Alférez
Madrid, 28 de febrero de 1947
Año I, número 1
[páginas 2-3]

Hacia un arte religioso

Seguramente no es preciso esforzarse demasiado en buscar pruebas de que el catolicismo español de los últimos decenios ha solido sestear al margen de los tiempos que a su vera transcurrían. Pero hay un síntoma cuya sola presencia exhala suficiente certeza para podar difusos optimismos es la inexistencia de un arte religioso y moderno entre nosotros. Desde Goya la plástica religiosa viene siendo un subproducto artístico: su calidad es puramente residual: su cuantía, inveteradamente parva.

Ahora bien: ¿es que podría entenderse este descenso del nivel artístico si hubiera existido una sazón siquiera medianamente ascendente en las restantes zonas de la energética espiritual? No es menester ponderar ahora hasta qué punto las decadencias no suelen operarse en un ámbito fragmentario: harto evidente es que son, en cambio, como una bajamar que afecta de una vez a todo el litoral de la vida histórica. Y en cuanto a la precariedad de nuestro arte religioso desde hace siglo y medio, es evidente: cuando la progresiva secularización dejó desalquilados en España pinceles y cinceles religiosos sobrevino a la plástica una fatal angustia del asunto, y entonces el tema histórico o el literario se erigieron en cantera sucedánea: en ella tropezóse de nuevo, algunas veces, con el filón religioso: pero esa vez el filón habíase encontrado en un estrato harto superficial e inconsistente, entre humus de literatura y de romanticismo. Así salió, por ejemplo, esa pintura religiosa declamada en las paredes de San Francisco el Grande. Bien es verdad que no se podía esperar otra cosa en un templo donde al poverello de Asís se le equipara en el epíteto con Alejandro y Federico. Semejante megalomanía no ha sido esporádica en los últimos tiempos: por ella ha caminado hasta ayer mismo con el más terco énfasis Sert, autor de muchos metros cuadrados de pintura catedralicia. Pero no insistamos más en ello y miremos adelante.

Hoy nos hallamos en trance de renovación cristiana, lo cual significa que pesa sobre nosotros, entre otras, la obligación de poner punto final a ese largo desmayo del arte religioso en nuestra patria. Nadie mejor que el artista sensible debe conocer lo arduo de esa empresa. Trátase de cerrar un largo hiato y de reconquistar –es la palabra justa– algo que el pintor de antaño poseía sin esfuerzo porque le venía dado tan sencillamente como a las flores el perfume: el estilo, la homogeneidad de la cultura, la dimensión naturalmente religiosa y nacional del arte son cosa agostada por lo menos desde hace siglo y medio, y volver a hallarlos es resucitar fragancia y savia en un tallo seco. Se trata de un empeño semejante al del hombre que, perdida por vez primera la gracia bautismal, quiere retornar de sus andanzas de hijo pródigo y reconciliarse con el Padre. Por eso tendrá que entrar en juego ahora más que nunca el ascetismo, llave de toda reconquista. El pintor y el escultor que hoy quieran hacer arte religioso han de tener clara conciencia de que toda generación, a su entrada en el arte, se enfrenta, ante todo, con un problema: la prosecución del drama formal y espiritual que en aquel instante se halla en una fase preparada por siglos, y acaso por milenios. En la historia del arte producido desde que nació Cristo hasta hoy, es decir, del arte cristiano, la escena decisiva se produjo con la entrada de un coro de sirenas que entonaron el párodo de la profanidad. Desde ese instante, el drama, que venía siendo liturgia, se convirtió en tragedia. Esto es lo que no puede olvidar el artista religioso de hoy, necesario actor de nuevos episodios. Sobre él, heredero forzoso de todo lo anterior, gravita, como un pecado original cometido por sus padres, la pérdida de la inocencia primigenia.

Por eso es necesario el ascetismo. A lo largo de un camino de abrojos hay que reconquistar una «segunda religiosidad». Esta frase es de Spengler; no nos importa que en sus labios suene como la carcajada de Mefistófeles, que, oculto tras la fronda, presenció el pecado para, una vez consumado, denunciarlo e inducir a desesperación. La segunda religiosidad después del primer pecado ha de ser posible en una cultura que conozca la humildad y el perdón que otorga la Misericordia. Espuma de soberbia, la desesperación no ha de tener cabida cuando se posee un mensaje que de antemano cuenta con el pecado no sólo una vez, ni siete, sino setenta veces siete.

