Alférez
Madrid, 31 de enero de 1948
Año II, número 12
[página 8]

Revisión de un viaje

Va para quince años –gran espacio en la vida de un hombre, dijo Tácito y gusta de repetir Ortega– que un grupo de universitarios españoles emprendimos un amplio viaje colectivo en torno al Mediterráneo. De este viaje salió un libro del que, no sé si lamentarlo o no, resulté yo ser el autor principal. Buscando algún tema que un hombre de mi promoción pudiese reevocar, ante los más jóvenes para sujetarlo a una especie de revisión, alguien me indicó que éste sería de cierto interés. Trataré de hacer ambas cosas –reevocación y revisión– lo menos mal que pueda,

Me encuentro con el libro ante mí {(1) Carlos A. del Real, Julián Marías, Manuel Granell: Juventud en el Mundo Antiguo, Crucero Universitario por el Mediterráneo. Madrid, 1934.} y casi me parece que no tengo nada que ver con él. En cambio, ¡qué vivos, aun mentira parece, los recuerdos! y ¡cuánto más despiertos que el libro mismo, casi ya pura piedra, o, si me permitís esa callejera expresión, «ladrillo»! Prefiero reevocar y revisar el viaje y dejar dormir archivado, muerto, el libro (al menos, en cuanto a la parte escrita por mí se refiere, no me atrevo a decir nada de las de los otros).

Primero reevocar brevemente el viaje. Luego revisarlo, quiero decir: si el mundo que nosotros vimos entonces era así (o, al menos, así se me representa a mí ahora). ¿Cómo será ahora ese mismo mundo?

Reevocarlo. Fue un verano que en España se cargaba de breves presagios de violencia e iba a desembocar en un gesto fundacional. Mientras andábamos por allá, los «amigos de la Unión Soviética» sufrieron un asalto jonsista; al volver me contaron en la estación que, Ramiro estaba en la cárcel. Unos aviadores españoles se perdieron bajo el cielo de Méjico –la noticia me pilló en El Cairo– Gobernaba, es un decir, Azaña, y hacía la oposición, es otro decir, Gil Robles. Yo, es la verdad, aunque entonces era quince años más joven, no conocía aún el dolor o casi y no había padecido desilusión alguna, no tengo la menor nostalgia de todo aquello y no digo entornando los ojos, como ahora es uso: «¡Aquella España!» No; aquella España, a pesar de todo, era bastante peor que ésta.

Salimos de Barcelona. Una Barcelona poco amable, llena de estrellas separatistas. Yo he tenido siempre a Barcelona, por muchas razones, en gran estima; casi puedo decir que es la ciudad española que amo más; pero entonces era odiosa y mezquina. Y ya despegamos de España hasta el regreso.

Túnez y su región nos dieron una mezcla de africanismo francés, barato, a lo Tartarín, arqueología y prolongación de nuestro Levante, más algunos recuerdos de España, de la España del 500, y un poco de Islam auténtico en Keruan. En suma, salvo esto último, bastante poco de interés. Pero se veía emerger una conciencia nacional –o supranacional– islámica que amenazaba a la entonces aún imperialista Francia y mostraba ya cierta simpatía por España, cosa que realmente no dejó de impresionarnos.

Mucho más nos impresionó Malta. No sólo la isla en sí –ah, resultaba que, en efecto, había existido cristiandad en armas, ¡y en qué armas!, nada menos que hasta el siglo XVIII–, sino la presencia imperial –Imperial, de verdad– inglesa. Siento –creo que es lo de buena casta en un español– una mezcla bien dosificada de odio y de admiración hacia lo inglés. Creo que más que ninguna reflexión ni lectura es la experiencia radical de Malta, de Egipto, de Palestina, lo que hace vivir en mí esa doble tensión.

Egipto fue otra experiencia distinta. Fue descubrir una cultura ida, pero ¡qué grandiosa qué impresionante aún, qué en su sitio! –la egipcia faraónica–, y descubrir una inmensa realidad viviente y llena de posibilidades y no por fuerza hostil, el Islam moderno. Fue también confirmar la admiración y el odio hacia Inglaterra. Y darse cuenta por vez primera con plenitud de que también hay en el mundo judíos. Y vagamente intuir el mundo caravanero del desierto y, más vagamente aún (aquel barrio abisinio), el mundo sudanés y etiópico.

