Alférez
Madrid, 30 de junio de 1947
Año I, número 5
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La vuelta de los padres pródigos

Lo he dicho repetidas veces; como generación, somos de las más generosas que en mucho tiempo ha conocido España. Esto, después de haber criticado bastantes de las cosas criticables que tenemos, me atrevo a escribirlo sin demasiado rubor. Además, que, bien mirado, afirmar que somos generosos, ¿ha de ser exclusivamente elogio? ¿No podrá sonar, si se examina el asunto con detenimiento, a crítica? Pues generosidad excesiva, ¿no puede suponer también indefensión?

Al hablar de nuestra generación, no hago en puridad más que abarcar bajo un común denominador lo que realmente son tres generaciones. Pues bien; a las tres cabe achacarles lo de la generosidad hacia aquello por lo que menos suelen sentirla los jóvenes: hacia sus precursores. Los primeros de esos tres grupos que digo fueron, por supuesto, los más respetuosos. Como que sus «padres» –vamos a llamarlos así, y perdóneseme la demasiada literatura– fueron real y verdaderamente sus maestros. Reaccionaron contra ellos, y ésta es su gloria; pero lo hicieron con respeto, con muchísimo respeto. No hay sino recordar un cierto «Homenaje y reproche», en el que no se sabe qué admirar más, si la elegancia del gesto o la fe que fue necesaria para formular una invitación que contaba con tan escasas probabilidades de ser aceptada como las que tenía de futuro aquel anacrónico Catorce de abril. Luego vinimos nosotros, es decir, los de los diecinueve años el 17 de julio. Nosotros nunca tuvimos maestros. Los de la generación anterior eran una especie de hermanos mayores. Y los otros, aquellos con cuyo mensaje procuramos suplir los vacíos de una educación en la que todo estaba, por cierto, menos los capítulos esenciales, resultaban demasiado lejanos para que sus libros amarillentos compensaran íntegramente la ausencia de la palabra viva. Y, sin embargo, ¡qué poco hubo entre nosotros –ni entonces, ni al acabarse los tres años de guerra– de aquellas críticas adolescentes, a que tan dados habían sido los por entonces patriarcas, en sus turbulentas mocedades de Fin de Siglo! Hubo sus cosas, es claro, muchas dolorosas y evitables; pero en su conjunto, jamás aquellos «padres» fueron más leídos y admirados, más indiscutidos, que entre nosotros. La tercera generación –la de la Milicia Universitaria– ha venido al mundo absolutamente desconectada de los maestros. Sería temerario decir de ella que no necesite de algunos. Por el contrario, a muchos nos asalta la aprensión de que esa generación –un poco abandonada por las anteriores– se haya encontrado con demasiados profesores, técnicos, especialistas y con pocos maestros de lo que yo llamaría las «ideas generales» o vitales. La veo a esa generación un poco indigente. Mas su actitud, por eso, hacia los viejos maestros, que nosotros nos sabemos de memoria, será de desconocimiento. Nunca de hostilidad.

Pero esta generación –en la que tantos ciframos nuestras mejores esperanzas, si sabe redimirse de muchas taras que la encadenan– está acorde con las dos que la preceden en una serie de cosas fundamentales, sobre las cuales difícilmente estuvo de acuerdo cualquiera de las generaciones más viejas. Y sucede que esas cosas son las, no diré que negadas, pero sí soslayadas por los maestros. Son odiosas las acusaciones, y para quienes no hemos querido sentir el agridulce de la rebelión juvenil, doblemente odiosas; por eso nos apresuramos un día a abrir los brazos a todos, y a aceptar al maestro por maestro y a los padres pródigos, por mayores en edad, saber y gobierno, como debería ser. Esa línea que dibuja en torno nuestro nuestra manera de entender España, no la hemos concebido a modo de excluyente barrera, fuera de la cual no quepa España; sino más bien como determinante de un núcleo o meollo, que no excluye, sino que, al revés, supone zonas periféricas, a menudo más brillantes, aunque no más sólidas, que el armazón central. Nada español nos es ajeno, y como españoles que son, y gloriosísimos, aceptamos orgullosamente a quienes, sin embargo, en la hora de nuestra formación nos dejaron a la intemperie con nuestras inquietudes españolas. Claro que en esto hay diferencias: los primeros de nosotros no se contentaron con menos que pretender descubrir en accidentales concomitancias con los maestros dudosísimos atisbos de lo que ellos –y sólo ellos– iban en verdad a descubrir. Nosotros, más cautos, no caímos ya en esos pecados de buena fe; conocimos con precisión nuestros orígenes; pero hemos aceptado a los maestros por maestros en lo que lo son realmente: en la novela, en la filosofía, en el arte, en el ensayo... Ahora bien; ¿no será preciso que esa otra generación de ahora, más inmune al sortilegio de ciertas metáforas y determinadas reputaciones, acabe por poner las cosas en su punto?

