Diccionario de ciencias eclesiásticas
Imprenta Domenech, Editor, Valencia 1886
tomo cuarto
páginas 278-282

Espiritualismo

Teoría filosófica sobre la vida, que concede demasiado al espíritu y no lo bastante a la materia. Se llama también espiritualismo la teoría, que se contenta con reconocer el espíritu en su independencia, en su justo predominio sobre la materia. Sin razón se designa como exclusivamente espiritualista la revelación del Antiguo y Nuevo Testamento. [279] El Antiguo Testamento proclama que la vida ha sido creada por Dios, que es buena y está bendita. Añade sí, que después del pecado, el mundo ha sido maldecido, y que ha caído en la corrupción y el mal, lo que no ha impedido a Dios el bendecirle de nuevo, curarle y santificarle, como resalta en todos los textos de la Escritura; porque los alimentos son bendecidos, una larga vida y una numerosa posteridad son recompensas prometidas por el Señor a los que le sirven fielmente; la muerte está representada como un mal, como un castigo; y no como lo hace la filosofía platónica, como la libertad del espíritu escapando de la cárcel de un cuerpo puramente material. Por consiguiente, en el Antiguo Testamento no hay espiritualismo exclusivo, y mucho menos aún en el Nuevo Testamento, que proclama ante todo que Dios se encarnó, y cuya doctrina toda va a parar a la resurrección de la carne. Es, pues, una doctrina diametralmente opuesta al espiritualismo exclusivo. Allí en donde no se reconoce más vida que en el espíritu, y en donde se desconoce la vida propia de la materia, por una consecuencia necesaria e inmediata, es preciso admitir que el mal está en la materia y comprender la revelación en un sentido falsamente espiritualista. Los apóstoles de la emancipación de la carne ven en el cristianismo un Moloch espiritualista. La idea exclusiva que hace aparecer a estos apóstoles de la carne el cristianismo como el sistema del mal, está adoptada al contrario por los pietistas y los falsos místicos, como la esencia misma del cristianismo. A los ojos de los pietistas, la doctrina de Tauler es más profunda que la de la Escritura Sagrada; para ellos, Tauler es el precursor del puro Evangelio, y encuentran en la mortificación de la carne, no solo el primero, sino el último grado de la perfección humana.

La historia del espíritu humano nos muestra que los hombres han oscilado siempre entre el sensualismo y el espiritualismo. El espiritualismo exclusivo brilla desde el origen de la filosofía oriental. Según la mística de los tibetinos, el objeto del hombre es libertarse de todo lo que es sensible; por este camino es como se sumerge y se absorbe en la divinidad; desterrado al cuerpo por un justo castigo del cielo, no vuelve a Dios, sino abstrayéndose de todo lo que es sensible. De ahí los espantosos tormentos, las maceraciones inauditas, y los esfuerzos insensatos que hacen los del Indostán para anular, destruir la sensibilidad. Pero por esto mismo, después de largo tiempo han probado, y hasta la evidencia, que la perfección no consiste en la pura negación de los sentidos. El industano, puesto durante años enteros bajo los rayos directos de un sol abrasador, con los brazos cruzados por encima de la cabeza, está tan lejos del ideal del hombre, como el poeta emancipado de Hus, con su orgullo y odio satánicos. ¡Qué contraste con los modelos reales de la perfección humana, tales como nos los ofrecen un San Francisco de Sales, un San Pablo y un San Juan! Es cierto que la filosofía india proclama que el anonadamiento en Dios es el fin definitivo del hombre; pero esta afirmación se confunde con la negación de donde parte, y que es su condición; porque el hombre, según ella, no puede abismarse en Dios, sino abstrayéndose de todo lo que es sensible.

En la filosofía griega, la escuela pitagórica representa la dirección exclusivamente espiritualista. El alma es divina. Ha perdido en parte la razón por su unión con el cuerpo. La libertad de la naturaleza sensible, por la abnegación, la mortificación y la muerte, conduce a Dios, vuelve a llevar al alma universal del mundo, principio y término de todas las almas particulares.

