Alférez
Madrid, 30 de septiembre de 1947
Año I, número 8
[página 7]

Una recia voz de Dios

Y el Señor llamó a su alférez. Porque nadie más alférez que él en esta hora y en esta generación. Por su dinamismo y por su limpieza, por su verdad y aquella su alegría. Todos lo sabíamos sin habérnoslo dicho nunca, y Fraga, con la bandera de su alferecía, caminaba deprisa y alborotadamente.

Vino el Señor, y en unos fue el asombro, en otros una llaga hondísima, en alguno quizás la indignación. Sin pena ni gloria, absurdamente, nos lo escamotearon. La lágrima que escuece al amigo, el silencio y embarazo que corta una vacación, la desgana y desorientación que trunca planes y proyectos, oraciones, sufragios, comentarios y alguna corbata negra. Tal debía ser el efecto espontáneo, y está bien. Pero vosotros, los de Alférez, por eso tan de Fraga, hora es ya que metáis luz por la llaga que nos abrieron y pensemos. La marcha de Fraga es algo más que un suceso doloroso, algo más que una ausencia; es una palabra de Dios terrible y atronadora.

Porque el trueno y la muerte son siempre sus voces que parten las peñas y rasgan las vísceras. Y porque además en esta nuestra historia, ¡los acentos de Dios fueron tan claros! La medicina no puede explicar nada, tampoco la guerra y su gallardía dan a esta muerte sentido alguno. Ni tramoya humana ni causas segundas. Sencillamente, que vino el Señor y se llevó a su alférez.

Conocéis el estilo, conocéis el idioma. Es tan viejo y tan suyo, que casi toda la Palabra y la Revelación Divina se encarnó en historias que llenan la Escritura. Desde aquel momento que decía la Luz mientras la hacía, hasta hoy, que, haciendo esa asombrosa muerte, también nos dice... Nos dice, porque esa muerte fue del amigo, pero es ¡tan nuestra! Para nosotros la luz de su relámpago y el eco penetrante de su silencio. Para nosotros y por nosotros.

Leamos, amigos; leamos una vez más en esta cartilla de Dios, eternos párvulos con el sudor sobre nuestras frentes. Leamos.

Un diccionario usadísimo y siempre fresco. Dios se repite con esa monotonía desesperante que sabe a eternidad, con esa monotonía y ritmo de las estaciones y de las estrellas. Siempre igual. Un día fue Jesús el que nos contó una parábola, el que nos descifró un acento divino. Desde entonces, a la luz de esa parábola, astro de una constelación, hay que interpretar y que tragarse la vida.

Comparaba el reino de los cielos a la venida esperada y repentina del Señor que marchó y que retorna, que retorna como el ladrón y como el relámpago. Un siervo hacía la centinela, el otro «vivía su vida». El de la centinela iba firme, ceñido y con la lámpara aquella desafiando a la tiniebla y alimentando la esperanza: «bienaventurado el siervo a quien el Señor encontrase así».

Y una vez más quiso el Señor traer a las tablas su parábola. Escogió su protagonista, alzó el telón y nos dejó amargados. ¿Para qué?

Es indudable, si tenemos fe e interpretamos la vida con el Evangelio abierto, es indudable que esto nos dice la muerte del amigo. La parábola se hizo carne e historia entre nosotros, carne y sangre, muerte. Con esta interpretación ya podemos preguntarnos más ceñidamente: Bueno, ¿y qué?

La parábola es una recomendación apremiante a convertir la vida en una centinela y es una profecía sobre un futuro terrible que vendrá como el rayo. Y los cristianos aquellos la captaron tan a la letra que hicieron de sus vidas un clamor en esperanza: «Ven, Señor, Jesús».

Caben ambas explicaciones. Podemos pensar en una profecía, podemos pensar en un aviso y corrección, o mejor aún, ¿por qué no pensar en ambas cosas? ¿Por qué no ver en este rapto del alférez, «el que va delante», un anticipo de lo que puede venir? ¿Será que vuestra generación está llamada a caer, como el trigo ante la hoz, en pleno florecimiento y promesa? ¡Hay tantas nubes en el horizonte! ...

Pero sin duda lo que puede o no ser una providencial profecía, un simbolismo de otra siega a lo divino sobre nuestra raza, sin duda es un aviso moral, una corrección paterna, una palabra de Dios que os llama a la vida centinela en mitad de esa aventura vuestra, de esa inquietud, afán, angustia o como queráis diagnosticarla, que tiene mucho de sincero y ¡tanto de ajetreado!

El dios velocidad, ídolo de nuestros tiempos; la vida en función de lo temporal (interpretaciones historicistas de todo lo humano), el espíritu más metido que nunca en la carne del espacio y del tiempo, en la angustia de lo inmediato, síntomas y síntomas de una vida tan humana (! !), que se olvidó de ser atrio de eternidad, que se olvidó de la parábola del centinela.

Lo hemos comentado aquí mismo. ¡Ay!, pobre generación la vuestra, que nació con el estigma de una esclavitud de lo temporal y que pugna paradójicamente por ser cristiana. Se os ha dicho, y sin daros cuenta, hasta vuestro afán apostólico y cristiano, lo vivís en función de lo contingente, de lo inquieto, de lo que pasa, y soñáis atropelladamente con actitudes revolucionarias.

Y porque había que enderezar tantas sinceridades y tantas energías, porque había que redimirlas, porque había que meter dosis de eternidad y de quietud en nuevos esquemas de esperas y centinelas –lo humano sometido y en rapto hacia lo divino–, por eso, para deciros, para decirnos, con sangre y con muerte, lo que creíais eran sutilezas y chocheces nuestras, por eso habló Dios y nos cortó a un alférez.

José María de Llanos, S. J.


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