Voltaire, Diccionario filosófico [1764]
Sempere, Valencia 1901
tomo 6
páginas 141-142

Superstición
III

El supersticioso es al bribón lo que el esclavo es al tirano. El supersticioso se deja gobernar por el fanático y acaba por serlo también. La superstición nació en el paganismo, la adopto el judaísmo e infectó la Iglesia cristiana de los primitivos tiempos. Todos los padres de la Iglesia, sin excepción alguna, creyeron en el poder de la magia. La Iglesia condenó siempre la magia, pero creyó en ella, y no excomulgó a los hechiceros como locos que se equivocaban, sino como hombres que tenían trato real con el diablo.

Hoy la mitad de Europa cree que la otra mitad fue durante mucho tiempo supersticiosa, y lo es todavía. Los protestantes consideran las reliquias, las indulgencias, las maceraciones y rezar por los muertos, el agua bendita y casi todos los ritos de la Iglesia romana como locuras supersticiosas. Según ellos, la superstición consiste en creer que esas prácticas inútiles son prácticas necesarias. Entre los católicos romanos hay ya muchos que son más ilustrados que sus antepasados y que han renunciado a muchos de esos usos que antiguamente eran sagrados.

Es difícil marcar los límites de la superstición. El francés que viaja por Italia encuentra allí mucha superstición, y no se equivoca. El arzobispo de Cantorbery opina que el arzobispo de París es supersticioso; los presbiterianos dicen que tiene ese defecto el obispo de Cantorbery, y los tratan de supersticiosos los quákeros, que es la secta más supersticiosa para los demás cristianos.

No están acordes las sociedades cristianas en lo que es la superstición. La secta que parece menos atacada de esa enfermedad del espíritu es la que tiene menos ritos; pero si teniendo pocas ceremonias se obceca en una creencia absurda, la creencia absurda equivale a todas las prácticas supersticiosas que se han observado desde Simón el Mago basta el cura Gauffridi {(1) Véase en las Historias trágicas de nuestro tiempo (1666) que escribió Rousset, el cap. titulado Horrible y espantosa hechicería de Luis Gauffridi.}. Es, pues, evidente, que el fondo de la religión de una secta es lo que toman por superstición las demás sectas.

Los musulmanes acusan de este defecto a todas las sociedades cristianas, y estas los acusan a ellos. ¿Quién decidirá ese gran proceso? No será la razón, porque cada una de las sectas pretende tenerla; será pues la fuerza la que juzgue, hasta que llegue el día en que la razón penetre en suficiente número de cabezas para poder desarmar la fuerza. [142]

Por ejemplo, hubo un tiempo en la Europa cristiana en el que no se permitía a los recién casados disfrutar de los derechos del matrimonio sin haber comprado este derecho al obispo o al cura. El que en su testamento no dejaba parte de sus bienes a la Iglesia, sufría la excomunión y le privaban de sepultura eclesiástica, y cuando un cristiano moría intestado, la Iglesia le libraba de la excomunión, haciendo testamento por él y dejándose a sí misma los legados piadosos que el difunto le hubiera dejado si hubiera hecho testamento. Por eso el Papa Gregorio IX y San Luis dispusieron en 1285 que todo testamento que se hiciera sin la presencia de un sacerdote fuera nulo, y el Papa decretó que el testador y el notario fueran excomulgados.

La tasa de los pecados fue todavía más escandalosa si cabe. La fuerza sostenía todas esas leyes, a las que estaba sometida la superstición de los pueblos, y únicamente con el transcurso del tiempo la razón hizo abolir esas vergonzosas vejaciones, aunque dejando otras en pie.

¿Hasta qué punto la política puede permitir que se arruine la superstición? Esta cuestión es muy difícil de resolver; equivale a preguntar hasta qué punto debe pincharse a un hidrópico, que puede morir en la operación. Esto depende de la prudencia del médico

Preguntar si puede existir un pueblo que esté libre de todos los prejuicios supersticiosos, es lo mismo que preguntar si puede existir un pueblo de filósofos. Dícese que carece de supersticiones la magistratura de la China. Es muy probable que queden algunas en la magistratura de muchas ciudades de Europa. ¿Siendo de ese modo, los magistrados del celeste imperio podrán impedir que sea peligrosa la superstición del pueblo? El ejemplo de esos magistrados no ilustrará a la canalla, pero los principales habitantes del país la contendrán. Quizás no hubo un solo tumulto, ni un solo atentado religioso del que antiguamente no fuera cómplice la clase media, pero es porque entonces esa clase era canalla; pero los adelantos de la civilización la hicieron ilustrar, y suavizando sus costumbres, suavizaron también las del más feroz populacho; y en una palabra, cuando hay menos supersticiones, hay menos fanatismo, y cuando hay menos fanatismo hay menos desgracias.


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