Alférez
Madrid, 30 de septiembre de 1947
Año I, número 8
[páginas 6-7]

El problema del Indio

América tiene un poder fuertemente modelador sobre el hombre, hasta tal punto que le suele imprimir su fisonomía joven, jugosa y exuberante. Al generalizar esta observación ha surgido la teoría del tipo arcaico. Según ella, por la marcha de los tiempos, el hombre extracontinental que alinea en el nuevo continente recibe las características del aborigen, hasta llegar a la más ceñida similitud con él. En el fondo de estas apreciaciones palpita un germen de verdad.

El indio americano es como una excrecencia de su medio; es la flor que brota en los páramos. En él, lo telúrico ha influido de modo agobiante en el desarrollo y fijación de su personalidad. El ambiente lo ha hecho prisionero –como ningún otro ambiente acostumbra hacerlo– de sus peculiaridades. En la lucha que se entabla en el centro de cada ser humano entre lo espontáneo y lo artificial elevado, en el indígena triunfa rotundamente lo espontáneo; aunque más exacto sería afirmar que esa lucha apenas existe o que esporádicamente se ha dado a lo largo de los siglos.

Lo ancestral impera de modo tan decidido en el aborigen que ha llegado a disminuir y anquilosar su capacidad creadora. Por eso el indio es rutinario. Y por la misma razón, las manifestaciones vitales de un millar de indígenas –en lo sustancial– equivalen a las de uno multiplicadas por mil. Para encontrarlas es necesario descender a la realidad individual; porque con la conquista y colonización se perdieron los vínculos políticos que lo hacían miembro de una nación y que hoy ruedan en fragmentos inconexos. Las formas sociales han recibido el influjo de los misioneros y civilizadores, aunque ronde la duda de si sus afanes han podido penetrar en el ser íntimo o si sólo han dado nuevas formas al mismo espíritu pagano. La realidad concuerda en que ambos efectos se han logrado.

¿Qué significó el indio para la cultura? Antes del descubrimiento supo hallarse constituido en estados con fondo –muchas veces– de tiranía. Adoró al sol, los montes, los ríos y a los animales. Y así se postró ante la naturaleza divinizada a retazos. Creyó en la transmigración de las almas e instituyó un rito para enterrar sus muertos, mientras que con talento práctico hizo frente a los problemas de la vida. Sus capacidades artísticas vertió en el barro y los metales; alzó templos y palacios. Su ciencia estaba dispersa entre la religión, las artes y los menesteres de la existencia. Mas la prolongación de esa línea cultural –en el espacio y en el tiempo–, en identidad consigo misma y exenta de toda otra influencia, no hubiera llegado a las asombrosas consecuencias que algunos nostálgicos suponen.

Una opinión optimista de las posibilidades que entraña el aborigen, mantenida por los conquistadores y refrendada por teólogos y juristas, hizo posibles las tareas civilizadoras. Y desde entonces se han venido subrayando las cualidades y los defectos del indio americano. Entre las primeras se hace destacar la habilidad para las artes y una no pequeña idoneidad para las ciencias, cualidades que no pueden predicarse de todas las tribus. Como negaciones marcadas se apuntan la cleptomanía y algunas toxicomanías primitivas que, unidas a un espíritu desconfiado e hipócrita, han menoscabado y siguen barrenando cuerpo y alma del indígena.

Con estos antecedentes y ante la solicitud innegable de incorporar al indio a la cultura, sea por conseguir para él la indispensable o por crear el trasfondo del que emerjan las minorías intelectuales, cabe responder a esta pregunta: ¿Puede –el indio– ser sujeto agente de la cultura? En las actuales circunstancias por las que atraviesa, la negación no se hace esperar. Pero alargando a siglos un primer plazo, no hay obstáculo que imposibilite la afirmación. Si los pesimistas cuentan con realidades presentes, menguadas y desconsoladoras, en cambio, la historia moderna abona los anhelos de los entusiastas. Cuando la colonización, el indio aprendió a ser culto y empezó a serlo tímidamente. No llegó a ser creador, se mantuvo en una actitud, receptiva, aunque al ejecutar concepciones ajenas puso en su realización algo de sí mismo, ungiéndolas así de cierta originalidad. Con el transcurso de los tiempos, ¿podrá el indio ser original y auténtico? ¿Dejará de ser rutinario? Conviene despejar estas preguntas que harán luz a los que afirman en la existencia o necesidad de erección de una cultura americana autónoma (americana, en el amplio y buen sentido de la palabra). Mucho se ganaría si el americano se trocara en cauce y receptáculo de ajenas y universales creaciones.

