Enciclopedia Moderna
Establecimiento Tipográfico de Mellado, Madrid 1852
tomo 19
columnas 822-835

Forma

(Filosofía.) Esta palabra tiene tres significaciones en el lenguaje filosófico; 1º la forma como elemento y uno de los objetos de la estética; 2º la forma como objeto de la sensación; 3º la forma de los peripatéticos, una de las ideas hipotéticas de que más uso hicieron en sus doctrinas. Vamos a examinar el asunto bajo estos tres puntos de vista.

1º La belleza reside en el tamaño, en laforma, en el color, en el movimiento y en el sonido. Esta colocación indica el grado de dignidad que cada una de aquellas circunstancias posee. El tamaño ocupa el primero, porque es, en los objetos sensibles, la condición que representa el poder de la inteligencia y de la voluntad. Así vemos que los hombres, cuando quieren dar una idea de lo que pueden y de lo que valen, o exagerar su importancia y sudignidad, echan mano de medios artificiales para engrandecer el lugar que ocupan, en el espacio. Los reyes, los magnates, los magistrados se visten de ropas talares y amplias, se rodean de numerosos acompañamientos, y se colocan en sitios elevados. Un vasto paisaje, una montaña inaccesible, un océano sin límites excitan nuestra admiración y absorbentodos nuestros pensamientos. Las naciones más bárbaras no son indiferentes a estas magníficas impresiones. Navegando el viajero Caillé por un río de África, en un barco tripulado por negros salvajes, de repente, se halló en un lago inmenso, a cuyo aspecto los negros se levantaron simultáneamente, lanzaron gritos de alegría, y dispararon sus armas de fuego en señal de admiración. La bóveda del cielo se [822] presenta a nuestras miradas como el signo exterior de la grandeza divina. Chateubriand ha dicho con tanta razón como elocuencia, que la idea de una divinidad única imprime a la grandiosidad de la naturaleza una significación más augusta que las falsas creencias de la antigüedad. «Libres, dice, de ese rebaño de dioses ridículos que por todas partes los limitaban, las selvas se han llenado de una divinidad inmensa. No parece sino que residen eternamente en sus sagradas profundidades, el don de profecía, y de sabiduría, el misterio y el genio de la religión. El viajero se sienta en el tronco de una encina para aguardar los vislumbres de la aurora; sucesivamente contempla el astro de la noche, las tinieblas y el río; se siente agitado, inquieto, como si aguardase algo desconocido; un placer inaudito, un placer extraordinario hace palpitar su seno, como si fuera a recibir una divina inspiración. Compadezcamos a los antiguos que sólo veían en el océano el palacio de Neptuno y la gruta de Proteo; es lástima no ver más que aventuras de tritones y nereidas en esa inmensidad de agua, que despierta en nosotros un vago deseo de abandonar la vida y de confundirnos con su autor.»

