Alférez
Madrid, 31 de marzo de 1947
Año I, número 2
[página 5]

Carta sobre el tema de Europa

Querido amigo: Como te hablo tan a menudo de la hispanidad y de las cosas de América, pareces tener recelo de que trate de olvidar mi condición de europeo, tan querida y fundamental en mí, sobre todo ahora, cuando el cuerpo terrenal de Europa es arrojado a los lobos y los puercos. No temas; ni siquiera separo como cosas independientes mi españolidad y mi europeidad y hasta vas a tener que perdonarme que empiece por lanzarte al rostro una afirmación categórica, como un proyectil, para que la dialéctica posterior se apoye en algo de preparación artillera. Ahora justamente es cuando España puede y debe ser más europeo que nunca. Ya más tranquilo, trataré de demostrarte, en primer lugar, que España, hasta esta fecha, ha sido mucho menos europea de lo que se piensa, y ,después que hoy tiene que asumir, como miembro de Europa un papel único, grave e irrenunciable.

Tú sabes que el nombre de Europa comprende, tal como lo usamos, dos hechos históricos, en cierto sentido contrarios entre si. La primera Europa es la medieval, la del Sacro Imperio, la de la Universidad de París; es decir, cuando la palabra «Europa» no había tenido que ser inventada para reemplazar a la palabra «Cristiandad». La segunda, la de las nacionalidades como entes absolutos, como instituciones no sujetas a razón superior –divinizadas, o sea, barreras que alejaban a Dios– y que, por consiguiente, desgarraban la unidad del género humano –la hermandad en Dios creador y redentor, hubieran dicho los medievales–. La primera Europa, precisamente por su máxima división feudal, llevaba aparejada una unidad suprema, de religión. Por haber infinitos dialectos de radio casi parroquial, todos los hombres cultos tenían un mismo idioma, el latín. La segunda Europa, en cambio, dividió al hombre en grandes rediles, bien uniformados cada uno, con unos respectivos idiomas homogeneizadores, pero separados de los demás en la raíz, al perderse lo «común» de la esencia en la lejanía de lo «incomunicable», y, por tanto, abocados a una insoluble agresividad a muerte entre sí. Es la nación como «entidad polémica», que decía Machado.

No vamos a discutir ahora lo que fue España dentro de la primera Europa; no es esa tu preocupación. Respecto a la segunda, fíjate, para empezar, en que el concepto de nación absoluta llegó a su apogeo, encarnado principalmente por Francia, precisamente a raíz de nuestra decadencia. Hasta entonces no había existido más concepto nacional que el activo, el de servir al Rey y a Dios, en nuestro caso. Lo que hoy volvemos a llamar «nación como empresa», Dice José Antonio: «Los tiempos clásicos... no usaron nunca las palabras patria y nación en el sentido romántico... Antes bien, prefirieron las expresiones como Imperio o servicio del rey; es decir, las expresiones alusivas al instrumento histórico. La palabra España, que por sí misma es enunciado de una empresa, siempre tendrá mucho más sentido que la frase nación española. Este concepto de nación fatalmente había de sernos ajeno. A remolque de Francia, durante el sopor borbónico –sopor mejor nutrido, por cierto, que la vigilia austríaca–, parecimos participar en él. Algún síntoma, no obstante –1808–, muestra nuestro íntimo apartamiento. Porque –perdóname que de nuevo me ponga lapidario– España ha sido el contrapunto de la segunda Europa, de la más antonomásica Europa, racionalista primero y romántica luego, sin un sentido de «Cristiandad» por encima, y con un insoluble «struggle for life» entre las naciones absolutas. No llegó a calarnos, insisto. Tan solo, aún a muchos venerables señores de «edad de decano» –«coroneles de la vida», diría Ramón Gómez de la Serna– les vemos la boca llena al decir: «¡Es una costumbre tan española!». Nosotros –nunca peores españoles que ellos en la práctica, modestia aparte– sabemos que puede haber muchas cosas «muy españolas» que sean perfectas tonterías, y aun graves defectos, cuando no les asiste la suprema razón. No nos penetró este sentido de nación, vuelvo a insistir, y así lo vemos en nuestra cultura. Observa nuestro siglo XVIII, al lado de las otras naciones; mira nuestro romanticismo, que, junto al inglés, al alemán, y aun el francés, parece sólo cosa de energúmenos rastacueros; de «merluzos», para que me entiendas mejor.

Hoy basta tender los ojos más allá del Pirineo para advertir que este concepto nacional ha encontrado su muerte. Y el verdugo es Rusia, la que nunca fue Europa; el «otro» contrapunto, pero de muerte, en tanto que nosotros de inmortalización, si cumplimos nuestro deber. Y aunque inevitable y necesario, es muy triste; reconozcamos todos sus fueros al corazón con que tanto amamos a esta pecadora Europa. Cuando los alemanes vencían, su lema «La defensa de Europa» bien pudo ser sólo un «slogan» de propaganda; desde que comenzó su desplome se convirtió en una dolorosa realidad. Testigo, Inglaterra; aunque quizá hoy no lo diga. Mas he aquí que –«por casualidad», como siempre– España ha despertado de su letargo con el tiempo justo de asistir al fin de esta Europa. Villano y malnacido sería quien, so capa de execración de extravíos pasados y tal vez con pretexto de no restar nada a la hispanidad, aprovechase la coyuntura para renegar de su europeísmo. Los españoles, por tener un pie en el barco que se hunde y otro en el que zarpa, estamos en la gravísima obligación –de imposición divina– de recoger de Europa todo lo que por su dignidad humana y ante Dios, merezca conservarse para seguir fructificando perennemente en las almas. Y mucho cuidado con la estrechez de manga al asumir esta herencia; para recoger sólo la obra de los católicos europeos no fuera menester inquietarse gran cosa, que no necesitan muchos traductores y glosadores para seguir viviendo. Hasta la última brizna de belleza, de poesía, de verdad, hay que sacar de «nuestros» europeos, para que, a la sombra del catolicismo, aproveche a otras culturas –en otros continentes, si éste faltara–. En tal tarea yo invocaría el patronato de Santo Tomás de Aquino para que con su ejemplo no nos arredraran las heterodoxias –más o menos insolubles– que pudiéramos hallar en nuestros europeos. El asimiló a Aristóteles; ¿es imposible que pueda haber, en su día, quien asimile a Kant o a los existencialistas? El tiempo supera muchas contradicciones aparentes. Y si así es en la filosofía, cuánto mas no será en los otros terrenos.

Tranquilízate, amigo. No podríamos olvidar a Shakespeare, a Goethe; tampoco será preciso que nos encerremos en un paréntesis de nostalgia para saborear a Keats o a Baudelaire. Repitámosle todos los días; en la hispanidad no sólo somos España, la gloriosa empresa de los Reyes Católicos, sino también Europa, la del Imperio brazo del Papa, la de Carlomagno, la extraviada después por la Reforma y las naciones absolutas, pero siempre hermosa, viva, llena de grandeza hasta en el pecado.

Y, si no se te acaba de cocer el pan con todo esto, seguiremos la conversación «ad infinitum». ¿Qué otra cosa hay más urgente que el no tener prisa en la meditación? Pues la acción va a ser más alta y decisiva que nunca. Tuyo,

Gambrinus


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