Alférez
Madrid, 31 de diciembre de 1947
Año I, número 11
[páginas 1-2]

Europa postfascista

Cuando, concluida gloriosa y trágicamente la epopeya napoleónica, los políticos europeos reunidos en el Congreso de Viena decretaron la inexistencia de todas las aportaciones que suponían, para la vida política y espiritual del mundo occidental, las ideas de la Revolución Francesa y toda la experiencia histórica representada por los últimos treinta años, los espíritus previsores de la época, almas generosas que no podían enjuiciar un fenómeno de tal magnitud bajo el prisma de una inmediata pasión política, señalaron el error y anticiparon el triunfo de determinadas ideas a pesar de la derrota de los ejércitos que habían levantado su bandera a lo largo del Continente.

Ha sido siempre error típico de las mentes y las generaciones acostumbradas a vivir en pleno actualismo, creer en la caducidad total de un mundo de ideas cuyos paladines habían sido derrotados. Pero en el mundo de las ideas, es a veces signo peculiar el poder encontrar campo fecundo en la crisis e impulsos en una existencia subterránea. Si es cierto que en la Historia, interpretada como proceso y como movimiento, es decir, cristianamente, son imposibles los retornos totales, son igualmente de concebir experiencias y dramas inútiles. Tan es así que incluso una mentalidad tan completamente estática y ahistórica como la india, pudo establecer una ley de responsabilidad histórica, en la famosa doctrina de las corrientes karmáticas, según la cual nada ni nadie puede escapar a la Historia.

En la tragedia actual de Europa, en medio de la más espantosa confusión ideológica y moral, hay una pregunta que se impone en virtud de una necesidad primordial: ¿Cuáles son las consecuencias de los sistemas derrotados, y cuál el significado de la caída? Es posible que un sistema político, que supone un cambio espiritual y una visión antropológica inédita, un sistema que no fue, esencialmente, resultado de una imposición violenta, desaparezca sin dejar rasgos en las almas, bajo el signo de una renegación universal?

Para quien logra superar todo enfoque contingente y es capaz de considerar los fenómenos en sus perspectivas históricas, el fenómeno fascista en su interpretación amplia, más allá de toda definición pasional o propagandística, podrá llegar a conclusiones quizá sorprendentes. Una de estas conclusiones es que el fascismo o «los fascismos», fue, históricamente, la última reserva, la «ultima ratio» del liberalismo. Hablaba ya Ortega, en el «Epílogo para los ingleses», de su Rebelión de las masas, de una articulación de Europa en dos formas distintas de vida pública: la forma de un nuevo liberalismo y la forma que, con nombre impropio, es llamada «totalitaria». «El totalitarismo –decía textualmente Ortega– salvará al liberalismo, destiñendo sobre él, depurándolo, y gracias a ello veremos pronto a un nuevo liberalismo templar los regímenes totalitarios.» Al formular esta articulación mecánica, el filósofo español pudo percibir suficientemente su arbitrariedad y quiso entrever «en el fondo del bosque que tienen las almas, el hontanar de una nueva fe».

Orientado hacia esta finalidad inmediata, de salvar unas fórmulas consumadas, perecederas, el totalitarismo fascista se autocondenaba implícitamente al fracaso revolucionario.

Este era su primer error, en realidad un error de enfoque histórico, una insuficiencia orgánica. El segundo error de las formas totalitarias europeas (existen en la actualidad formas totalitarias no europeas, planteadas monstruosamente, como el bolchevismo ruso), consistió en lo que podríamos llamar la exasperación del nacionalismo, la desvitalización del concepto de nación, tan esencial para la vida europea. La exasperación del nacionalismo tuvo como conclusión un enfoque imperialista de la política, sustituyendo a la antigua nostalgia del Continente –el Continente por antonomasia– por el «Imperio», un concepto mecánico, tecnicista, arbitrario. Y en fin, en la serie esquemática de los errores de este totalitarismo europeo en los últimos veinte años, el último consiste en el hecho de que surge y se desarrolla en gran parte en función de la realidad ideológica y social marxista, que ejerce sobre su propia doctrina un incontestable espejismo. En el nacionalbolchevismo, tan típico en las experiencias sociales alemanas, o en el mussoliniano «puntare sulle masse» pesan los residuos de un marxismo revolucionario, del cual la experiencia comunista supo librarse en su aplicación rusa.

