Alférez
Madrid, 31 de enero de 1948
Año II, número 12
[página 7]

El mensaje podría ser así

El Mensaje a los hombres de buena voluntad, el Mensaje de siempre con sus acentos puestos sobre las palabras que hoy nos urgen, vino y aceite para las heridas nuestras.

Siempre sucedió lo mismo. Los Evangelios santos, con su luz apretada bajo esa forma vital, que los sitúa por encima de todas las doctrinas y todos los programas, siempre pudieron ser presentados a los hijos de cada siglo y cada raza como la palabra del día, la misma, exactamente la misma, que ellos buscaban. El Crisóstomo con los Evangelios tocaba las llagas de los hombres decadentes de Bizancio, con ellos Vicente Ferrer daba las consignas medievales, con ellos Diego de Cádiz atronaba a la sociedad del siglo encandilado.

Y ahora también, para los héroes y los desgraciados de este momento crucial, ahora debemos tener el deber y el valor, nosotros por santa profesión, vosotros por vocación, generosa, de colocar los acentos de la atención, y de la síntesis sobre las inmutables palabras del Señor. Para que estos nuestros hermanos en el espacio y el siglo, éstos a los que apenas queda más en su contenido y papel que una angustia hecha tiempo, hecha momento, encuentren en el Mensaje, el suyo, el nuestro, el que se ajuste a nuestro dolor y a nuestra ignorancia como la carne al hueso, como el espíritu a la carne.

Y esa exposición salvadora podría ser así...

«Un grandísimo gozo», antes que un programa, antes que una historia los ángeles anunciaron «el gozo para todo el pueblo». Un anuncio jubiloso, un notición, unas albricias definitivas: eso es el Evangelio eterno.

Pero los hombres «no lo recibieron», y hoy ante los pulsos más temblorosos que registran los años de los hombres, para nosotros el Evangelio es una exigencia, una doctrina, una magnífica historia, pero el gozo se esfumó. ¿Cuándo al coger el libro santo has sentido tú por tus entrañas el alborozo íntimo que pugne por hacerse risa, salto y aleluya? ¿Ves como todavía lo ignoras?

Lo ignoran nuestros hermanos todos, lo ignoran bajo este su más elemental punto de vista. El Evangelio como la respuesta de los primeros villancicos con los que aquellos hombres sencillos respondían a los himnos, de los ángeles.

Gozo porque se nos anuncia una amnistía general, la Paz; gozo porque se nos notifica «el seguro de eternidad», el Reino que se aproxima; gozo porque también lo temporal con su escasez y su fatiga se ha hecho fiesta y regocijo: Enmanuel, Dios con nosotros. Ya está.

¡Ah!, si a todos los alejados y a todos los descreídos se les hubiese dicho antes que nada: «¿Sabéis!, ya todo se ha arreglado la noticia del día es ésta: que ya el hombre no tiene derecho a estar triste y dolorido...» Creéis, ¿creéis que hoy estaríamos como estamos? Sí, los pobrecitos hombres de nuestro siglo tienen ante todo hambre de que se les diga esto, hambre de cuna, de nana y de esperanza...

Pero no todos recibirían la paz. Porque, es verdad que su anuncio vino expresamente sobre aquellos pobres de espíritu, los que lloraban su vida dura y sabían sonreír ingenua mente, sonreír y cantar ante unos ángeles que volaban y danzaban por las estrellas. Esos fueron los hombres del mensaje y de ésos, ¿quedan muchos?

Por lo menos en todos nosotros quedan rasgos atávicos de los hombres de Belén. El problema es sacarlos a flote, el primer problema apostólico preparar a los hombres a una segunda infancia para que sean capaces de oír a los ángeles. Es decir, hacer todo lo contrario de lo que como idólatras de eso que llamamos cultura estamos haciendo, y en vez de poner ingenuidad la robamos para poner nuestra suficiencia.

Sin preparación previa al anuncio de la alegría no puede ser lanzado, sin preparar los caminos del Señor y enderezar sus sendas el Señor no vendrá. Y somos tan necios que nos empeñamos en que venga por nuestras autopistas, cuando se trataba de echar arena por las sendas.

Esta preparación diríamos que debería tener dos direcciones, la de esa previa ingenuidad natural de una vida dura y la de una purificación recia, bajo el duro símbolo espléndido del Bautista. Los pastores y Juan, solo ellos están a las puertas del gran gozo.

Juan excitando en las conciencias muertas el escozor por el pecado, Juan abriendo las bocas mudas de los hombres para que clamen misericordia, Juan enseñando caminos de penitencia, santa mercancía de la que hoy el mundo escasea más que del petróleo y el cereal.

