrario, el alma se vuelve completamente sobre sí, y se conoce como a sujeto uno e indivisible de sus actos, conociendo directamente estos actos, en los cuales se revelan las facultades y naturaleza de su propio ser. Esta reflexión demuestra claramente, no sólo que el alma es incorpórea, sino absolutamente inmaterial; porque ningún cuerpo ni órgano alguno de ningún viviente poseen ni pueden poseer semejante virtud.

También se demuestra la espiritualidad de nuestra alma considerando la inmensa amplitud del mundo inteligible que se ofrece ante su vista intelectual, en cuya comparación son harto estrechos los límites más allá de los cuales nada perciben los sentidos corporales. La razón humana, en efecto, se conoce a sí misma, conoce la sustancia a quien ella adorna, y las otras potencias que la adornan también, y todos los actos de estas potencias; conoce las sustancias del universo, y los modos y accidentes de ellas, y el orden y concierto con que están unidas, y las leyes que siguen para alcanzar su respectivo fin, cumpliendo los designios del Criador; conoce, finalmente, a Dios, y sus atributos y perfecciones: en una palabra, objeto adecuado del entendimiento es el ser y la verdad, a que no puede asignarse límites, porque realmente no los tiene. Ahora bien, si esta potencia dependiera del [363] organismo, es imposible que dilatara su vuelo sobre la inmensa esfera de lo inteligible. Es, pues, potencia inorgánica o espiritual; y espiritual es, por consiguiente, el alma adornada de esta potencia.

Pruebas análogas a estas pueden asimismo sacarse de la voluntad humana y del libre albedrío de esta potencia, en favor de la misma conclusión. Porque es verdad constante que todo ser se complace en las cosas que le son parecidas, de las cuales suele recibir mayor perfección y excelencia; y por el contrario, que siente abatimiento y pesar cuando se junta con otras cosas desemejantes e inferiores. Así el alma humana halla gozo en la contemplación de las verdades espirituales; estudiándolas adquiere mayor perspicacia, vigor y dignidad. Por el contrario, las cosas materiales la postran, fastidian y envilecen. El alma, además, desdeña en cierto modo todo lo que dice relación con el cuerpo, y aun despliega su mayor poder cuando lo abate y sujeta a su dominio, resistiendo sus instintos y pasiones malas: todo lo cual equivale a decir, que no solo es distinta, sino independiente del cuerpo y superior a él; que es inmaterial o espiritual. Por último, la libertad de albedrío de que está dotada nuestra alma, prueba asimismo su espiritualidad; porque si ella fuera material, el objeto o término de sus tendencias consistiría en alguna cosa individual y determinada de la misma naturaleza que el alma: nuestros apetitos se referirían siempre a cosas materiales y sensibles y en todos nuestros actos se echaría de ver una dependencia absoluta del organismo corpóreo: no se propondría, pues a sí misma nuestra alma los bienes que pretende; no pondría los actos que puede ejecutar para alcanzarlos, eligiéndolos libremente; no podría superar jamás las necesidades meramente naturales, ni sería señora de sí ni del mundo exterior; en resolución, no sería libre, si antes no fuera espiritual.

A las razones indicadas pueden reducirse las que traen los doctores escolásticos, únicos que han profundizado estas y las demás partes de la Metafísica especial llevan siempre por guía al Ángel de las escuelas, tales como el eximio Suárez y el célebre Mauro, cuyos argumentos expone con admirable lucidez el Padre Liberatore en su completísimo Tratado del alma humana. A él remitimos al lector, aunque no sin indicar esta ingeniosa y bellísima prueba del filósofo español. Empieza diciendo Suárez, que para Dios no era imposible formar una sustancia criada que constase de espíritu y de cuerpo; y luego añade por vía de conclusión: Luego Dios, en efecto, la crió, porque convenía y aún era necesario para la acabada [363] perfección del plan de este universo, que fuera criada tal sustancia, mediante la cual se enlazaran admirablemente como se enlazan el orden invisible de los espíritus puros con las sustancias sensibles de este mundo. Non fuit Deo impossibile facere substantiam creatam ex corpore et spiritu compositam: et illam creare ad completam universi perfectionem pertinuit. Ergo ita factum est. At vero illa creatura non est nisi homo. Ergo est homo compositus ex corpore et spiritu. Corpus autem est materia; spiritus ergo est ipsa anima. (De Anima, 1. I, c. 9, 55, 14.)

§III.
De la unión del alma con el cuerpo.

Viniendo ahora a la unión de estos dos principios sustanciales de que consta el compuesto humano, veamos el modo como acontece.