Mas ahora el indio está rezagado, porque dos cadenas lo atan a su primitivismo: la de lo telúrico y la de lo ancestral. Romper los eslabones de esas cadenas es el primer supuesto de su redención. Pero este aniquilamiento sólo puede hacerlo la misma cultura. Por lo anterior, no se sostiene que estemos en presencia de un problema insoluble. Simplemente se afirma que el indio no podrá levantarse de la postración en que yace merced a su propio impulso o permitiéndole haga vida de suburbio al margen de una civilización que de él no quiere entenderse. Y esa cultura no puede ser otra que la extendida por la España perenne.

En efecto, la colonización española ha sido la única eficaz como realización y como sistema: aquella que principió en 1495 y –después de un cenit y un eclipse– terminó por Carlos III, en 1767, con la expulsión de la Compañía. Si algún procedimiento contemporáneo ha sido de rendimiento es porque ha sabido revitalizar los caminos ya andados. Más de un siglo de vida independiente testifica esta verdad.

Los lustros de autonomía política hispanoamericana han sido –para el indio– de resultados negatorios. Y éstos no dimanan de la emancipación, sino de haber alterado el antiguo y ancho espíritu del Imperio. El revolucionarismo francés trasplantado a la feracidad americana no tardó en trocarse en anticlericalismo ciego e irresponsable. La expulsión de algunas órdenes religiosas secundada de exclaustraciones y decretos desmortizadores derribaron la obra nacida de tantos sacrificios. Y así como la selva lujuriosa borra en breves días el sendero abierto en su corazón, así, a la vuelta de algunos años de la reacción jacobina, en el alma aborigen apenas quedaba una cicatriz de los desvelos misioneros. En este sentido se ha perdido terreno y una política restauradora equivaldrá siempre a una vuelta a empezar, aunque en mejores condiciones.

Al abandono sucedió tina reiteración de desaciertos. Nuestros padres creyeron en la ley como remedio universal. Aparatosamente igualaron al indio con los demás elementos étnicos. Aparte del error inicial, se equivocaron en cuanto a los fines que perseguían. Una auténtica política indigenista –que ha de ser tal mientras sepa conjurar realidades con principios inconmovibles tendrá que operar sobre el aborigen colocándole en una especial situación de tutela y privilegio, sin degenerar en blandas condescendencias. Luego apelaron a la cultura, a la cultura entendida y divulgada por el tecnicismo normalista. Al aborigen que no sabe español le enseña un maestro que no entiende el idioma de aquél. Y el «pedagogo» va a los campos con el dolor del que se sabe confinado. La escuela rural tenía que faltar, como falla todo sistema de enseñanza que no se funda –por parte del maestro– en una auténtica y cultivada vocación. Por otra parte, son superficiales la matemática, el español y la «cívica» para reconstruir una vida atada al fondo de los siglos. Hace falta algo que penetre a lo profundo del ser, allí donde el indio es más indio, donde es pura individualidad. Y ese algo es lo que nuestros padres, según la carne, acabaron de abolir. Casi paralela a esta corriente se desató otra –la marxista– que en todos los problemas, e incluso en el presente, ve y agudiza soluciones en la infraestructura económica. Entonces aparece –con lógica implacable– el resultado de la incongruencia de las anteriores direcciones; el indio, –así culturizado– obtiene un incremento de necesidades superior a sus posibilidades de existencia, o éstas exceden a aquéllas, caso al que rara vez llega, porque cuando no siente exigencias mayores, se dispensa de todo esfuerzo remunerado. La negación del principio hedonístico redunda en serios perjuicios para la economía pública y privada. De ahí que se suele repetir que el indio es un peso muerto en la balanza del progreso nacional. Por fin, como colofón de estulticias surge con aire de solución el servicio militar, cuya obligatoriedad reza para todas las castas. Aparte de que el cuartel no es el camino idóneo, para las grandes asimilaciones culturales, se perfila el problema del urbanismo que engendra, a su vez, el de la despoblación de los campos.