Pero si en la belleza sensible y artística, la dimensión representa la grandeza y el poder, la forma simétrica es evidentemente el sello característico de una inteligencia que concibe y crea la unidad y el orden . Según la ingeniosa observación de Hutcheson, la forma que preferimos es la que, con más simetría contiene mayor número de lados, o la que, con mayor número de lados presenta mayor simetría. Así, en la forma de las piezas de los edificios se prefiere el cuadrado al triángulo, el hexágono al cuadrado, el octágono al hexágono, y el círculo al octágono. La simetría es la misma en estas figuras; pero el número de partes es mayor en las que más nos agradan. Por otra parte, el triángulo escaleno es menos grato a la vista que el isósceles, y éste lo es menos que el equilateral. Aquí es igual el número de partes; pero la figura más simétrica nos agrada más, porque manifiesta mayor inteligencia y mayor dificultad vencida: es decir, mayor esfuerzo para unir la variedad con la unidad. Cada figura tiene además una expresión que le es característica y peculiar, como se observa en los monumentos de la arquitectura. El cubo y el prisma ofrecen más simetría que la pirámide y el obelisco, y sin embargo, se coloca una pirámide o un obelisco sobre un sepulcro, porque siendo la base de estos monumentos más anchos que su cima, expresan mejor el reposo eterno, y la aspiración del alma hacia la Divinidad. Esta asociación de las líneas y de las masas, con ideas puramente espirituales, es uno de los grandes misterios de la naturaleza. Tan difícil es explicarla, como negar su existencia. Las líneas rectas llevan al alma ideas de estabilidad, de seriedad, de firmeza; las grandes [823] curvas, como la bóveda del cielo y las cúpulas de las grandes basílicas, despiertan sentimientos de grandiosidad, de magnificencia y de poder. A estas diferencias corresponden las de las superficies y las de los sólidos. Una gran superficie a un gran sólido cubierto de protuberancias o de aberturas, produce impresiones diversas de las que produciría uno u otro, perfectamente liso y nivelado. Hace mucho tiempo que se atribuye a la arquitectura egipcia un cierto carácter de estabilidad y larga duración. No son solamente las pirámides y los obeliscos las construcciones egipcias que se ensanchan por su base: todos los templos y todos los edificios de aquellas misteriosas regiones presentan líneas oblícuas que convergen hacia la cúspide, y se apartan al llegar al suelo, como para fijarse en él con más seguridad. Los pilares son anchos, cortos, colocados a poca distancia unos de otros. La esfinge, acostada no lejos de la pirámide, apenas levanta su masa colosal, proporcionada a la masa de la montaña de piedra, cuya entrada parece custodiar como vigilante centinela. Hay otros colosos sentados en actitud de inmovilidad. El viajero que los contempla casi no llega a la altura de sus pies, y se necesitan millares de brazos para arrastrar por la arena la cabeza derruida de la estatua de Memnon. Sin salir del Egipto, podemos percibir el contraste de los monumentos de estilo griego con los edificios del estilo indígena. El pórtico del teatro de Antinoe, y la columna de Pompeyo, en Alejandría, nos presentan formas más elegantes, más esbeltas, más ligeras y menos afianzadas en sus bases que las pilastras y columnas del orden egipcio. Los templos de Grecia estaban edificados en montañas, como para convidar a los fieles a elevar sus miradas y sus pensamientos hacia el cielo. «Es preciso, decía Sócrates, que los templos y los altares estén colocados en sitios eminentes y solitarios, porque el que habla con los dioses, gusta de extender a lo lejos sus miradas, y de saborear la calma y el silencio al acercarse al santuario. En la arquitectura de los griegos, la obra de la inteligencia se separa cuanto más puede de la materia bruta. La pilastra egipcia, imitada por los griegos, se cubre de estrías regulares que disminuyen la amplitud de las masas, y se desembaraza del pesado capitel. Después, las estrías que no estaban separadas sino por un filo, se alejan unas de las otras, dejando mayores espacios lisos, y dando más elegancia al fuste. El capitel se adorna con ovas, perlas y volutas, y la columna, que antes terminaba por la parte inferior en el suelo, admite una base formada de molduras llanas y redondas. El arte hizo después otro progreso. El capitel toma más volumen sin perder su ligereza; se encorva a guisa de vaso o de canastilla; se envuelve en una triple guirnalda de hojas de acanto, y aumenta el número de las volutas. A la base de la columna se agrega un pedestal que la aleja más del suelo, y cuyas molduras representan hojas de trébol y follaje. El entablamento sigue las metamorfosis de la columna. En Egipto, se componía de un arquitrabe y de una cornisa, igualmente pesadas y macizas. En Grecia, estas dos partes, aligeradas y adornadas, se separan por un friso que recibe inmediatamente los adornos de los triglifos. En épocas posteriores, los arquitectos añadieron bajos relieves, que representaban personajes en acción y que expresaban en el frontispicio el sentimiento y la inteligencia.

La arquitectura de la edad media pasó por las mismas revoluciones. Desde el siglo V hasta el XI, expresa la estabilidad, como en Egipto. Las bóvedas y los arcos se apoyan en pilastras anchas y bajas. Los templos son pequeños, desnudos, de un aspecto austero, y por lo común, tienen debajo otro templo subterráneo que se llamaba cripta. Este género de construcción era el símbolo de un culto largo tiempo perseguido, y que aún no había logrado generalizarse. Bajo el pontificado de Gregorio VII, la religión cristiana aumenta el número de sus conquistas, y los templos se engrandecen, al par que ella se enseñorea y triunfa; el coro se ensancha, se alza sobre el nivel del suelo, y se cubre de galerías laterales. Los brazos del edificio sagrado se extienden en forma de cruz. Los pilares se alargan y se agrupan formando agregados de columnas llenos de soltura y de elegancia. En lo interior, las cornisas se cubren de estrellas, de molduras sinuosas, de grecas y de figuras humanas, cuyas facciones expresan las virtudes y los vicios. En los siglos XII y XIII, el arquitecto da más altura al templo, el cual se levanta sobre las casas de la población, y aun sobre los alcázares de los reyes. Los edificios más altos de Europa son el domo de Florencia, y las catedrales de Milán, Westminster, York, Estrasburgo, Sevilla, Palma y Toledo. Los arcos terminan en punta, para subir con más ligereza y gracia hasta la parte más alta del edificio. El arco ogival imita el hierro de la lanza, y termina elegantemente las líneas más prolongadas. Los capiteles de las columnas admiten las hojas de acanto, y las formas empleadas en los mejores tiempos del arte griego. El coro se separa de la nave por medio de una elegante tribuna. En lo exterior, la fachada se divide simbólicamente en tres partes, como imagen de la Trinidad santa, y sobre las puertas se dibujan fronfortes triangulares ceñidos de florones, y cuyas cimas agudas llegan hasta los pies de las torres. Estas forman edificios colocados sobre otros edificios, como si quisieran penetrar en el cielo. Las ventanas, que se abrían ya desde el suelo hasta el techo, se reúnen de dos en dos, envuelven entre sus ogives una rosácea transparente, y se envuelven en una ogive todavía más amplia que las dos primeras. En torno de la nave se distribuyen las capillas laterales, y formando cuerpos salientes por afuera, parecen [825] pequeños templos apoyados en el principal. Se siembran estatuas con profusión, y se agolpan como turbas a las puertas del edificio. En fin, en todas las partes susceptibles de adorno, se introduce un nuevo elemento: la expresión, símbolo de la inteligencia; la materia se oculta bajo la forma, y según la más venerable de las doctrinas, se aniquila el cuerpo para que sólo resplandezca el espíritu.