Palestina era ya entonces una tierra desgarrada. El sionismo –un judaísmo heroico, colonial, entre pionero del Far West y «totalitario», algo insospechable para un español no especialista en esas cuestiones, entonces– se enfrentaba de modo sangrante con no islamismo distinto del mercantil, escolar, artístico, de Egipto, con un duro Islam arábigo y guerrero, como de cruzada. Sobre esto planeaba un poco con altiva indiferencia de águila el Imperio británico; bajo esto un cristianismo triturado en secta, cotidianizado en rutina, mercantilizado en turismo, irremediablemente feo en sus manifestaciones artísticas, en el mejor de los casos humanamente simpático, pero sin grandeza, daba ganas de llorar. Esto es lo cierto. Lo increíble y desgarradoramente cierto. Aunque preferiría no tener que decirlo, los únicos edificios «numinosos» que vi en Palestina fueron dos mezquitas. Repito que dan ganas de llorar.

Creta tiene interés arqueológico y la gente es simpática. Hay, además, huellas de la pasada y para nosotros casi incomprensible grandeza veneciana. Y nada más. Rodas es una Malta deshewizada, más bella, pero menos entera, un jardín con inútiles murallas.

Turquía da (piénsese que ahora no hago sino reevocar 1933) mucho que pensar. No, era un país simpático. Pero daba una impresión de vigor y eficiencia increíble y además, –permitidme otra expresión callejera– allí «se mascaba» la U.R.S.S. Sí. «se mascaba». Y si luego se ha tenido la suerte de ir a la U.R.S.S. –nunca agradeceré bastante a mi destino el haber tenido esta suerte, se da uno cuenta de que, en efecto, eso que a uno –diecinueve años– le «sabía» a U.R.S.S. era, efectivamente, sabor a U.R.S.S. (desarraigo religioso, tecnificación, patriotismo agresivo, &c.).

Y Grecia. Hay tres Grecias. La arqueológica (iqué grandiosa!). No sólo la belleza de la Acrópolis, sino también las heroicas murallas de Micenas o, sobre todo, la religiosidad de Delfos. No; la religión griega no era una ópera cómica, no; Nietzsche vio clara. La eslavo-bizantina (esas iglesitas de pueblo, esos iconos. Oh, os digo que Stalin tiene por ahí buen juego). Y la romántico-moderna. Simpática, pero con un aire de excesiva mangancia –y van tres expresiones callejeras; procuraré no hacerlo más– y a la que nadie creía capaz del heroísmo del 40, del dramatismo de ahora. Y judíos sefarditas –no antipáticos– y no sefarditas –sí antipáticos– y una increíble simpatía por España.

Italia era muy hermosa –quiera Dios que lo siga siendo–. El fascismo resultaba difícil de enjuiciar en un viaje tan rápido. Dos impresiones claras, sin embargo: el fascismo, era «mucho». No era mero «aparato» oficial. Otra, Italia –sobre todo donde más debiera sonarlo, en el Partido, la Milicia, la Marina– no sonaba «a duro». La experiencia confirma esto y –a despecho de las apariencias– también lo otro.

Regreso a España. Mallorca, muy hermosa y muy mediterránea –España es muy «mediterránea» y nada «oriental», son dos cosas distintas–. Mallorca es casi Italia (o Italia casi Mallorca). Somos mediterráneos. Y a través de Valencia –simpatía un poco superficial, buenos edificios, mucho ruido: éstas son las notas que recuerdo–, el regreso al hogar.

Ya hemos reevocado. Ahora habría qué avisar. Preferiría que alguien más joven y que conozca en lo posible (directa o indirectamente) lo que es el mundo mediterráneo ahora, lo hiciese. Queda abierta la cuestión. Incluso esperaría con alegría respuestas inventadas por alguien que no hubiese visto nada de todo eso, pero tuviese ingenio. Si no, me veré obligado a contestarme a mí mismo. Estoy dispuesto a hacerlo, pero preferiría no tenerlo que hacer.

Carlos Alonso del Real


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