Es y será posible un nuevo arte cristiano. Pero pretender forjarlo en esta hora sin una clara conciencia de sus exigencias y problemas sería casi tan funesto como dudar de su posibilidad. A estas alturas se han hecho ya varios ensayos de retorno al arte religioso; se trata de esfuerzos concomitantes, en el terreno plástico, al evidente renacimiento católico que en casi todos los países se percibe en el pensamiento. Es interesante hacer un sucinto análisis, hic et nunc, del nuevo arte religioso europeo de estos tiempos voluntariosamente renacientes.

Cabe decir que ese arte ha seguido una genérica orientación: adjurar lo más posible de casi todo lo que viene produciéndose desde el Renacimiento. Una añoranza del arte medieval o del cristiano primitivo ha movilizado a muchos artistas modernos deseosos de arte religioso para nuestra época. Así se ha creado un lenguaje plástico que vuelve avalorar el símbolo y se desentiende de la naturaleza. Es un arte que produce obras desde una videncia subjetiva idealista y las impregna intensamente de elemento poético. Tal elemento, extraño de por sí al lenguaje puramente óptico y pictórico, es anterior en la mente del artista a lo puramente narrativo. El salto atrás consiste, por tanto, en prescindir de muchas conquistas formales ocurridas desde el Renacimiento y en el afán por volver a empalmar con una plástica que fue, ante todo, escritura simbólica, cuya esencia consistía en la conjugación de signos que formaban una unidad dimanante de fuente mental y vertida en el molde de lo ornamental.

Este camino tiene sus peligros. Ante todo, el de la inconsciente mixtificación. Por una inevitable paradoja, ese arte, que en la Edad Media o en las catacumbas fue primordialmente auténtico y popular, hoy día resulta antes que nada fruto de erudición, apto más bien para las minorías y fruto casi siempre de un afán demasiado retrospectivo. Lo estéril de esta actitud consiste en pretender acercarse demasiado externamente a un arte ya histórico, buscando identificarse con él no tanto en las premisas corno en los resultados, no tanto en la raíz como en el fruto. Si hace falta ilustrar con algún ejemplo concreto el fracaso de esta ruta bastará traer a la memoria las muestras de aquel laboratorio artístico y medievalizante que fue la abadía de Beuron.

En cambio, ha de ser válido y fértil aproximarse a la actitud anímica del artista medieval y de todo artista que en cualquier tiempo haya creado arte auténtica y ejemplarmente religioso. Más aún: es incluso necesario empalmar con ese «acento» peculiar del que es portadora la tradición. Ella es resultante, en cada pueblo, de una voluntad estilística peculiar, existente dentro de ciertos límites y en la misma medida en que se da la personalidad de los pueblos diversos. Porque entender «arte católico» como arte unificado sería interpretar con lamentable mezquindad la rica variedad histórica y estilística del arte. Referido a los pueblos, el arte religioso no se ha de predicar nunca unívoca, sino análogamente.

Esto es de importancia capital para quienes en un país tan claramente diferenciado como el nuestro se embarquen en la ascética aventura de reconquistar un arte religioso de hoy. Porque puede aceptarse que un auténtico enlace con su peculiar tradición y voluntad artística permita a la nueva escultura católica francesa, por ejemplo, crear formas nuevas que constituyan una espiritual legítima –y no una mera copia– de la íntima y medular voluntad plástica de ese pueblo, existente de algún modo en lo hondo de las individualidades y persistente en lo soterraño de todas las corrientes de la época. Esa constante peculiar hay que concebirla en todo caso como un factor espiritual y no nos importa que su soporte parezca ser la raza o un sutil genius loci. Lo cierto es que históricamente existe en los pueblos, y en algunos, como el nuestro, con acentos de peculiar intensidad, que hacen sentir su huella lo mismo en el espíritu de nuestros pintores y escultores que en el de nuestros santos. Pues bien; el engarce con una misma tradición puede ser tan auténtico en un pueblo como inauténtico en otro pueblo diferente. Dicho de otra manera, el problema de nuestro arte religioso de hoy es este: que además de ser verdaderamente religioso, necesita, para ser de hoy, vincularse de algún modo profundo con el de ayer, pero de un ayer que sea al mismo tiempo no menos profundamente nuestro. He aquí por qué es de esperar que a quienes entre nosotros pretendan hacer arte religioso no les sirva de nada, por lo menos, de nada bueno, como no sea de escarmiento, el ejemplo artístico de quienes allende nuestras fronteras se han dado a caminar por las rutas de aquel idealismo subjetivo que constituye el rasgo más patente del nuevo arte religioso europeo.