La vuelta de esos padres pródigos no es precisamente la vuelta de dos, de cuatro o de doce hombres; no es tampoco un fenómeno de ahora mismo. Es más bien el retorno de un estado de espíritu, de un modo desapasionado y helado, o equivocado, de ver ciertas cosas, verificado poco a poco, insensiblemente. Y pudiera suceder que quizá sin culpa de nadie, quienes representan ese estado de espíritu, sin haber aprendido nada nuevo, se empeñaran en restaurarlo, tal y como fue antes de que ellos, los padres, abandonaran el hogar para que lo salvaran los hijos, y que, a consecuencia de ello, volvieran a circular vocablos de suyo inocuos, pero harto peligrosos para gentes tan cándidas como para emocionarse con ellos, por la sola circunstancia de recordarles otros largo tiempo enterrados; pudiera suceder, en suma, en mayor escala, lo que ya sucedió hace años: que un excelente novelista y detestable pensador aprovechara su buena literatura para hacer mofa de una conversión, que fue sellada con sangre, y que él, para su desgracia, se mostró absolutamente incapaz de comprender. A eso contribuyen diversas causas: una, la generosidad de que hablaba antes; otra, la misma penuria de maestros, que induce a aferrarse con más ahínco a los existentes, y eso tanto en aquello en que valen como en aquello de que no entienden; también, en fin, el cansancio ante fórmulas repetidas durante años, aunque las que parecen nuevas tengan en su haber lustros de rala existencia sin horizontes; el natural atractivo de estilos y nombres a los que el tiempo de relativo retiro ha nimbado con una cierta aureola de intangibilidad.

Pero eso es peligroso. Puede echar por tierra un trabajo de años, rubricado con muchas ilusiones y con mucha sangre; puede dejarnos reducida otra vez la cultura española a un brillante fruto podrido por dentro.. Hay que romper el encantamiento. Para ello conozco varios métodos. El primero puede ser recordar también –sin el menor ánimo fiscal, y sólo como preventivo de incondicionales admiraciones– el catálogo de errores mayúsculos de los maestros. Estos maestros, en efecto, se han equivocado, y no una sola vez; han ocasionado daños cuando se metieron a redentores políticos, lo hicieron de la manera más desgarbada y pobre, por el camino falso y sin que fueran capaces siquiera de avanzar por él más de dos pasos. O se lo cerraron, o ellos se retiraron cariacontecidos, convencidos, al cabo, de lo que otros, menos sabios que ellos, habían visto, a la luz de su pasión española, mucho antes. Su retirada fue la expresión, no de un fracaso político, que éste a ellos, intelectuales, podía disculpárseles, sino de un fracaso intelectual imperdonable. Todo esto conviene recordarlo a tiempo, cuando ellos pontifiquen o cuando nos digan que pontifican, porque también aquí los hay más papistas que el Papa. Pero, además, es menester seguir fortificando nuestras posiciones. No se trata de que no hablen, sino de hablar más alto, de proclamar que nuestro mundo quizá sea más pobre, pero es más sólido y armonioso que el suyo, tan caduco, tan incoherente; de no avergonzarnos de nosotros mismos: de asegurar que nuestros muros desnudos se mantendrán en pie cuando los suyos, ricamente decorados, se derrumben. La novísima generación, huérfana de maestros, está buscándose asideros mucho más firmes de los que ellos pudieran brindarle, mucho más firmes también que los nuestros, demasiado sentimentales, a menudo, aupados tan sólo en el primor de la expresión o en la elegante imprecisión del lenguaje. Esa generación, sin necesidad de taponarse los oídos con cera, puede ser a la vez generosa y prudente, y escuchar cantos que en otros navegantes resuenan quizá con demasiada fuerza. Esa generación puede salvarse y salvarnos, y lo debe hacer.

José Mª García Escudero


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