Alférez
Madrid, 31 de diciembre de 1947
Año I, número 11
[páginas 4-5]

Profesión política

Cuando la juventud española actual –la de los alféreces antiguos y nuevos– medita sobre su responsabilidad, política colectiva queda en una perplejidad singular. Las soluciones políticas son respuesta a problemas planteados en vivo, dinámicos e inminentes y es muy difícil crearlas con calor y posibilidades de difusión cuando los problemas tienen aire lejano e inasible. En política, como en tauromaquia, sólo se pueden concebir las suertes cuando está el toro delante.

Es necesario, sin embargo, vencer esta perplejidad y encontrar el camino de nuestra tarea común. Hace doce años se proclamaron en España unos principios de orden, a los cuales vino a servir una guerra heroica y un Estado surgido de ella, y ocurre hoy que esas principios siguen teniendo vigencia y que nuestra tarea no puede ser sino servirlos y ahondarlos. Se nos da la partitura escrita y se nos pide buen oído para interpretarla. Lo importante es que acertemos a distinguir en esta partitura la línea melódica de los floreos, y que nos demos cuenta de que está expresamente escrita para nosotros, aunque los ensayos hayan corrido en mucha parte a cargo de una generación enraizada en el mundo viejo. Todo esto, naturalmente, debe ser pensado con generosidad y fortalecido, superando incluso la demagogia temperamental de la juventud. Somos la primera generación de una nueva época histórica en la que ya no tienen validez ciertas dicotomías viejas –clásico o romántico, derechas o izquierdas, beato o energúmeno–, y hemos de construir nuestra fisonomía colectiva muy por encima de ellas y sin contaminarnos con el aire malsano que exhalan.

* * *

La victoria de 1939 y la consiguiente creación del nuevo Estado metió a la juventud dentro de un orden constituido y seguro, con indudables rebordes de imperfección, pero bueno en sus líneas generales. En esto no hay que regatear con pasión demagógica ni con pequeñez cicatera. De la España de 1935 a la de hoy –descontando cuanto queráis de traiciones y bajezas– hay la misma distancia que de la nada al ser. Hoy tenemos –esto es muy importante y no hay que olvidarlo jamás– una carta de gallardía internacional estupenda, y en lo interior la administración y la economía se han hecho adultas, y las enfermedades que padecen son las propias de esta más perfecta edad. Si no hubiera otros testimonios, nosotros mismos resultaríamos prueba de lo mucho andado. Parodiando a Chesterton, cuando decía que todos los ingleses son monumentos romanos, podríamos decir que todos nosotros, con esta españolidad firme y esta cristiandad sustancial que llevamos dentro, somos monumentos del orden creado el 18 de julio y guardado por Franco.

Estamos obligados, en consecuencia, a evitar que este orden se enrarezca y se seque, a meter en él savia nuestra. Por imposición biológica, su rectoría nos ha de corresponder un día u otro. Lo importante es –no se habla aquí, naturalmente, de golpes de Estado– que esta hora no se retrase antinaturalmente, con lo que saldría malparada toda la salud física y espiritual de España, y que cuando el fruto nos caiga en las manos –sin perjuicio de ir antes cercándolo constantemente– conservemos intactas las raíces del 18 de julio, con toda su frescura revolucionaria y gallarda. Si nuestras últimas obras son hijas poderosas y directas de estas raíces, habremos cumplido nuestra misión histórica.

Para este empeño es absolutamente necesario adquirir y cultivar ciertas virtudes políticas fundamentales que a continuación se examinan:

a) Ante todo, como cuando un barco sale al mar, hay que limpiar los fondos de nuestra dogmática. José Antonio definió esta dogmática y en ella se basó sustancialmente el 18 de julio. Pudiéramos condensarla en los siguientes artículos:

1. Afirmación de la unidad de España por encima de todo separatismo territorial o moral. No cabe, en consecuencia, admitir la lucha de clases como estado normal de la política ni la división entre derechas e izquierdas.

2. Establecimiento de un Estado superador del liberalismo y de su última encarnación totalitaria, en el que el diálogo entre representación y ejecución –entre Cortes y Estado– no afecte a los fundamentos dogmáticos de la política, sino a su curso contingente y perfectible.

