Alférez
Madrid, 30 de abril de 1948
Año II, números 14 y 15
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Un venido a más: el hombre estético

En la serie de movimientos más o menos artísticos que desde hace un cuarto de siglo vienen germinando en el favorable milieu estético, social, e incluso político, de Francia, el surrealismo es, sin disputa, y desde los comienzos, el más ambicioso de invadir la totalidad de zonas creativas y receptivas humanas. Y ahora mismo, al cabo de esta segunda guerra, las actividades surrealistas ponen de manifiesto la contumacia y, sobre todo, el crecimiento de aquel turbio fenómeno. Los que han seguido de cerca la exposición surrealista de 1947 en las Galerías Maeght, de París, el eco por ellas suscitado y el cuantioso clamoreo literario concomitante a la exposición misma, reconocen que a estas alturas el surrealismo cuenta, por de pronto, con un ímpetu terrorista que se cierne dictatorialmente sobre el público atónito; y además, con aspiraciones ultraestéticas, que pueden resumirse en el hecho de que una exposición de cuadros y demás artefactos surrealistas, por ejemplo, se acondicione en forma de templo peculiar, apto para dar a vivir determinadas sensaciones mágicas al visitante, con el designio de convertirlo en iniciado capaz de sumirse dignamente en la sima de los misterios y creencias surrealistas.

La cosa es perfectamente clara, y los nuevos equipos surrealistas –entre los que se cuentan junto a viejos niños terribles, como Tristán Tzara o André Breton, otros muchos secuaces jóvenes e intrépidos– no pretenden atenuar la pretensión que motoriza al nuevo surrealismo: erigirse, sencillamente, en religión, con dogmas absolutos, como el de la libertad total, la prohibición de trabajar, la evidencia de que el artista surrealista posee el don de una especial revelación no sólo sobre el mundo circundante, sino incluso acerca de las cosas futuras; y, en fin, el reconocimiento, frente al comunismo, de la dimensión religiosa del hombre, cuyo centro, sin embargo, no es Dios, sino la ausencia de Dios, entidad positiva más grande e infinita que el Dios del Cristianismo, cuya concreción cultural, por supuesto, urge anular para sustituirla por una nueva etapa religiosa, la de la superstición, que representa el verdadero estado religioso del hombre.

Estas parecen ser, por ahora, las más recientes formulaciones de los epígonos que hoy alumbra aquel empecatado homo aestheticus en mala hora emancipado. ¿Todavía habrá quien crea, a lo mejor, que estos casos de rigurosa teratología espiritual no son la consecuencia lógica del viejo pecado romántico? Los frutos del «seréis como dioses» muy poco tiempo tardan en madurar. Y no es tan sólo que el artista, al dar un puntapié a la vieja humildad del artesano para pretender encaramarse en los cielos acabe por rodar, como un Icaro réprobo, en el suelo de la esterilidad creadora, donde se debatirá con el alma envenenada por ese inexorable «tormento del arte» que consume al artista fracasado quitándole toda alegría de vivir y enconando los instintos perversos latentes en su naturaleza. Aquí se ha puesto de manifiesto algo que genésicamente es más triste aún que la impotencia misma: el instinto de hibridación. El homo aestheticus quiso venir a más; abandonado a sí mismo y voluntariamente desmedulado, concluye su periplo libertario ofrendándose a una religiosidad aberrante, a un orfismo grotescamente extemporáneo. Así, después de divorciado de la luz, celebra, en la peor oscuridad de la caverna, su connubio con el «simio de Dios».

Pero todo esto no es ni siquiera nuevo, no es ni aun original. ¡Aquellos graeculi que conoció San Pablo! El mejor comentario de esa exposición surrealista celebrada en la Atenas decadente de nuestro tiempo lo escribió un hombre que jamás pensó hacer crítica de arte. Su texto, entresacado de una carta que escribió a hermanos de Roma, se refiere a este tema en aquel párrafo que empieza: «Se revela la cólera de Dios desde el cielo contra...», &c. {(1) ad Rom., 18-32. Léase este texto y se percibirá lo que tiene de lugar capital para la comprensión del surrealismo.}

A. de M.


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