Alférez
Madrid, 31 de mayo de 1947
Año I, número 4
[página 4]

El valor humano de lo santo

En los Cahiers du Rhône ha aparecido en 1943 un breve libro del dominico francés Raymond-Leopold Bruckberger, titulado La valeur humaine du Saint. Con una maravillosa sencillez, más de agradecer por la seria profundidad del tema, el P. Bruckberger hace una buena teoría de consideraciones en torno al dogma de la comunión de los Santos.
Traducimos varios fragmentos de este cuaderno, en los que hemos querido si no dar quintaesencia de la obra, sí presentar unas páginas llenas de significación.

* * *

La santidad es la destinación del ser a Dios. Es imposible que un alma se aproxime a Dios sin purificarse. Dios es acto puro, dicen los filósofos, es decir, está exento de toda mancilla y pasividad. Su infinitud es una plenitud de intensidad real. Es un fuego devorador, dice San Pablo. Es imposible que un alma penetre en Dios sin sentir el efecto de esta incandescencia. «El corazón de los Santos está líquido», decía el cura de Ars. Líquido, no como el agua del fregadero que ha recogido todas las manchas, sino con la fluidez de los metales más duros bajo el arco eléctrico. No hay corazón tan duro que no pueda ser purificado por Dios de toda aleación. Este es, sin duda, el secreto del Purgatorio; este es, también, el secreto de toda santidad en la tierra. Dios no puede dispensarnos del Purgatorio porque el Purgatorio es su ardiente aproximación. Así pues, el más cercano será el mejor. Tal es la lección de los Santos.

* * *

No todos los cristianos son santos, ni todos están por igual en el camino de serlo. Se puede aceptar lealmente y en lo concreto el riesgo de este celoso compañero que es Dios y se puede también andar rehuyéndole. Entonces vemos pulular esa planta ambigua que es el beato. ¿Qué es un beato? Está de más advertir que uso la palabra no en su muy noble acepción teológica, sino en el sentido usual, netamente peyorativo.

El beato es un hombre que quiere ser santo. Desea la santidad mientras que el santo desea a Dios. La desea y tiene de ella por otra parte, una noción estática y material. Se imagina, conscientemente o no, que un hombre se hace santo por una consagración externa, como un cáliz o una casulla por los ritos o formalidades, sin participación de la libertad humana, sin una profunda fusión, y sin una orientación total de nuestra naturaleza íntima hacia Dios. Santo Tomás de Aquino explica muy bien cómo se puede deslizar la superstición en la religión cristiana, cuando se atiende únicamente a las observancias y, a las ceremonias, excluyendo el culto íntimo que se basa en la fe, la esperanza y la caridad. El beato tiene cierta tendencia a esta superstición. Su noción de la salvación cristiana es demasiado material. No deja sitio al «rationabile obsequium», a esa libre sumisión filial de que habla San Pablo. El afán de honrar a Dios purifica y afirma al santo. Al beato le obsesionan la pureza y la seguridad más que el honor de Dios. En el fondo, vive bajo el signo del miedo: miedo del infierno, miedo a las renuncias de la vocación cristiana, miedo a las abnegaciones del honor humano. Intenta sortear todos estos peligros, como una piragua a través de los rabiones de un río africano. Se ha dicho de él que está siempre dispuesto a traducir esta sentencia cristiana: «Procure cada uno su propia salvación», por «Sálvese el que pueda», que no es ni sentencia cristiana ni humana. El miedo al riesgo le produce avaricia. Así como el santo se prodiga y no se detiene hasta que no ha puesto su vida entera en manos de Dios, el beato especula para obtener ventajas con el mínimo riesgo, para escapar al sufrimiento en este mundo y en el otro. Apuesta por la santidad –y su postura es siempre modesta– como esos jugadores en frío que dedican cien francos cada domingo a la ruleta, pero que se despreciarían a sí mismos si se dejasen arrastrar a la ruina por la pasión del juego. El beato tiene la misma actitud frente al pecado. No quema nunca sus naves. El sacramento de la penitencia es para él como un medio cómodo de declararse en quiebra y hacer borrón y cuenta nueva, si su contabilidad con el buen Dios era decididamente demasiado sospechosa. El beato es extraordinariamente hábil. Utiliza los privilegios de la vida sobrenatural para dispensarse de las obligaciones del honor humano y a la vez invoca de continuo sus deberes de estado temporales en contraposición al rigor del espíritu evangélico. Es industrioso como el castor que construye su madriguera sobre maderos, bien a cubierto de los peligros de la tierra y del agua. ¿Y bien? ¿Dónde queda en una existencia como ésta, sitio para la Cruz de Cristo?

El resultado más claro de la actitud del beato es una pérdida enorme de sustancia humana, fácilmente explicable pues no se embarca humanamente en nada y la naturaleza humana no fructifica más que dándose como el grano en la tierra. Es este el sentido de la parábola de los talentos. El beato prefiere usar lo menos posible de su libertad por el miedo que tiene a perderla.