Si la forma expresa en la naturaleza inanimada la vida y la inteligencia, aún es más expresiva en la planta, que tiene en sí un principio de animación; que nace, se alimenta, crece, se desarrolla y muere. La flor dispone sus pétalos en forma de copa, de vaso, de cruz, de racimo o de corona. Algunas veces los abre y los cierra al nacer o al ponerse el sol; aparta su cabeza de las plantas vecinas para recibir más aire, y se deja mecer por las auras primaverales. Todas las ideas estéticas que se asoman con la forma, se encuentran, en la de las plantas; la majestad en el haya y en el roble; un tinte de poesía mística en el palmero; la gracia, la desenvoltura, los giros caprichosos y fantásticos, en las lianas y otras enredaderas; la modestia en la violeta; la hermosura seria y majestuosa, en la rosa, en la camelia y en la magnolia. Los poetas han descubierto en la flor la imagen de la juventud. «Eurialo, dice Virgilio, se dobla bajo el golpe mortal; la cabeza se inclina hacía el hombro, a manera de la flor purpúrea, que cortada por la reja del arado, se afloja y muere, o como la amapola cargada de rocío dobla su cabeza y la reclina en el fatigado tallo.» Cuando se habla de la majestad de la encina, parece que se trata de una prenda moral, más bien que de la elevación y la amplitud de sus vastos y rugosos brazos. ¿Quién no distingue la expresión del chopo de la del sauce? ¿Quién no echa de ver que si se sustituye uno a otro en un paisaje, el efecto estético y moral de la pintura cambia enteramente de carácter? Los griegos veían en los frescos valles del Tempe, una mansión cara a los dioses, y colocaban la entrada del Averno en tina región estéril, cubierta de rocas dilaceradas, y de fragmentos de montes esparcidos por un poder maléfico.

La forma del animal representa el temple de su índole y sus propensiones características. Oigamos a Buffon, el gran pintor de la naturaleza. «Lo exterior del león está en perfecta armonía con sus grandes cualidades interiores: tiene la faz majestuosa, pomposa la melena, el porte amenazador, la voz terrible. El caballo alza la cabeza, como si quisiera hacerse superior a los demás cuadrúpedos. Mira al hombre frente a frente. Su crin, digno ornamento de su cuello arqueado, le da un aire de vigor y de orgullo. Las gracias de la forma, la belleza de las líneas corresponden en el cisne a la suavidad de su índole, agrada a los ojos, y hermosea y adorna todos los lugares que frecuenta. Excita nuestro cariño, nuestros aplausos y [826] nuestra admiración. En ningún otro animal ha esparcido la naturaleza con tanta profusión aquellos primores nobles y suaves que nos recuerdan una de sus obras más consumadas: corte de cuerpo elegante, formas redondeadas, contornos graciosos, blancura brillante y pura, movimientos flexibles y animados, actitudes unas veces enérgicas, otras veces lánguidas y revestidas de una negligente molicie, todo este conjunto lo destinaba a ser el procreador del amor y del deleite, y justifica la idea mitológica que reconoce en el cisne el padre de la más bella de los mortales.»

Pero la expresión más clara, más elocuente y más intelectual es la que se retrata en la faz del ser humano. «Todo lo que observamos en lo exterior del hombre, dice Buffon, denota su supremacía en la creación. Su actitud es la que corresponde al dominio y al mando. Su cabeza mira al cielo, y presenta una faz augusta, en que está impresa la marca de su dignidad. La imagen del alma se refleja en su fisonomía, la excelencia de su naturaleza se trasluce en sus órganos materiales, y anima con un fuego divino las facciones de su rostro. Su porte majestuoso, sus pasos firmes y atrevidos anuncian la nobleza de su categoría; no toca a la tierra sino por sus extremidades exteriores; la mira de lejos como si la desdeñara.» Es claro pues, que la belleza de la forma consiste en lo signos de la inteligencia y de las cualidades morales. El ciego joven a quien el cirujano cheselden dio la vista, se había formado una idea de la belleza, en parte con la imaginación y en parte por el tacto, y creyó descubrirla en los rostros de las personas que lo habían tratado con más benevolencia antes de su curación.

