Alférez
Madrid, 31 de marzo de 1947
Año I, número 2
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Tremendismo y acción

Hará pronto dos años que por vez primera utilicé la palabra «tremendismo». La designación no fue casual ni frívola. Tampoco, hemos de declararlo, pensamos entonces en la superior trascendencia que el concepto habría de mostrarnos, no tan sólo por nuestra posterior meditación, sino al roce mismo del empleo diverso dado al tremendismo y a lo tremendista por otros escritores. Varios, en efecto, han sido los que, con también varia intención, han manejado el vocablo. Nos ha llegado a asaltar el temor de haber inventado un término inútil o, dicho más desoladoramente, innecesario, propio tal vez a confusión o a extralimitaciones picudas. Más confiadamente, sin embargo, podemos acudir hoy a nueva explicación.

Como fenómeno literario, aunque sin dejar de entrever su mayor alcance, reconocíamos nosotros aquel «impresionante afán hacia lo trascendente y grande, hacia lo fuerte y violento». «Condición del clima mundial presente –escribíamos–, ni más ni menos que hipérbole, honrada y ambiciosa hipérbola de gentes que han visto mucho, siguen viendo y presienten aún que han de ver mucho más. Se quiere abarcarlo todo, mezclar a Dios y al Cosmos en el desbordamiento. Este ansia clama por sus adecuados vocablos. Observemos entre tantos, como más significativo, el de tremendo.

Efectivamente, una racha de estereotipia conceptual nos inundaba de abisales, horribles, espantosos, crujientes, inmensos, desgarrados, siderales, cósmicos. Junto a tan significada adjetivación, todas las obsesivas alusiones telúricas y todas las crudas injerencias anatómicas –sangre, huesos, piel, venas, entrañas...– daban acusada fisonomía al más importante modo literario de nuestro tiempo.

No dudamos de esta supremacía fundamental del tremendismo. La licitud y necesidad del acontecimiento, que despacio trataríamos de mostrar, lo valoran, ya de principio, suficientemente.

Pero más todavía. Entendiendo el hecho en su verdadera anchura, el tremendismo es la demasía primera, el desmedimiento más ostensible de toda actitud romántica incipiente. Los primeros románticos son siempre tremendistas. Representan el estallido, violentísimo, del volcán. Sus lavas, encalmadas luego paulatinamente, se detienen al fin en formas sólidas y permanentes. Aquella agitación, aquel tremor inicial –que son, a la postre, la manifestación excesiva del humano temblor ante las cosas– definen al tremendismo.

Entre las diversas posiciones interpretativas frente a lo romántico, optamos nosotros aquí por la que asimila romanticismo a expansión vital, y así a juventud, primavera y revolución. Todos estos modos de pujanza tienen su fase de hinchazón alarmante, su petulancia y su grito desmesurado.

La acción humana, en su imperfección, presupone siempre un desajuste, una inevitable desproporción frente a la acción ideal que quiere ser. Si hablar es, fatalmente, incurrir en inexactitud, obrar es extralimitarse, exagerar. Por carta de más o por carta de menos. Al más manifiesto abultamiento, sin afinar mucho en punto a límites, llamamos tremendismo.

Hay, pues, una valoración comprensiva y «piadosa» del concepto. Pero es obvio afirmar que sólo como situación transitoria, en marcha, se justifica el tremendismo. Como punta aguzada y resbaladiza del venablo de la acción. El hombre anhela desaforadamente el desarrollo de su energía. «Desenvolver mis fuerzas es mi único deseo», dice Basterra, un tremendista genial. El propio Vírulo, en cambio, da el frenazo justo, a su hora, declarando guerra al tremendismo huero, al ya innecesario por frío y rígido, al que podemos acumular toda la considerable carga peyorativa del vocablo:

«Fundid los hielos del engolamiento. Poned cómodas a todas las cosas en ambiente de benevolencia.»

Frente a la intransigencia tremendista, esta ecuanimidad benevolente, «clásica», atempera los desafueros del primer instante.

Y la acción, tras el tremendismo, ocupa su área de justa eficacia.

Superar el engolamiento, extirpar lo declamatorio, borrar lo ficticio, hueco y falso es la tarea frente a todo proceso tremendista. En cultura y en política, en historia, es preciso limpiar bien de lodo las ruedas del carro. Pero que el carro siga. De viejo, crujirá; mas de joven trepidará aparatosamente. No asustarse entonces. Vivir en vigilia y seguir rodando. Debajo de cualquier actitud despeinada late, acaso, la llama más viva.

Aquel gran retrato ecuestre de Prim, que pintó Regnaul, dicen que disgustó mucho a la esposa del héroe, porque ella, ni aun en campaña, podía concebirle con los cabellos en desorden, «tan pulcro como siempre fue...» De esta ley son gran parte de los reparos asustadizos ante el ademán tremendo de cualquier época. Es mejor reconocer sus licencias al tiempo agitado. De cada guerra sacamos los hombres esta manía de remover cosas agrias, duras y sangrantes. La voz nos quema y nos retumba el alma como un tambor. El tremendismo es fruto de experiencia. Germen de acción, por ello mismo. Pues, en definitiva, un claro modo de explicar el fenómeno sería cifrarlo como ansia desmedida de sinceridad.

Pero del tremendismo, sobre todo del tremendismo de nuestro tiempo, queda todavía mucho por decir.

Antonio de Zubiaurre.


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