La psicología y la ética de Platón, aunque más moderadas, están igualmente marcadas por un espiritualismo excesivo. El cuerpo cautiva al espíritu, y es su cárcel; libertarse de esta esclavitud es el fin del hombre; es preciso que rompiendo los lazos de los sentidos que lo estrechan, llegue a la libertad por medio de la ciencia, viendo las cosas tales como son, lo que Platón llama la visión de Dios. (Véase Platonismo).

El espiritualismo de los neo-platónicos (véase Neo-platónicos), es aún más riguroso. El fin y el término del hombre, según su filosofía, es también acercarse a Dios y unirse con él. Se llega a este término, a esta unión profunda, a este descanso bienaventurado por una simplificación suprema, y esta es producida por la abstracción del espíritu de todo lo que es sensible y terrestre. Porque Dios es la unidad, que es el todo, y el hombre llega a la unidad en Dios, cuando reconoce la unidad de Dios consigo mismo.

Al paso que aquí el espiritualismo se desarrolla sobre todo en su lado positivo, el lado negativo ha prevalecido entre los montanistas, los gnósticos y los maniqueos (véase Montanistas, Gnósticos y Maniqueos), proclamando que la materia es el mal. De aquí deducían para ser consecuentes el desprecio del matrimonio, la prohibición del vino y la abstinencia absoluta de la carne. El reino de la materia, con su eterna división y sus luchas perpetuas, que sólo parecen apaciguadas en cada punto para volverse a reproducir, está opuesto con el reino de la luz y del bien. La misión del Redentor consiste únicamente en enseñar los medios de libertar el alma de los lazos de la materia, por la dominación de los instintos sensibles, [280] por la abnegación y la renuncia voluntaria. La muerte del Salvador no es más que la representación simbólica de este descargo. Abstenerse y abstraerse de la materia, tal es el resumen de la sabiduría maniquea.

Este espiritualismo reapareció en la Edad Media, bajo formas más groseras El deseo de buscar la perfección por la abnegación y la renuncia de la vida de los sentidos, trajo otras exageraciones no menos absurdas en el monaquismo oriental. La abstinencia de todo lo terrestre llegó a ser un pretexto, del cual, en su pereza y grosería, se sirvieron para sustraerse al estudio. La ciencia y la civilización desaparecieron de los monasterios griegos; las bibliotecas de los conventos se cubrieron de polvo; la ciencia se hizo sospechosa, y la ignorancia fue reputada por santa. Aquí el espiritualismo exclusivo engendró la ausencia de toda espiritualidad, como entre los gnósticos y maniqueos había degenerado en desórdenes carnales y en infamias sin nombre. La secta de los bogomilas (véase Bogomilas, tomo II, pág. 296), representa el último grado de esta degeneración de la idea espiritualista. Los bogomilas rechazaban los sacramentos como actos sensibles, y consideraban el suicidio como el medio más pronto para perfeccionarse, porque liberta de una vez y totalmente del cuerpo, o sea de la prisión del espíritu. En Occidente los catharos (véase Catharos, tomo II, pág. 644), reputaron el mundo de los sentidos como la obra del principio del mal. Atribuyeron a los elegidos un cuerpo etéreo, rechazaron la resurrección de la carne, y explicaron los milagros de la Biblia en un sentido únicamente espiritual. Aquel que entre ellos quería ser contado entre los perfectos, no debía beber más que agua, y tenía que evitar todo comercio carnal. Muchos también trataban de perfeccionarse de una manera más pronta por el suicidio, abriéndose las venas en baños calientes, o envenenándose.

La unión de la filosofía griega con las doctrinas de la revelación, engendró en la escuela de la Edad Media un espiritualismo más sutil. Se atribuyó al hombre el imprimir a la vez dos direcciones opuestas a su pensamiento y a su voluntad. El hombre puede, como la experiencia lo ha probado mil veces, admitir la fe cristiana, aprobarla en su corazón, y a pesar de esto pensar como pagano y obrar a lo pagano. Sin duda no obra cristianamente, desde el mismo momento en que obra contra su conciencia, y no piensa como cristiano, lo que piensa como pagano; pero piensa y obra contra la fe sin querer renunciar a ella. La causa radical de este fenómeno es la doble naturaleza del hombre, cuyo ser está compuesto de dos esencias vivientes, que ambas obran y apetecen. La revelación nos enseña que Dios es el Criador del mundo físico y del mundo espiritual; por consiguiente, que no es el mismo ser o la esencia del mundo y de los espíritus, como enseña el paganismo antiguo y moderno.