La belleza de la forma humana se encuentra magníficamente realizada en las obras maestras del cincel griego. La escultura de los griegos no se empeña en expresar la solidez y la eternidad, como la de Egipto, sino las acciones del alma, la vida y el movimiento, como decía Sócrates. Dédalo, que fue el que introdujo las bellas artes en Grecia, desembarazó las figuras de las fajas tan comunes en la escultura egipcia. No las representaba sentadas, sino en pie y en actitud de movimiento, de donde provino la fábula que sus estatuas andaban. El dio los primeros modelos de la amazona que prepara el arco y se dispone a herir al enemigo, y sobre todo de la soberbia y ágil Diana, tan ligera como la cierva maravillosa que se arroja a sus pies. No hubo en Grecia más que dos estatuas colosales: el Júpiter Olímpico y el león de Cheronea. Todas las otras son, poco más o menos conformes a las proporciones de la estatura humana, y aun las hay inferiores, como la Venus de Médicis. El artista emplea la menor cantidad de material posible evitando las grandes masas, como opuestas a la expresión, que es el gran problema del arte griego. ¡Qué prontitud de inteligencia se pinta en el rostro del [827] Mercurio, que, con el dedo levantado, parece indicar el camino! ¡Qué intensidad de atención en el Jason, que está prestando oído a lo que pasa, mientras se ata la sandalia! Las estatuas de las musas nos las representan completamente vestidas, descubriendo solamente el rostro, que es donde está toda la expresión. Están sumergidas en una meditación profunda. De este modo nos enseña el artista que la inspiración no sirve de nada sin el trabajo, y nos recuerda que una de las tres musas primitivas era la reflexión. Venus se representa unas veces medio vestida, otras, cubierta solamente de su pudor. Las curvas de su contorno están llenas de suavidad y de molicie; en todos sus tegumentos predomina la delicadeza; en todos sus miembros la movilidad. Lo que más nos arrebata en este delicioso tipo, es la mezcla de gracia y de dulzura esparcida en su cuerpo y en su rostro. Ningún pensamiento maligno, ninguna sensación desagradable arrugan aquella frente tan pura, ni contraen aquellos labios tan voluptuosos. No es esa la Venus vulgar, no es la Venus madre del amor físico; no se simboliza en aquella forma el abandono del vicio ni la furia de la pasión. Es la Venus de Sócrates y de Platón; la madre del amor intelectual; la que posee un alma más bella todavía que su cuerpo, y cuya hermosura exterior no es más que la expresión de la elevación del ánimo. El artista le ha conservado, en la edad adulta, las formas de la infancia y de la virginidad. El que la mira, conoce que aquella envoltura no puede contener sino un corazón sencillo, puro, adicto al bien; que aquella boca no puede pronunciar sino palabras dignas; que aquel seno no puede palpitar sino en armonía con sentimientos castos, benévolos y generosos. En el Apolo de Belvedere, y especialmente en su majestuosa cabellera y en sus brazos, descubrimos perfiles más angulosos y enérgicos, porque el numen acaba de lanzar una flecha a la serpiente Pitón, y todavía arden en su pecho la ira y el deseo de venganza. Su actitud es la de la victoria; su mirada es la del triunfo. Todo su porte refleja la indignación, unida a la eterna juventud de que goza el padre de la luz y de la poesía. Las tiernas miradas de la amistad se pintan en las de los dos personajes que componen el grupo conocido por los aficionados con el nombre de Castor y Polux. Son dos jóvenes que, inclinando la cabeza, meditan absortos cerca de un sepulcro. Uno de ellos apaga una tea en el altar; el otro, apoyado suavemente en el primero, contempla la prenda que le recuerda el objeto querido. El abrazo tierno de las tres Gracias, imitadas por el cincel de Canova, es como un vínculo por cuyo medio se comunican mutuamente sus sentimientos. La desesperación habla en el semblante de ese guerrero, que levanta los ojos al cielo, sosteniendo en sus brazos el cuerpo exánime de su amigo, cuyos miembros cuelgan como los tallos de una liana marchita. Otras [828] obras de la escultura antigua respiran la equidad del justo, el celo del entusiasmo, la magnanimidad del héroe. Tal es el carácter de la mayor parte de las estatuas de Hércules, y sobre todo la que tiene en los brazos un niño, sonriendo inocentemente al formidable domador de fieras. La estatua de Minerva, con su casco, su escudo y su lanza, en actitud de andar con resolución, pero sin anhelo, es la representación de la moderación en el combate, y de la clemencia después de la victoria. En todos estos casos, la forma ha sido el vehículo eficaz del pensamiento del artista. Las líneas y la distribución de las masas, han hablado por sí solas el lenguaje que en el diccionario de las artes se llama expresión.