La explicación de este punto supone ser conocida la doctrina profundamente filosófica del hylomorfismo, o del sistema llamado también de la materia, y de la forma, según el cual todos los compuestos naturales, desde el mineral hasta el hombre, constan de estos dos principios. La materia es el fundamento primero de todas las cosas corpóreas, y el sujeto primero del cual se hace toda sustancia natural, indiferente de por sí con respecto a esta o aquella especie de cuerpo; puede, por lo tanto, este sujeto ser determinado y constituido en una u otra especie por otro principio también sustancial, que lleva el nombre de forma. Así como la materia que llaman segunda, v. gr., la cera, es sujeto capaz de recibir alguna forma accidental, como la figura de triángulo, y ser constituida en triángulo, así puede la materia prima recibir diferentes formas sustanciales, y ser constituida sucesivamente, según sea la forma que reciba, en agua, fuego, piedra, y si la forma es principio vital, en planta de esta o la otra especie, o en alguna manera de animal. Es, por consiguiente, la forma sustancial, principio que determina a la materia a que se comunica, constituyéndola en una sustancia individua de esta o aquella naturaleza. Los antiguos la definieron por esta razón actus primus materia, porque actúa o perfecciona a la materia comunicándose a ella, y constituyendo con ella el respectivo compuesto natural.

Explicados estos conceptos elementales, no es difícil formular la especie o manera de unión del alma espiritual del hombre con el cuerpo informado por ella. No es esta una unión accidental como la del jinete con el caballo, o la del piloto con la [364] nave, que decía Platón; sino es una unión sustancial, unión de los dos principios sustanciales que hay en cada uno de nosotros, uno de ellos el cuerpo (tomada esta palabra en el sentido de simple materia, porque en otro sentido no es el cuerpo simple materia, sino materia animal, materia humana, materia informada del alma), y el otro la forma sustancial que la perfecciona y actúa haciéndola cuerpo humano. Según esto, el alma está unida con el cuerpo como forma sustancial del mismo. El cuerpo sin el alma es un cadáver inerte, una mera potencia material, incapaz por sí misma de la perfección de que participa en el cuerpo humano; pero informado del alma es cuerpo vivo, que se nutre, se mueve, y tiene sensaciones y apetitos. El alma, pues, le comunica al cuerpo, uniéndose con él, su propio ser sustancial, determinando la materia del mismo. No se entienda, sin embargo, que uniéndose el alma con el cuerpo, según el ser sustancial de ella, le comunica sus potencias espirituales, conviene a saber, el entendimiento y la voluntad libre; comunicaríaselas, por ventura, si el cuerpo pudiera recibirlas, pero como entidad material, es absolutamente incapaz de aquellas fuerzas, que únicamente pueden radicar, como inorgánicas y espirituales que son, en sustancias espirituales. De la unión con el cuerpo resultan en éste las fuerzas o potencias que producen los actos de la vida vegetativa y animal, las cuáles se contienen por modo eminente en nuestra alma espiritual; mas no pueden resultar las potencias espirituales, que independientemente del organismo corpóreo resulta en ella de su misma excelente naturaleza, criada a imagen y semejanza de Dios.

Esta unión sustancial del alma con el cuerpo fue siempre tenida en la Iglesia, y muy especialmente la enseñó el concilio ecuménico de Viena, celebrado, previa indicación del Papa Clemente V, el año de gracia de 1311. Aunque perecieron las actas de aquella sagrada asamblea, no pereció todo lo que ellas contenían, pues en las Clementinas se encuentran muchas cosas, y cierto de gran momento, emanadas de aquella fuente, y una de ellas fue la siguiente reprobación del error contrario a dicha unión, profesado por el religioso minorista español Pedro Juan de Oliva, el cual murió por los años de 1297 (véase la obra del Cardenal Zigliara De mente concilii Viennensi. Roma, 1878, y el análisis que se hizo de ella en La Ciencia cristiana, vol. IX), y la definición de la verdadera doctrina sobre la unión de dichos dos principios sustanciales: «Reprobamos, decía el Sumo Pontífice, con el sagrado Concilio, en concepto de errónea y contraria a la fe católica, toda doctrina o posición en que temerariamente se afirme o siquiera se dude que la sustancia del alma racional o intelectiva no es verdaderamente y por sí misma la forma del cuerpo humano; y definimos que si alguno en adelante presumiere de afirmar, defenderé sostener con pertinacia que el alma racional o intelectiva no es la forma del cuerpo humano por sí misma y esencialmente, sea tenido por hereje: Doctrinam omnem seu positionem temere asserentem aut vertentem in dubio quod substantia animae rationalis aut intelectivae vere ac per se humani corporis non sit forma, velut erroneam, et veritati catholicae fidei inimicam, sacro approbante Concilio reprobamus: definientes ut si quisquam deinceps asserere, defendere seu tenere pertinaciter praesumpserit, quod anima rationalis, seu intellectiva non est forma corporis humani per se et essentialiter, tanquam haereticus sit censendus. Esta misma definición fue reproducida y confirmada por el Concilio Lateranense V, celebrado el año de 1515 bajo el pontificado de León X, en los siguientes términos: «Con la aprobación del sagrado Concilio condenamos y reprobamos a cuantos afirmen que el alma intelectiva es mortal, que es una sola en todos los hombres, y a los que pongan estas cosas en duda, pues no solo es el alma verdadera, y por sí misma, y según su esencia, y propiamente forma del cuerpo humano, sino también inmortal, múltiple, multiplicada y multiplicanda, según el número de los cuerpos a que se une. Sacro approbante concilio damnamus et reprobamus omnes asserentes animam intellectivam mortalem esse aut unicam in cunctis hominibus, et haec in dubium vertentes, cum illa non solum vere, per se et essentialiter humani corporis forma existat, verum et immortalis et pro corporum, quibus infunditur, multitudine singulariter multiplicabilis et multiplicata et multiplicanda sit».

