Alférez
Madrid, 31 de mayo de 1947
Año I, número 4
[página 5]

El teatro y su noche

En la historia de esta humanidad occidental a que pertenecemos, el teatro es esa singular criatura artística a quien cupo el destino de nacer dos veces. La primera, en los valles de Grecia, como prolongación de ritos relacionados con Dionysos; la segunda, en las ciudades del medievo cristiano, como prolongación de la liturgia catedralicia. En ambos casos la «acción representada» –eso significa literalmente la palabra drama–, giraba en torno a un misterio. Ese misterio agrupaba espiritualmente a los asistentes en una forma peculiar de comunión en la que desempeñaban el papel de fieles.

Pasando por alto las consabidas transformaciones que la progresiva secularización impuso al ente teatral al correr del mundo clásico y al galopar del mundo moderno, reconoceremos que lo que hoy día se sirve en nuestros escenarios es múltiple e incoherente; indócil, por lo tanto, a la caracterización. Mas resulta evidente, sin embargo, que detrás de toda la jerigonza teatral de nuestro tiempo existe algo de signo muy distinto a lo que antaño latía en un teatro de fieles agrupados en torno a un misterio. Ese algo, sea lo que fuere, tiene valor de confesión y sirve para detectar realidades espirituales operantes en la entraña del tiempo presente. En el arte, y desde luego en el teatro, cada época produce lo que puede, y, por decirlo así, lo que merece: si nuestro siglo XVII dio un Calderón es, hasta cierto punto, porque la época merecía a Calderón.

Todo esto es obvio y conocido. Quizá lo sea menos el signo y el valor que cabe atribuir a ciertos conatos de renovación teatral –que también se están produciendo hoy mismo ante nosotros. El misterio medieval ha subido varias veces basta los escenarios a hombros de dramaturgos modernos que aspiran a su restauración, y lo mismo cabe decir de la tragedia griega. Por referirnos a lo más reciente entre nosotros recordemos la Antígona, de Anouilh, exhibida hace pocos días en Madrid en representación única ante un público exquisito, o esa otra Antígona, de Pemán, que cuenta ya con dos años de vida –y de éxito. Sólo en Antígonas existe ya un variado muestrario: además de las citadas, la Antígona, de Cocteau y esa otra Antígona de Pierre Bonnard, estrenada en 1943, constituyen un testimonio que no puede parecer inexpresivo.

Esta abundante trasplantación histórica a nuestros meridianos de un ente tan remoto como la tragedia griega, suscita una problemática de índole no puramente estética. El caso de estas modernas Antígonas puede servirnos de plataforma para saltar al espacio conceptual de las restauraciones culturales. Con esto, dicho se está que no nos interesa, en estas obras, lo que puedan tener de exhumación arqueológica, y sí, en cambio, lo que tienen de creación actual.

En tal sentido, las Antígonas de Pemán y de Anouilh son. dos casos extremos en la técnica de la restauración. El autor español recogió de la tragedia sofoclea el «argumento», adornó de su cosecha las escenas recargando el pathos de la obra clásica, vistió a los personajes con la indumentaria de la Grecia histórica con vistas a una supuesta verosimilitud de época, y pobló el escenario con hoplitas, columnas dóricas y juramentos al Zeus Olímpico. La tragedia, que en la escena griega era mito, cosa hierática e intemporal, vino a convertirse en un drama romántico que enlaza con lo más típico del siglo XIX; cuando se vive a mediados del XX esa solución no puede dejar de inquietarnos. Se trata de una restauración fieramente romántica, pero que no difiere, en cuanto a su confección, de los procedimientos neoclásicos. Don Vicente García de la Huerta, por ejemplo, hizo en pleno siglo XVIII otra versión libre de la Electra, y puso al frente de su obra una nota que dice: En cierto tiempo deseaban unas damas representar y declamar una tragedia griega, y no hallándose otra más a propósito, se puso en verso ésta por el autor con aquellas adiciones y moderaciones que bastaban a que quedase con menos impropiedades.»

Ya puede suponerse en qué consisten esas moderaciones y adiciones que el sublime candor del dramaturgo neoclásico impuso a Sófocles, pero sería absurdo esperar de la insipidez de su época un engendro distinto. La obra de Pemán, vista a esa luz, ofrece la particularidad de que siguiendo un procedimiento semejante elabora un producto romántico que no tiene su lugar en nuestro tiempo. La Electra de García de la Huerta «merecía» ver la luz en el siglo XVIII y pudo ser entonces auténtica y actual. La Antígona de Pemán no puede tener sitio en nuestros días, porque no es una Antígona de hoy, ni casi de ayer, sino más bien de anteayer. Calificarla de anacrónica no es una injusticia; de hecho está saturada de hermandad estética con aquellos cuadros románticos de historia que hacían furor hacia el 1800. Sería una escandalosa inconsecuencia declarar hoy inactual esa pintura y aceptar al mismo tiempo una Antígona «pompier».