Lo mismo puede decirse de la pintura. Ni el dibujo más correcto, ni el brillante colorido pueden suplir la falta o la inconveniencia de la forma. Los grandes pintores han propendido frecuentemente a la disposición piramidal de sus composiciones, como Murillo en todos sus cuadros de la Concepción, y Rafael en su Trasfiguración y en sus madonas. Esta forma da unidad al pensamiento, y gran realce al objeto en que el pintor quiere fijar las miradas de los espectadores. Hay además en la forma piramidal una cierta aspiración hacia el cielo, propia de todos los esfuerzos humanos cuando se encaminan a la perfección. El dibujo emplea la forma para hablar, no ya a los ojos, sino al alma, y así es que algunas composiciones incorrectas arrancan nuestra admiración, sólo por la impresión que hacen en nosotros los contornos, cuando armonizan con el pensamiento dominante del conjunto. Aun en los paisajes desnudos de figuras humanas, la forma de los montes, de los árboles y de las ruinas dice lo bastante para inspirarnos gozo, melancolía, ideas campestres o fantasías penosas y lúgubres.

Del lenguaje de las artes, ha pasado la voz forma al de la literatura, y con ella se ha querido significar el estilo, la fraseología, la dicción, todo, en fin, lo que depende exclusivamente del uso de la palabra, con excepción de la verdadera elocuencia, cuyo vigor consiste en algo más sustancial, más efectivo, más sólido que todos los recursos de la locución. Pero en la región de la literatura, la forma no ejerce tanto poderío como en la de las artes. Muchos defectos pueden disfrazar la elegancia, la armonía, la buena proporción del período, la armoniosa disposición de las partes que lo componen, la elección de voces propias, sonoras y cultas. Sin embargo, si la composición no posee más que estas cualidades, sólo podrá deslumbrar a los entendimientos vulgares o amigos de la novedad. El hombre de gusto sano, el pensador serio y experimentado busca el fundamento de toda belleza literaria, es decir, la obra del ingenio, de la meditación, del trabajo mental profundo y castigado. A veces se aplauden rasgos poéticos y oratorios, como grandes esfuerzos del poder creador, cuando su mérito [829] real, y no por cierto despreciable, consiste en la dificultad vencida. Creemos que este es el verdadero origen de la justa celebridad del verso:

Que voulez vous qu’il fit contre trois? -Qu’il mourut.

en donde se expresa un sentimiento común en todo hombre de honor que prefiere la muerte a la infamia; pero aquí se encierra este sentido en un verso solo, y esto es lo que admiramos. Y la prueba de ello es que los versos siguientes, en que la misma idea se amplifica y diluye en un gran número de palabras, han merecido justamente la censura de las críticas. Esta doctrina puede aplicarse al estilo, a las metáforas extrañas, a los giros atrevidos, a las antítesis que tanto abundan en los escritos de la escuela romántica. La novedad, la extrañeza, lo inesperado de las combinaciones de voces y de ideas, excitan un sentimiento que no es admiración, que no es la aprobación que solemos dar a lo bello, y que no es más que sorpresa. Así predominó en España el culteranismo, y así han prevalecido en otros países las modas literarias, contrarias a los buenos modelos de la antigüedad, pervirtiendo el gusto y dando el nombre de bello y sublime a lo que no es más que extravagante y fantástico.