Nótense ahora bien los términos de la definición. Aquella sagrada Asamblea definió en efecto, como dogma de fe, que la sustancia del alma racional o intelectiva es verdaderamente, por sí misma, y según su esencia, vere, per se, et essentialiter, forma del cuerpo humano, forma corporis humani. La palabra verdaderamente quiere decir el alma tomada en su ser propio, el alma racional, según el sentido recto y genuino de esta expresión; el por sí misma significa, que tal unión es inmediata, de suerte que entre los dos principios sustanciales, alma y cuerpo, no media ningún otro principio que sea vínculo de la misma; y esencialmente, que esta unión es según la esencia de alma, no acaeciendo por tanto accidentalmente por medio de alguna de sus potencias. Nótese, además, muy mucho, que el [365] santo Concilio usó de la palabra forma, diciendo ser el alma forma corporis humani, forma del cuerpo humano. Empleada esta expresión por el Concilio, es por sí misma una verdadera definición, porque la palabra forma tenía ya en las escuelas un sentido propio y bien definido por los doctores católicos, singularmente Santo Tomás de Aquino, y no es de creer que el Sagrado Sínodo la usase en otro sentido diferente de aquel que estaba ya universalmente recibido.

Bien será notar, aquí, con el ilustre Padre Cornoldi (La conciliación de la fe católica con la verdadera ciencia, versión castellana, Madrid, 1878, p. 192), que la declaración del concilio Lateranense, que el alma es singularmente multiplicable, multiplicada y multiplicando según el número de cuerpos a que se une, contiene implícitamente la doctrina, confirmada expresamente por el mismo Concilio, y definida antes por el de Viena, según la cual es el alma forma verdadera y sustancial de nuestro cuerpo. Dichas palabras dan a entender que las almas son y han de ser tantas en número cuanto sea el número de los hombres que han venido o han de venir al mundo, o en otros términos, cuantos sean los cuerpos humanos. «Lo cual lo exige, añade el sabio filósofo italiano, el ser el alma humana forma verdadera y sustancial de nuestro cuerpo. Si solamente fuese forma asistente, o unida a él por virtud de sus propias operaciones, o de su presencia sustancial, no sería enteramente necesaria dicha multiplicación. Mas siendo, como es, forma sustancial, necesariamente debe ser multiplicada en la manera que expresa el Concilio. He aquí por qué Santo Tomás demuestra que la forma sustancial constituye la unidad del ser, o de la sustancia, o de la naturaleza, no pudiendo varias formas sustanciales informar idéntica materia corpórea; ni tampoco una sola de ellas ser constitutivo esencial de muchos cuerpos numéricamente distintos y divisos. No se puede, pues, decir que existan más almas que cuerpos humanos, ni más cuerpos humanos que almas, así como no pueden varias almas ser formas de un mismo cuerpo, ni una sola serlo de muchos».

Todavía deben ser recordados aquí otros insignes documentos acerca del mismo punto: uno de ellos, las Letras del Papa Pío IX, de santa memoria, al Obispo de Breslau (30 de Abril de 1860), que condenan los errores de Baltzer; y el segundo, las que asimismo expidió este invicto Pontífice al Cardenal Arobispo de Colonia, censurando las doctrinas de Gunther. En aquel documento se leen estas palabras: «La sentencia que profesa un principio solo de vida en el hombre, es a saber, el alma racional, de la que recibe también el cuerpo el movimiento y toda vida y sentido, es generalísima en la Iglesia de Dios; y de tal modo parece a muchos doctores preclarísimos unida con el dogma de la Iglesia, que el entenderla así es su única interpretación verdadera y legítima, que no puede, por consiguiente, ser negada sin error: hanc sententiam, quae unum in homine ponit vitae principium, animam scilicet rationalem, a quo corpus quoque et motul et vitam omnem et sensum accipiat, in Dei Ecclesia esse communissimam, atque doctoribus plerisque, et probatissimis quidem maxime, cum Ecclesiae dogmate ita videri conjunctam, ut hujus sit legitima solaque vera interpretatio, nec proinde sine error in fide possit negari». Véase ahora en qué términos censuró el Papa Pío IX la doctrina de Gunther: «Conocemos que en los mismos libros se ofende la sentencia y doctrina católica acerca del hombre, el cual así consta de alma y cuerpo, que la misma alma, de naturaleza ciertamente racional, es forma verdadera, inmediata y sustancial del cuerpo: Noscimus iisdem libris laedi catholicam sententiam ac doctrinam de homine, qui corpore et anima ita absolvatur, ut anima, eaque rationalis, sit vera, per se atque immediata corporis forman».

