Alférez
Madrid, 29 de febrero de 1948
Año II, número 13
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La legalidad y la revolución

En América el cerco comunista se reblandece y deja ver que un claro desajuste merma su impulso inicial. Ya a nadie se le oculta la deficitaria situación actual de los comunistas; cunde entre algunos una sensación de alivio y el cuadro general debiera ser reconfortante, satisfactorio. Pero he aquí que en la nueva y favorable coyuntura no todo es señal de reposo y que la eterna inquietud humana remueve, congestiona, el límpido ambiente en que debiera brotar una clara y optimista configuración de las cosas. Ahí están los timoratos, los burgueses, que sintieron coincidentes sus aspiraciones con el desenlace de la contienda europea; precisamente es ahora cuando comienzan a percatarse del peligro marxista y cuando descubren en la mirada antes amiga la indudable desviación del traidor; y, sin apercibirse de que es cosa muy vieja esa mala intención del ex-aliado, creen que sólo en el instante en que la han descubierto ha comenzado a surgir. La antigua altivez del aliado en los momentos del éxito común no les había inspirado recelo alguno: pero su actual situación vacilante les llena de terror y les hace colocarse en guardia. ¿Cómo explicarse esta desorientación? En realidad, esto sucede casi siempre con los timoratos: sólo cuando cae en desgracia el verdadero enemigo descubren –pero atribuyéndolo al momento presente– el peligro de muerte que habla significado para ellos su presencia; por eso su suerte está sujeta a que puedan enterarse a tiempo del desfallecimiento del astuto enemigo, que se encubre con todas las mañas, antes de que pueda recuperarse; el colapso de éste se produce por razones internas, sin que los tardíos reaccionarios –¡qué justeza en la denominación histórica!– puedan otra cosa que acelerar su proceso. Muchas veces el hecho de poder desprender de nosotros mismos ciertas sensaciones subjetivas para someterlas a un cuidadoso análisis en que hagamos clara conciencia de nuestras reacciones interiores nos encamina la voluntad hacia un campo de superiores decisiones. En el caso del timorato, cuando éste llega a percibir todo lo tardíamente que ha actuado su conciencia vigilante, éste hecho, el descubrimiento interior que ha realizado, es el que le mueve a intervenir; así, pues, el timorato no actúa tarde por una falla en sus mecanismos de reacción, sino que, al revés, si alguna vez reacciona, lo hace por su retraso, por haberse enterado de su retraso. A la mano está el caso de algunos Gobiernos en nuestra América que se han arrojado sobre el mendicante marxista que llamaba a su puerta alentado por la antigua confianza que había merecido; por cierto, más les movía el miedo –miedo ante el vencido, ante el hombre, cargado de cadenas– que la ocasión venturosa de librarse de un incómodo y provisorio aliado–. Pues cuando más aterra al cobarde la compañía del enemigo es cuando le tiene yerto, cadáver, a sus pies. ¡Qué aleccionador viene a ser comprobarlo en nuestros días! Hoy, por ejemplo, resulta lastimosa la actitud política francesa. Como en El Emperador Jones, del norteamericano O’Neil, en que el negro destronado malgasta una por una sus escasas municiones derribando los fantasmas de su propio terror, hoy los franceses se creen victoriosos porque la sombra comunista se ha esfumado ante la última bala que les quedaba en su carrera fugitiva.

Los recientes fracasos comunistas tienen todas las trazas de un descalabro general, inevitable. Todo el vasto sentido de este hecho sólo podría recatarse al cobarde o al hombre que se viera frenado por una extremosa buena fe; pero es preciso establecer cierta distinción entre un caso y el otro; respecto del primero, hemos dicho lo que teníamos que decir; podría componerse un curioso anecdotario que dejase ver el estado de superstición, de embotamiento, que destempla al cobarde los resortes íntimos de la acción, cuando está precisamente a pique de completar sus objetivos.