Si comparamos la forma de los objetos naturales con la de los que traza la mano del hombre, descubriremos que los primeros no han servido de modelos a los segundos, sino en las bellas artes, pero no en las que satisfacen las primeras necesidades de la vida. Para construir su habitación, el hombre no se contentó con emplear el árbol en su estado natural. El tronco bruto podría haber sostenido el techo tan firmemente como el pie derecho. Sin embargo, el hombre lo despoja de su corteza y de su redondez, y de un cilindro tortuoso, imperfecto y lleno de protuberancias, hace un cilindro perfecto, un cuadrilátero o un prisma. Cuando dispone la jaula o armazón para las paredes, cuida de dar al maderaje rectitud y paralelismo. Las vigas que forman el techo, apoyándose oblicuamente unas en otras, están dispuestas de tal modo, que la línea recta tirada desde la cima del triángulo, viene a parar en el punto medio de la base. No puede decirse que se han copiado estas líneas de modelos naturales, porque en la naturaleza no hay más que líneas irregulares, como los tallos de las plantas, la superficie de los montes y de las rocas, las sinuosidades de las costas del mar, y la ondulación de las aguas. Sin embargo, el grosero samoyedo da a su choza de hielo la forma de un cono perfecto; el habitante de las orillas del Níger adorna su piel con figuras simétricas, y en los arcos y flechas del salvaje de la Nueva Zelandia, se observan esculturas delicadas, que representan triángulos, grecas paralelogramos. Estos ejemplos y otros [830] muchos que podríamos citar, prueban que el hombre, además de percibir la forma sensible, tiene la facultad de concebir la forma ideal o a priori: noción que reside en su inteligencia, y que no se deriva de ninguna de las impresiones que recibe su aparato sensorio. Hay algo más que materia en estas concepciones originales, primitivas, espontáneas, que hallamos en los hombres de todos los siglos y de todas las latitudes. Hay la idea primitiva de orden que, por una propensión instintiva igual a la que se verifica en otros muchos casos, trasladamos de la mente a la materia, como si quisiéramos reflejar en la obra de nuestras manos la regularidad que concebimos, y que tanto nos place siempre que la vemos realizada. Se dirá, quizás, que un fenómeno natural ha podido ofrecer casualmente a las miradas del hombre una línea recta o una curva regular; que los primeros hombres pudieron observarla y trasladar aquella idea a sus descendientes; que muchas veces, cuando el sol está medio velado por nubes trasparentes, se desprenden del astro rayos luminosos que describen líneas rectas; que el sol, al ponerse en un cielo despejado, ofrece la imagen de un disco perfecto o de un círculo geométrico; que la misma observación se aplica a la luna llena, y que el horizonte del mar o de una llanura no se diferencia a nuestros ojos de la línea más recta que puede trazarse en el papel. Pero nada de esto explica la tendencia a la regularidad que se nota en las obras de los pueblos salvajes, en quienes no es posible suponer un desarrollo mental capaz de observar las obras de la naturaleza. El salvaje, al construir su cabaña, no imita, sino que inventa, y dado que copie la línea y el círculo, ¿en qué obra de la creación está el tipo del triángulo, del cuadrado y de la greca? ¿Qué producción natural ha podido servir de modelo a la pirámide de Cholula en Méjico, o a los obeliscos y al salón perfectamente cuadrado de las ruinas de Tiahuanaco en el Perú? Además, las ideas de simetría, de regularidad y de recta distribución de partes, no se encuentran solamente en el hombre, sino también en los animales constructores, como en el panal de la abeja, en el dique del castor, y en la tela de la araña. Cada uno de estos animales ejercita una forma que le es peculiar, y que corresponde a sus necesidades. El hombre las ejecuta todas, porque sus necesidades son más variadas, su invención más fecunda, sus designios más nobles, y sus recursos más numerosos y más eficaces. El animal construye para residir y procrear; el hombre busca además el goce, y en el goce la satisfacción de una exiegencia propia de la sustancia espiritual que lo anima.

2º La forma como objeto de la sensación da lugar a una cuestión que ha ocupado mucho a los filósofos. ¿Cómo adquirimos la noción de la forma de los cuerpos? No es cierto que la vista sola sea la causa de este género de percepciones, porque la vista no nos descubre más [831] que los perfiles que interrumpen el espacio; pero no los de la superficie que lo llena, ni las protuberancias o profundidades de aquella superficie. Si no tuviéramos más que el sentido de la vista, todos los cuerpos nos parecerían lisos, como una tabla, y producirían en nuestros órganos la misma impresión que los retratos de perfil enteramente negros, llamados en francés â la silhoutte. Los ciegos conocen la forma de los cuerpos tan perfectamente corno el hombre de vista más clara. Bayle habla de un escultor ciego llamado Ganibasi, que hizo estatuas muy parecidas del gran duque de Toscana Cosme I, y del papa Urbano VIII. El tacto es, pues, el verdadero vehículo de la idea de forma. Para los objetos pequeños, basta la flexibilidad de la mano; para los grandes, es necesario que la memoria ligue las diferentes impresiones que la mano recibe al pasar de un punto a otro en la superficie que se toca. Con la unión del tacto y la memoria, cuya acción unida depende de la atención, conocemos: 1º la pluralidad de los cuerpos formada por una solución de continuidad entre una y otra extensión tangible: 2º el tamaño comparado de los cuerpos: 3º su aumento y disminución. La extensión es una cualidad absoluta; el tamaño es una cualidad relativa. Un cuerpo que existiese sólo en el espacio tendría extensión, pero no tendría tamaño; no sería grande ni pequeño, porque no habría comparación con otro cuerpo. El tacto, ayudado por la memoria, nos da a conocer también la posición relativa de los cuerpos, su distancia y su movimiento. Pero la noción de la posición de los cuerpos se liga con la de su forma, porque la forma no es más que la posición respectiva de las partes que limitan la superficie. Entre la posición y la forma no hay más diferencia que la solución de continuidad. La noción de distancia es una noción de extensión, y la de movimiento entra en la de posición, puesto que el movimiento no es más que la mudanza de posición. Así, pues, los elementos fundamentales percibidos por el tacto, se reducen a la extensión y a la forma. La temperatura pertenece también a esta parte de nuestra organización; pero su examen no corresponde al objeto que nos ocupa en el presente artículo.