Consecuencia de esta doctrina sobre la unión sustancial del alma con el cuerpo, es la antigua y famosa sentencia de la filosofía escolástica, que ella reside toda en todo el cuerpo, y toda en cada una de sus partes: tota in toto corpore, et tota in qualibet parte. Y a la verdad, como forma y principio vital del cuerpo, el alma tiene de residir en todo él, según que es cuerpo vivo, pues ninguna parte del cuerpo podría decirse estar viva, si no se hallase informada por el alma la cual no podría informar a las diversas partes del cuerpo si no residiera en todas ellas penetrándolas y vivificándolas. Esta misma verdad demuestran las sensaciones, que son actos vitales ejercitados en los respectivos órganos de los sentidos, donde es forzoso, por tanto, que resida el alma, pues a no estar animados de ella es imposible que ejercitaran la virtud que reciben por efecto de su unión con la sustancia inmaterial, la cual está presente, como cualquiera otro agente, allí donde realmente obra.

Cae, por consiguiente, en justo menosprecio la opinión de los que ponen al alma en el cerebro, contra lo que naturalmente pide la excelencia y nobleza de ella: esta opinión viene torpemente a encerrarla en un solo punto del cuerpo, como en un nicho o sepulcro que sólo podría convenirle si fuera el alma, como algunos la imaginaron, una simple partícula inextensa, incapaz de residir a la vez en las varias [366] partes de un compuesto. Esa sentencia puede considerarse como una consecuencia del error de Platón, que tenía al alma por simple motor del cuerpo, en el cual no ejercitara influjo alguno; pero aparte de las otras razones que abonan la doctrina contraria, a saber, que el alma es forma sustancial del cuerpo, a todos nos consta por experiencia, que las sensaciones acaecen en las diversas partes de nuestro cuerpo. De donde resulta ser absurdo encerrar el alma, principio de quien primeramente se originan las sensaciones, en un solo punto del cuerpo, donde no podría producir las que experimentamos en las manos, en los oídos, en los demás órganos de nuestro cuerpo, a los cuales comunica, mediante su presencia en todo él, la virtud sensitiva de que se hacen partícipes mediante la unión íntima y sustancial de uno con otro principio.

No se opone, sin embargo, a esta doctrina, el afirmar que el alma reside más principalmente, quoad virtutem, en el cerebro y en el corazón, a los cuales comunica, en efecto, mayor virtud que a los demás órganos que hay en el cuerpo, por ser el corazón y el cerebro los órganos principales de las funciones de la vida vegetativa y sensitiva respectivamente.

Vengamos ahora al origen de nuestra alma.

§IV.
Del origen del alma humana.

Dos errores registra principalmente la historia de la filosofía sobre el origen de nuestras almas: uno, de los panteístas, que las derivan de la sustancia misma de Dios —los panteístas llaman Dios a la sustancia única e indeterminada que suponen en todas las cosas, idéntica, por consiguiente, en todas ellas— ora por modo de emanación material, como el agua sale de la fuente, ora de efusión o emanación espiritual, ora de simple fenómeno o manifestación que dicen del ser divino. El otro error es de los que afirman, que las almas proceden, así como los cuerpos, por vía de generación de la sustancia de los padres. Estos últimos se dividen en dos categorías: unos, que explican la generación de los hombres, o de un modo enteramente igual a la de los demás seres animados, es decir, obrando el alma en esta generación solamente según que vivifica al cuerpo, o interviniendo además en concepto de espíritu. En este caso, cuando el alma de los padres interviene en la producción de las nuevas almas en calidad de ser espiritual, unos dicen, que su acción consiste en comunicarse a las almas que están por hacer, al modo como una luz se comunica a otra sin disminuirse ni alterarse; y otros, que la sustancia espiritual contiene una materia distinta de la corpórea, pudiendo, por tanto, producir su respectivo semen, el cual se une en la generación con el semen corpóreo. Ambas opiniones llevan respectivamente los nombres de generacionismo, cuando el espíritu interviene en la producción de las almas por alguno de estos dos modos, y traducionismo, cuando la generación se verifica en el hombre del modo que en los animales y las plantas, o sea cuando el alma espiritual no interviene como tal en la generación de las nuevas almas.