En la historia hay otro gran arte religioso, y es precisamente el español de antaño, que se formula con un lenguaje totalmente distinto. Nuestros pintores y escultores del siglo XVII se movían dentro de una videncia naturalista, y con ella hicieron sensible y palpitante un tipo concreto de relaciones espirituales entre lo humano y lo divino, entre lo natural y lo sobrenatural. Nadie ha logrado en arte evidenciar con recursos tan realistas esa certeza de lo numinoso que invade al contemplador a través de los ojos nada más, sin el intermedio de la mente, al margen de todo símbolo y con procedimientos de figuración estrictamente narrativa. Nada menos simbólico, menos arcano, más simple y más directo que esos Cristos, Vírgenes y Santos españoles vistos objetivamente por un pintor y un escultor decididos a retratar de cuerpo entero lo divino y a metérnoslo por los ojos tal y como lo vieron ellos con los suyos. Frente al idealismo subjetivo de todo el arte medieval, este otro es un caso flagrante de realismo objetivo transfigurado a fuerza de poderío místico.

Querámoslo o no, ese es nuestro genio. Nuestro arte religioso de hoy tendrá que ser legítimo descendiente espiritual de nuestro más íntimo sentido religioso y artístico de siempre, y ese sentido es el que palpitó en los siglos XVI y XVII. Pero librémonos de interpretar esa necesaria descendencia como una mera prolongación de lo antiguo en el futuro, como una invitación a cultivar esa cosa pintoresca y menguada que es el casticismo. Ello equivaldría a prostituir la tradición convirtiéndola en tópico, pues tópico es, en lo profundo, ese injusto envilecimiento en que sumergimos aquello que a fuerza de ser nuestro y de «estar siempre ahí» no, nos excita a penetrar dentro de su corteza externa y cotidiana. Por el contrario, una recta comprensión del concepto de tradición es imprescindible si se quiere crear un arte religioso vivo.

Para que una cosa de hoy sea tradicional lo importante es que, siendo ante todo creación, esté conectada a una raíz perdurable y vocacional, y lo accesorio es que tenga precedentes formales en el ayer, porque en el ayer también se alumbraron cosas antitradicionales. Aplicando esto al arte, cabe afirmar que están aún por inventar nuevos elementos rigurosamente tradicionales, los cuales consistirán en ser, respecto de la raíz perdurable, no una reiteración, sino una fidelidad. Este modo de entender lo tradicional, como valor más bien que como hecho, es esencialmente vital, y se opone a aquél otro, mecánico e inerte, que lo imagina como lo que por haber durado antaño debe perdurar hoy. Entendida tan míseramente, la tradición sólo sirve para cegar las fuentes de la creación, y en lo artístico para atrofiar los más delicados centros de toda conquista expresiva; es un morbo que sólo tiene paralelo en la patología humana: existe un grave trastorno del lenguaje que los psiquiatras llaman ecolalia, consistente en repetir indefinidamente, como un eco cansado, la frase alumbrada una vez en el cerebro. Semejante ecolalia artística sería el peor escollo de una pintura y escultura religiosas de hoy, que tienen la misión, precisamente, de hallar dicciones nuevas al perdurable mensaje artístico-religioso español.

Misión difícil, ciertamente, que no puede ser ayudada por preceptivas y cálculos previos. Ella exige al artista de hoy un ascetismo que por muchas razones sólo es dable esperar de los artistas jóvenes, únicos que tienen vivo el sentido del entusiasmo. Uno de los rasgos de este ascetismo consistirá en aceptar con humildad esa conciencia de artesano que desde hace mucho tiempo está ausente en los artistas. Para serlo de verdad se requiere, ante todo, la suma de disposiciones y saberes imprescindibles. Para serlo en un ámbito de expresiones religiosas hoy se necesita, además, un cierto estado de tensión y de gracia que hay que conquistar por medio de una disciplina espiritual: sólo así será posible, después de la gran caída del arte religioso volver a alumbrar con un pobre pincel las chispas de luz divina que no hay en la paleta.

A. Álvarez de Miranda.

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