Alférez
Madrid, 30 de septiembre de 1947
Año I, número 8
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La generación de los hermanos menores

Sucede a menudo en el curso del acontecer histórico que una generación sufra desorientaciones capaces de torcer definitivamente el rumbo que originariamente se trazara. Cuando las gentes de que se trate prosiguen impasibles su camino, sin reparar siquiera en la desviación, nada bueno puede juiciosamente predecirse. Pero si algunos se aperciben a tiempo de dónde se encuentran, la cosa puede no pasar de accidental y sin consecuencias. Porque éste es el caso de los jóvenes españoles que rondan ahora los veinte años, espero algo de ellos. Son críticos; han sentido sus males, y han tenido el valor de denunciarlos. No será mucho creer que terminen por librarse de ellos.

El que, de esos males, algunos no les sean excesivos, sino comunes a los tres grupos que, apurando demasiado el término, llamaré generación de los cuarenta, de los treinta y de los veinte años –también podría decirse generación de la preguerra, de la guerra y de la paz, respectivamente–, añade valor naturalmente, a la postura crítica de quienes pudieran ampararse en razones de edad, cuando menos, para ser los menos exigentes. El mero hecho de plantear el problema de nuestra Universidad, o el de la orientación de nuestros organismos de investigación, como lo ha hecho alguno de los más lúcidos diagnosticadores de esa generación de analíticos; el haber acertado a levantar el velo de una propaganda bajo la cual quedan escondidas tantas cosas –y cosas importantes– como nos esperan por hacer; todo eso nos constituye en deudores de quienes así han puesto el dedo en una llaga que nosotros, o no vimos, o no hemos querido ver. Sin saberlo, necesitábamos al médico que nos pulsara, y he aquí que el médico ha venido. Tenemos motivos para estarle agradecidos.

Sólo que, ¿hasta dónde es cierto su diagnóstico? Porque ellos no se equivocan al lamentarse, por ejemplo, de la atonía de nuestros universitarios, esto es, de su generación. Probablemente, como hay quien asegura, esa atonía es sólo aparente. Late bajo ella un mundo de energías y entusiasmos que únicamente espera para revelarse el acontecimiento propicio; pero, en fin, por hoy, la atonía es palpable. El universitario, desganado, cuando no desorientado, ignora qué hacer. Ahora bien: eso lo origina –se nos arguye– la ausencia de proposiciones suficientemente atractivas. Los «hermanos mayores» de los universitarios– es decir, nosotros, los de los treinta años, encastillados en aquello que nos movilizó en 1936, nos hemos limitado en la paz ganada a encabezar sus tareas con esos mismos principios, sin revisión alguna, y mucho menos cuidándonos de sondear el parecer de nuestros sucesores; tal y como si a éstos no les cupiera otra finalidad en su vida que la custodia de un repertorio de ideales intangible para siempre. Eso, por supuesto, no es una acusación; no palpita, a buen seguro, tras las palabras anteriores ni un soplo de la añeja hostilidad generacional, de ese cargarse el muerto los unos a los otros, que tan inútil y tan nocivo ha resultado siempre; mas, por lo mismo, y con idéntico espíritu de dura y entrañable crítica fraterna, séame lícito preguntar: el diagnóstico de nuestros competentes y exigentes jóvenes, ¿puede terminar así? ¿Servirá, limitado a lo que es, para una terapéutica apropiada?

Rotundamente, ¡no! Es cierta la enfermedad. La juventud española ha conquistado muchas cosas de las que antes carecía: es más limpia, más sana, mejor «hecha» intelectualmente, pero habría que calar muy hondo para dar en ella con la caliente vena del ideal que tan a flor de piel podía encontrarse en la de los años 35 y 36. No falta verdad en lo del desamparo en que la han dejado sus hermanos mayores. Claro es que éstos apenas han empezado a auparse a los puestos de mando de la sociedad; ni siquiera han podido elaborar un mensaje plenamente articulado (bien pudiera suceder que se retiraran definitivamente de la escena sin dejarlo; ¿no será ése el caso de la otra generación, la de los cuarenta años? Aunque su mensaje, en lo que le es sustancial, haya sido ya debidamente transmitido a sus destinatarios; pero es incuestionable que, por lo menos a la cátedra –esto es, al lugar perfecto para establecer contacto– sí que ha llegado mi generación y no ha sabido extraer las posibilidades de puesto tan excepcionalmente favorable. Mas ¿es que eso lo es todo? ¿Vale, de verdad, para hacer recaer toda la culpa sobre los «hermanos mayores?