Otra cosa es la Antígona de Anouilh. Lo de menos, a la hora de vindicar su actualidad, es la eterna adecuación que se deriva de vestir a la heroína con jersey, al tirano con frac, y de llamar Coro a ese personaje que hace las veces del autor como gerente de la acción y del diálogo según el procedimiento típico de ese que en otro lugar he llamado «teatro con demiurgo»; lo importante es que la sustancia trágica de la obra griega ha tenido la adecuada encarnación de nuestro tiempo y emana un pathos no retrospectivo, sino perfectamente actual. Dejando de lado el manoseado e inextricable texto aristotélico de la «kátharsis» –que ha servido para todo menos para explicar de verdad la exacta reacción del hombre griego ante la tragedia–, es de presumir que el espectador del siglo XX sólo puede experimentar sensaciones de algún modo gemelas a las de ateniense espectante en el teatro de Dionysos a condición de que el problematismo que presencia y la tragedia que se le desvela en la escena coincidan de algún modo profundo con los que de antemano tiene él enroscados al alma.

Ahora bien: ¿quiere esto decir que la tragedia, como fenómeno artístico y social, haya logrado, a manos de este dramaturgo, alguna positiva restauración? Prescindiendo del lado sociológico de la cuestión e incluso olvidando que estas funciones sólo son aptas hoy para una reducida minoría, ocurre delatar en una tragedia como ésta, perfectamente actual, una primordial contradicción interna que es fruto, precisamente, de su fidelidad al tiempo actual. En la tragedia clásica el mito lo era todo: tratábase de una vivencia religiosa instalada en el alma popular, pero el racionalismo de esta hora del mundo derrama una luz irrespetuosa y cruda sobre el mito y lo aniquila.

Por eso, ante esta Antígona nos invade una sensación muy parecida a la que experimentamos viendo desmontar, a la plena luz del mediodía, esas barracas de verbena que representan un infierno terrorífico cuyas sirtes oscuras sólo es posible recorrer medrosamente en su ambiente nocturno. El verdadero efecto trágico radica, en esta Antígona de Anouilh, en que frente a todo el contenido trágico del mundo, el hombre actual, desmedulado religiosamente, sólo cuenta ya con la esterilizante luz de la razón. Aquí se nos revela que la obra de Anouilh sólo llega a tragedia a fuerza de evidenciar cómo es hoy imposible una adecuada sensibilidad para la tragedia y cómo en esta dolorosa evidenciación reside lo auténticamente trágico de nuestro tiempo y de la obra misma. En ella se percibe palpitante el ímpetu cósmico del amor, que es de todo tiempo, pero la tragedia brota aquí de que en el tiempo nuestro el amor no tiene trágicos, sino psicoanalistas.

El caso de estas dos Antígonas modernas, la de Pemán y la de Anouilh, interesan por lo que tienen de ejemplificante respecto a la restauración de artefactos históricos; la consecuencia más verosímil que de ellas parece desprenderse estriba en delatar el doble escollo de la mixtificación y de la imposibilidad. Contra el primero de ellos se choca irremisiblemente en las adaptaciones insinceras de fenómenos culturales perimidos. Esa que consiste en echar mano del mito antiguo tomándolo como anécdota es, en el plano estético, algo muy parecido a ese otro trampeo con los mitos que también nuestra época ha visto perpretarse en la zona política: los poetas que están dispuestos a hacer trampas con el mito de Edipo o de Antígona tienen motivos suficientes para haber escarmentado con el fracaso sufrido por la táctica totalitaria y por las propagandas empeñadas en hacer trampas con el mito de Hércules.

Por muy cruel que sea el resultado, es mejor lanzarse a la aventura de la creación con una total sinceridad. Es el caso de Anouilh dentro de ese ámbito teatral que aquí tomamos como muestra de los conatos de restauración. La mera habilidad no sirve para nada, como no sea para defraudar el imperativo de creación que la divinidad impone al artista, en cuyo barro humano le plugo insuflar un hálito especial. El poeta, dice a gritos Platón en uno de sus diálogos, no produce su obra en virtud del «oficio», sino de una «divina fuerza»; ou gar tékhne, alla theía dynámei; si alguien tiene mayor obligación que nadie de penetrarse de esta realidad y de ponerse en humilde situación de merecerla, son los poetas cristianos. No importa que los tiempos les sean impropicios; sólo importa que ellos, como los pescadores de aquella noche estéril del mar de Tiberíades, puedan dirigir al Señor desde sus corazones aquella exclamación conmovedora: magister, tota nocte laborantes nihil cepimus. La creación es siempre una forma de milagro y el milagro sólo puede hacerlo Dios; el hombre puede, tan sólo, ponerse en actitud de merecerlo.

A. Álvarez de Miranda


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