Alférez
Madrid, octubre y noviembre de 1947
Año I, números 9 y 10
[páginas 1-2]

Lecciones de José Antonio

Foxá dijo de José Antonio, condensando en un trazo su carácter, que prefería para el agua los acueductos y para la poesía los sonetos. Toda la vida del fundador de la Falange corre bajo un signo de contención clásica, como un río bajo un puente, y a este clasicismo responden muchas ideas y gestos suyos. Ante todo, aquella su preocupación –menos recordada e imitada de lo que se debiera– por la claridad de los contornos mentales. José Antonio tenía un consumado arte para fijar a tiempo el impulso espontáneo, sin arrastrarlo fuera de su marco. Si hubiéramos de buscarle una contrafigura ideal, no encontraríamos otra mejor que el aprendiz de brujo del poema de Goethe, danzando sin poder parar sobre la escoba que él mismo puso en movimiento. José Antonio sabía que la intuición y el ímpetu sin discurso son frutos magníficos, pero que tienen una vendimia muy propensa al exceso báquico. Toda su obra, desde el estilo literario hasta la idea política más amplia, rezuma esta sabiduría: para poner un ejemplo entre muchos, recordemos cómo en su conferencia Estado, individuo y libertad trata de salvar en su raíz el hecho político que más combatió sobre el campo de la polémica diaria –la división entre derechas e izquierdas. Esto, ciertamente, nos da mucho que pensar y que imitar. Resulta que José Antonio, maestro de gallardía y limpieza, reserva un último cielo para el espíritu –no para la encarnación chabacana y pasajera– de su mayor enemigo. Protegiéndose las espaldas así, con una suma generosidad mental, se puede ser intransigente y dogmático en aquellas cosas que por naturaleza lo piden, sin caer en la energuménica postura del integrista para quien es diabólico todo cuanto no encaja en un esquema angosto e invariable.

José Antonio es, pues, un hombre alerta y contenido: no se pilla jamás los dedos, ni incurre en el pecado político usual de crear mitos para poner en pie a la masa a costa de trivializarla o envenenarla. Su doctrina no podría reducirse jamás a un lema o a una receta, sino a una actitud de inteligencia, pureza y vigilia constantes, fuera de la cual no tienen sentido palabras y conceptos, como el pez no tiene sentido fuera de su elemento propio. Entre él y el integrista hay una diferencia capital: mientras el integrista todo lo confía a receta y a la esquematización de lo externo, José Antonio –sin despreciar en absoluto nada de esto– cree que lo que ante todo importa es la vivificación de lo íntimo, hontanar del que luego brotará la encarnación práctica con el ritmo y modulación que exija cada hora. José Antonio –esto salta, como una liebre, tras de cada uno de sus párrafos– tenía junto a un agudísimo sentido histórico una espontánea creencia en ciertas inconmovibles constantes. Pudiéramos decir que armonizaba las formas mentales de d’Ors y de Ortega: el carácter centrípeto y ordenado de aquél, navegante de rutas prefijadas, y el carácter centrífugo y aventurero de éste, sensibilísimo al vaivén histórico. Esta doble faz, junto a su gallardía estupenda, da a José Antonio –a su vida y a su obra– un aire de bandera al viento, con el asta hincada e inconmovible y la tela palpitante, y la mayor traición a su recuerdo sería hacer de esta bandera una cucaña: un palo seco de dogmas petrificados, incapaces de dialogar con el viento que sople cada día. Y conste que este diálogo no debe estar hecho sólo de recetas económico-sociales, últimas aplicaciones de una doctrina ya constituida, sino de ilustraciones y ahondamientos en lo esencial.

La sazón de José Antonio –el viento que soplaba en su época– es muy distinta a la nuestra, precisamente porque vivimos en un clima que, descontando bajezas y fracasos, está oreado por el árbol que él plantó. El horizonte de problemas con que José Antonio se encara durante su vida política –en esencia, la necesidad de desarticular el estado liberal y todo lo que a su calor fermentaba– fue en buena parte alcanzado, y ahora nuestro camino transcurre bajo nuevas constelaciones cuyo secreto hay que descifrar. Sin cambiar la perspectiva del espectador –esto es, sin perder nada su honradez y su consecuencia– el nuevo acto ha introducido variantes en la escena: si José Antonio, por ejemplo, prefería la poesía en sonetos, doce años después, gracias al mucho uso de esta disciplina, la poesía está ya purificada, y un poeta joven puede permitirse la holgura del verso libre. A José Antonio y a todos los que con él sufrieron y se desangraron sobre España debemos esta ortodoxa repristinación de la realidad: el haber hecho, inútiles los sonetos y los acueductos porque la poesía y el agua ya volvieron a rejuntarse con Dios. Exactamente, su clasicismo voluntario nos ha sustraído al peligro de ser románticos y nos ha fortalecido hasta el punto de poder dejar de ser clásicos, liberándonos para siempre de esta dictomía penosa.

