Alférez
Madrid, 31 de enero de 1948
Año II, número 12
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Cervantes y nosotros

Cervantes es aquel mozo español, excombatiente, de frustrada vocación militar, que en la vejez escribió un libro genial. Nosotros somos, sin ninguna jactancia, un turno de españoles, gente nueva que entró en la historia al filo del año 36. Ser gente nueva es ser la juventud. Pero esto hay que aclararlo.

Acaba de clausurarse un ciclo ideológico que sembró cisma entre la juventud y la vejez –entre Aquiles y Néstor–, exaltando a la primera hasta las nubes y hundiendo peyorativamente a la segunda. Es ya urgente que las palabras «viejo» y «joven» tengan exorcismo; para ello hay que rescatarlas de toda biología, donde son mero período y pura contingencia. Hay que reintegrarlas a su esencia ejemplar, donde ambas brillan como dos distintos racimos de virtudes: las de la juventud son ímpetus más aptos para labrar y edificar historia, y las de la vejez, resumibles como sabiduría, se exigen como la arquitectura y el decoro de esa edificación. Pues bien; Cervantes es para nosotros un acabado ejemplo de joven y de viejo. Aquel muchacho que se llamó Miguel –igual que nuestro Arcángel– derrochó su ímpetu en labrar los sillares de historia que la cantera del tiempo requería, y su vocación militar fue perfecta, porque estaba acostada al lecho de la tarea histórica española. A los treinta y tres años, que es ya buena edad para el martirio, dejó de ser el soldado cautivo en Argel, regresó a España, y su ánimo fue dócil a la erosión que la vida produce. Así se tornó experto, esto es, viejo, porque eso de envejecer (no lo olvidemos, oh profesionales de la juventud), es otra consecuencia del pecado original: alcanza al hombre, al animal, al árbol, incluso al pedernal, que desde entonces sufre que el cierzo y la borrasca se lleven trozos de sí mismo. A lo ancho de las tierras de España los cierzos y borrascas erosionaron el alma de Cervantes y su virtud de entonces fue aceptar serenamente la cosecha de desilusiones y dolores, sin dejar que se le agriaran en el alma, y elaborar con ellas mosto de sabiduría. Así nació el Quijote: como vendimia de su propia vejez. La de su juventud se llamaba Lepanto. Ahí está la ejemplaridad de Miguel de Cervantes. Hegel llamó a Aquiles, encarnado en Alejandro, «milagro de juventud», y Homero llama a Néstor «panal de sabiduría y de dulzura». Para nosotros Cervantes es, en una pieza, Néstor y Aquiles de la gente española.

Pero no se trata sólo de alabarle como a un monumento, sino también de reconocernos frente a él como ante un espejo familiar. Ello quiere decir que nuestra antífona a la memoria de Cervantes será también definidora de nosotros mismos. No es cierto que eso sea un «retrato al espejo», fruto de la ufanía juvenil: antes, es el dictado de un inexorable «conócete a ti mismo» –socrática actitud, no de Narciso–, que hoy es imperativo de conciencia colectiva y exige conjugarse en primera persona del plural. Sentimos el «nosotros» con ambición de equipo. Mal tiempo para divos éste en que juntos nos salvamos o nos perdemos juntos. Por ello, al lado de Cervantes no se pone aquí el propio gorgorito individual, sino un «nosotros» como un canto llano, litúrgico y plural.

Pues bien: nos toca ahora, a los del 36 y a los otros hermanos, acarrear nuestra brazada de mirto nuevo ante Cervantes. La depositaremos toda ante el joven Miguel, que puede ser, como el Alférez, patrono nuestro. El otro, el genial, el sabio, el viejo autor del Quijote, tan cercado de diáconos turiferantes, tiene nuestra veneración, como los barbados patriarcas, aunque, al igual que ellos, no pueda ser nuestro patrono. Nadie se escandalizará, pues esta gente nueva, la que aprendió geografía nacional andándola mochila al hombro, no puede llevar en ella el Quijote a modo de breviario; hay en él mucha experiencia de lo humano, mucha moral sabiduría, mucho humor resignado, mucho escepticismo manso y senescente. Que nos envejezca la vida, no la literatura. Que nos envejezca la historia, esa historia que empezamos a forjar en el año 1936, con toda esta tarea hispánica que ya nos gravita dichosamente sobre el hombro. Entretanto, necesitamos precisamente las virtudes del mozo de Lepanto y Argel: aguante y valentía, la esperanza la fe y la caridad, que además son virtudes teologales. Respecto del Quijote poco hemos de decir: somos la primera generación española que ha podido leerlo en un paisaje inusitado: en las calientes trincheras de España, en las frías de Rusia, en las milicias de los campamentos. ¿Quién nos puede negar autoridad si afirmamos que no hemos hallado en él nuestro breviario, que pesa demasiado en la mochila?

Era ya mucho tiempo el que los españoles venían dedicando a contemplar a su héroe viejo y demente. Bien es verdad que, en punto a ejemplar heroicidad, los siglos últimos no dieron mucho más de sí. Pero esta gente nueva tiene ganado el ánimo por el ímpetu, reciente y eficaz, de un héroe inteligente, estrella orientadora de mentes y corazones hacia una precisa constelación de valores. La epifanía de esos valores sobre el suelo histórico nos toca, como a los Reyes Magos, tratar de conseguirla caminando. Esta andadura, esta tarea itinerante, es nuestra misión y la hemos llamado hispanidad.

No era posible aquí hablar de Cervantes sin hablar de nosotros; pero hablar de nosotros sólo tiene sentido en función de esa misión. La hispanidad es nuestra versión histórica del cristianismo y significa entrega, donación, «estupenda sangría». Como tarea, está iniciada ya, es cosa viva, tiene carne, instinto y vagido. Pero aún no tiene el logos necesario, y por eso la misión de hoy es transfundirlo en ella al lado de la sangre, en cada átomo del quehacer que nos pide. Esto exige de nosotros una total extroversión, que es siempre lo contrario del casticismo. El casticismo no pasa de ser nuestro ensimismamiento: sólo la alteración es catolicismo, y éste es médula de nuestra hispanidad.

El Cervantes joven, la criatura real que vivió juvenil alteración, es un espléndido símbolo para nosotros. Pero si es menester también un símbolo soñado, preferiremos siempre el virgiliano Eneas, cuerdo y joven, que conoció su misión y la cumplió. Si Eneas fuese un hidalgo manchego resultaría más castizo, es verdad; pero hay que resignarse a que fuera de Troya, ciudad asolada por las guerras, igual que nuestro tiempo. Pero Eneas recogió las cosas sagradas que allí había, su padre y los penates –esto es, tradición y religión–, y con ellos se lanzó a la misión nueva. Y a su carga le dijo estas palabras: «Te subiré en mis hombros, y este trabajo no me cansará»:

ipse subibo humeris nec me labor iste gravabit...

Es la fe lo que trasfigura y da alas a este hexámetro. Traducirlo al verbo de nuestro tiempo y nuestro pueblo, ofrecer el hombro a la misión de hispanidad, es hacer que esta España nuestra vuelva a ser el «Cristóbal de la historia», es repetir la aventura de las carabelas. La gente nueva ya se ha alistado como tripulación; la desgastada efigie del Cervantes fetiche racial ya no es el mascarón de proa de una nave estancada. Lo mismo que en las aguas vivas de Lepanto, aquel soldado joven prefiere sentir en la cubierta el gozo y la aventura de sus compañeros.

Ángel Álvarez de Miranda.


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