Alférez
Madrid, 31 de marzo de 1947
Año I, número 2
[páginas 1-2]

Balance de una generación

I

Han pasado siete años desde que quisimos estrenar una patria. Siete años. Exactamente el tiempo que gasta en hacerse una generación universitaria. Es decir, una generación rectora cine impondrá sello imborrable al estilo vital de una época.

España tiene ya hechos sus primeros hombres de postguerra. Estudiémoslos. La verdad es que hasta el presente no ha sido grande el interés por pensar el desarrollo y plasmado de este fenómeno social que encierra en sí todo el secreto de nuestro porvenir. ¡A cuántos les ha interesado más la evolución de la Red Nacional de Ferrocarriles o la historia contemporánea de la cinematografía española!

ALFÉREZ nace con gesto de sinceridad –magnífico gesto de abolengo olvidado– y por ello no sonará en él a labor demoledora lo que es precisamente nada más que eso: sinceridad. Porque estudiar el balance final de nuestros nuevos hombres no va a ser entonar un himno precisamente. Puede que sea algo doloroso, pero nunca será, sin embargo, destructivo. Cuando las causas de un déficit social no están en tal o cual persona, sino en el anónimo plural de los ambientes, las reglas evangélicas de corrección fraterna llevan a esto, a encararse con la sociedad públicamente.

Y mirad que digo, con la sociedad; ninguna generación quizá de nuestra patria ha sido más cuidada por la Iglesia y por el Estado que la que acaba de salir de nuestras aulas. Pero el Estado y la Iglesia no podían hacerlo todo. Vamos a ver quiénes han deshecho y qué es lo que ha deshecho su labor bien apreciable.

II

En la generación que llamaremos 1940 ha habido, hay, mejor dicho, buenos valores, suficientes para enfrentarnos con cierto optimismo, cara a la tormenta de Europa. Precisamente suficientes y precisamente para cierto optimismo nada más. Tan necio como alabar en este caso sin medida, sería denigrar sin justicia. Por esto el actual boceto –no pretende ser más– no agradará a los infelizmente optimistas ni a los agoreros impenitentes.

Nuestros flamantes abogados, médicos, ingenieros y profesores, &c., &c., son de ordinario hombres serios, con una buena vocación al trabajo, entrenados ya en la lucha por la vida; llevan un profundo sentido de religión y patria, bastante unánime por cierto, y no ofrecen presagios algunos de inquietudes y novelerías que pudieran dar lugar a «peligrosas» revoluciones. Pueden estar tranquilos todos aquellos buenos señores a quienes quita el sueño la palabra «revolución», sus hijos no la harán, por lo menos la que ellos temen.

Es verdad que resta un síntoma peligroso en este tranquilo paisaje: el reparto profesional de los talentos sigue siendo tan equivocado como siempre y tenemos ya jóvenes médicos con inmensa vocación literaria, jóvenes notarios con inhibidas aficiones náuticas y multitud de empleados de banca que intentaron en vano ser ingenieros. Y el hecho es algo así como granero de paja en noche de tormenta.

III

Pero vayamos a los otros elementos, los que a pesar de tantas buenas intenciones han quedado impurificando las almas jóvenes de nuestros muchachos. Porque ellos son egoístas, con egoísmo entrañable y epidémico, egoístas y fríos, otoñales, si queréis, ante toda esa inútil galería de los entusiasmos, fervores e ilusiones; egoístas, fríos y vulgares –perdón, porque sé que este calificativo es el que más les duele a ellos–, vulgares con una triste e inmerecida vulgaridad vital.

No tienen ellos la culpa –bien saben que siempre me he creído su más tozudo apologista– y nunca podremos apreciar lo que han luchado, inconscientemente en gran parte, por librarse de esta peste. Hace años en otra revista se dio una voz de alerta. Unos, se rieron; otros, se indignaron. ¡Qué triste es a veces el papel de profeta!

IV

Porque falló el hogar y la Universidad y la calle, falló una buena parte de la generación del 40.

Falló el hogar. El fallo viene de lejos. ¿No habéis notado en esos elogios que se hacen de las virtudes hogareñas de la mujer española, algo así como un reproche del «papá» español? La política de no intervención tiene una vieja solera nacional en nuestros hogares. Hoy ha llegado a su plenitud; nuestros jóvenes que no hablaban de sus padres, ya tampoco hablan de sus madres (los hermanos prácticamente fallecieron todos). El desprendimiento del hogar paterno a los veinte años se hace con una naturalidad encantadora, más aún, con una vocación incontenida a un verdadero hogar, que no se tuvo... Del hogar paterno llevan como recuerdo aquellas preocupaciones económicas de toda sobremesa, el ejemplo y los criterios de papá sobre la carrera de más pesetas, los criterios y apuros de mamá sobre el abrigo de menos pesetas, y aquello de ganar cuanto antes y el destinito y las clasecitas... Todo ello bajo las premisas de la moral y de la piedad familiar –rosarios, novenas y ejercicios–, todo ello sin entrefiletes para la risa y el calor y la ternura y la confianza.

