Alférez
Madrid, 31 de agosto de 1947
Año I, número 7
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Gallardía

José Antonio, cuya figura resume muchos anhelos –en parte cumplidos y en parte desazonadoramente lejanos– de la generación actual, tenía entre sus virtudes una singular especie de sal que mantiene en su punto a las restantes: la gallardía. Un gesto gallardo, es el mejor indicio de que el organismo espiritual subyacente está en forma. Cuando a la gallardía se sobrepone la eficacia, o cuando se la empieza a considerar como virtud decorativa –algo así como el equivalente viril de los ejercicios de canto y piano–, podemos estar seguros de que se ha iniciado alguna gravísima descomposición.

Hay horas grises y sin pulso en que la gallardía resulta una especie de huésped molesto. Entonces suele ocurrir una de estas dos cosas: o bien se evapora, dejando paso libre a un fofo pragmatismo mejor o peor disfrazado, o bien se desarrolla elefantiásicamente, perdiendo sus clásicas proporciones para convertirse en cualquier insoportable sucedáneo: acritud, matonismo, intolerancia destemplada. Como ocurre con todas las virtudes, el aislamiento de todo otro buen hábito –su subsistencia pura y solitaria– la convierte automáticamente en vicio. Cuando al valiente le faltan ideales que realizar, se ensimisma y nace el espadachín. En el ámbito de la vida espiritual, igual que en las bodegas, las virtudes expuestas al aire libre, en perpetua espera de ser trasegadas, acaban por avinagrarse.

Sin embargo, acaso sea mejor la gallardía averiada que la gallardía evaporada. Y de ésta hay, desgraciadamente, ejemplos cada vez más abundantes en la juventud española actual. Una sensatez de hielo, sórdidamente pragmática, empieza a suplantar aquel alegre aire combatiente –un poco desacordado y anacrónico en sus formas, pero perfecto en su fondo– que hasta ahora era el alma de la Universidad. Esta sensatez –entiéndase la palabra en su mal sentido; hemos llegado a tal carnaval de vicios y virtudes, que hay que hacer a cada paso aclaraciones del tipo de aquella de don Antonio Machado: Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno-- estaría vagamente justificada, o al menos reducida a proporciones innocuas, si tan sólo afectara a asépticas cuestiones profesionales, pero lo peor es que muchas veces se corre a otras de índole más grave y pretende servir de norma de conducta espiritual y política. Generalmente va acompañada de una especie de neoliberalismo inconsciente, hijo más de flojera temperamental que de persuasión ideológica. El sensato, escandalizado por el grito y el taconazo, no ha acertado a ver la honda raíz de sanidad y juventud que se oculta bajo estas cosas y la posibilidad de injertar en ellas principios de dialéctica y refinamiento. Al extirpar en sí todo lo ruidoso y autoritario ha arrojado de refilón por la borda todo el maravilloso caudal de gallardía de que era heredero como español nacido a la luz histórica después del 18 de julio.

Es necesario que esta actitud no se propague y se convierta en clima. Y para ello es condición sine qua non que se rebajen cuanto antes los gestos de signo contrario: los de la gallardía averiada y delirante. Cuando el sensato vea que la intransigencia y la combatividad saben operar silenciosamente y no andan siempre por la vida dando codazos, comenzará a comprender la necesidad de que subsistan. Sin ellas y sin la gallardía, que las abraza y deja en su punto, ninguna generación hizo en España nada decoroso.

R. F. C.


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