Alférez
Madrid, 30 de septiembre de 1947
Año I, número 8
[página 5]

José Fraga Iribarne

El día 6 de este mes de septiembre, repentinamente, murió José Fraga Iribarne, hermano nuestro y esperanza cierta de España. Al hablar de él no hay temor ninguno de incurrir en las acostumbradas desorbitaciones necrológicas. Fraga era, de lo que a nosotros nos fue dado conocer, el hombre más completo, en él se reunían, como en el Arcángel, una vitalidad plena e impetuosa y una luz mental clarísima. Adolescente, siempre tenso, devorando la realidad con la mirada, alegre con alegría de aguas vírgenes, llameante, directo, con raíz de humanidad muy profunda, hoguera de rojo penacho arriba y de olorosa y verdadera leño, abajo. Si hubiera que buscar un trasunto humano de San Miguel, ninguno mejor que Fraga serviría.

Ahora, cuando Dios sopló esta llama para reencenderla junto a Sí, nos percatamos mejor de la especial luz que producía–. Era una hoguera prendida en una honda leña, y esta leña todos la buscábamos y la arrimábamos a su pie. Sus amigos –que no éramos sino los hermanos de generación más próximos a él, con toda esta generación detrás implícitamente presente– hacíamos un oficio de leñadores opacos tanteando en la noche del bosque. Aquí o allá, por virtud de inteligencia o de ímpetu, quebrábamos una rama, pero ella era algo extrañamente incompleto y frío mientras no la enardecíamos arrojándola en el fuego central. En la ronda, alrededor del claro del bosque, sonaban las hachas, y en el centro del claro los fijos se encendían bajo el beso de aquel fuego. Fraga nos era –humanamente hablando– necesario para iluminar tanta inquietud histórica, tanta nostalgia, tanto torso de idea, tanto agraz. Y estábamos además seguros de que esta misión suya clarificadora y alumbrante se iba a transmitir en plazo de muy poco tiempo –la maduración definitiva del hombre se sentía crecer con los ojos– al ámbito de toda España.

Habíamos llevado hasta él lo mejor de la casa, como los sacerdotes del templo llevaban la mejor cera para el candelabro. Habíamos esperado de él que concentrara en un solo surtidor nuestra agua difusa y profunda, nuestras lentas venas alimentadas con toda la esperanza de estos años –desde el 18 de Julio hasta hoy– en que hemos crecido. Habíamos pensado en él para ocupar la cota y para sembrarla. Ahora toda esta esperanza ha sido barrida, y tenemos que reajustar en la sombra los corazones y los frentes.

Pero, a la vez, su muerte nos ha hecho sobrenaturalmente adultos. Con ella hemos logrado un enclave en la Iglesia Triunfante. A Fraga –al Fraga alegre, bandera viva– estaba reservada la misión de reposar el primero sobre la fresca mano de Dios su cabeza rubia y su corazón, con todo el ardor junto de nuestras cabezas y corazones. De repente, cuando parecía venir la tiniebla, Dios ha volcado en las almas un nuevo aceite, y la llama que creíamos muerta se remonta hasta perderse de vista, pero con un color más puro. Nuestra generación ha comenzado a colonizar el cielo, a tener su vanguardia a la sombra del último árbol. La muerte de Fraga nos ha de dar, si como cristianos sabemos aceptarla, esa misteriosa sabiduría de las corrientes cuya primera onda ya ha alcanzado el Mar.

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