La escuela de la Edad Media trata de conciliar las ideas. Así el mismo Santo Tomás de Aquino, dice que Dios es el ser de todo, esse omnium; pero añade, effective et exemplariter, non per essentiam, es decir, Dios, el ser de todo, no como ser, sino como criador y prototipo. Esta doctrina no solo explica la doctrina aristotélica y neoplatónica, sino que la rechaza completamente, y la reemplaza con la doctrina divina. Por esto Santo Tomás, a pesar de las fórmulas aristotélicas y neoplatónicas, en las cuales está oculta la mentira radical del panteísmo como el germen en la corteza, ha podido ser proclamado doctor y maestro por la Iglesia cristiana. Pero otros tomaron con la corteza el germen y lo desarrollaron, resultando de ahí por una parte la dirección de la escuela hostil a la Iglesia, y por otra una mística falsamente espiritualista, que la Iglesia jamás ha reconocido. (Véase Molinos).

Si Dios es el ser universal, la perfección del hombre consiste en retirarse de las apariencias, de los fenómenos y de las cosas individuales y aisladas. Absorberse en lo universal, en el abismo infinito, es el fin supremo de la vida. Esta es la quinta esencia de la mística de Tauler. «Es preciso que te eleves por cima de ti mismo y de todas las criaturas, purificándote de los sentidos (con la más completa abstracción), para sumergirte en la noche silenciosa y oculta, que solo puede enseñarte a conocer al Dios desconocido. El mismo espíritu se pierde en el ser divino y se abisma enteramente en Dios, y sumergido en este abismo, ya no sabe, ni siente, ni ve mas que al Dios uno, puro y eterno.»

No sin razón se ha considerado a estos místicos como los precursores de la reforma. De la misma manera que la elevación del péndulo en un sentido, tiene por consecuencia necesaria su elevación igual en el otro sentido, en la esfera de la ciencia y de la vida humana, una exageración llama infaliblemente la exageración contraria. La obra protestante fue al fin de la Edad Media la gran reacción de la dirección espiritualista. Disgustado Lutero de las abstracciones de la escuela y del formalismo de la devoción de su tiempo, se había sumergido en el espiritualismo. De ahí su cólera y sus furores contra una religión puramente formal y exterior. Pero el verdadero descanso, la legítima satisfacción de las necesidades del hombre no se halla únicamente en esa abstracción de todo lo exterior. Lutero, entonces, pasó de repente a la extremidad opuesta, y buscó [281] en el goce grosero de la vida de los sentidos la satisfacción interior, que no había hallado en los rigores del ascetismo. La nueva dirección guardó, por consiguiente, la señal de su origen. La concupiscencia (véase Concupiscencia), decía Lutero, es en sí misma el pecado. El hombre siempre es concupiscente y permanece siempre pecador; ha perdido la libertad, y no puede ser otra cosa más que un pecador, un ser sensible y sensual. Por eso basta que tenga fe. La fe sola le justifica y le salva; porque el Redentor ha vencido una vez por todas y para todos, la sensualidad con su muerte. Se ve que esto es el enlace extraño del espiritualismo teórico y del sensualismo práctico, y se comprende cómo desarrollándose las dos direcciones, han debido separarse de nuevo en sentidos opuestos; el espiritualismo teórico prevaleció en la práctica entre los protestantes, bajo las formas más diversas entre los metodistas, los místicos y otros sectarios de este género; el sensualismo práctico apareció como teoría en el deismo, el racionalismo y el panteísmo que en nuestros días va a parar fatalmente al ateísmo más grosero y sensual.

