Alférez
Madrid, octubre y noviembre de 1947
Año I, números 9 y 10
[página 6]

Comadreo, compadreo y colaboración

Para la juventud son las consignas. Consigna hemos llamado, en buena época revolucionaria, a lo que otrora se denominaban «máximas morales», «sanos consejos» o «edificantes admoniciones». Todas estas cosas nos resultaron más digeribles y gratas tras el acucio de un clarinazo bien vivo que lo que pudieron serlo a nuestros mayores en la sabia jerigonza de los raposos, cigüeñas, leones, comadrejas... de Iriarte y Samaniego. Al templo de Minerva dirigimos nosotros los pasos, y los atrios retumbaron de sones marciales. No sólo dirigir; llevábamos el paso. Y esto, no más que de ejemplo casual, puede servir para recordar a algunos que no fue nuestro pecado el de amontonar consignas. Pues donde otros hubieran advertido

No te lleven tus pasos al acaso;
si es que quieres llegar, lleva tú el paso.

nosotros omitimos la pedantería y nos hicimos alféreces provisionales. Y ahora, perdón por este otro modo de vanagloria.

Pero, insistamos, para la juventud son las consignas. La alferecía de ayer –no nos disguste que alferecía sea nombre de dolencia...– ha suscitado la alferecía de hoy. En ello estamos, y muy decididos, por cierto, a apurar hasta sus límites la posibilidad de fundir estos dos escalafones de vida española. Provisionalidad y complemento son términos nada presuntuosos, en verdad. Servir provisoriamente y servir a completar algo parecen aspiraciones humildes. Dios nos tenga ahí. Porque sólo bajo los rótulos sencillos alientan los destinos grandes.

Y no dejemos de declarar los propósitos. Para la juventud son las consignas.

No flaqueemos tampoco en el señalamiento de los riesgos. No vacilemos ante la urgente necesidad de la crítica implacable. Hay quien, como el Licenciado Vidriera, piensa que se va a quebrar así que le rocen. Y hay quien supone, y esto es lo peor, que su patria y el mundo son campanas de vidrio; expuestas a hacerse añicos al menor golpe. Por golpe entienden la objeción, la advertencia leal, el discreto aviso y el mero alentar de los pulmones. «Callad, que no se despierte», formularían con ternura ante el lecho –mitad laureles, mitad escombros–, donde aparenta dormitar la joven energía de los años mejores. Si los convenciéramos de que no hay tal sueño ni tal campana de vidrio...

Por de pronto, el discreteo no es nuestro. Existen muchas cosas que se pueden hacer «sin que pase nada». Cuestiones hay que pueden ser dirimidas sin escándalo del vecindario y sin necesidad de inquietar al sereno ni a la Policía. Puesto que de convivir se trata, entendamos la convivencia en su más recto modo. Y modos, en total, hay sólo tres, con lo que dos han de ser necesariamente excluidos.

Quien no se decidiera –cosa difícil y malsana en mis días– a seguir la escondida senda de los escondidos sabios, puede decidirse por cualquiera de estos verbos, correspondientes a acciones bien diferenciadas: comadrear, compadrear, colaborar.

Comadrean los que critican sin más fin que criticar. Compadrean los que actúan en camarilla para el solo mutuo apoyo de los compadres. Colaboran los que –ajustemos este significado noble del colaborar– rinden su trabajo de acuerdo con otros y con arreglo a fines superiores. Comadreo y compadreo serían, en la gorda designación vulgar, como las formas femenina y masculina de la ocupación en común, cuando esa ocupación se entiende torcidamente. Las desasosegadas comadres, los audaces compadres, se repartirían el usufructo de las vidas nacionales. Las escorias de esas vidas serían las tristes migajas otorgadas a esos otros pobres seres neutros, ni hembras del bisbiseo ni machos de la «eficacia», que son los buenos y desinteresados colaboradores. Porque este tipo biológico existe. El colaborador es el eterno obrero de la gran colmena: el que arrima el hombro en todo intento que mira como útil y justo; el que fabrica, sin jornal, la buena cera y miel de la vida, el que almacena amor en panales de silencio. No cura de comadres; los compadres no le aquejan.

Pero es bien que aspiremos a empujar más fuertemente la existencia. Cambie lo que queda y deba cambiar. Hoy se trata, sobre todo, de acrecer el número de los colaboradores. ¿Locura esto? Para la juventud son las consignas.

Hágase la recluta como sea factible. Un modo, pequeño, es este de gritar desde las hojas de un periódico. Otro, mayor, será el de convocar, el que pueda, concilios de gentes para el buen conversar. De ahí se engendrarán los colaboradores. Habrá otros modos varios. Pero hay que cundir la idea y correr la voz. Sobran comadres; hay demasiados compadres.

Torres marfilinas abundan también. Mas –lo decía no hace mucho el maestro Eugenio d’Ors– hace falta tender cables entre ellas. Los colaboradores, como hormigas, habrán de movilizar sus antenas. Es preciso enlazar. Enlace llama la gente castrense a lo más importante de su máquina. Y la clasificación de los reglamentos muestra tres clases, harto arbitrariamente compartimentadas, pero buenas para empezar a entenderse: el enlace moral, el enlace de doctrina, el enlace de campaña. Nace el primero del acuerdo de los corazones: se logra el segundo con que estén conformes las ideas sobre el sistema de lucha, y en estar acordes y bien relacionados durante la lucha misma está el tercer enlace. Para este último trabajan los otros dos. Colaboradores arriscados queremos.

Y, ¡ojo!, cuando se desdibujan o enturbian las consignas de una hora, hay que repasarlas con buena tinta para que no queden ojos sin alcanzarlas. Las recetas, bien precisas. Ante la amenaza de los tejados vidriosos, la crítica serena y tenaz. Contra comadreo y compadreo, colaboración. Contra el virus de dispersión que llena el aire, buenos y bien amarrados mástiles de persistencia.

Para la juventud son las consignas.

Antonio de Zubiaurre


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