Las nociones de extensión y posición se refieren a nuestro cuerpo, es decir, a la extensión y posición de los miembros y tegumentos que lo componen. Las primeras y más comunes medidas de la extensión son la braza o brazo, palmo o palma de la mano, el codo, el pie, el paso, el dedo y la pulgada, que viene del dedo pulgar. Como las partes de nuestro cuerpo están diversamente situadas en el espacio, les hemos dado diversos nombres para expresar su posición relativa, como la derecha y la izquierda, lo alto y lo bajo, delante y atrás, y estas mismas expresiones se aplican a los objetos exteriores. Así decimos la orilla izquierda de un río, los pies de la mesa, la cabeza de un [832] árbol, los brazos de una cruz, a espaldas de un edificio: no porque estos objetos tengan miembros que puedan calificarse con aquellos nombres, sino porque comparamos la colocación de las partes de su estructura, con la de los miembros de la nuestra.

3º La forma en el lenguaje del escolasticismo, es uno de los enigmas hipotéticos, puramente ideales, que aquella escuela se propuso resolver, y en cuyo examen agotó toda su sutileza. Los escolásticos no entendían solamente por forma la superficie que limita los cuerpos en el espacio; no sólo la redondez, la angulosidad, la prominencia y la concavidad, sino una esencia imaginaria, una creación de la fantasía que constituye el verdadero ser característico de las cosas reales y espirituales. No de otro modo puede entenderse la pregunta de Santo Tomás: utrum principium intellectivum uniatur corpori ut forma. Contra esta unión se suscitan varias objeciones que el santo doctor examina con su acostumbrado esmero, y siguiendo el admirable método que observó en toda su Suma teológica. «¿Cuál es el principio, dice, de todas las operaciones de una cosa determinada? Es la forma, porque de la forma viene el acto , y estamos acostumbrados a atribuir todo acto a una forma. Es evidente que la vida del cuerpo viene del alma; que el alma es el principio mediante el cual vivimos, sentimos y mudamos de lugar; por el alma concebimos, formamos y poseemos ideas. Para distinguir esencialmente el alma del entendimento, sería necesario probar que la inteligencia es un accidente del alma; pero no puede decirse que sea accidental lo que constituye la diferencia específica del hombre (ratiotiale, differentia constitutiva hominis.» Así, pues, en el lenguaje del escolasticismo la forma es lo que completa la esencia, y si la forma del hombre es el alma, la forma de la materia no será la redondez, la protuberancia ni la angulosidad, sino el conjunto de cualidades que constituyen la esencia de la materia.

Este modo de hablar y de definir es tan opuesto a las nociones filosóficas de nuestros días, que apenas podemos entender su sentido verdadero. No habrá, por ejemplo, muchos que comprendan el pasaje siguiente: «la materia es el signo de la individualidad, y la forma el signo de la universalidad; pero ni la materia es el principio externo de la individualidad, ni la forma es el principio externo de la universalidad. No hay dos principios externos; no hay más que uno solo, único bajo el aspecto de la forma, y múltiple en cuanto al número,» y sin embargo, todo este aparato científico sirve para envolver verdades sumamente triviales y sencillas, ha saber: que la materia de un hombre, es decir, su cuerpo no le es común con otros hombres sino individualmente suyo: que la forma, es decir, lo que constituye el ser de hombre, es universal, porque comprende a todos los hombres, y que [833] aunque el ser de hombre es único, se multiplica en todos los hombres.

