Alférez
Madrid, octubre y noviembre de 1947
Año I, números 9 y 10
[página 4]

Dios es Dios de vivos

Por fin encontré un alma decidida dispuesta a darse largas caminatas por las crestas erizadas de peñascos extraños y antediluvianos, o a sumergirse en el misterio esmeralda de los erguidos bosques alfombrados de helechos de esta tierra inesperada, siempre tan sorprendente, porque a dos pasos de la Puerta del Sol: el contraste y el olvido son tan bruscos.

Tuve que buscar varios días antes de dar con el ser singularmente animoso que quisiese saborear a pleno pulmón estas intactas maravillas de la Creación: la generación más respetable estaba sentada todo el día delante de los clubs u hoteles en butacones y tumbonas, mientras que la más joven, la de los dieciséis a veinte años, permanecía dentro, oyendo el gramófono, bailando o jugando al ping-pong. Y gracias a que no había cine: si no, allí maduros y jóvenes se hubiesen despanzurrado física y mentalmente; ¡pero ya está uno en proyecto! ...

Parece enteramente como si toda la dicha del hombre –que en cuanto es libre muestra su apetencia innata– consistiese en el amodorramiento, en el letargo. Pasiva de los unos, activa de los otros. Laxitud aterradora, porque ataca tanto la vida del alma como la del cuerpo; el que huye del esfuerzo físico huye también del esfuerzo espiritual.

Hay un subterráneo paralelismo que fluye y refluye entre estas dos vidas esforzadas, la natural y la sobrenatural, que a menudo me ha sorprendido y que creo no ha sido lo bastante indicado y esclarecido. No cabe duda que el ser que se abre a la vida de la Naturaleza dispone en su alma posibilidades de apertura a la vida de la Gracia; siempre significa dureza consigo mismo, siempre renuncia a muchas comodidades, a muchos gustos fáciles e inmediatos para buscar otros más arduos y, si no más remotos, más difusos.

El encanto de un día de excursión no se gusta de verdad más que en su dilatación total, al completarse la jornada. Y si la lenta y sonrosada aparición de la aurora nos llena de exultación, es porque nos promete un día más largo que los demás, todo henchido de sol, de aire, de espléndida libertad. Son goces que hay que ganar, que conquistar. No se compran. No son mercantilizables.

El que engrandece y embellece su existencia por la renuncia y por el esfuerzo fecundo, esa misma conseguida y elaborada armonía natural cambia la receptibilidad de su espíritu: ha abierto de par en par todas las puertas y ventanas de ese edificio que es nuestra alma. Buscar la belleza y la dilatación terrenales es franquear el alma, hacerla pronta y elástica para otras más excelsas. Es libertarla en lo natural. Ya no tiene que luchar contra esas dos terribles y gemelas ataduras de la Vulgaridad y de lo Mediocre qué, después del Pecado, son el mayor mal de la existencia. (Si ésta es la destrucción de la vida divina en nosotros, aquéllos son la asfixia de la vitalidad; gracia y vitalidad: los dos términos que componen la persona y que nos permiten pensarla, o mejor dicho, pesarla.)

Una tensión lleva a otra o, por lo menos, facilita la otra. He visto que al homo vulgaris, que no le importan los dones y hermosuras de la Naturaleza, tampoco le importan los de Dios.

...Recuerdo que una vez, no lejos de aquí, había permanecido varios días al calor de un maravilloso monasterio de monjes pardos y blancos; y con el alma iluminada por su heroica gesta, al regresar de nuevo a la casita serrana, la mochila en la espalda en vez del bordón como buena peregrina del siglo XX, tuve que pasar por un lugar de veraneo famoso: el choque fue tremendo. Al ver esos señorones y señoritingos, con pantalones a pliegue impecable, que se sentaban a las mesas del bar más select del lugar como quien acomete un rito, sentí cómo algo muy tenue y aéreo se derrumbaba en mí de repente. Y exclamé en ese monólogo interior que llevamos siempre dentro los solitarios: ¡Hombres domésticos! Tuve esa terrible sensación.

Así como hay animales que han perdido su fuerza y su ímpetu originales y se han vuelto serviles, existen también humanos empobrecidos, banalizados y, lo que es peor, regodeándose en esa su comodona y servil mansedad.

Mis frailes de antes me resultaban, en contraposición, espléndidos hombres salvajes, regiamente libres en ese riesgo y ventura admirables en que vivían sus almas, por las cuales habían arriesgado el todo por el todo. Y también yo, en un plano desmesuradamente inferior, con mi extraño equipo y los dieciocho kilómetros que me quedaban por trepar, me sentía salvaje y extraordinariamente libre frente a ellos, pero en la mínima aventurilla del simple vagar físico por una ruta de ensueño entre densos pinares, toda rodeada de zarzamoras en flor y de rosales silvestres, con su danzante nube de rubias mariposas y el murmullo cercano del torrente. Toda esa fulgida gloria del verano era mía, la aspiraba a grandes tragos. No la dejaba pasar inadvertida u olvidada. La recogía a pleno corazón para dar gracias rebosantes al que tan esplendorosa nos había reglado la vida.