Si es cierto, como afirmaba Thierry Maulnier, que el marxismo no es más que una especie de parásito ideológico del liberalismo, el nacionalismo totalitario peca a su vez, por querer buscar sus justificaciones ideológicas tanto en el liberalismo como en el marxismo.

Pero si es verdad que el número de errores que afectan al nacionalismo totalitario es apreciable, no es menos cierta la importancia de sus elementos positivos y, lo que es más importante, la existencia en él de una conciencia revolucionaria auténtica. Esta conciencia revolucionaria es, sin duda alguna, la justificación de esta capacidad de sufrimiento y de sacrificio que caracteriza hoy en día a la Europa postfascista. La caída vertical de una Europa fascista, representa, desde un punto de vista puramente espiritual, una caída parcial. Ante todo porque no todas las fuerzas nacionalistas europeas estuvieron envueltas en la experiencia fascista como tal, con toda su carga de responsabilidades y de consecuencias. Esto si nos mantenemos en la esfera puramente política. Pero en cuanto al aspecto espiritual de una ideología perfectamente justificada desde un punto de vista histórico, la crisis y la caída del nacionalismo totalitario, no implica la muerte del espíritu que lo animaba. Este espíritu resurge ahora en la búsqueda febril, patética, ciega, de la dignificación del hombre, en medio de una confusión moral verdaderamente única.

La Europa postfascista es en realidad la Europa de una resistencia sorda contra la agresividad cada vez más creciente del bolchevismo ruso. En la parte directamente en poder de los rusos, ella constituye los pocos núcleos de resistencia efectiva contra lo antieuropeo. En la parte donde Rusia actúa hasta ahora sólo a través de sus «quintas columnas», el único país que da pruebas hasta ahora de una especie de contra acción ideológica es Italia, ya que el movimiento encabezado en Francia por el general De Gaulle no es más que la expresión de un vasto sentido de pánico.

Gran parte de las experiencias fascistas pesarán sobre el porvenir político y moral de Europa. Veinte años de experiencias históricas y políticas no se pueden borrar por simple pasión de grupo, o por la abolición de la legislación vigente. Pero esto no significa que las futuras soluciones europeas, suponiendo que Europa podrá disfrutar de vida propia, serán soluciones de tipo fascista. Las soluciones ofrecidas por el nacionalismo totalitario no eran precisamente soluciones revolucionarias y lo que busca la conciencia europea actual, en su espantosa miseria material y en su degradación espiritual, es sobre todo una plenitud revolucionaria, la plenitud del espíritu. En este sentido la similitud de nuestra época con la situación del mundo en los primeros tiempos del cristianismo, es extraordinaria. El mismo desorden material y moral, el mismo sentido de decadencia, la misma sensación de vida subhistórica y al mismo tiempo una búsqueda quizá más patética y más desesperada que la de entonces, de una nueva luz y una nueva doctrina. Entonces la solución contenía el hálito misterioso de la luz divina. Ahora la solución representa una restauración real de los valores históricos. Pero tanto entonces como ahora el punto final y la suprema esperanza es una sola: la fe de Cristo.

El mundo europeo se halla unificado y nivelado bajo el signo de la miseria. Una miseria que parece envolver a todo el mundo bajo el peso inexorable de un cielo fatal. Esta nueva realidad europea parece haberla expresado un soldado de color al dirigirse a un prisionero alemán: «Du Untermensch, ich Untermensch –decía– Wir sind Kameraden». Sobre esta nueva, trágica realidad se ha de construir el mundo del mañana.

George Uscatescu


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