Algún más artificio filosófico se encuentra en el siguiente pasaje de Santo Tomás: «siendo la materia el principio de la individualidad, parece deber inferirse que la esencia, compuesta de materia y de forma, es simplemente particular y nunca puede ser universal. Luego los universales no pueden definirse, porque toda definición significa esencia. Pero es menester tener presente que no es la materia tomada en todo su sentido la que se llama principio de individualidad, sino la materia caracterizada, determinada (materia signata) y considerada en dimensiones positivas. En la definición del hombre, como tal hombre, no se trata de esta materia, sino en la definición de un hombre determinado como Sócrates. En la definición del hombre en general, la materia de que se hace uso, es la indeterminada, la non signata, puesto que allí no se habla de ciertos huesos ni de ciertas carnes, sino de huesos y carnes indefinidas y que a nadie pertencen.» para no dejar duda sobre la aplicación de la palabra forma al espíritu, citaremos estas líneas del mismo autor. «La esencia de una sustancia compuesta se distingue de la de una sustancia simple en que la primera no es solamente materia o forma, sino materia y forma juntas, mientras que la esencia de la segunda no es más que forma sola. Y de aquí resultan otras diferencias. Por una parte, la esencia de una sustancia compuesta puede significar, sea el todo, sea una parte del todo, y esto es efecto de la determinación de la materia. Por otra parte, la esencia de una sustancia simple, que es su forma, no puede significar sino el todo, puesto que no hay allí más que una forma, que es, en cierto modo, el recipiente de la forma misma. Además las esencias de las sustancias compuestas, recibidas por la materia determinada y multiplicadas según la división de la materia, son las mismas en la especie y diversas en número. Pero la esencia de las sustancias simples, no teniendo contacto con la materia, no es susceptible de multiplicación. Así es que no hay en estas sustancias pluralidad de individuos de una misma especie, sino como dice Avicena, tantos individuos, tantas especies.» Todavía parece más extraño y más ajeno de nuestras ideas modernas, este modo de tratar las cuestiones filosóficas cuando se estudian en el latín que se hablaba en las escuelas, como se ve en el siguiente resumen de la doctrina que el último pasaje contiene: Formae quae sunt receptibilis in materia, individuantur per materiam, quae non potest esse in alio, cum primum sit subjectum substans: forma vero, quantum est de se, nisi aliquid aliud impediat, recipi potest a pluribus.

¿De dónde sacó el escolasticismo toda esta doctrina, tan sutil y tan complicada sobre la forma? De dónde sacó todas las que profesaba, aunque desnaturalizando y pervirtiendo [834] muchas de ellas: de las obras de Aristóteles. Este filósofo había dicho: «la esencia y la forma son actas. El alma y la forma sustancial del alma, son cosas idénticas. Pero ¿puede decirse que hay una forma sustancial? Sí: la forma sustancial es lo que constituye el ser... Si se separa el ser de la forma, ya no es posible que haya ciencia del ser, y las formas, por su parte, no se llamaron seres. Esta separación quiere decir que, por ejemplo, en el ser bueno no se encuentre la forma sustancial del bien o que en la forma sustancial, del bien no se encuentre el ser bueno. Digo que con esta separación no puede haber ciencia posible del ser, porque la ciencia de cada ser es la ciencia de su forma sustancial.» De aquí han tomado origen un gran número de cuestiones, cuya importancia es incomprensible para la generación actual: por ejemplo ¿es cierto que, en el orden de la producción, la materia haya precedido a la forma? ¿puede decirse que en el conjunto de los seres creados, la materia sea el género y la forma la diferencia? ¿Puede Dios hacer que la materia exista sin forma? ¿Son cosas idénticas la idea de los griegos y la forma de los latinos?

En medio de todo este abuso de la abstracción, y de tanta extralimitación de la verdadera significación de las palabras, los escolásticos no podían contradecir el testimonio de sus sentidos, y necesariamente reconocían y tenían que hablar de la forma como se entiende en el lenguaje vulgar, es decir, como límite del lugar que los cuerpos ocupan en el espacio. A esta daban el nombre de forma accidental, para distinguirla de la forma sustancial, que, como hemos visto, no era más que la esencia de las cosas. Pero la forma accidental, como cosa sensible y sujeta a la observación, tenía menos atractivo para ellos que la sustancial, sobre la cual escribieron millares de volúmenes. La razón de esta preferencia se halla en el carácter y en las propensiones de aquella escuela, casi enteramente ocupada en la cuestión tenebrosa de los universales, y en la reñida controversia a que esta cuestión dio lugar entre realistas y nominalistas. Todo era ontológico, todo metafísico en esta disputa y en todas las investigaciones científicas que de ella emanaron. En nuestro artículo Materia indicaremos todavía mayores extravíos y quimeras en la discusión de estos oscuros problemas. Felicitémonos por vivir en una época en que el estudio busca objetos más palpables, y en que la ciencia, conducida por el inmortal Bacon, ha sacado de la observación de los fenómenos los medios de ennoblecer nuestros destinos y de extender y fortificar el dominio del hombre sobre la naturaleza.

Condillac: Traité des sensations.
Burke: Essay on sublime.
Alisson: On Taste.
Winckelman: Histoire de l'Art.
De la Philosophie scolastique, por B. Haureau.
Etudes sur la philosophie de moyen age, por Rousselot.
Histoire de la philosophie, por Cousin.
Traité des faeullés de l'ame, por Adolphe Garnier.


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