Alférez
Madrid, 31 de julio de 1947
Año I, número 6
[página 3]

La crítica como colaboración

No es la mejor prueba de inteligencia, ni aun de estrategia, medir todas las críticas por el mismo rasero de la enemistad; existe también una crítica amiga, que constituye precisamente la forma más indispensable y elevada de la colaboración. Porque una critica implica, además de un juicio de valor respecto a un objeto, unos principios supremos que fundamentan y causan el juicio, de modo que puede haber dos personas que coincidan en no sentirse satisfechas ante un hecho, por razones totalmente opuestas. José Antonio pudo coincidir, por ejemplo, con los comunistas en su disconformidad con la burguesía, pero, evidentemente, por razones contrarias. La crítica amiga es aquella que defiende y arranca de los mismos principios supremos del criticado, ayudándole a realizarlos. Ya dice el refrán: «Más ven cuatro ojos que dos.» Es, en efecto, indispensable la función de la crítica, porque toda obra humana no puede ser vista por su autor más que desde dentro, necesitando la colaboración amistosa y crudamente sincera que le dé el perfil exterior de su realización. Esta es una elemental medida de humildad de que sólo está exento el Papa cuando dogmatiza ex cathedra. Podrán estar equivocados los criticadores en muchos casos –entre otras razones, porque ellos, a la inversa, sólo ven las cosas desde fuera–, pero sólo se puede saber que se ha acertado precisamente después que ellos hayan hablado, y aun hayan diferido entre sí; pues es ésta otra condición de la verdadera y más útil crítica, la de poder brotar en variedad y multiplicidad, sin obligación de adoptar un caño único de salida.

También es indispensable, porque para conservar y vivificar la unidad en lo esencial hay que dejar vivir y fluir la variedad en lo accidental propia de los hombres. Si se fuerza a dos o tres hombres a uniformar su opinión en todo, a vestir igual, y a tener los mismos gustos, se puede estar seguro de que muy pronto sus creencias íntimas se harán contrarias y enemigas.

Para diferenciar la crítica legítima de la dañina se puede dar un sencillo criterio externo: la dañina es muy cómoda y está al alcance de cualquiera, pudiendo practicarse desde una holgazanería de café, sin más que la pura negación, no servidora de supremos principios. La buena crítica, por el contrario, es muy incómoda y sólo poquísimos tienen título para ejercerla, porque requiere una autoridad y un derecho sólo concedidos por la plena entrega al servicio –deberes individuales, profesionales y generales– en grado máximo, el desinterés absoluto, el venir dictada por una ley de amor, y, sobre todo, la referencia constante a un ideal último por cuya defensa y mejor realización se está obligado a hablar.

Es nuestro deber recordar tales perogrulladas en este instante en que los españoles, pacificados y asentados en una mano, podríamos deslizarnos hacia la tentación de una siesta, no muy diferente de aquella que fustigara José Antonio; siesta de los gobernados diciendo cómodamente «allá se las compongan» a los gobernantes, y siesta de éstos no pidiendo en todo momento la colaboración de la buena crítica, su haz de espejos, sus ecos objetivadores. Porque, ya lo dijo alguien, lo mejor de toda artesanía –y artesanía, más bien que arte, debe ser cristianamente la política– está en la colaboración de la resistencia de la materia, ese «deuteragonismo», respondón y lentamente persuadible, del hierro, de la madera o de la piedra, que hace de la obra algo más que un proyecto utópico de humo o un bosquejo en el «block»; reja, cuchara, mesa o estatua.

Este alguien –ya se habrá recordado– era Eugenio d’Ors, quien, por cierto, dictaba hace poco, yendo más allá de nuestras propias afirmaciones, en las columnas de Arriba, la lección de la campana de su ermita:

«Victoria Paciem Dabit; Colloquium Autem Pax. O sea, que, gracias a la victoria –no se la victoria –no se dice contra qué fuerzas enemigas–, se conseguirá la paz. Pero, que la paz no es un fin en sí. Cuando, en cierto modo, no resucita un elemento de variedad, dice contra qué fuerzas enemigas–, se conseguirá la paz. Pero, que la paz no es un fin en sí. Cuando, en cierto modo, no resucita un elemento de variedad y hasta de mutua oposición, en el interior mismo de los apaciguados –«conviene que haya herejes»–, la paz se asemeja a la muerte demasiado... ¡No, no! Que la paz traiga la diversidad de pareceres, como la victoria ha traído la paz. Que el antagonismo entre estos pareceres se dirima por virtud soberana del coloquio. Que la paz no se traduzca a un monólogo perpetuo. Sino al diálogo, rico en esencias de ironía, prenda insustituible de la inteligencia.

Gambrinus


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