¡Hay enfermedades más trágicas que las tuberculosis que pasan de padres a hijos! Y lo que en los progenitores pudo ser disculpable (¡!) preocupación económica y diplomática, despreocupación educativa, en sus hijos ya es egoísmo concentrado, ese egoísmo que como estigma vergonzoso llevan las limpias frentes de nuestros nuevos hombres.

V

Pero no seamos demasiado crueles. No fue el hogar lo que más falló. No. Ahí está la Universidad para demostrarlo, nuestra Universidad de postguerra con su noble confesionalidad, sus innegables progresos culturales y materiales, con todo el afán estatal y toda la vigilancia eclesiástica, sí, pero desprovista de ese aspecto decisivo, el de entidad formadora.

En la Universidad hace frío, frío y silencio por sus claustros. De los que acaban de salir de ella no sé de nadie que se haya marchado con pena, y absolutamente de nadie que la haya dejado provisto de algún ardiente entusiasmo. Llevan sus títulos comprados a fuerza de sudores, llevan apuntes, libros y miles de papeletas, pero nada más. En el campo de la ilusión la Universidad no les ha dicho nada, no les ha encendido nada. Virgen de todo incendio esta generación honrada y trabajadora (con la excepción extraordinaria de esos ricos puñados de centurias) ha pasado a través de sus años universitarios, los propensos a todo fervor y a toda pasión.

Ya se han casado, ya van ganando sus 2.000 ó 3.000 ó 20.000 al mes, ya están en la edad de la reflexión y de los negocios, pero ¿creéis que no va a traer consecuencias la otoñada anímica de sus veinte años? Alguien sin duda les preferirá así, sensatos y prudentitos, alguien les alabará como típica generación de paz, alguien asegurará que el entusiasmo lo tienen inédito. Difiero, sin embargo, me duele la ausencia de esa experiencia en ellos, distingo la paz de la chicha, y en cuanto a los valores inéditos...

VI

Vendrá el día en que diremos más de todo esto, pero hoy deseo completar el boceto echando la máxima acusación contra el tercer ambiente culpable: la calle, o para más exacta definición, la sociedad que rodea a nuestros jóvenes fuera del hogar y de la clase, en el espectáculo, en el paseo, en el «guateque» y hasta en ¡la sierra! La sociedad entendida por ese conjunto de costumbres y maneras que toman al niño en el hogar y lo trabajan en hombre, dándole la personalidad, la distinción, el estilo. Su papel trascendental en la formación del hombre toca hasta lo más íntimo del maleable psiquismo juvenil, ¡con qué generosidad y asombro nos hemos entregado todos a los quince años en sus brazos!

Y se entregaron el año 40 y el 41 y... hasta hoy. Y porque este ambiente social fue lo único que ni ganó ni perdió la guerra (sigue el curso del año 30 y 35) por eso en los brazos plebeyos de esta calle pagana lucharon ellos una batalla desigual que acabó por infundirles esa vulgarísima frivolidad inhibida y aburrida –no es la frivolidad desenvuelta de muchas «ellas»– que ha encajado en su egoísmo profesional y hasta en su moral cristiana, dando lugar a la aparición de ese tipo incoloro e insípido de un verdadero proletariado espiritual.

Duro es este juicio –¡pobres víctimas de una calle tan europea!–; no ha podido lo ultrapirenaico y ultraoceánico hacerles unos sinvergüenzas, ni siquiera unos «señoritos», el resultado ha sido ese, nuestros «chicos» grandes con su falta de personalidad y de alegrías se llegan ahora a ocupar nuestros puestos rectores.

Dijimos que había valores suficientes para cierto optimismo. Tras esta autopsia de la generación egoísta, fría y vulgar, aquella afirmación puede sonar como sordina de un juicio pesimista.

No es así. Porque ya hemos indicado que el novísimo egoísmo no es holgazán, sino dinámico y trabajador; en sí mismo lleva el posible germen de su negación. Estos nuevos hombres trabajarán más que sus padres, y ya es algo...

La frialdad anímica ha sido acusada, pero no como atea, ni herética, ni novecentista. Y afirmado queda que la más exacta ortodoxia en toda el área de la mentalidad humana ilumina las frentes heladas de nuestros varones. Y ello es otro tanto a favor del optimismo. La Verdad suele hacer libres...

Por último, la vulgaridad, tan lamentable, no es sucia; más aún, es preferible en sus grises suficientemente limpios a las vivas tonalidades puercas de otros hombres y otras épocas. Habrá que volverse al Evangelio: «Bienaventurados los limpios de corazón...»; ¡ah!, y también los pobres de espíritu...

Hasta aquí una visión sobre la masa, sin haber querido analizar el fenómeno de las interesantísimas minorías de la generación pasada, y, por supuesto, haciendo punto y aparte sin tocar a la universidad presente, que ya es «otra cosa».

José María de Llanos, S. J.


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