No se trata de escurrir el bulto en nombre de ellos. Es que sucede que algo, a mi juicio, determina en mucho mayor grado que las razones apuntadas, con ser éstas importantes, la falta de objetivos de la juventud actual: ésta misma. Porque sus representantes se lamentan, y con razón, de una estratificación que les hace trabajar sobre los mismos temas fundamentales de 1935 o de 1936; pero ¿qué esperaban exactamente de nuestra generación? ¿Que, tras elaborar un repertorio dado de principios, unas formas de vida determinadas, repertorio y formas que tienen todavía posibilidades de desarrollo, descubriéramos otros para brindárselos a nuestros sucesores, a fin de evitar que éstos se esterilizasen en la repetición de conceptos no enteramente ajustados a su modo de ser? Por el contrario, cada generación tiene su misión circunscrita al mundo conceptual que ella ha creado, y no debe salir de él en tanto conserve posibilidades. Que éstas no las vean otras generaciones, sólo prueba lo dicho: que cada generación debe crear sus objetivos. Y, en efecto, una generación a la que se le hubiera dado todo hecho, apenas merecería el nombre de tal. Si de nuestros jóvenes podemos hablar como algo auténtico, es porque algunos de ellos han encontrado un quehacer propio, específico, y que les reviste de una acusada personalidad, aunque la conciencia de la misma no haya rebasado la linde de esa reducida minoría, que todavía no ha podido trocar su conciencia de grupo en conciencia de generación. Pero ello es labor de esa minoría, no de los «viejos». ¡Si éstos, por el contrario, deben obstinarse en sus principios! Me explicaré.

Yo veo la cadena de generaciones como un paulatino adentrarse por la maleza de la historia, en el cual cada paso sirve de preparativo, pero también de orientación, para el siguiente. Cuanto más profundicemos, más correremos el riesgo de extraviarnos y más necesitaremos de esa segura guía que es el volver atrás en busca del buen camino. Sin duda, los jóvenes no pueden pararse en 1936, ni siquiera nosotros: pero nuestro avanzar, siempre más pegado a aquella fecha que el de ellos, que ya arranca de otros supuestos, sólo indirectamente derivados de los del año 36, ¿no podrá servirles de brújula en caso de extravío? Así sucede, en concreto, que seamos nosotros quienes conservemos la más exquisita sensibilidad para apreciar el sentido de lo que yo llame «la vuelta de los padres pródigos», y que, por otro lado, sean jóvenes, neoliberales, maritenianos o cosa parecida quienes más al borde se encuentran de perder, llevados por un hipercriticismo impertinente y soberbio, el ancho y viril camino de 1936. La estratificación –que nunca puede ser absoluta– de mi generación en los principios de hace diez años puede servir, y ya está sirviendo, no como rémora, sino como garantía, de igual manera que, sin nuestro idealismo, a veces demasiado ingenuo, resultaría bastante ineficaz tanta crítica implacable o minera, y dada, por eso, a estimular todo abandono de la acción.

Sí; es verdad que en el sendero de los nuevos se alzan obstáculos que nosotros no tuvimos que franquear. Nuestros objetivos estaban ante nosotros, incitándonos, esperándonos. Forjarse unos ideales de valor parejo en plena paz exige unas dotes notables, pero ¿pueden negársele a priori a la nueva generación? Más formada, provista de mejores armas, no debe escudarse tras razones menores, con el cuento del abandono de sus hermanos mayores. Démosle por cierto; seguirá siendo enteramente accidental, desde el momento en que a ellos, a los nuevos, no debe bastarles la recepción mansa de un mensaje que, de todos modos, han recibido, sino reaccionar contra él y enfrentarle el suyo propio. Sólo luchando adquiere una generación conciencia de sí, y es obvio que para esa lucha no va a suministrarle las armas el oponente. La incomunicación entre las dos generaciones no vale como excusa. Hay otras explicaciones –la ausencia de idealismo de los jóvenes, su excesiva preocupación por el lado positivo de la existencia, la que se ha llamado su «sensatez de hielo, sórdidamente pragmática»– que presentan la ventaja de no rebasar el ámbito de su vivir. Puede que, de haberlos, cuidado más, nos encontráramos ahora con una generación eficiente de auxiliares y secretarios; pero eso no nos interesa. Si los nuevos han de valer, será porque hayan sabido vencer las resistencias que, conscientemente o no, les oponemos. Nada nacido sin lucha vive de verdad, y en el contraste de generación está la fuerza más sabia de los mismos. Generaciones de invernadero, ¿para qué? A esa generación joven debemos quererla nosotros, sus adversarios en cierto modo, hija de sí misma.

Dicen bien nuestros hermanos menores cuando proclaman su deseo de poner casa aparte. Pero es a ellos a quienes toca abandonarnos, no a nosotros echarlos de nuestro lado. El sentimiento de independencia no se fabrica, y así como es explicable que la nueva generación nos critique y enfrente a nuestras concepciones las suyas e inclusive que lo haga con violencia, cruda polémica y hasta simpática y adolescente impertinencia, resulta incongruente que nos reproche el no haberla excitado a la rebelión. Pero lo más curioso es que ésta se ha dado, y con caracteres de originalidad notoria, en ciertos sectores de esa generación. El que toda ella llegue a asumir esa postura nos revelará una generación plenamente formada, capaz de aportar su nota peculiar a la gran tarea en que ellos y nosotros y nuestros precursores estamos empeñados. Entonces habrá dejado de ser la generación de nuestros hermanos menores.

José Mª García Escudero


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