No fijarse en los bienes y beldades que el Creador ha derrochado, ¿no es acaso una forma de desprecio hacia El? Son bellezas y perfecciones que nos ha puesto en el camino para que nos lleven con mayor prisa y facilidad hacia su propia infinita e increada belleza y perfección, hacia su solo amor. Son peldaños, como decía el gran San Agustín, que nos ayudan a subir, a remontarnos. (Comprenderá fácilmente el buen lector cuán grata tiene que ser a mi alma de alpinista esta teoría ascensional.)

Por eso creo es un gravísimo error para el bien espiritual no tratar de enriquecerse naturalmente con todos los medios y bienes que Dios ha puesto a nuestro alcance: la cultura, el arte, hasta el mismo deporte.

Sólo despertando nuestra existencia con el enriquecimiento de todo lo que es benéfico, haciéndola viva y vibrante, ancha y soleada, ahuyentaremos de ella toda angostura de mediocridad, la limpiaremos del triste polvillo de toda trivialidad, de toda baratura mental y física. Y podremos ofrecer al Señor un ser más valioso y más pleno en todos los sentidos.

El que se ha dominado en lo natural, el que se ha perfeccionado y enaltecido en ello, posee toda su elasticidad anímica, es como un arpa cuyas cuerdas están por el uso y la práctica bien templadas y han conseguido su más viva y clara musicalidad, basta que los dedos del Supremo Artista las rocen suavemente para que de ellas broten exquisitas y celestes armonías.

Por el mismo amor de Dios no debernos apartar la mirada de los bienes puros de este mundo. Sólo renunciar a ellos cuando El mismo así nos lo pida. Pero esto sólo puede ser en un final, en un esplendoroso final. Nunca en un principio, como lo veo tan incomprensiva y dañinamente hecho con frecuencia hoy en día. No tiene por qué apartarse la religión de la vida.

La gente devota sólo tiene ojos para la baja, la del mal: la cuestión es no pecar, el resto importa poco; si se es un personaje gris y desvitalizado, en ello no se repara. Es la extraña ceguera en que cae por lo general la espiritualidad: no está atenta al valor meramente humano del individuo. No tiene visión para la mediocridad y su tremendo veneno, que apaga y desvirtúa las mismas fuentes vitales del ser. Y tampoco, por tanto, es consciente de la realidad de una existencia natural alta y noble, que las despeja y hace brotar. Así, no percibe que la aspiración a Dios requiere tensión y belleza en el ámbito entero de nuestra existencia, no sólo en el religioso, y que no podernos dejar al abandono y a la inerte insulsez cualquier terreno o parcela de ella. El «Velad, no sea os encuentre dormidos» (Marcos, XV, 311-7) de Jesús, recalcado con tan apremiante intensidad, nos quiere omnipresentemente alertas, hechos pura lucidez. Mucha devoción y después una existencia descuidada y baladí, sin gracia ni interés de calidad alguno, dan esas vidas espirituales arrastradas e infecundas que todos conocemos. ¡Que hasta nosotros mismos hemos de sufrir! ... ¿Quién no tiene invadido su vivir por la banalidad, por lo vulgar, que se filtra directamente al alma y es como su muerte o por lo menos su fatídico sueño? Por ello nunca sabremos bastante odiar esos dos engendros mortíferos de la inercia maldita: el Pecado y la Trivialización, las dos aniquilaciones, las dos tinieblas, cada una en su plano, que amenazan al hombre en su intimidad.

Como el santo obispo de Hipona, necesitamos casi todos de peldaños para emprender la ascensión al perfecto amor de Dios, que es la soberana y radiante vivificación, la suprema, la dilectísirna vigilia.

Para bien de la vida espiritual tenemos que elevar –que así se puede– nuestra vida natural.

El sutil brotar interno que llamamos vida, misteriosa y energética sustancia que se dilata con pujanza y fertilidad terrenas, anímicas, es el sueño íntimo, el combustible fluido y secreto del Fuego Santo. En una vitalidad inerme y apocada, ¿cómo puede desarrollarse el ímpetu abrasador de la Chispa Divina? ¿En qué puede cebarse?

No se será malo, se será bueno, ¡pero eso no basta! –la insipidez es la otra nada– sino que es menester obedecer al incendiario y avasallador mandato de vida y de vida sobreabundante.

... ... ...

Todo eso pensé yo mirando el azul transparente que iba palideciendo lentamente en el atardecer, después de muchas horas de andar a la luz del gran sol de los picachos de Castilla.

Sentía en los miembros ese dulce y satisfecho cansancio de las batallas ganadas... ¡Gracias a ellos había aprendido otra vez más lo que era un día del Señor!

Un día robado, por lo menos, a la dejadez corporal.

Puerto de Navacerrada, agosto 1947.

Lilí Álvarez


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