3. Rescate de ciertas ideas de política eterna –libertad, derechos de la persona– raspándolas de toda adherencia liberal y nutriéndolas de sentido católico.

4. Toma de contacto cotidiano y directo con la realidad; esto es, ausencia de toda inflación propagandística y ceñimiento escrupuloso a lo que es, a lo que ocurra sobre el haz o en la profundidad de España. Hay que extirpar, en consecuencia, cualquier residuo de política mítica –pagada de gritos y fachadas– aun en sus formas aparentemente más inocuas. A la larga el mito paraliza y corrompe cualquier régimen de convivencia. La ganancia inmediata que reporta se convierte indefectiblemente en tóxico.

5. Incorporación viva de los valores católicos a la vida pública española sin que jamás se borre la necesaria distinción entre las potestades eclesiástica y civil, tanto en la teoría como en la práctica.

6. Planteamiento drástico del problema económico-social fuera de la dialéctica marxista: esto es, no considerándolo jamás como problema único, ante el cual deba postergarse la resolución de los otros.

Estos dogmas –simple repetición mas o menos matizada de lo ya por todos consabido– son lo que orteguianamente llamaríamos nuestro fondo vital insobornable, nuestro sistema de creencias desde el que la acción y la ideación concretas se han de disparar. Si esta base falla, todo se irá al traste, aunque tengamos otras virtudes de eficiencia técnica y ética política. Y de pasada es necesario apuntar que en este dogmatismo hoy nos da la Historia la razón. Si alguna buena pesca puede sacarse de la experiencia totalitaria y del río revuelto del mundo actual es que la política ha de tener una estructura dogmática. En la política –resulta paradójico que sólo España haya asimilado esta lección– hay dogmas como en el campo hay árboles y en las ciudades casas.

b) En segundo lugar, hay que servir estos dogmas con una constante actitud de ética política, ética que debería cifrarse en dos virtudes: honradez y gallardía. Aquélla nos hará servir en la tarea política ciertos fines que a fuerza de manoseados ya hieden, pero que hay que volver a abrillantar: el decoro público, el orden, la eficacia profesional. El revolucionario enragé –aquel que hace de su revolucionarismo una especie de profesional malhumor– falla en redondo al entrar dentro de este circulo de cosas simples, de cosas previas para que se cumplan las grandes. Se le agota a lo mejor el resuello pidiendo Gibraltar –conste que no está mal pedirlo de cuando en cuando–, sin darse cuenta de que en lo nacional toda hazaña es coronación de una pirámide de esfuerzos cotidianos.

A esta honradez, para que nunca se reblandezca y aburguese, es necesario armarla de gallardía. La gallardía tiene entre nosotros un nombre: José Antonio. Sin su majeza medida y su intransigencia inteligente no podremos hacer en España nada importante. Que su recuerdo sea el conjuro que nos salve de tanta blandura cauta como hoy circula, incluso a veces aparentemente victoriosa.

Estas dos virtudes, sin embargo, no servirán de nada si no tienen alimento religioso. Parece obvio decir estas cosas, pero hay que ahincarlas. Hoy los móviles de pura ética natural están tan gastados que la sobrenaturaleza tiene un doble papel que cumplir: restaurar la naturaleza y edificar sobre ella la gracia.

c) Junto a la fidelidad y a la ética hay que situar la inteligencia, manifestada en la limpia aprehensión de los principios generales y en la formación técnica para encarnarlos más que en la acabada construcción de un recetario político. Aquí habría para hablar mucho tiempo. Hoy muchos jóvenes –algunos de ellos cuentan entre los mejores– padecen una especie de manía farmacéutica con clara raíz integrista. Creen que si la doctrina revolucionaria no marcha rectamente es tan sólo por los obstáculos que se le oponen, no por su elementalidad o insuficiencia intrínsecas. Así, pueden llegar a construir en el aire una receta perfecta: un Estado en el que la mecánica legal está perfectamente estudiada –los sindicatos, los municipios, el régimen representativo de este o del otro modo–, pero en divorcio con la realidad. Avant la lettre, fuera de la actitud dogmática fundamental, es muy difícil esquematizar en política, y sobre difícil, peligroso. Hay el peligro de que convirtamos lo opinable en dogma –esto es, de que suprimamos la perfectibilidad de lo perfectible, con lo cual el mismo dogma resultará a la larga menoscabado. El dogma político, como el mar, ha de tener sobre su serenidad fundamental cierta inquietud, y el suprimirla corromperá inmediatamente toda la masa.