De diferente manera sucede en la ciencia de la revelación, de la cual es depositaria la Iglesia; ella nos enseña a conocer el espíritu tal como es, y con esto mismo nos hace reconocer la falsedad del espiritualismo exclusivo en su origen. El espíritu es inmediatamente creado por Dios; por consiguiente no es una pura acción, una simple manifestación de la vida material; es un ser, una sustancia en sí mismo y por sí mismo. El cuerpo, la materia sensible está sacado de los elementos de este mundo: el mundo ha sido creado por Dios y es bueno. El mundo no ha sido prohibido al hombre como si fuese el mal; al contrario le fue dado para que le dominase y usase de él. Solamente un árbol le fue prohibido para poner a prueba su obediencia, y no era el comer fruto de aquel árbol en sí mismo lo que era pernicioso, sino la desobediencia hacia el Creador, que realizaba comiendo dicha fruta. Así la materia no es el mal; al contrario, el pecado está imputado a la libertad, por consiguiente al espíritu. Esta manera de comprender el espíritu y la materia, el mal moral y el mal físico, corresponde enteramente a la redención que es la abolición del mal moral y la exención del mal físico. Sin duda como lo han proclamado los Apóstoles después del Redentor del género humano, como lo ha enseñado unánime y universalmente la Iglesia fundada por ellos, la redención se cumplió por el sacrificio de la vida corporal, pero no fue por el sacrificio de Cristo, no fue por la efusión de su sangre en sí misma; fue la obediencia hacia el Criador lo que se realizó con su sangrienta muerte, que restituyó a la humanidad en su justicia original ante el Eterno.

Esto supuesto podemos comprobar el origen y apreciar la naturaleza del falso espiritualismo. Él considera la renuncia voluntaria del mundo como el bien absoluto, la posesión del mundo como el mal absoluto, y la condición verdadera que constituye la virtud de la dejación voluntaria, y el vicio del goce es desconocido, a saber, la obediencia o desobediencia espiritual hacia el Criador. Como el espíritu siendo por sí mismo, puede renunciar a la materia sin sacrificarse a Dios, encerrándose en su orgullo y egoísmo, la renuncia del mundo, la simple espiritualidad, el espiritualismo más perfecto está lejos de ser en sí mismo el bien; puede ser al contrario el mal en su profundidad más espantosa; puede ser el mal diabólico.

Desde que reconozcamos al espíritu humano en su verdadera independencia como el ser, que es la base de los fenómenos vivientes de la conciencia y de la libertad, desde entonces solamente comprendemos por una parte el sentido de la revelación divina, y por otra la causa de las aberraciones del hombre.

La primera consecuencia de esta doctrina es que todo lo que no pertenece a la vida del espíritu, constituye la vida de la materia. Solamente se requiere que el espíritu, es decir, el ser que quiere, que es libre y que tiene conciencia de sí mismo, domine a la materia. La libertad requiere ser experimentada. La prueba de la libertad acaba y perfecciona la vida del hombre, porque este no tiene perfecta conciencia de sí mismo, sino cuando sabe por experiencia que es el motor independiente y libre de su actividad, y no puede saberlo sino sale, con conciencia, de su indecisión y no se decide él mismo. El espíritu creado, que en el hombre está unido a la materia para constituir una unidad personal, tendrá que decidirse entre su Criador y su propia personalidad, que es a la vez espíritu y materia. O bien se someterá a Dios, le obedecerá, y esta obediencia, que es el acto más profundo del espíritu del hombre, se manifiesta con la dejación voluntaria y el sacrificio de la materia, mientras lo exige la voluntad divina; o bien se separa de su Criador, le desobedecerá, y esta desobediencia se realiza desde el momento en que se coloca en el acto íntimo del egoísmo moral y del orgullo espiritual. Puede también manifestarse entre los hombres, por el goce inmoderado del mundo, goce que será tanto más desenfrenado e insaciable, cuanto el espíritu, creado para vivir en unión con el Criador, no puede hallar jamás en el mundo ni satisfacción, ni plenitud, ni dicha. Así se explica el espiritualismo en su raíz y todos sus fenómenos. [282] Buscando el espíritu en el mundo su dicha, en lugar de buscarla en Dios, se subordina al mundo, resultando como consecuencia del pecado el estado anormal, en el cual la materia domine en vez del espíritu, lo cual constituye la concupiscencia. Este estado puede conducir al pecado, como proviene de él, pero aún no es el pecado en sí mismo.