Al débil de espíritu, en cambio, es otra reacción la que le coarta. Negar, verbigracia, los recientes fracasos comunistas, sería comenzar a echar de menos una acostumbrada situación de agobio, casi una especie de arrepentimiento de la anterior intransigencia propia; negarlo sería sentir irrespirable el nuevo ambiente de la libertad y volver a rastras al dolor antiguo de la celda. Ambas situaciones implican una particular inadecuación temporal: el cobarde reacciona tarde e inútilmente contra el contendiente que está en retirada, carente de la más elemental sensibilidad para seguir el proceso de sus ascensos y descensos; el pusilánime, en cambio, mira siempre hacia atrás, no puede soportar el deslumbramiento de las dichas nuevas. Cuando una ansiada situación viene de pronto a sorprenderlo como si no la hubiera esperado jamás, el desconcierto arransi no me lo puedo creer!»: Les cuesta acostora: «¡Pero, si no me lo puedo creer!».

Lo propio les ocurre a los pueblos sin fibra: las sucesivas corrientes culturales llegan hasta ellos con un signo de radical novedad que los hiere y desconcierta, y también, con el claro sesgo que presenta el advenimiento de todo aquello que se aguardaba de antiguo. «¡Pero, si no me lo puedo creer!» Les cuesta acostumbrarse a la nueva felicidad, son desconfiados para la propia ventura, por una parte, pero también les sucede que casi todos creen participar de una cierta capacidad previsora en todo aquello en que cifran su esperanza. Decía Valery que lo que el ser busca en la esperanza es un consuelo, una insinuación de que no se cumplirá el destino adverso que él prevé con seguridad, y a esa insinuación se agarra con tanta fuerza que él siente «que toda conclusión de sus previsiones, desfavorable al ser, debe ser un error de su espíritu». Por eso, el ser –el ser castrado, sin alientos– se sitúa en el punto a que le conducen sus favorables previsiones y contempla desde allí el curso de las cosas.

Es seguro que los pueblos hispanoamericanos entrarán pronto en la etapa grande de su historia. Ante la inminencia de los grandes sucesos nos preguntamos muchas veces con qué disposición de espíritu nos hallaremos al entrar en la recta final. Dentro de la lógica histórica, la unión política de nuestras naciones parece que será insoslayable. Y lo que más podríamos desear es que entonces ni nos hundiésemos en el pecado histórico de la cobardía, ni nos cegase la simpleza las potencias del espíritu. Cobardía y pecado sería que voluntariamente nos hurtásemos a la evidencia de nuestro gran futuro de Unidad, desoyendo el aviso del Ángel Anunciador y dando lanzadas a fantásticos endriagos y enemigos. Abulia y sandez imperdonable sería que no mirásemos con decisión las lecciones de la historia contemporánea.

Pues parece tener el mundo para nuestros ojos iberoamericanos una lección política doble: la de la legalidad y la de la revolución. Francia y España se han librado –o están librándose– de la horrible herejía comunista: pero, Francia, sin desvelos ni sangrías, por el cauce sereno de la legalidad y la «finura política» , España, en cambio, dejando un millón de muertos sobre la tierra parva y desolada. ¿Acaso fue inútil tanta tragedia, acaso no tenía sentido el derroche de ideal que se gastó para extinguir la amenaza diabólica, si el comunismo podía caer suavemente, enredado en sus propias trampas, o insensiblemente liquidado por el veneno de la astucia? ¡Ah, no: que la muerte y el sacrificio tienen intrínsecamente su sentido! Mas no hay para qué detenerse en este punto difícil; buceando en otro lado hacemos un hallazgo sorprendente: el débil de espíritu rechaza la revolución no por excesiva, no por ser necesariamente brutal, sino porque la considera un método insuficiente que no cubre toda su desenfrenada ambición.

El débil de espíritu busca la posición más cómoda, dirigiendo somnoliento la mirada al último eslabón de su cadena de previsiones; con fe ciega echa a andar el alma por el camino de la legalidad; cuando se ve ya allí instalado mira con displicente aburrimiento los gastos nobles del sacrificio. Y, lo que es peor, cuando llega el momento feliz –que, por cierto, ha seguido otro camino– en que se coronan los anhelos, un frío aire de novedad y escepticismo le corta el aliento...

Enfilando hacia lo nuestro, preciso es, pues, que nos aboquemos a la evidencia de los imperiales días que nos esperan; pero con la decisión clara de recoger las lecciones de la revolución, que comienzan por aquella de la ambición disciplinada, paradoja joseantoniana de la ambición renunciante: «Los conductores no tienen disculpa si desertan, los conductores no tienen derecho al desencanto...»

Jorge Siles.


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