El primero de dichos errores, considerado en la primera de sus tres formas, se echa fácilmente de ver. Porque si el alma humana procediese de Dios por vía de emanación material, Dios mismo constaría de partes, y sería capaz de división como los objetos compuestos: absurdo que repugna al concepto del ser divino, cuya simplicidad demuestra con evidencia la Metafísica. Este mismo argumento consta con sencillez y claridad irrefragable en las palabras con que observa el Santo Doctor no poder emanar materialmente nuestra alma de Dios, porque ni Dios ni el alma son sustancias corpóreas: Haec positio supra improbata est per hoc, quod ostensum est Deum non esse corpus, et per hoc quod ostensum est animam humanam corpus non esse, nec aliquam intellectualem substantiam (Sum, c. Gent., 1. 2, c. 85). Tampoco puede emanar el alma del ser divino por modo espiritual, de forma que en la sustancia divina se hiciese una manera de división diferente de la material, y de ella procediesen los espíritus criados, viniendo a ser cada uno de ellos una partícula increada de la misma divinidad. Contra este error enseña Santo Tomás de Aquino, que la sustancia divina simplicísima no sufre ninguna manera de división, ni ofrece al entendimiento entidades ni razones algunas distintas y separables, porque todo es en Dios un acto o perfección purísima e indivisible; y que si el alma humana fuese algo de divino originalmente, habría de ser una misma cosa con Dios, y no podría, por tanto, multiplicarse según el número de los cuerpos humanos, sino sería una e idéntica en todos los hombres, contra toda razón y experiencia interna, y en nada distinta de la sustancia divina: Cum substantia divina sit omnino impartibilis, non potest aliquid substantiae ejus esse anima, nisi sit tota substantia ejus. Subsiantiam autem divinam est impossibile esse nisi unam. Sequitur igitur quod omnium hominum sit tantum anima una, (Loc. cit.)

El mismo testimonio interior con que la [367] conciencia nos certifica de la propia personalidad, distinta y separada de la de los demás, donde se echa de ver que no hay un alma común para todos los hombres, nos prueba asimismo que este ser nuestro espiritual que conocemos por experiencia, no es modo ni accidente de otra sustancia, en el cual ésta se determine y manifieste según pretenden los panteístas; porque la conciencia, en efecto, penetra en el ser de nuestra persona, conociéndolo como sujeto de los actos o fenómenos internos, el cuál sujeto no se ofrece a sus ojos como puro fenómeno o simple apariencia de otro ser, sino es principio y fundamento individual de nuestros actos. Pero además de esta argumentación a posieriori, tenemos otras a priori no menos concluyentes, en las que el Santo doctor de Aquino nos muestra la falsedad de la doctrina panteística en la cuestión relativa al origen del alma. Esta demostración consiste en ser Dios acto purísimo, y por tanto inmutable e infinitamente perfecto, del cual es imposible, por consiguiente, que sea tenida el alma humana por ninguna especie de fenómeno o accidente. Si tal delirio se dijese; una de dos, o el tal fenómeno habría de ser simple apariencia, sin realidad alguna, y en ese caso carecería el alma de entidad, no distinguiéndose de la nada, y resultando, por consiguiente, vana y ociosa la cuestión relativa a su origen; o habría de ser entidad recibida en la sustancia divina, entidad que actuase y perfeccionase a esta sustancia, lo cual se opone a la puridad del acto simplicísimo del ser divino, donde ya no cabe ni es posible ninguna perfección que actualmente no tenga, pues en Dios no hay nada potencial o actuable, sino todo es actualidad purísima, perfección infinita y simplicísima en fin. Es, por consiguiente, absurdo, en primer lugar, que Dios haya de modificarse, y determinarse, y pasar de la potencia al acto siempre que algún alma humana empieza a existir; y en segundo lugar, que Dios sea al mismo tiempo sujeto de las innumerables mudanzas y estados diferentes de las almas, que los panteístas suponen ser determinaciones suyas. Bien es observar además, que si Dios, por ser infinitamente perfecto, no puede ser sujeto de ningún fenómeno, ni experimentar ningún género de mudanza, el alma humana, que tan a menudo las experimenta, no puede ser bajo ningún concepto divina. Haec mutatio animae, decía San Agustín arguyendo a los Maniqueos, ostendit mihi quod anima non sit Deus. Nam si anima substantia est, substantia Dei violatur, substantia Dei decipitur, quod nefas est dicere.,. Non est pars Dei anima... Quod si esset, nec deficeret in deterius, nec proficeret in melius: nec aliquid in semetipsa inciperet habere, quod non habebat, vel desinere habere quod habebat, quantum ad ejus ipsius affectiones pertinet. Quam vero aliter se habeat, non est opus intrinseco testimonio: quisquis semetipsum advertit, cognoscit (Epíst. CLXVI, par. 3).

