Alférez
Madrid, 29 de febrero de 1948
Año II, número 13
[página 6]

Concepto jurídico de la comunidad hispánica

La Hispanidad es, para muchos –los más–, un término vago e impreciso con que se quiere designar a la comunidad de los pueblos americanos que recibieron de España una misma fe, un mismo idioma y unas mismas costumbres esenciales –salvados los matices regionales–, y que los conservan más o menos, según la respectiva posición geográfica o la inmigración que cada uno ha debido soportar. Tal origen y fisionomía comunes llevan a la conciencia de casi todos la certidumbre de que los pueblos hispánicos podrían dar al mundo la solución justa y verdadera que, superando la insoluble antítesis capitalismo-comunismo, devolviese plena vigencia en vida e ideas, a los valores clásicos de la cultura de Occidente. Pero no se sabe cómo; y en la duda, pronto se cae en el inconsciente escepticismo de concebir la Hispanidad como una realidad cultural apenas, cada vez más carcomida por el tiempo, y sin posible concreción política, social y económica; o como un hermoso sueño flotante en el horizonte del pasado, pero sin real vigencia presente y menos futura; o aún, para los suspicaces, como un afán imperialista, encubierto bajo nobles formas, de las naciones hispánicas de mayor potencialidad económica. Ante tal imprecisa concepción, se explica y comprende que la Hispanidad no sea aún, para la mayoría, una empresa a ejecutar; y que la tal empresa no encuentre muchos soldados dispuestos a servirla.

Pero no: la Hispanidad es una realidad de primera magnitud que surge del fondo de la Historia y que busca hoy, en medio de tanteos, vacilaciones, angustias y desorientaciones muchas, su concreción vital (política, social, económica).

Se ha superado, en verdad, la etapa de la retórica hispánica; todos estamos un poco cansados ya de ese continuo florilegio verbal sobre nuestro origen, fe, idioma, costumbres y destinos comunes; de esa continua actitud declamatoria que vulgariza y desgasta los términos más nobles sin adentrarse en su real contenido, sin vivirlos, sin trabajar para concretarlos en obras duraderas. Justamente, ha llegado la hora de «concretar»; y en tal sentido, me parece que urge precisar la posición de las naciones hispánicas en la empresa común, para evitar suspicacias, recelos o temores que, de no trabajarse con noble intención y real entrega a la causa común, podrían resultar no del todo infundados.

Es sabido que la relación jurídica entre dos o más sujetos –individuos o naciones– puede dar origen a tres clases de vínculos: a la subordinación, a la coordinación o a la inordinación.

La subordinación es la fórmula clásica de todo imperialismo. Por ella, un grupo de naciones aparece sirviendo los intereses de todo orden de otra potencia superior. Se comprende que tal vinculación jurídica no puede ligar a las naciones agrupadas en la empresa hispánica. Ella es inadmisible. Conduciría a diluir la Hispanidad en una españolidad, peruanidad, argentinidad, &c., &c., según fuera la nación predominante.

La coordinación entre las naciones hispánicas para la ejecución de la empresa, presentaría a éstas ligadas entre sí por un vínculo contractual multilateral. Según ella, las naciones hispánicas se completarían entre sí para pactar las formas y condiciones de la respectiva colaboración, supuesta, desde luego, la conquista del poder estatal de cada país por los nacionales adictos a la empresa hispánica. Tal fórmula seduce a primeras vistas por su aparente simplicidad y puede decirse que corresponde a la concepción predominante hoy entre las gentes que se agitan y luchan tras esta empresa. Se considera que mediante ella se salvaguardan eficazmente las soberanías nacionales y no se ofrece campo descubierto a cualquier ambición imperialista que, dada la fragilidad de la humana condición, pudiera surgir en tal o cual momento. La criticaremos en seguida.

La inordinación, por fin, presentaría a las naciones hispánicas vinculadas entre sí por el servicio de todas a una empresa común: la Hispanidad, de la cual cada nación no seria sino un órgano. No habría, pues, subordinación entre las naciones, sino inordinación de todas a la empresa hispánica.

Tanto se ha perdido en el mundo moderno este concepto jurídico de la inordinación bajo la tiranía individualista del pensamiento roussoniano, que no admitía otra forma superior de vinculación jurídica que la del sutileza dialéctica el revivirlo para ofrecerlo contrato (o sea la coordinación), que parece como fórmula jurídica ideal de la comunidad hispánica. Y, sin embargo, es el único bajo el cual pueden agruparse las naciones hispánicas para lanzarse a la común tarea de restaurar la Cristiandad en el mundo, sin mengua de las soberanías nacionales (ventaja de la coordinación), y superando el obstáculo –que conviene prever– de exacerbados nacionalismos locales (peligro de la coordinación) que, con sus menudas reivindicaciones de cualquier orden, pudieran comprometer la unidad espiritual del grupo hispánico.

Urge, en efecto, precisar, en las relaciones interhispánicas, el concepto de «nacionalismo». Dicho está que el concepto de Estado absoluto es una idea herética nacida en la Edad Moderna, contraria a la concepción cristiana del orden internacional. Bien está, pues, que se lo invoque por pueblos cristianos en determinada contingencia histórica, como medio político destinado a oponer jurídico valladar a todo internacionalismo nocivo presidido por concepciones heréticas, destructor de nuestras amadas tradiciones y que, en el fondo, sólo busca la esclavitud, de las naciones a un imperialismo financiero o a la tiranía de una clase social. Pero cuando de regular relaciones entre pueblos cristianos se trata, el término «nacionalismo» no puede designar sino a los distintos movimientos locales que procuran devolver a cada nación la plenitud de sus energías espirituales y materiales, hincando sus raíces en la propia historia y proyectando su pensamiento y acción hacia el destino común de restaurar la universal Cristiandad, en ambiente de concordia y fraternal armonía.

Y bien: si la empresa hispánica habrá de surgir precisamente de un pacto colectivo entre los grupos nacionalistas de las diferentes naciones que, obtenido ya el poder estatal, se conciertan entre si a los fines dichos, es fácil prever lo que sucederá: toda clase de reivindicaciones, nacidas de antiguas querellas, y cuya solución previa se exigirá por cada nación como contraprestación a su apoyo, entorpecerán o dilatarán –si no arruinaren– la ejecución de la empresa común. Y así, en regateos varios, se perderán muchas oportunidades magníficas.

Tales peligros se evitarán si, desde ya, la prédica por la hispanidad busca despertar las conciencias a la misión común, y a la imperiosa necesidad de conquistar el poder estatal que tienen los grupos hispánicos de cada nación, como medio apto al cumplimiento de esa misión.

No se arguya que esto significa caer en lo mismo que se critica; no: en el primer caso, la Hispanidad sólo surgiría de un acuerdo político entre naciones interesadas y se contribuiría a ella sólo en la medida del particular interés; en el segundo, el concierto político vendría como resultado del trabajo de los grupos hispánicos de cada nación que, conscientes de la misión común, habrían comprendido la imperiosa necesidad de conquistar el respectivo poder estatal para poder cumplirla eficazmente. Y al sentirse cada nación órgano de una empresa más alta, se resolverían las mutuas querellas a la luz de un principio superior, con verdadero y real afianzamiento de las soberanías locales (porque si un órgano destruye o mutila a otro órgano, destruye o mutila, al par, al organismo).

Sólo así, inordinadas en la Hispanidad, podrán nuestras naciones lanzarse a la conquista de un mundo para Dios.

Luis Alberto Barnada


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