Uno de los más ridículos errores de nuestro cristianismo decadente está en la seguridad con que se empeña por suprimir, o a lo menos atenuar, la estampa y la voz de Juan señalando con su índice al Cordero que quita los pecados del mundo. Nos da miedo, y porque la vida por de fuera nos aprieta, le decimos a Juan que nos deje en paz, que somos ya cristianos viejos, que el rigor de los siglos de hierro no va con los hombres de los siglos cultos. Resultado, la incapacidad aterradora para sentir la segunda parte de la gran consigna, la gozosa de que el Reino ya está, porque ella viene en función de la primera: Haced penitencia...

Y ya anunció el Señor: «y si no hallaseis hijos de la paz, la paz se volverá sobre vosotros».

Pero soñemos que sí, soñemos con una autenticidad apostólica que llevara a los hombres de nuestro tiempo un ansia de penitencia y una ingenuidad belemítica, soñemos con el éxito de estas corrientes espirituales preparando la recepción del Gran Mensaje salvador con su estremecimiento de gozo y de esperanza. La edad nueva que todos nos empeñamos en prever habría apuntado.

Todavía, sin embargo, podríamos aventurarnos más y disponer según palabras modernas el contenido total del Mensaje, mejor dicho, todavía quisiéramos proyectar lo inmutable de los evangelistas sobre los rasgos de nuestros hombres con sus veinte siglos a la espalda.

Y esa proyección podría decir así: El Evangelio nos trae un clima familiar para solución de nuestro colectivismo hecho cáncer, el Evangelio nos trae un clima heroico como el oriente para levantar el estilo duro que garantice la juventud de una edad nueva, el Evangelio nos revela ese tercer clima interior para salvar a los pobres hombres tirados a las cosas en este existencialismo trágico volviéndolos al misterio interior de la vida en el Espíritu.

Un clima familiar. Lo hemos olvidado demasiado. El gozo grande de los ángeles, el del Señor viene con su noticia del Padre de arriba que quiere establecer con sus rebeldes un pacto de familia –ioh, parábolas aquéllas del Padre de familias y los suyos, ¡qué contraste hacen con el estilo de nuestros colectivismos, y nuestros nacionalismos y nuestros internacionalismos!, no es nada de eso, no–, un pacto de familia sencillo, porque El cuida de nosotros como de pájaros, siempre que nosotros nos miremos y abracemos siguiendo su estilo y llevando nuestro camino hacia casa con esa risa y confianza del hijo del millonario que, cuando los ladrones le roban la cartera ríe y ríe, porque sabe que su Padre tiene muchos millones. Esto tan sencillo, tan elemental, tan disparatado, esto que en teoría lo entienden hasta los más lerdos y en la práctica lo niegan hasta los más santos, esto predicado y predicado para enfrentarnos con toda esa tramoya de las naciones unidas y desunidas y las clases enemistadas o armonizadas y los hogares herméticos o derruidos, esto... sabiendo por supuesto que nunca lo alcanzaríamos, pero ofrecido a los pobrecitos como ideal que suaviza, que entona y que explica el molesto caminar.

Un clima heroico, porque todos los hombres que amanecen a una edad lo necesitan y el Evangelio además de cuadro y programa hogareño es epopeya con su Príncipe arrebatador y su Proclama dificilísima y su empresa quimérica de conquistar eternidades. Jesús el Cristo como Señor, como «el Señor» único pidiendo la renuncia de todo y abriendo un horizonte tan alto que el ojo no lo alcanza y es preciso dejarse matar para conquistarlo. Todavía, todavía encierran los Evangelios clarinazos trascendentes para atronar las almas de todos los locos del mundo y llevarlos a poner patas arriba a una sociedad podrida. Todavía y esto hay que perfilarlo más y flamearlo entre estos niños que nos vienen con una nostalgia infinita en los ojos.

Y un clima interior. Sin esta postrer estampa corremos peligro de hacer del Evangelio algo demasiado humano, y el Evangelio es la acuarela familiar, y el aguafuerte bélico, pero además, el misterio de un Reino interior, la redención de esta esclavitud de todo lo visible, y lo pesable y lo medible, en una audaz permuta y venta por lo que dentro de cada uno abre la presencia de un Espíritu que convida a esa fecunda quietud de la oración y caliente tan íntimamente que la piedra se hace fuego y el esclavo se hace libre. ¡Oh, libertad del hombre espiritual, del hijo de Dios que sale de su corazón en eterna cita para sonreír sin miedo a las cosas y para incendiar sin respeto a los hombres! Hay que tener tanta fe que podamos a todos, a todos aquellos «pobres de espíritu» hablarles de esta postrer posibilidad y realidad de la vida humana, y, entonces, si ellos van limpios de espíritu «verán a Dios».

Hemos querido bosquejar el programa completo, las líneas fundamentales del Evangelio servido, a los hombres de hoy y sus problemas. Verso a verso, palabra a palabra habría que recortarlo para que sobre los trozos y las cenizas de tanto libro, papel, periódico, revista, cuento y gaceta pudiéramos ir aprendiendo a deletrear el único programa que ofrece una solución a nuestros hermanos, los pobrecitos enfermos de este gran sanatorio redondo que gira en torno del sol.

José María de Llanos, S. J.


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