Alférez
Madrid, 30 de junio de 1947
Año I, número 5
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Nuestra juventud

Las soluciones puramente temporales que el hombre elige para su vida, son mortales y tienen, tarde o temprano, su fin. Son polvo y en polvo se convierten.

Pero al morir, entre el hueco que dejan, la humanidad tiene ocasión de contemplar con menor ligereza y mayor claridad lo que constituye el germen más puro y profundo de su naturaleza y de su destino: la Religión.

En la historia del mundo, pocas veces la humanidad ha estado tan al borde de éste feliz encuentro como nosotros. Muchas buenas nuevas (la Ciencia, el Arte por el Arte, el Placer, la Civilización Maquinista, la vuelta a la vida natural y sencilla... y hasta el Dandismo y la Gimnasia) fueron puestas en práctica. Nunca la humanidad había probado tantos, ni tan brillantes y seductores métodos para reformar el mundo, y nunca los resultados fueron más tristes.

Fue en un momento como éste cuando apareció el cristianismo en el mundo. Y su verdadera revolución y eficacia consistieron en que no venía, simplemente, a cambiar los métodos de vida, sino que venía a cambiar al hombre. En que no traía un nuevo régimen, sino una «nueva criatura»

Ante este momento histórico se encuentra hoy nuestra generación. Quizá va se encontró igual otra anterior a la nuestra; pero somos nosotros quienes debemos completar esa onda de desarrollo. «El hombre tiene que nacer de nuevo.» Nuestra juventud tiene que ser una juventud mística.

Y al decir esto me refiero, concretamente, a la vuelta de un alma a sus relaciones vivas y permanentes con la divinidad, mediante los sacramentos y el estado de Gracia. A una juventud liberada del pecado.

Sustituir, o completar, al «intelectual católico» con el «espiritual católico». La Gracia se manifiesta, en la inteligencia por la Fe, en la voluntad por el Amor. La Fe ilumina y ordena, pero sólo el Amor puede construir. Y el Amor es la Caridad, y su forma más alta la Caridad para con Dios y ésta se manifiesta por el odio al pecado.

Creo que en la solución de este problema están contenidas muchas otras soluciones. En uno de los números anteriores de esta revista, uno de los nuestros localizaba una llaga en nuestro cristianismo: el Verbo, que ha invadido nuestra inteligencia, no ha invadido nuestra imaginación. La fe que informa nuestra prudencia, no informa todavía nuestra aventura.

A esto, un sacerdote jesuita respondió, aportando una solución, que es la que en estas líneas pretendo aceptar y comentar. El Verbo encontrará una identificación con nuestras formas de expresión –literaria, pictórica, plástica– cuando este Verbo, en nosotros, se haga carne. Se haga carne y costumbre.

Estamos, pues, en la obligación de ser proporcionados individualmente a nuestra situación. La fundación exterior que podamos hacer de una sociedad católica, de una cultura católica, de un mundo católico, será proporcionada a nuestra vida interior católica. Al fundamento.

Sobre este problema del fundamento de toda edificación, y hablando precisamente de la fundación del Cristianismo en Occidente, por Constantino, dice el escritor católico Ernesto Hello que otro hubiera sido el destino de nuestra civilización occidental, si Constantino hubiese sido, interiormente más fiel. Si en vez de decir Constantino pudiésemos decir hoy San Constantino: «si los pintores modernos pudiesen pintar una aureola en torno de su cabeza».

Nos resulta difícil concebir en nuestras mentes, teñidas aún de mucho materialismo y rureza bárbara, hasta qué extremo un solo hombre justo, un santo, sólo, puede hacer por la fundación del Reino de Dios en este mundo, infinitamente más que todos los activos organizadores y fundadores. No debemos ser «bárbaros» en el sentido de ser exteriormente afirmativos y espléndidos, e, interiormente, infieles y limitados.

La restauración del Reino de Dios en el mundo, con su consecuente coronamiento de progreso político, social, cultural, sólo es posible mediante una humanidad viva en Cristo, definitivamente –repito– liberada del pecado.

No se trata, por tanto, de una serie de aplicaciones externas de carácter ético. Se trata, al contrario, de mantener vivo un fundamento sobrenatural, un embrión que, con su espíritu de vida, informe todos los actos de nuestra vida y les dé –incluso a los más fútiles– una repercusión meritoria en el seno de Dios: a una constante solidaridad entre el hombre y los poderes que lo rigen; a una participación anticipada del Reino de la Gloria aquí en la tierra, que no otra cosa es el estado de Gracia.

Tenemos ya un programa y, a nuestra disposición, una cantidad de elementos. Ahora bien: si la humanidad que va a trabajar con esos elementos es una humanidad, como decíamos, solidarizada con la divinidad, esta obra tendrá vida; pero si esta humanidad es un conglomerado de individualidades muertas, que «andan en tinieblas», estos mismos elementos no serán sino instrumentos de muerte, y todo lo construido, apariencia, engaño, esterilidad. Porque, mirándolo con profundidad, la Esterilidad no es precisamente la inacción, sino, más bien, el resultado de la labor realizada en pecado. La obra emprendida con un arranque falso, por un miembro muerto.

El infierno es la nada.

Carlos Martínez Rivas


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