Cuanto a los otros dos errores, el generacionismo y el traducionismo, basta una breve reflexión para convencerlos de tales. O el alma de los hijos se quiere que proceda del cuerpo mismo de los padres solamente, o del alma también de los padres, considerada como sustancia espiritual. Pero lo primero no puede ser, porque una sustancia material no se concibe que produzca a una sustancia espiritual. Impossibile est, dice Santo Tomás, virtutem activam quae est in materia extendere suam actionem ad producendum inmaterialem effectum. Manifestum est autem quod principium intellectivum in homine est principium transcendens materiam; habet enim operationem, in qua non communicat corpus. Et ideo impossibile est quod virtus, quae est in semine, sit productiva intellectivi principii (Sum. Theol., I p., q. 118, a. 2). Tampoco puede ser lo segundo, precisamente por ser el alma humana espiritual, y por lo mismo simple e indivisible, de la cual no puede proceder por vía de partición o emanación ninguna cosa sustancial, como lo es el alma espiritual de cada hombre. No está, pues, el origen del alma allí donde le ponen los errores dichos, cuya exclusión es ya un hilo conductor por donde podemos subir a su origen verdadero.

No puede haber duda sino que el alma ha sido criada de la nada, por la virtud de Dios todopoderoso. Esta es la doctrina que enseña la sana filosofía, de acuerdo con las sagradas letras. Hablándose únicamente de Dios en el sagrado texto al referirse la producción del alma del primer hombre, dícese que «formó el Señor Dios al hombre del lodo de la tierra, e inspiróle en el rostro un soplo o espíritu de vida, y quedó hecho el hombre viviente con alma racional: Formavit igitur Dominus Deus hominem de limo terrae, et inspiravit in faciem ejus spiraculum vitae, et factus est homo in animam viventem» (Gen., c. II, v. 7). Bien será añadir, para concluir este punto, ser doctrina católica, y según Santo Tomás, dogma católico la creación del alma humana. El doctor Angélico afirma categóricamente que es herejía decir que el alma intelectiva o racional se origine de los padres por vía de principio seminal: Haereticum est dicere quod anima intellectiva traducatur cum semine (Sum. I p., q. 118, a. 2). Y en las Quest. disp, (q. III, de Pot. Dei, a. 9), reproduce el pasaje siguiente del libro De Ecclesiasticis dogmatibus, donde se enseña, que las almas humanas no fueron [368] criadas desde el principio con las otras naturalezas intelectuales, como imaginó Orígenes, ni son engendradas con los cuerpos por obra de varón, como presumieron los Luciferianos y Cirilo, y algunos entre los latinos, sino antes bien confesamos que sólo el cuerpo es engendrado por el acto conyugal, y que formado el cuerpo, el alma es criada é infundida en el cuerpo mismo: Unde dicitur in libro de Ecclesiasticis Dogmatibus: «Animas hominum non esse ab initio inter caeteras intellectuales naturas nec simul creatas credimus, sicut Origenes fingit, neque cum corporibus per coitum seminantur, sicut Luciferiani et Cyrillus et aliqui latinorum praesumptores affirmant, sed dicimus, corpus tantum per conjugii copulam seminari, ac formato jam corpore, animam creari et infundi».

Viniendo, por último, al tiempo o momento en que es el alma criada e infundida en el respectivo organismo, la doctrina de Santo Tomás de Aquino, profesada asimismo por San Anselmo y el Beato Alberto Magno (este último cita en apoyo de esta doctrina el texto del Éxodo, c. XXI), es que el alma no recibe la existencia en el cuerpo desde el momento primero de la concepción, sino cuando este mismo cuerpo llega a tener la organización conveniente a su ser y condición de cuerpo humano, gracias a la virtud contenida en el germen , y comunicada al mismo por el padre: Cum generatio uniu semper sit corruptio alterius, necesse est dicere quod tam in homine, quam in animantibus aliis, quando perfectior forma advenit fit corruptio prioris; ita tamen quod sequens forma habet quidquid habebat prima et adhuc amplius. Et sic per multas generationes et corruptiones pervenitur ad ultimam formam substantialem, tam in homine quam in aliis animalibus. (Sum. Th. I p., q. 118, a. 2.) Muchas y muy graves razones, así de experiencia como de raciocinio, prueban, en efecto, que el alma humana sólo en aquel punto es criada, cuando el cuerpo a que se junta ha llegado a tener sustancialmente su propia y conveniente organización: pueden verse en la ya citada obra del eximio Padre Liberatore Dell’anima humana, cap.

§V.
Inmortalidad del alma humana.