* * *

Una cristiandad es un país que se esfuerza en ser santo al mismo tiempo que Patria. Es un país que en sus instituciones y costumbres, imita a Cristo. Es un país que busca la inspiración de sus leyes y de sus actos públicos en el Evangelio. Por tanto, Cristo es tan Rey de los pueblos como de las almas. Cristo es Rey de un país, y es un Rey que reina y debe gobernar. Creo que no hay equivoco posible. Hablo aquí de cristiandad y del destino temporal de mi país. No me refiero a la Iglesia y a la vida eterna. Para un católico es evidente que la Iglesia es inaccesible a la muerte y que cumplirá hasta el fin la misión que se le ha confiado, de salvaguardar sin mancha el depósito de la revelación y de la legitimidad sacramental. Pero esta salvaguardia no tiene necesidad ni de vastos territorios ni de muchos fieles. Está perfectamente asegurada en las catacumbas e importa poco desde el punto de vista de su naturaleza, que la Iglesia tenga una potente y ancha base visible. Como una inmensa pirámide invertida, puede no tocar tierra más que por una estrecha punta.

No es este el caso de una cristiandad. Una cristiandad es una empresa de renovación y organización inspirada por los principios del Evangelio. Estos principios son entonces considerados no sólo como gérmenes de vida divina y sobrenatural, sino sobre todo como reglas de edificación de una ciudad corpórea, como ideas-fuerzas políticas, como el instrumento total de salvación inmediata de los pueblos y, precisamente, en el orden del bienestar terrestre y en relación con las necesidades prácticas de la vida mortal, individual y colectiva. Esta renovación y organización temporal cristianas no les incumbe a los clérigos como tales –una cristiandad no ha de ser por fuerza una teocracia–. En este Reino temporal de Dios, la tarea incumbe a todos los hombres de buena voluntad, por lo mismo que tienen una misión temporal que cumplir. So pena de no ser más que una quimera o una elucubración, como la República de Platón, una cristiandad exige un espacio social concreto, ocupado sólidamente por una mística cristiana, de profundos cimientos de carne. Una cristiandad no se acomoda a las catacumbas, no vive más que a cielo abierto, es un árbol de intemperie y de vastos espacios. Necesita una multitud de hombres reales de carne y hueso, con los músculos también impregnados del espíritu del Evangelio, decididos cueste lo que cueste a conformar a él no solamente su conducta personal, sino también los asuntos que se le encomienden en el destino de su país. Hombres que pretendan empeñar el honor de Cristo en el comportamiento político de su patria. Evidentemente esto es quimérico, pero esta quimera ha existido y no es una monstruosidad. Jamás nuestro país tuvo un semblante tan leal y tan arrogante como bajo San Luis, ni rostro humano más heroico y gentil. El Evangelio está siempre a nuestra disposición, como la simiente que espera ser lanzada a la tierra. Asistiremos al advenimiento de una nueva cristiandad cuando jóvenes cristianos quieran intentarlo. Después de todo hace solamente treinta años, tal o cual doctrina que sacude actualmente a los pueblos en su carne y en su sangre, no estaba más que en la cabeza de un pequeño número de iniciados famélicos y fervientes que eran tomados por utopistas. El mundo cede siempre a la fuerza, pero la fuerza es un animal anfibio que vive tan fácilmente en el bien como en el mal. ¿Por qué van a ser siempre los cínicos quienes domestiquen a este mastodonte? El escuchará también los sermones de Francisco de Asís: «Hermano Lobo, en el nombre de Dios, yo te prohibo...», en el día que jóvenes valerosos hubieren decidido romper la cadena que sus padres les hubiesen dejado y se negaren a dejarse empujar suavemente hacia las catacumbas. Pues una cristiandad necesita espacios libres y respirar a pleno pulmón. Es una pirámide que debe estar asentada sobre una ancha base humana y cuya cúspide toque el cielo de la revelación evangélica.

* * *

En la imitación de Cristo el santo no es un superhombre. Como el de Cristo, su heroísmo se ha bifurcado en el estoicismo y en el cristianismo, y no hay nada más opuesto al cristianismo que el estoicismo de espíritu y de corazón. El santo es un hombre como nosotros sobre el que actúa Dios por medio de su gracia, no como un titiretero mueve sus marionetas por medio de los hilos, sino penetrándole en lo íntimo del alma y aumentándole el libre juego de sus facultades. El santo no es el autómata de Dios. Es el amigo de Dios, su hijo. Es un hombre que no actúa más que por amor de Dios. Y los santos en el cielo son todavía hombres, habitados por la gloria de Dios.

Raymond-Leopold Bruckberger
(Traducción de J. de L. C.)


www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2001 www.filosofia.org
La revista Alférez
índice general · índice de autores
1940-1949
Hemeroteca