Si José Antonio viviera hoy en España, es seguro que sin despreciar los sonetos amaría el verso libre, y esto con todo su cortejo de repercusiones extrapoéticas. En política, por ejemplo, amaría el verso libre de las formas representativas eficaces, porque el liberalismo ya está domeñado, y la libertad debe empezar a tener –con toda especie de cautelas– su antiguo y cristiano aire de juego extradogmático, su pureza de cielo bajo el que los hombres se afanan en perfeccionar lo perfectible, sin violar la tierra madre de las eternas leyes del espíritu y de la política. Y a la par, amaría el soneto de la ejecución llena de autoridad y de la intransigencia vigilante, para que bajo este cielo de la nueva libertad no resurgiera ningún gesto de la antigua libertad venenosa.

Sin mudar la perspectiva, por lo tanto nuestra visión de la realidad española se ha de enriquecer y profundizar respecto a la de José Antonio tanto cuanto pidan la experiencia y avatares de estos doce últimos años y éste es el único modo de seguir su ejemplo fielmente. Hay, sobre todo, una zona vital que a nosotros, por varias causas, nos es más accesible que a él: la última justificación religiosa de todo acto humano. Cuando José Antonio vivía, el catolicismo, en su cobertura humana y transitoria, aun no había pasado por los dos fuegos purificadores de nuestra guerra y de la guerra mundial, y, por lo tanto, estaba menos esencializado que hoy, menos cercano a su hueso profundo. Desde 1936 la evidencia de lo sobrenatural como único principio fundamentador de la vida se nos vino metiendo en el alma a golpes de dolor, y ahora podemos enraizar en este suelo nuestras posturas colectivas y políticas mucho mejor que nuestros hermanos mayores. Hoy podemos ser católicos –no sacristanes– y poseer a la par todas aquellas virtudes de gallardía, conciencia viva de lo temporal e intransigencia que hasta hace poco parecían ser monopolio del mal, o cuando menos, difíciles de vivir dentro de una religiosidad cálida.

A la luz de estos contrastes nos explicamos ciertas aparentes anomalías en la obra de José Antonio: por ejemplo, el hecho de que en filosofía jurídica fuera keIseniano, cuando toda su obra y su modo de ser piden a gritos una profesión iusnaturalista. El clasicismo innato de José Antonio se vio tentado por la perfecta y fría lógica del creador de la teoría pura del derecho, y se adscribió a ella en un ejercicio de higiene mental, sin percatarse –no estaba todavía el momento histórico maduro para tanto– de la insoluble contradicción existente entre ella y el iusnaturalismo cristiano y de la imperiosa necesidad de acudir por alguna vía a éste para cimentar el edificio jurídico.

Vivimos, pues –esto es lo que interesa señalar– en un tiempo distinto al de José Antonio– distinto en mucha parte porque él lo abonó con su muerte. Hoy hay en España un alarmante desconocimiento de este hecho elemental, e incluso a veces, por parte de determinados reductos de integrismo delirante, se llega a creer traición el constatarlo; a creer traición tomar en cuenta el calendario y no fingir que por un milagro como el de Josué se ha detenido el sol en el espacio. De José Antonio hemos aprendido que la política, para no irse al diablo, debe tener una estructura dogmática, pero no el luminoso sentido histórico con que él encarnó esta fe. Y ocurre que todo el que quiera operar sobre la realidad colectiva –acertar con las palancas capaces de levantar en vilo a una generación– necesita ser algo más que monótono afirmador de dogmas: necesita escrutar el horizonte de problemas propios de la hora, e incluso sacarlos a luz si aun están latentes. El que no vea problemas escritos en las alas del tiempo –problemas espirituales, no sólo obvias dificultades administrativas– será incapaz de dar soluciones inmovilizadoras. Esta es, junto a la afirmación de la estructura dogmática de la política, la otra lección que José Antonio nos da y que urgentemente debe aprender nuestra juventud.

Rodrigo Fernández-Carvajal


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