Para concluir el presente artículo, sólo nos resta hablar de la inmortalidad del alma humana, verdad filosófica y juntamente revelada por Dios, y por consiguiente dogma sacrosanto de nuestra fe católica. Consta este dogma en muchos lugares de la Escritura, que trae el eximio Suárez en su Tratado De Anima; cap. X y además en las siguientes palabras del concilio Lateranense, celebrado bajo el pontificado de León X, ses. 8ª: Cum diebus nositris nonnulli ausi sint dicere de natura animae rationalis, quod sit mortalis, et aliqui temere philosophantes secundum saltem philosophiam verum esse assererent; sacro approbante Concilio damnamus omnes asserentes animam intellectivam mortalem esse, cum illa non solum vere, per se et essentialiter corporis forma existat, verum inmortalis. Donde es muy de notar, que el alma es declarada inmortal por su naturaleza, contra lo que parece haber dicho Sofronio en su epístola, aprobada por el concilio Constantinopolitano sexto, a saber: que el alma no es inmortal por naturaleza, sino por gracia; aunque tanto Sofronio, como otros Padres, hablan en este caso de la gracia en sentido lato, según que a todo don de Dios se le da ese nombre de gracia. En este mismo sentido pueden explicarse las palabras con que el Apóstol a sólo Dios le atribuye la inmortalidad, qui solus habet immortalitatem (ad Timoth., 6), conviene a saber: Dios sólo es inmortal por su mismo ser y naturaleza, no recibido de nadie; mas el alma espiritual no es inmortal por sí misma, porque el mismo ser y naturaleza a que conviene la inmortalidad los ha recibido de Dios.

Tocante a la demostración científica o racional de esta verdad, no ha faltado, entre los filósofos cristianos y teólogos insignes, como Escoto (in 4, dist. 43, q. 2, et quod. lib. 9, a. 2), quien haya negado a la humana razón virtud bastante para producirla, concediendo únicamente el carácter de probables a las razones con que ordinariamente se demuestra. Pero nuestro insigne Melchor Cano juzga, por el contrario, erróneo, por no decir herético, el afirmar que no puede demostrarse con la luz de la razón la inmortalidad de nuestra alma, erroneum est, ne dicam haereticum, asserere animae immortalitatem naturali ratione demonstrari non posse (lib. XIII, De locis Theolog., cap. XV, propos. 3ª), y que es peligroso y temerario, por no decir otra cosa peor, el afirmar, que ningún argumento ha sido hallado hasta aquí que demuestre la inmortalidad del alma racional: periculosum ac temerarium est, ne quid amplius addam, affirmare, quod nullum argumentum hactenus inventum demonstrent animae immortalitatem (prop. 4).

Llegándonos, pues, a esta demostración, indicaremos los argumentos de que consta. Estos argumentos son físicos y morales. El primero de aquéllos, y el fundamental, es de Aristóteles (3 de Anima, tex. I, et seq.), y lo trae Santo Tomás (Iª p., q. 75, art. V): «Toda cosa intelectual, dice el angélico doctor, es incorruptible. Es así que [369]el alma humana es sustancia intelectual; luego el alma humana es incorruptible: Ostensum est supra omnem substantiam intellectualem esse incorruptilbilem. Anima autem hominis est quaedam substantia intellectualis. Oportet igitur substantiam intellectualem esse incorruptibilem (Cont. Gent. 1. II, c. LXXIX). De suerte que así como de la espiritualidad del entendimiento, a la cual se sigue la de la voluntad, potencias ambas no solo distintas, sino independientes del organismo, y muy superiores a él, y a las potencias que de él dependen, como los sentidos y apetitos, se sigue la espiritualidad de la sustancia intelectual adornada de ellas; así de esta misma espiritualidad, en razón de la cual puede subsistir y vivir por sí, con independencia del cuerpo, se sigue su inmortalidad, porque es claro que poseyendo esta excelencia, aunque ella sea separada del cuerpo, no por eso perece, pues no hay razón para que perezca una cosa en dejando de estar unida con otra de la cual no necesita para subsistir. Y como, por otra parte, sea el alma humana simple e incorruptible por ser espiritual, es evidente que su inmortalidad es un corolario de su espiritualidad. Una cosa, a la verdad, puede morir, o disolviéndose y resolviéndose en las partes que la componen, o pereciendo otra cosa de que dependa absolutamente, o sea en su misma entidad y en los actos que de ella proceden. Muere el alma del bruto y la de la planta en muriendo la planta y el bruto, porque tales almas no pueden subsistir sin el arrimo del respectivo organismo, del cual dependen absolutamente. Muere también el hombre, porque es un compuesto de cuerpo y alma racional, el cual se descompone en el punto de desamparar el alma al organismo corpóreo, rompiéndose esta juntura que aquí tienen , y parándose hasta el día en que vuelvan a unirse para siempre. Muere, por consiguiente, el cuerpo humano, cuyo ser y propiedades de tal cuerpo humano depende formalmente del alma, que le comunica este ser, sin la cual queda convertido en simple cadáver, que a su vez se resuelve en las sustancias simples corpóreas que virtualmente contiene. Pero el alma, como espiritual que es, independiente del organismo, y en sí misma simple e incorruptible, ni puede perecer resolviéndose en partes que no tiene, ni faltándole otra cosa de que haya menester, pues no le falta nada en muriendo si no es el cuerpo, y ni del cuerpo ni de ninguna otra cosa criada necesita ella para subsistir. Separada del cuerpo puede muy bien el alma entender y querer, aun mejor todavía que estando unida con él, pues no será impedida por las cosas sensibles que en su condición actual la ocupan y suelen cautivar.