Después de estos afanes queda un saldo subidamente amargo: casi roto el impulso misionero, paralizado el mestizaje –fin y medio en otros tiempos– y dormidas las conciencias ante la magnitud de los fracasos. La civilización –auténtica o falsificada– apenas brilla para un número de aborígenes relativamente escaso, mientras sus hermanos de estirpe, cuando menos, permanecen víctimas de la explotación. Hay excepciones; pero la cristianización del indio no cristalizará en hechos, hasta que no cuaje la savia cristiana en el blanco. Este –se ha dicho con alguna exageración– es su único problema.

Merece ser subrayada la cuestión económica, pues es como el anverso de la puramente cultural. Si en el régimen económico-social que vive América, los trabajadores urbanos que tienen en la demagogia el camino de sus soluciones, encuentran metas por alcanzar; el indio que no grita, como asalariado que es, a sus propias deficiencias suma las de su condición de campesino. La economía liberal –dañina de suyo– se ensaña más contra los aborígenes que no tienen otra postura ante las múltiples fases de la vida que su «dejar hacer, dejar pasar». Y aunque la sociología cristiana haya ocupado el lugar que en el viejo mundo tiene la filosofía, en intelectuales, universitarios y políticos, no pasa de ser una mera ilustración que posee el secreto de consolar conciencias timoratas. Pero intelectuales, universitarios y políticos católicos –casi diría por sólo llamarse tales– permanecen en actitud retórica, rindiendo sus armas a la inercia. Una revolución cristiana que conmueva a una sociedad corrompida, es lo que espera el indio, para participar de sus beneficios como soporta sus asquerosas consecuencias.

De este modo, el aborigen de América ha vuelto a ser la reencarnación de sus antepasados. Y en la cultura, privado de hecho para ser sujeto agente, se ha convertido en su objeto. A él se dirigen los estudios del sociólogo, que por lo general lo desconoce y opera sobre un ente abstracto. La sociología no entiende por indio más que a la indumentaria que viste, sin llegar a su entraña profunda, a su humanidad envuelta de enmarañadas apariencias. El político lo mira tras el prisma electorero, con él pesca papeletas entre los sentimentales. También las artes lo han hecho suyo. Ha sabido inspirar poemas y, sobre todo, engendrar novelas que, a falta de serias investigaciones, alimentan propósitos de redención tan originales como utópicos. La pintura lo ha reducido a un hacinamiento de harapos, de rostros amargados y músculos abultados y tensos. Y no es raro que le ponga con el puño crispado y en alto. Mas el arte que le es más nocivo es el del rábula, en el que se suelen confundir el apetito del dinero con la manía reivindicatoria. Sin duda, artistas y escritores católicos formarán el grupo de los «anti».

Este es, en síntesis, el problema –o mejor, la problemática– del indio americano. Su solo enunciado nos señala un puesto en este quehacer de hispanidad. A nosotros –los hispanos de allá– nos urge más de cerca.

Hasta tanto, el indio estará estático en el camino de la Historia, con un rictus de escéptico y sintiendo las aspas de un sol que bate remolinos de fuego. Mientras la vida se renueva en cada instante, el bronce de su cuerpo nos dice que el indio de hoy es el de siempre. Si pudiera mirar en el mar de sí mismo, estaría nostálgico de las tres carabelas.

Jorge Mencías


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