Alférez
Madrid, 31 de agosto de 1947
Año I, número 7
[páginas 1-2]

Los egoístas confiados

Estas páginas, conviene decirlo desde ahora, son de onda dirigida. Las he apuntado directamente al corazón de una fauna humana que abunda en verdad en todos los estratos y planos sociales, pero cuya presencia se advierte insistentemente, sobre todo, en las promociones de jóvenes que ahora comienzan a pavonearse por los pasillos de la Universidad.

Me refiero concretamente a esos equipos universitarios de hoy, cuyos resortes vitales parecen haberse aflojado un tanto en la facilidad –más aparente que real– de su vida intelectual. Hablo, ante todo, de esos magníficos muchachos que entran en la Universidad con un confiado gesto de frivolidad, capaz de ponerle a uno los pelos de punta, o de esa otra variedad estudiantil que esgrime su egoísmo con un aire tan sincero y sencillo a la vez, que hasta parece digno de loa. Y hacia ellos enfilo mis conceptos, no por otra cosa que porque en ellos anida el porvenir espiritual de nuestra patria. Quede, pues, esto bien claro.

A estos universitarios, que sin duda no tienen la culpa de haber nacido sólo hace veinte años, es conveniente refrescarles la memoria contándoles algunas cosas que sucedieron en España cuando nosotros teníamos dieciocho años y ellos aún creían en los Reyes Magos. Es decir, considero que en la vidriosa hora actual, el deber de todos aquellos que –también sin tener la culpa– nacimos a tiempo de tomar parte en el entretenido espectáculo que costó la vida a un millón de españoles, es cantarle las cuarenta al lucero del alba, cuando este lucero no alumbra lo que debiera.

Para empezar diré a boca de jarro que España está harta, harta hasta la indigestión y las náuseas, de espectadores inteligentes, de teóricos hipercríticos y frívolos, que resuelven con una frase elegante los problemas más dramáticos, y que frente a la tarea de reconstrucción espiritual que a todos nos aguarda, su única reacción es la fácil y poco viril de señalar defectos.

Sí. Yo estoy en que en nuestros días se estudia más que nunca. A buen seguro, jamás ha habido en las aulas tanto muchacho inteligente como en la actualidad; nunca se han hecho en la Universidad española más papeletas que ahora. Pero creo también que jamás han estado los estudiantes españoles más ajenos a la situación espiritual de su tiempo y a las necesidades reales que tal situación trae consigo.

No niego, pues, que la juventud universitaria actual carezca de inquietudes. Sé, por el contrario, que abundan las minorías de jóvenes inquietos, uno de cuyos más dilectos deportes es teorizar a diestro y siniestro sobre todo lo divino y lo humano. He oído demasiadas conversaciones de este tipo para no saber que el Destino tenía reservada a estos jóvenes inquietos la potestad de refutar en dos palabras a Santo Tomás, de pulverizar a Kant con una frase y de echar en una charla de café los cimientos de una nueva cultura europea. En fin, yo he pasado por la misma escarlatina y sé que la juventud lo disculpa casi todo, incluso la idiotez.

Hay cosas, sin embargo, que ni siquiera la juventud puede hacerse perdonar. Por ejemplo, la frivolidad espiritual en momentos como el presente, en que está en juego todo el sistema de valores que integra la cultura cristiana.

Porque esto de la crisis de la cultura o de la civilización cristiana no es un tango. Es, amigos, una danza macabra en la que hemos bailado y vamos a bailar todos; y en primera fila, los intelectuales.

En mi sentir, estimo que no es necesario esforzarse con exceso para hacer patente que las dos formas de comportamiento que son hoy más frecuentes entre los universitarios –la del pedante que lo resuelve todo en burbujas conceptuales, y la del egoísta pacato que cree poder salvarse encerrándose en el arca de Noé de sus 3.000 ó 4.000 pesetas mensuales– están reseñadas de un tinte de infidelidad histórica que las coloca muy próximas a la traición.