Adviértase ahora que no hay otra manera de muerte sino la que acabamos de decir, conviene a saber, por corrupción del compuesto sustancial viviente, a la cual se sigue accidentalmente la del alma que anima al respectivo organismo, cuando es ella material o dependiente de él, de suerte que sin él no puede subsistir; y se concluirá fácilmente y con evidencia, que el alma humana no está naturalmente sujeta a la muerte, que es inmortal por su naturaleza.

Contra esta conclusión no vale decir que Dios puede aniquilar nuestras almas, porque aunque absolutamente hablando no implique contradicción, que Dios deje de conservar las sustancias espirituales, así como puede absolutamente dejar asimismo de conservar al universo, obra de sus manos, que en eso consistiría propiamente el aniquilarlo; mas habida consideración a la sabiduría y bondad del mismo Dios, no puede decirse ni temerse que haya de aniquilar a las almas racionales. Ni aun a las sustancias corpóreas y materiales aniquila Dios; ninguna de ellas perece totalmente, sino únicamente se corrompen, salvo las que de entre las primeras permanecen siempre en un ser, y sólo se destruyen en parte, quedando siempre un principio constante, que es la materia, que nunca deja de ser; por lo cual ha dicho alguno, aunque en mal sentido y con mala intención, que la materia es inmortal, sin advertir que la inmortalidad es propiedad de las sustancias espirituales, que producen actos vitales, pero reconociendo implícitamente en esa misma malicia, que ninguna cosa de este mundo es aniquilada propiamente, o que vuelve absolutamente al abismo de la nada. Dios, decimos, es conservador y no destructor de las cosas, a las cuales rige y gobierna según la condición de cada una de ellas. Esta condición, tratándose del alma, es la espiritualidad, que la hace intrínseca o absolutamente incorruptible, e independiente de todo lo que aquí en este mundo es mortal y corruptible: luego Dios conservará nuestra alma, aun después que sea separada del cuerpo, conservándole el ser perpetuamente, conforme a su naturaleza incorruptible de sustancia espiritual. Esta duración, por otra parte, es apetecida naturalmente del alma misma, la cual no se satisface con vivir dentro de los angustiosos términos de la vida presente, sino con suma vehemencia desea una vida que no se acabe: deseo, repetimos, natural, grabado por Dios en el hombre, y cuya realidad prueba que la vida futura es un bien solicitado por la misma naturaleza y que hace con ella admirable consonancia. Contrario es por tanto a la sabiduría de Dios, volver el alma a la nada, porque implicaría contradicción con ese divino atributo, que después de ser criada una sustancia con naturaleza espiritual e inmortal, esta sustancia hubiese luego de perecer.

Las pruebas de orden moral que asimismo evidencian la inmortalidad de nuestras almas, son más conocidas que las físicas, y están más que ellas al alcance de todos. En primer lugar pruébase la inmortalidad por la conformidad que tiene con la justicia y providencia de Dios el dogma de una vida futura, en que el varón justo reciba el galardón de su virtud, y el malvado el castigo de su maldad; premios y castigos ordenados por la infinita sabiduría como sanción del orden moral que estamos obligados a observar , y como auxiliar indispensable de este mismo orden , porque si no existiese otra vida después de ésta, en la cual reciba el hombre la pena o la recompensa de sus obras, el orden moral grabado en nuestra naturaleza racional, no sería ciertamente observado. Pruébase en segundo lugar la inmortalidad de nuestras almas, por el deseo de felicidad que todos sentimos, el cual supone la existencia de una vida sin fin, en que se sacie el corazón humano gozando de verdadera perdurable felicidad. Finalmente, el dogma de la inmortalidad del alma es una de las creencias en que convienen todos los pueblos y naciones, tanto civilizados como bárbaros, y aun todos los filósofos que aman la verdad y la honestidad, y aborrecen el sofisma, que oscurece y corrompe al pensamiento, y despoja al orden moral de su más firme seguridad y garantía. Consentimiento universal, unánime, que únicamente puede originarse de la misma naturaleza racional del hombre, cuyos testimonios son argumentos irrecusables de verdad.

J. M. Orti y Lara


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