Si se desconoce la verdadera causa de este estado, y si se toma la consecuencia por la causa misma, se imagina que la concupiscencia, la carne, la materia y la naturaleza física es mala por sí misma. Aún puede confundirse más fácilmente el imperio sobre la naturaleza física, la renuncia en los sentidos y el sacrificio de las alegrías de este mundo, con la perfección misma; porque el hombre, al decidirse por Dios, manifiesta su decisión por la obediencia, y el espíritu humano prueba la obediencia hacia Dios dominando la naturaleza, renunciando a ella y sacrificándose, tanto como lo pide la voluntad de Dios. Por esto la renuncia heroica del mundo, las prácticas severas, la abnegación y la aceptación de las penas más crueles, de la muerte más dolorosa, como se ve entre los santos, no son un falso espiritualismo, sino la verdadera virtud, la perfección auténtica, porque no son más que la expresión y la prueba de la obediencia y del amor del hombre hacia su Criador y su Redentor.

Es preciso observar, que dominar la naturaleza, renunciar a la materia y sacrificar los sentidos, todo esto no tiene verdadero valor más que por el acto moral de la obediencia y del amor hacia el Criador: que sin este amor y esta obediencia, son actos nulos: que si son realizados por un espíritu orgulloso y egoísta, pueden convertirse en el origen de los extravíos más terribles del hombre, del peor de los espiritualismos, del farisaismo, que el Señor reprueba más que cualquiera otro crimen. El espíritu, en este caso, se proclama independiente de una manera práctica, como el fariseismo, o de una manera teórica, como el idealismo moderno: el espíritu humano usurpa el lugar de Dios. Como la creación no sólo abraza el mundo físico, sino aun el mundo inteligible, la humanidad, que une la materia y el espíritu, cuando desconoce al Criador, puede sustituirle o la materia o el espíritu. El materialismo y el espiritualismo son por consiguiente las dos formas posibles de la idolatría; y el espiritualismo es una forma tanto más peligrosa, cuanto el espíritu es de una naturaleza más elevada que la materia.

En fin, se ve también cómo y por qué el espiritualismo degenera casi en todas partes en sensualismo, porque la dejación del mundo siempre es negativa. La negación sola no puede satisfacer al espíritu. El espíritu, descontento, se vuelve con una energía indomable hacia el goce de la materia, y acepta su imperio. Cuando la vida natural se halla así exaltada sin medida por el espíritu en una de sus fases, la otra llega muy aprisa. Esta fase es la de la cólera, y fácilmente puede ser llevada hasta la crueldad más odiosa. El hombre espiritual, no pudiendo saciarse con los goces de la materia, trata en cierto modo de ahogar en la sangre las angustias y las contradicciones mortales de la conciencia.

Por otra parte, si se rechaza la materia sin fin ni medida, si se la desconoce completamente, entonces ella habla en virtud de la misma necesidad de su naturaleza, y puede hacerlo con tanta mayor seguridad, cuanto la simple negación de la materia, la abstracción de los sentidos, no es otra cosa más que la formal negación de la vida.

Por consiguiente, el dios del espiritualismo, realmente no es otra cosa que la misma materia, «el uno que es todo», «la noche oscura y silenciosa», «el abismo divino, en el cual, según la falsa mística, el alma se sumerge y se anonada completamente.»

La proposición absolutamente contraria a todas estas aberraciones está formulada por el Maestro divino en estos términos: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.» Esta perfección es el fruto, no de la abstracción, de la negación, sino de lo que hay más positivo y más afirmativo del amor de Dios. Para ser perfecto, es preciso amar a Dios no solamente con su espíritu, sino con todo su corazón, con todas sus fuerzas; y por consiguiente la naturaleza material tiene su parte real en este divino amor, sentido y realizado por el hombre entero. Este amor no alcanza su perfección con la simple renuncia del mundo, sino por la benevolencia y el sacrificio por el prójimo, y este amor, esta caridad verdaderamente cristiana, encierra la ley y los Profetas. Por medio de esta caridad es como podemos llegar a la perfección, y por la perfección a una felicidad completa, correspondiente a todas las necesidades del hombre, espíritu y cuerpo, espíritu inmortal y cuerpo regenerado, glorificado, transfigurado por el Hijo eterno de Dios, por el Verbo encarnado y resucitado por toda la eternidad.

Mayer.


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