Hemos de reconocer, no obstante, que la culpa no es suya; al menos, no es del todo suya. A mí no me extraña que a estos muchachos les resulte tan familiar como el cielo o la tierra el supuesto existencial que sustenta sus ambicioncillas o sus piruetas, especulativas. Comprendo que incluso opinen que es algo que les es debido, algo a lo que tienen derecho. En nosotros está advertirles que los hombres no tenemos derecho a nada que no ganemos con nuestro propio esfuerzo. En nosotros está asimismo recordarles que este clima que los hace posibles a ellos mismos, que hace posible su propia existencia, está abonado por los cuerpos de muchos jóvenes que se han podrido en la tierra para que den fruto los que detrás vengan. Es una obligación nuestra hacerlos caer en la cuenta de que para que hoy puedan alzar sus voces sabihondas y labrarse sus porvenires, ayer tuvimos que aguantar los latigazos de las ametralladoras muchos miles de compañeros suyos. El que sus cabezas piensen y sus corazones amen, ha costado, ha costado a muchos dejar cosidos a balazos su cráneo y su corazón.

Y esto no es una broma. Todos los sacrificios, todos los dramas sordos que han padecido millones de hombres no han ocurrido por una chusca mala suerte, que se ha entretenido en hacer que preparemos a pan y manteles la mesa de la vida a los que vengan detrás. No, hermanos. La guerra nos ha tocado a todos: a los que nos llenamos de piojos en las trincheras y a los que acuden a la Universidad con gabardinas blancas y sombreros marrones. La paz, la paz que Dios exige, no está ganada todavía; aún queda mucho por hacer en España y fuera de España. Para lograrla hay que arrimar el hombro de veras, hay que hacer algo más que teóricos fuegos de artificio o que bien remuneradas oposiciones.

A estas nuevas promociones universitarias es necesario sacudirles el alma, aunque sea agarrándosela de las solapas, y ponerlas frente a frente con los gravísimos problemas que –quieran o no– tienen que resolver. Sabemos demasiado bien a lo que dieron lugar los egoísmos alegres y confiados de mucha gente. Reincidir sería un crimen por parte de todos nosotros, universitarios españoles de todas las quintas.

Hoy estamos situados –velis nolis– en la más trágica encrucijada de la Historia, y no como espectadores pertenecientes a una nación invertebrada, sino como protagonistas de un pueblo vertebrado con todas las de la ley. Los años decisivos han llegado; las dos ciudades, la de Dios y la del diablo, van a enfrentarse definitivamente. El curso de la Historia depende del esfuerzo de todos los cristianos del mundo, pero en especial de los países que guardan, por especial providencia, más intactas sus reservas espirituales. Y no hurtemos el bulto a la responsabilidad: nos ha tocado. Por las buenas o por las malas, nos ha caído en suerte un destino difícil y peligroso: o aplastamos o nos aplastan. La retirada esta vez ni siquiera es al cementerio: es el mismísimo infierno. Al que deserte, la Historia se encargará de ajustarle las cuentas, pintándole en la nuca una sanguinolenta estrella de cinco puntas.

Y no se piense que exagero por el afán de adoptar un tono melodramático. El drama es de todos y cada uno de nosotros. Su primer acto ha costado al mundo cuarenta millones de cadáveres. Deténganse un instante los más jóvenes, y piensen si en conciencia puede caminarse con gesto frívolo y egoísta por un mundo que apesta a cadaverina.

En las manos de la juventud universitaria española la Providencia ha puesto las mejores cartas de la baraja: paz, fe, inteligencia. Defendiendo este reducto, para que en él forjen las armas espirituales que a todos urgen, hay diques de muertos, que se desmoronarán pronto. Es preciso, entonces, aprovechar bien el tiempo. Es preciso emprender una labor de conjunto y seria. El camino, no cabe duda, es difícil y peligroso. La comodidad no está de nuestra parte. A la frivolidad, al egoísmo, tiene que suceder la actitud grave y generosa que sabe adoptar la juventud cuando se halla en presencia de la muerte. No olvidemos que la palabra de Dios está con nosotros. Sólo el que pierde su vida la ganará; sólo el que se da se encontrará.

¿O es que hay alguien que de verdad cree que vale más una felicidad mediocre y cobarde que un sufrimiento elevado?

José Luis Pinillos


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