Estas virtudes políticas cardinales –fidelidad, ética, inteligencia– radican, como todas las virtudes sociales, en un punto medio –esto no quiere decir, naturalmente, que no hayan de ejercerse muchas veces en grado heroico–, y por consiguiente admiten desviaciones por carta de más o de menos. Pueden anquilosarse o evaporarse. La única manera de que escapen a estos dos peligros es que vayan siempre inseparablemente unidas en la medula de cada personalidad, hechas allí carne y sangre. Si una falla, se engendrará automáticamente un ente político bastardo: un dogmático con sentido ético, pero, resabiado con recetas y fórmulas, un descreído con buena intención, un bien intencionado e inteligente escéptico en el fondo. Cada una de las combinaciones posibles nos da un esquema al que sólo hay que colorear de vida y poner un nombre.

d) Se impone, pues, desde el seno mismo de la personalidad de cada uno, la realización de la unidad. No podremos empezar a intervenir en la tarea de limpiar y elevar a España hasta que seamos algo que por ahora todavía no somos: un grupo coherente, con su unidad profunda hecha dialéctica y esfuerzo conjugado. Nuestra generación –aquí incluimos, como se dijo al principio, a todos los alféreces antiguos y nuevos, alféreces de hecho y de deseo– tuvo uno suerte difícil. La primera fracción hizo la guerra, y al acabarla se encontraron sus componentes con el problema de forjar su vida individual en circunstancias duras. La segunda fracción –con el recuerdo infantil de la guerra vibrándole dentro– fue criada en un invernadero inevitable, y sobre su modo de ser propio se sobrepuso, mixtificándolo a veces, el carácter de la primera fracción. Y ocurre que nuestra raíz ha de ser necesariamente doble en su ápice –alféreces antiguos y alféreces nuevos– y que cuanto sea tratar de borrar este hecho no servirá más que para debilitar lo muchísimo que tenemos en común.

Ser grupo es la única manera de salvarnos históricamente y de que Dios no nos pida algún día cuentas por los denarios que colectivamente nos entregó.

* * *

Con estos denarios hemos de construir un orden hasta ahora solamente planeado y ejecutado en líneas generales, buscando siempre que el relevo de equipos se haga con suma generosidad y respetando como nuestras, en alguna parte, las jerarquías de los equipos constituidas. Con respecto a la suma jerarquía actual, Franco, toda vacilación en el servicio representaría un gravísimo error. Hoy se da en España el caso paradójico –inédito desde los tiempos de la monarquía tradicional– de que la jefatura del Estado es a la vez la mejor instancia representativa. Franco es hoy un cruce de líneas de fuerza contra el que significativamente se dirigen todos los ataques exteriores, como cuando en la guerra se tiende ante todo a destruir los nudos de comunicaciones enemigos. Visto con distancia temporal –a quince o veinte años plazo–, su obra de gobernante resultará en conjunto espléndida. Visto, aun hoy, a distancia geográfica –esto lo comprueba cualquier español que salga al extranjero su nombre es la palabra que resume el decoro de España. Franco es, pues, un hecho previo a toda obra política digna, un hecho previo que hay que ver con objetividad. Cualquier argumento de pasión o de inteligencia sutil que contra él se esgrima nace tarado por un simplismo incapaz de captar la complejidad esencial a todo hecho político.

Lo que hay que hacer, en vez de gritar en el desierto o esconder la cabeza bajo el ala de cualquier ficción propagandística, es poner manos a nuestra tarea inmediata y propia. Nuestra tarea inmediata y propia es vertebrar a España: crear una minoría que la sirva, reclutada con aquella misma mezcla de rigor y anchura con que los Reyes Católicos seleccionaron la élite gobernante. Una minoría fiel, ética e inteligente, con inteligencia poco farmacéutica, que sepa distinguir entre dogma y opinión, y no dé a aquél la variabilidad de esta ni a ésta la fijeza de aquél. Y también poco aldeana y castiza, y abierta a esa estupenda sangría que es la Hispanidad, a la que ha de ver con visión próxima –hilo a hilo y problema a problema– y no en panorama difuso.

Alférez.


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